La Merced y la cultura popular
Carlos Monsiváis
la realidad resultaban sus cómplices y sus semejantes. Al declararse «jubilado» El Centro, el cine nacional se precipitó en el anacronismo. Los años setentas introdujeron dos novedades de re percusión escenográfica: el Metro, que masificó el Centro sin modernizarlo, y el adjetivo Histórico, que leg alizó la jubilación, presionó por iglesis y plazas remodeladas, fomentó en pequeña escala el turismo interno, cambió el recuerdo lírico de las tradiciones por las tesis de grado y dio paso a la saludable variedad de recuperaciones, rescates y defensas. Y ya Centro Histórico, con la aureola de la victoria frente al tiempo,El Centro volvió a las andadas, o nunca quiso ser distinto. Lo invadieron los ambulantes, los desempleados, la procesión burocrática que nunca empieza ni termina, las marchas de protesta, los inconformes y los planificadores. Los antropólogos y los sociólogos colonizaron las vecindades, los arqueólogos nos deslumbraron con los descubrimientos del Templo Mayor, los historiadores del arte defendieron al virreinato del olvido del siglo XIX y, al cabo de hazañas y revelaciones, el Centro o el Centro Histórico ni se deja modernizar, ni admite el envejecimiento. Desde sus contrastes y en su desbordamiento, sigue siendo el archivo vital del país—reliquia que, con sus métodos, impide la tiranía del país—mal del siglo XXI.
«Dirás que no me quisiste, pero vas a estar muy triste» ¿Qué hace un joven o una joven de clases populares en el periodo 1960-1980? Si no es desempleado (la persona más activa), lo más probable es que trabaje en cerrajerías, tiendas de instrumentos musicales, tlapalerías, bodegas, tintorerías, tiendas de artículos de loza / papelerías, distribuidoras de textiles, ferreterías, tiendas de platería, tiendas de herrajes para piel, ópticas, carnicerías, carpinterías / misceláneas, sastrerías, tiendas de discos, zapaterías, far-
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macias, droguerías, tiendas de ropa, tiendas de artículos eléctricos, dulcerías, estudios fotográficos, taquerías, tortillerías, restaurantes, locales con jugos de frutas, neverías, tiendas de abarrotes, cantinas… Son significativas las variantes entre una generación y otra. Entre los jóvenes se acentúa la experiencia tecnológica, se asimilan, como sin percibirlos, diferentes aspectos de la americanización, la secularización afecta a la religión central y a las complementaciones reacias al cambio, entre ellas a los mitos y las teorías que se desprenden de la desigualdad extrema. Realidades y determinismos de la pobreza: quien no estudió (quien no se topó con las oportunidades en la vida) se resigna; nacer o avecindarse en un barrio popular es llegar a todo con retraso; el consuelo de ser pobre es vivir a fondo el caos solidario que jamás conocerán los ricos; quien separa al gozo del fatalismo no sabe distinguir. Al ampliarse ominosamente, la ciudad (el movimiento de las viviendas y los trabajos) modifica las formas de relación y la expectativas de los jóvenes y de sus padres o vecinos. ¿Quién puede seguir viviendo igual si por razones de tiempo precario y espacio mínimo, fiscalizar al vecino se vuelve «incosteable»? Antes, al sector popular del Centro Histórico todo le quedaba relativamente cerca, y lo que no, le resultaba pretexto de excursiones gozosas. Pero al expandirse la capital, muchas de las diver siones se alejan, otras se degradan, y el concepto de «excursión aquí nomás a las afueras» entra en crisis. ¿Y quién podrá todavía decir: «Al acto fue toda la ciudad»? Ni como metáfora es válida la jactancia: toda la ciudad deja de ser término aplicable a hechos ajenos a la radio y la televisión. Progresivamente, en la ciudad que le fue tan devota, a la cultura popular clásica —es decir, a la síntesis de lo más conocido y requerido del proceso mexicano en la primera mitad del siglo XX— pocos la frecuentan, muchos la evocan legendariamente, dándola por perdida,