Revista Literaria El Puñal 4

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La casa se despierta Por Cecilia Ananías Soto

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uvo suerte de que poseyera un oído más afinado que el mismísimo piano de Beethoven. De otra forma no hubiera logrado detectar aquél finísimo pito que trizó el aire con su raudo vuelo, seguido luego por un crujido sordo, como el de una granada siendo destapada; la chica saltó asustada de la cama —donde segundos antes dormía apacible—, agarró su almohada —aún impregnada en cabellos largos, sueños y champú— y la lanzó por la ventana. Siempre cuidaba de dejar ésta abierta. Un silencio infinitamente sospechoso era la canción de fondo de aquella noche. La chica respiraba entre intervalos irregulares y pesados, casi forzosos, un cliché de gota de sudor frío corrió una maratón sin competidores por su espalda; las manos le temblaban sin control, sus piernas igual. Ella, como edificio siendo bombardeado en los mismos cimientos, se sentía a punto de desmoronar. Pero no les iba a dar ese gusto, no. No tenía intenciones de morir. No por lo menos esa noche. Tragó saliva y respiró profundamente, de igual forma en que lo haría un buzo listo para arrojarse a un océano tan hondo y negro, que no podría saber a ciencia

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