Nuestra Señora de París

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Victor hugo

distinguían claramente sus ropajes y su ros­tro apoyado en ambas manos y se mantenía tan quieto que pare­cía una estatua. Su mirada estaba fija en la plaza. Era algo así como la mirada del milano que acaba de descubrir un nido de pájaros al que no quita la vista. Es el señor archidiácono de Josas dijo Flor de Lis. Tenéis una vista magnífica si sois capaz de reconocerle des­de aquí precisó la Gaillefontaine. ¡Con qué atención mira a la bailarina! añadió Diane de Christeuil. Pues que tenga cuidado esa egipcia dijo Flor de Lis ya que al archidiácono no le gusta Egipto. Pues es una pena que la mire de esa manera porque la ver­dad es que baila maravillosamente añadió Amelotte de Mont­michel. Primo Febo dijo de pronto Flor de Lis, ya que conocéis a esa gitanilla, ¿por qué no le pedís que suba? Nos distraería mucho. ¡Muy bien! dijeron todas las muchachas aplaudiendo. Es una locura respondió Febo. Seguramente ya no se acuerda de mí y yo no conozco ni su nombre; pero puesto que así to deseáis, señoritas, voy a intentarlo y, asomándose a la ba­laustrada del balcón, se puso a gritar. ¡Pequeña! La bailarira no tocaba la pandereta en ese momento y volvió la cabeza hacia el lugar de donde venía aquella voz. Su mirada se fijó en Febo y se paró de repente. ¡Pequeña! insistió el capitán, al tiempo que con el dedo le hacía signos para que subiera. La joven volvió a mirar se ruborizó como si una llama le hu­biera subido hasta las mejillas, y cogiendo la pandereta bajo él brazo, se dirigió por entre los espectadores asombrados hacia la puer­ta de la casa desde la que Febo la llamaba, lentamente, titubeando y con la mirada perdida de un ave que cede a la fascinación de una serpiente. Poco después se descorrió la cortina que había ante la puerta y

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