Garcia marquez, gabriel relato de un naufrago

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embarcación se estabilizaba, yo echaba por la borda el agua sanguinolenta. Poco a poco la superficie quedó limpia y las fieras se aplacaron. Pero debía cuidarme: una pavorosa aleta de tiburón la más grande aleta de tiburón o de animal alguno que haya visto en mi vidasobresalía más de un metro por encima de la borda. Nadaba apaciblemente, pero yo sabía que si percibía de nuevo el olor de la sangre habría dado una sacudida que hubiera volteado la balsa. Con grandes precauciones me dispuse a despresar mi pescado. Un animal de medio metro está protegido por una dura costra de escamas. Cuando uno trata de arrancarlas siente que están adheridas a la carne, como láminas de acero. Yo no disponía de ningún instrumento cortante. Traté de quitarle las escamas con las llaves, pero ni siquiera conseguí desajustarlas. Mientras tanto, me di cuenta de que nunca había visto un pez como aquel: era de un verde intenso, sólidamente escamado. Desde niño he relacionado el color verde con los venenos. Es increíble, pero a pesar de que el estómago me palpitaba dolorosamente con la simple perspectiva de un bocado de pescado fresco, tuve un momento de vacilación ante la idea de que aquel extraño animal fuera un animal venenoso.

Mi pobre cuerpo Sin embargo, el hambre es soportable cuando no se tienen esperanzas de encontrar alimentos. Nunca había sido tan implacable como en aquel momento en que yo, sentado en el fondo de la balsa, trataba de romper la carne verde y brillante con las llaves. Al cabo de pocos minutos comprendí que necesitaba proceder con más violencia si en realidad quería comerme mi. presa. Me puse en pie, le pisé fuertemente la cola y le meti el cabo de uno de los remos en las agallas, Tenía una caparazón gruesa y resistente. Barrenando con el cabo del remo logré por fin destrozarle las agallas. Me di cuenta de que todavía no estaba muerto. Le descargué otro golpe en la cabeza. Luego traté de arrancarle las duras láminas protectoras de las agallas y en ese momento no supe si la sangre que corría por mis dedos era mía o del pescado. Yo tenía las manos heridas y en carne viva los extremos de los dedos. La sangre volvió a revolver el hambre de los tiburones. Cuesta trabajo creer que en aquel momento, sintiendo en torno de mí la furia de las bestias hambrientas, sintiendo repugnancia por la carne ensangrentada, estuve a punto de echar el pescado a los tiburones, como lo hice con la gaviota. Me sentía desesperado, impotente ante aquel cuerpo sólido, impenetrable. Lo exploré minuciosamente, buscando sus partes blandas. Al fin encontré un resquicio debajo de las agallas; con el dedo empecé a sacarle las tripas. Las vísceras de un pez son blandas e inconsistentes. Se dice que si a un tiburón se le da un fuerte tirón en la cola, el estómago y los intestinos salen despedidos por la boca. En Cartagena he visto tiburones colgados de la cola, con una enorme, oscura y viscosa masa de vísceras pendiente de la mandíbula. Por fortuna, las vísceras de mi pescado eran tan blandas como las de los tiburones. En un momento las saqué con el dedo. Era una hembra: entre las vísceras había un sartal de huevos. Cuando estuvo completamente destripado le di el primer mordisco. No pude penetrar la corteza de escamas. Pero a la segunda tentativa, con renovadas fuerzas, mordía desesperadamente, hasta cuando me dolieron las mandíbulas. Entonces logré arrancar el primer bocado y empecé a masticar la carne fría y dura.


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