Diario Pictórico de un Viaje

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Alabanza de lo efímero óleo sobre tela 150 x 150 cm

Armadillo

óleo sobre tela 170 x 180 cm

a la raza humana, darle vida a la humanidad, y regresar a la luz. La pintura en muchos casos recrea esta batalla permanente o este intercambio. Este complemento en que luces y sombras develan la verdadera faz del mundo. Ese tablero de ajedrez, de negras noches y blancos días, escribiría Jorge Luis Borges en algún poema. La vida y la pintura son ese contraste permanente, esa dualidad, el viaje lo es también. Cuando de las aguas abisales, sombrías, hondas, emerge el pintor, encuentra que el día se abre paso sobre la tierra. Aunque debajo del sotobosque, entre los troncos y bajo los follajes, la fresca y oscura noche aún persiste entre la densidad de la selva. En otro cuadro de aguas, pero de estero o laguna y no de mar, tres personajes pescan antes de que el sol caiga a plomo. Al alba, cuando el cuchillo de la luz apenas ha rebanado lo nocturno, podemos ver la oscuridad todavía arrastrarse entre la arboleda. Crisálidas en el bosque es un cuadro de gran formato que resume o encapsula ese instante en que noche y día se tocan, empalman sus cuerpos. Los personajes incluidos en la composición, rapados, pescadores con el cuerpo sumergido a medias en el agua, llamados crisálidas por Alberto, son una constante en obras de series y fechas previas. Pero en este cuadro en especial, el nombre y la escena, el instante de la pintura, le adjudican un sentido más preciso que nunca a la palabra crisálida, pues ésta se refiere a las larvas ya desarrolladas de los insectos en momentos previos a su metamorfosis final. Qué mayor parteaguas de las transformaciones que el momento en que la noche empieza a dejar de serlo y el día empieza a imponer su claridad. En esos instantes, como en el crepúsculo, el cielo evoluciona a una velocidad

alucinante, la luz y los colores son fugaces y a la vez prodigiosos, es como si la imaginación del universo actuara y liberara todos sus matices, sus tonos. Entonces el pintor se empata con los ritmos celestes, y así como la inmensidad descompone y transmuta los colores, el pintor despliega su paleta y hace en el cielo del cuadro una declaración cromática: juega con los colores para develarnos qué subyace debajo de sus tonos negros, de qué están hechas las sombras bajo los árboles, de qué estuvo hecha la noche previa a que el cuadro amaneciera. Entonces de forma sutil van abriéndose paso y repartiéndose los verdes olivo, los sienas, un gris compuesto de azul Prusia deslavado en blancos, como si el negro se desvistiera uno a uno de los tonos que le dan su densa materia oscura y profunda, como si pudiésemos ver ante nuestros ojos la sucesión de sus metamorfosis hasta oscurecerse plenamente y hacerse negro, hondo e insondable. La pesca de las crisálidas es entonces el nacimiento mismo de los contrastes que dan sentido al quehacer pictórico: es el claroscuro, pero revelando que la suma de claros construyen lo obscuro y no sólo su contraparte. En otra de sus grandes telas, Alberto se despoja de esta situación indeterminada que tiene en las Crisálidas en el bosque. Me refiero a esa sensación de que por un lado estamos ante una situación mágica, trascendental, pero por otro la escena podría en verdad ser un trío real de pescadores que a esas horas suele ir a recoger los trasmallos: así, con medio cuerpo metido en las aguas. Y digo que ya no hay duda porque quiero hablar ahora de El nacimiento del tiempo, obra apenas unos centímetros más pequeña que la otra, pero en cuya imagen final vemos una escena absolutamente

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