Revista Tehura nº 6 - Diciembre 2013

Page 37

Nº 6

Armando y el buda de la india

Revista Tehura

como pequeñas agujas de culpabilidad en mi conciencia. Por ejemplo, una noche fuimos a un restaurante indio y como descubriera en unas vitrinas del pasillo que conducía al comedor un buda de bronce, este sí claramente identificable como tal, me preguntó como quien no quiere la cosa si el suyo era como aquel. -Parecido-murmuré y aproveché la carta que nos entregó el camarero para cambiar el tema sin demasiados aspavientos. A lo largo de las semanas realizó varios comentarios de la misma índole, tirando la piedra para esconder la mano inmediatamente después. Si pasábamos delante de una tienda de brocante señalaba los objetos de bronce expuestos en el escaparate y expresaba su predilección por este material, apostillando que por ese motivo me había encargado una figura de esas características. También la triste estampa de un mendigo sin piernas pidiendo en la calle Preciados le hizo sacar a colación las posturas en que era representado Buda en las distintas culturas. Pero cuanto más incisivas eran sus indirectas, más rápidos eran mis giros en la conversación para obviarlas. Siempre había algún cartel cinematográfico por la calle sobre el que llamar la atención o una oportuna llamada perdida en el móvil que me urgía devolver, con lo que le cerraba toda vía posible para continuar con ese tema. Naturalmente, él no era tonto y se percató de inmediato de que algo pasaba. Los dos habíamos iniciado una partida de desgaste en la que curiosamente los papeles acababan de intercambiarse. Si al principio era mi entusiasmo por entregarle el buda el que chocaba con su indiferencia, ahora me tocaba a mí reaccionar con una frialdad cada vez mayor ante su creciente interés. La cosa era irracional a más no poder, pero al fin y al cabo, Armando la había iniciado y resultaba un enigma en qué devendría. Cada vez más incómodo ante su juego, empecé inconscientemente a espaciar nuestros encuentros. Y así, de una cena a la semana, pasamos a vernos cada quince días y luego una vez al mes. Eso no hizo que mi amigo dejara de llamarme con igual solicitud. Yo pretextaba entonces estar cansado del trabajo de la semana para demorar nuestros encuentros, excusa que, por cierto, siempre había sido la favorita de él cuando le daba por desaparecer. Un día, decidió alterar su estrategia y propuso, en consideración a mi agotamiento, venir él a visitarme a casa y cenar con nosotros. Sorprendido por la encerrona, le dije que sí, aunque luego volví a llamarle inventándome que había olvidado que unos tíos de Clara (no por casualidad, los involuntarios artífices de lo que estaba sucediendo) iban a venir a cenar esa misma noche. Con una preocupación que ella encontró exagerada, le conté a Clara que Armando había comenzado a estrechar el cerco. -Fíjate. ¡Dice de venir a casa a vernos! ¿De dónde se ha caído? Si siempre he tenido que insistirle muchísimo para que se dejara caer por aquí, y con la condición de llevarle luego en coche a su casa. -¡Anda ya!-replicó riéndose-¡parecéis dos críos! ¿Por qué no le dices la verdad? Si es tu amigo, la entenderá. Al fin y al cabo, él ha tenido la culpa. Y si tanto miedo te da, puedes contarle que soy yo la que me he encaprichado con el buda. Le argumenté entonces que Armando tenía un sentido de la posesión que rayaba en lo enfermizo. -¿Armando enfermizo?-ironizó-¡No me lo puedo creer! Por alguna razón desconocida que seguramente explicaría el resto de sus rarezas, mi amigo había desarrollado una extraña fijación con poseer todo aquello que le gustaba. Si en alguna ocasión me pedía prestado un libro o una película y éstos le interesaban, no llegaba a acabarlos. Me los devolvía y luego se los compraba para terminarlos ya en una copia de su propiedad. No encontraba placer en disfrutar algo que no era suyo y buscaba con ansia en tiendas de segunda mano todas aquellas cosas que le hubieran deparado un momento grato a lo largo de su vida. Mi teoría era que, a falta de buenos recuerdos de sus padres, había acabado por idealizar otros elementos de su infancia, tales como las canciones, las series de televisión o los tebeos. Dado que las personas eran para él una constante fuente de decepción, prefería refugiarse en los objetos, que podía controlar con pasar una página o apretar un botón. Y en cuanto a las historias que contaban dichos objetos, eran relatos cerrados, coherentes y revivibles cuantas veces quisiera él sin interferencias ajenas. Ya he comentado que vivía las historias de la ficción como si fueran una versión alternativa de su propia existencia, y es por eso que me las contaba en ocasiones con la voz entrecortada por la emoción, como si acabaran de sucederle personalmente. Por ese motivo, se tomaba como una ofensa las películas que consideraba fallidas e incluso llegó a afearme en una ocasión que le hubiese recomendado Ratatouille. www.tehura.es

37


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.