De la horca

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Bernard Cornwell

El ladrón de la horca

Una neblina se dispersaba sobre el parque, mientras daban de beber a los caballos en un abrevadero de piedra y los conducían hasta el carruaje. Tardaron un buen rato en colocarles los cuatro equipos de bridas, muserolas, frontaleras, colleras, cinchas, sufras, barrigueras, retrancas y tirantes. Cuando Mackeson y Billy hubieron acabado de ponerles los arreos al tiro, Sandman ordenó al joven que se quitase los zapatos y el cinturón. El caballerizo había suplicado que le quitasen las ataduras de pies y manos y Sandman había aceptado, pero sin zapatos y con los pantalones cayéndole hasta las rodillas, el muchacho lo tendría difícil para escaparse. Sandman y Sally se sentaron dentro con el avergonzado Billy, y Mackeson y Berrigan subieron a la parte delantera; luego, después de un sonido metálico y de una sacudida, salieron dando tumbos sobre el césped y se metieron en la carretera. Estaban otra vez de viaje. Se dirigieron al sudeste, dejando atrás campos de lúpulo, huertos y grandes fincas. Hacia el mediodía, Sandman se quedó dormido sin darse cuenta y se despertó de golpe cuando el coche se metió en un surco. Parpadeó y vio que Sally le había cogido la pistola y estaba mirando a un Billy completamente intimidado. —Puede seguir durmiendo, capitán —propuso. —Lo siento, Sally. —No se ha atrevido a intentar nada —comentó la joven burlonamente—; no desde que le he dicho quién es mi hermano. Sandman miró a través de la ventana y vio que estaban subiendo por un bosque de hayas. —Pensé que nos lo encontraríamos ayer por la noche. —No le gusta cruzar el río —contestó Sally—, así que trabaja en las carreteras del norte y del oeste. —Vio que ya estaba despierto del todo y le devolvió el arma—, ¿Cree usted que un hombre puede estar en la brecha y luego volverse recto? —le consultó. Sandman sospechaba que la pregunta no era sobre su hermano, sino sobre Berrigan. No es que el sargento llevase una vida de bandido; no, al menos, como se entendía en La Gavilla, pero como criado del Club de los Serafines, seguro que le había tocado su parte de delito. —Por supuesto que puede —le respondió con confianza. —Muchos no lo hacen —aseguró Sally, pero no para discutir; más bien quería que la convenciesen.

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