Cultura Urbana 40-41

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Somos el mismo

tardando, contribuirían no sólo a cansarlo sino muy probablemente a hartarlo. Así, el robo de mi cartera me parece un mero síntoma de que este día todo nos va a salir mal. A mí, por lo pronto, ya se me arruinó el paseo. Poder pagar o no, no me importa tanto. Ella pagará. Pero quiero reportar la tarjeta al banco y no traigo el celular. Lo olvidé en casa… O quizá me lo robaron también. Me asalta la imagen de mí mismo hoy en la mañana metiendo el celular en la funda que ahora está vacía. Me quedo callado, no quiero otro «Te lo dije», y voy pensando en las credenciales que tengo que reponer, en los teléfonos que tenía en el celular y que, por las prisas de la vida cotidiana, ya no voy a poder recuperar… Caminamos sin dirección por las atestadas baquetas que resultan a todo punto inadecuadas, cuando no hay un puesto de periódicos que impide el paso en plena esquina, es un poste de la luz junto a una señal de tránsito y un semáforo, o simplemente una ingente cantidad de gente. No podemos caminar los tres lado a lado, ni siquiera dos. Vamos en fila. Ellos me siguen. No somos legión, ni un pelotón, ni marchamos. Erramos. No tene­mos conciencia de que nuestro andar no tiene motivo, dirección ni propósito. Creemos que sí. Me recupero un poco. No estoy muy seguro de dónde estamos. Finjo haber andado con la ilusión de que en estas animadas calles es difícil caminar más de unos cuantos pasos sin encontrar algo fascinante (una tienda, un personaje, un vestigio de otro mundo). Y en efecto ahí están. Cosas que pueden fascinar, encantar, gustar o despertar la curiosidad del incauto. Señalo algunas diciendo «¡Miren!». A mí me dan igual... Hasta que pasamos por un pequeño puesto de revistas en el que, entre los números atrasados de TV Novelas y de Saber Ver descubro de reojo (porque en realidad no me estaba fijando) unos artículos clásicos de física. Me detengo. No cabe duda. Ahí están. Desde el Sidereus Nuncius de Galileo y sus Discursos sobre dos nuevas ciencias, hasta un compendio los artículos de 1905 de Einstein donde habla del efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano, la relatividad especial y la relación entre masa y energía. No soy ningún experto. Ni siquiera un aficionado. En alguna ocasión, mientras estudiaba Actuaría en la facultad, me llamó

Manuel Lino

la atención el tema y leí algunas cosas de esa ciencia que empezó con la certeza del movimiento de los astros y terminó con el principio de incertidumbre. Giro la cabeza buscando a mi esposa para enseñarle lo que encontré. Y no está. Sólo está nuestro hijo mirándome con cara de extrañeza por haberme detenido en el que quizá le parece el puesto más aburrido de cuantos hemos visto. — ¿Y tu mamá? ¿Dónde fue? Voltea. No la ve. Y con unos ojos redondos y enormes por el sus­to y la sorpresa levanta hombros y brazos en un claro gesto que no só­lo revela ignorancia sino premura por encontrarla. Regresamos por el camino que hemos andado. Toda suerte de imágenes me caen en la cabeza: Mi esposa hipnotizada por un escaparate de zapatos; embobada siguiendo a un rudo galán de enormes brazos tatuados; siendo abducida por alienígenas en un zaguán intergaláctico… Caminamos a toda prisa. Mi hijo, no vaya a ser que también se me pierda, va adelante. Con la mano derecha lo dirijo moviéndole la cabeza. Llegamos hasta La Ópera. Una última imagen de mi mujer (con seis pares de magníficos zapatos puestos unos sobre otros, compartiendo mesa con el rudo galán y enseñando a los alienígenas a beber tequila con sal y limón) me hace entrar al establecimiento, aunque sin mucha esperaza: ella bebe el tequila con sangrita o derecho. Me distraigo apenas unos segundos pasando la vista por los parro­quianos que comen, beben y platican en el famoso bar buscando la negra y ensortijada cabellera de mi mujer. Estoy tentado de echarme de bruces al suelo con la esperanza de distinguir los seis pares de zapatos pero me detengo. Aún no estoy tan loco. Mi mano, de la que de pronto vuelvo a ser consciente, cae en el vacío. No soy legión. Al menos no una vencedora y caudalosa. Soy una legión masacrada a la que la palabra «derrota» le sabría a gloria si al menos hubiera sufrido eso. Legión de un único sobreviviente que escucha las voces de sus muertos que no por escasos dejan de sonarle a millones incuantificables.

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