La Peste

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Castel había telefoneado a Rieux: -¿Cuántas camas tienen los pabellones? -Ochenta. -¿Hay más de treinta enfermos en la ciudad? -Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. -¿Están vigilados los entierros? -No, he telefoneado a Richard diciéndole que hacía falta medidas completas, no frases, y que había que levantar contra la epidemia una verdadera barrera o no hacer nada. -Y ¿entonces? -Me ha respondido que él no tenía autoridad. En mi opinión esto va a crecer. En efecto, en tres días los dos pabellones estuvieron llenos. Richard creía saber que iban a desalojar una escuela e improvisar un hospital auxiliar. Rieux esperaba las vacunas y abría los bubones. Castel volvía a sus viejos libros y pasaba largas horas en la biblioteca. -Las ratas han muerto de la peste o de algo parecido y han puesto en circulación miles y miles de pulgas que transmitirán la infección en proporción geométrica, si no se la detiene a tiempo. Rieux seguía callado. El tiempo pareció estacionarse. El sol sorbía los charcos de los últimos chaparrones. Había hermosos cielos azules desbordantes de luz dorada. Había zumbido de aviones entre el calor que comenzaba, todo en la estación invitaba a la serenidad. Sin embargo, en cuatro días, la fiebre dio cuatro saltos sorprendentes: dieciséis muertos, veinticuatro, veintiocho y treinta y dos. El cuarto día se anunció la apertura del hospital auxiliar en una escuela de párvulos. Nuestros ciudadanos, que hasta entonces habían seguido encubriendo con bromas su inquietud, parecían en la calle más abatidos y más silenciosos.

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