Revista delatripa no 002

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ventanas, las palmeras del jardín y el eucalipto gigantesco sobre mis charoles blancos, no tenía igual; mirarlos por esa ventana lustrosa me hacía diferente. Por el pasillo de la casa, mientras se alistaban padres y hermanos, caminaba sin parar sólo para mirar mi cara sobre la punta laqueada y escuchar el clap clap que producía. Nunca me preocupé por el corto tiempo en el que se convertían en despojo; el uso intenso les quitaba poco a poco el brillo; los juegos, los raspones de la bici o simplemente mi desparpajo al caminar, les impregnaban heridas. Pero siempre hubo la posibilidad de tener otros nuevos, igual de brillantes y olorosos… Los domingos, luego de misa: ¡todos a comer china! Nomás de pensar en ello, se me llena la boca del sabor a sangría embotellada, y la imagen de una mesa larga con los primos, vecinos, o quien se dejara compartir la cuenta. Entonces, pletórica de olores, me arriba a la memoria una remembranza envuelta en bermellón. Pienso en ese lugar como un gran dragón que nos tragaba durante un par de horas, para luego escupirnos a la tarde tediosa, con la barriga llena de arroz y chop suey. Una bóveda subterránea succionaba nuestra existencia; seducida por la belleza de aromas y colores brillantes sobre los platones trazados con ideogramas ininteligibles para cualquiera que no fuera de Shangai (o de donde vinieran esos personajes que brindaban el gozo del domingo). Hoy, la escalinata roja con la que hacíamos las entradas triunfales ya no está. No se desciende en ellas como en las películas; una loza grisácea e inclinada es la entrada. Las paredes del subterráneo perviven con una desnudez fría de hormigón; no visten más de 12

delatripa: narrativa y algo más

papel aterciopelado, ni sostienen murales de seda con la muralla bordada en hilos de oro. Ya no hay niñas con zapatos de charol blanco. Un vacío completa el lugar. Al acomodar mi carro, noto que sólo un par de usuarios se atrevieron a sumergirse en ese socavón de concreto. Me pregunto si recuerdan, como yo, lo que ese recinto cobijaba; desconozco si en su reminiscencia existen todavía los chun kuns que comían cuando niños, luego de ir a misa. Bajo el mercado El Ahorro se instaló el restaurante, según me dicen, se llamaba Sun Time. No recuerdo el día en el que dejó de operar, mucho menos el por qué. Tengo clara la rutina del domingo: la gran pecera al final de las escaleras, que servía de lámpara incandescente al terminar el descenso. Al finalizar los peldaños se abría completo el galerón interminable, una casa de espejos que replicaba hileras de mesas y comensales. Yendo y viniendo, menudos meseros de ojillos oblicuos, ataviados de rojo, acarreaban platones de cerámica tan coloridos como la verdulería que contenían. Humeantes charolas provocaban, con su perfume, que todos babeáramos a la espera de la orden. El hambre atiborraba las comandas, lo mismo que la sed y el deseo. La comida china es seductora, completa los goces a través de los cinco sentidos. Al terminarla, te abate un sueño de opio, profundo y denso como los placeres más culposos.

VI Mexicali sí era un pañuelo. En mis ojos de niña con zapatos nuevos, todos estaban ahí, sonrientes, saboreando las carnitas, cuchareando la sopa de aleta de tiburón, remojando las perdices en el ácido del jugo de limón con pimienta.


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