Relatos de Poder

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Una leve conmoción y el sonido de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio, casi podía saber que tenía los ojos abiertos. Don Juan suspiró. —Qué tarde más espléndida —dijo, mirando el cielo. —No me gusta la ciudad de México —dije. —¿Por qué? —Odio el smog. Meneó rítmicamente la cabeza, como asintiendo a mis palabras. —Preferiría estar con usted en el desierto, o en las montañas —dije. —Si yo fuera tú, nunca diría eso —replicó—. —No quise decir nada malo, don Juan. —Eso ya lo sabemos. Pero eso no es lo que importa. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encon​trar su muerte. —Mira a ese hombre ahí al lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa? —Está borracho o enfermo —dije. —¡Se está muriendo! —dijo don Juan con definitiva convicción—. Cuando nos sentamos aquí, vislumbré a su muerte


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