Mentes poderosas_Alexandra bracken

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—¿Pero qué haces? Me vi obligada a gritar para superar el sonido del impacto de la lluvia, que golpeaba con fuerza el cuerpo plateado y arrugado del tráiler que el camión arrastraba. —El conductor… Necesitaba ayuda, sí, era consciente de ello, y quizás eso me convirtiese en una persona mala y desalmada, pero no estaba dispuesta a permitir que Liam fuera quien se la proporcionase. Los camiones no volcaban sin motivo aparente. O bien había otro vehículo con su conductor que no alcanzábamos a ver desde donde estábamos situados o… O los gritos y el accidente estaban relacionados. Liam y yo estábamos completamente al descubierto cuando de entre los árboles que teníamos enfrente empezaron a emerger las figuras vestidas de negro. Iban completamente de negro, desde los pasamontañas que les cubría la cara hasta el calzado. Nos separaba de ellos una autopista, pero incluso así, agarré a Liam por el brazo y se lo apreté hasta que supe que le había dejado una huella casi permanente de mis dedos. Había al menos dos docenas de figuras de negro; se movían al unísono, con una facilidad ensayada. Fue extraño, pero verlos ocupar la carretera y dividirse en dos grupos —uno de ellos se dirigió hacia la parte delantera del camión, el otro hacia la trasera, donde se derramaba el contenido del remolque— me recordó un equipo de fútbol que se prepara para iniciar el encuentro. Los cuatro que se habían dirigido a la cabina, treparon a la puerta y tiraron para abrirla. Sacaron al conductor, que gritaba en un idioma que yo no alcanzaba a comprender. Una de las figuras de negro —grande, con la espalda del tamaño de Kansas—, extrajo un cuchillo de su cinturón e, indicando a los otros que sujetaran al conductor, acercó el filo plateado del arma a la mano del hombre. Oí un grito, pero no caí en la cuenta de que era mío hasta que vi aquella monstruosa cabeza negra girarse hacia donde estábamos escondidos. Liam saltó cuando diez cañones de escopeta empezaron a descargar sobre nosotros. La primera bala a punto estuvo de arrancarle la oreja. No había tiempo para dar media vuelta y echar a correr. Los disparos se detuvieron el tiempo suficiente como para que tres de aquellas figuras corrieran hacia nosotros, al tiempo que gritaban: —¡De rodillas! ¡La cabeza contra el suelo! Quise echar a correr. Liam debió de intuirlo, puesto que se abalanzó sobre mí y me obligó a permanecer inmóvil, aplastándome la cara contra el frío y áspero asfalto. La lluvia empezó a caer con más fuerza, y me llenó la oreja, la nariz y la boca, que abrí en un intento de proferir otro grito. —¡No vamos armados! —oí que decía Liam—. Tranquilos… ¡tranquilos! —Cállate, cabrón —dijo alguien entre dientes. Conocía muy bien la sensación de tener el cañón de una escopeta clavado en la piel. Quien quiera que estuviera haciéndolo esta vez no tuvo escrúpulos para hincarme además la rodilla en la espalda y apoyar en ella todo su peso. El cañón del rifle estaba gélido y noté que alguien me cogía del pelo y me daba un tirón. Fue en ese momento cuando desconecté del dolor, levanté la mano e intenté voltear el cuerpo para agarrar a quien quiera que estuviera inmovilizándome. Yo no era una inútil… y no pensaba morir allí. —¡Eso no! —oí que gritaba Liam. Estaba suplicando—. ¡Por favor! —Vaya, ¿así que no quieres que se mojen tus preciosos papeles? —La misma voz de antes—. ¿Por qué no intentas, mejor, preocuparte por ti y por la chica, eh? ¿Eh? —Sonaba como un deportista dopado por la adrenalina del partido. Alguien me pisó la mano cuando intenté alcanzar la piel de mi atacante para arañarlo.


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