Historias sobre una duda constante (1er cuento)

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? Historias

sobre una duda constante Rodrigo J. Gardella

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E-dĂ­talo C o n t i g o


Primera edición: marzo 2014 © Rodrigo J. Gardella 2014 © E-dítaloContigo, 2014 www.editalocontigo.es info@editalocontigo.es ISBN: 978-84-942221-4-6 © Fotografía de portada: alphaspirit/Fotolia.com Diseño de cubierta y maquetación: E-dítaloContigo Imprime: Copias Centro - Barquillo, 22 Local 28004 Madrid Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro español de derechos reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


ÍNDICE Prólogo ................................................................................................ 11 En el cielo el abismo ....................................................................... 17 El origen del mundo I .................................................................... 29 En busca de Dora Brillant ............................................................ 33 El origen del mundo II ................................................................... 39 El dueño de mi sueño .................................................................... 43 El origen del mundo III ................................................................. 51 Detrás de los prismáticos ............................................................ 55 El origen del mundo IV ................................................................. 69 La frontera del deseo ..................................................................... 73 El origen del mundo V ................................................................... 83 La soledad del cisne ....................................................................... 87 El origen del mundo VI ............................................................... 107 Mysterious way .............................................................................. 111 El origen del mundo VII ............................................................. 123 Demasiado pronto ....................................................................... 127 El origen del mundo VIII ............................................................ 143 Un plan para salvar al mundo .................................................. 147


EN EL CIELO EL ABISMO Odio el ambiente quirúrgico de los aviones y la sonrisa forzada de las azafatas al ingresar. Da lo mismo que sea alguien distinguido o una piara de cerdos. Ellas mantienen inalterable su dosis de amabilidad, aunque con los niños suelen ser más generosas. Ofrecen algunas palabras adicionales que exceden sus escuetas frases protocolarias e incluso hasta una morisqueta extra, pero solo para demostrar que no son criaturas frívolas, que ellas también son sensibles y madres o al menos pueden llegar a serlo. —Bienvenido a bordo —escucho. Está parada delante de la cortinilla que separa la minúscula cocina e intenta escudriñar mi tarjeta de embarque para indicarme la ubicación. ¡Vamos nena, que los dos sabemos de qué va la cosa. Ni a mí me alegra subirme a esta máquina ni a ti te gusta criar várices! Respondo de forma proporcional, con una leve y ostensiblemente desmotivada inflexión de labios, sin llegar a

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entreabrir la boca, y paso de largo. Ya ni siquiera las buscan guapas. Llego a mi asiento en la fila once, del lado del pasillo, como siempre. Si tengo que permanecer encerrado que por lo menos sea con un mínimo de comodidad y autodeterminación. Prefiero resignar la maravillosa vista de los Alpes a cambio de conservar la libertad de estirar las piernas e ir al baño sin pedir permiso a nadie. Un caballero de pelo blanco y piel bronceada ocupa el lugar de la ventanilla. Saco azul, camisa a cuadros y pantalón beige completan la estampa. Todos indicios de una madurez bien llevada. Él también me mira con desconfianza, pero ninguno de los dos hace el intento de saludar. Sobre sus piernas diviso la abultada edición dominical del Frankfurter Allgemeine Zeitung que amenaza con desplegar durante el vuelo. No sé por qué, pero hay algo en su mirada, en su forma de sentarse y de cruzar las piernas, que me desagrada. Con todo el derecho que me asigna mi billete intento guardar mi maletín en el compartimento del equipaje de mano pero ya se encuentra obscenamente lleno. Observo a mi alrededor y nadie se da por aludido. Parece que el respeto y la consideración por el prójimo escasean en este avión. Lo coloco sin enfadarme debajo del asiento como lo establecen las reglas de seguridad aérea. Esta vez será poco tiempo, una hora y media. El trayecto Roma-Frankfurt pasa rápido. Por lo menos el asiento del medio está vacío y espero que permanezca así durante todo el viaje. Apenas termino de abrocharme el cinturón ingresa al avión el último contingente de pasajeros, los rezagados

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y despistados, los que prefieren pasearse hasta el último momento por el duty free en lugar de estar atentos al aviso de embarque. Me consuela descubrir la figura espigada de un muchacho que desentona entre la masa gris de gente fea y olvidable. Avanza por el pasillo con insolencia porque se sabe bello. Su altura le obliga a inclinarse cada vez que necesita mirar los números de los asientos. Lo atraigo hacia mí con el deseo de mi voluntad, la misma voluntad ferviente con que consagré mi vida a lo intangible. Nada sería más agradable que hacer el viaje en su compañía, aunque el muchacho sigue de largo sin siquiera advertir mi presencia. Otro será el afortunado. Me resigno y mi cuerpo se ablanda como un flan sin consistencia. Y de repente sucede lo anhelado. A mi lado, el muchacho espera de pie. Sobran las palabras, le basta una sonrisa para indicarme que ha encontrado el lugar que buscaba. De la misma forma, sin decir nada, le confirmo con un gesto que efectivamente este es su lugar. Recojo las piernas para dejarlo pasar y de inmediato percibo la vitalidad de su juventud. El muchacho tiene veinticinco años o menos. Su cercanía es perturbadora. No, movilizante. Se acomoda en el asiento. Con disimulo le observo de reojo. Alcanzo a ver su perfil. Sus facciones son delicadas y en su rostro no hay imperfecciones. Me cautivan sus pestañas larguísimas y la piel morisca. Viste un pantalón vaquero con algunos agujeros premeditados y perdonables que sugieren unos muslos largos pero fuertes, así como un polo azul y un pulóver liviano de color lila sobre los hombros a la usanza italiana. Esa mezcla de seducción e ingenuidad solapada me inspira protección.

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Mientras el avión se posiciona en la cabecera de la pista para despegar rezo un Padrenuestro. Le pido al Señor protección y también una oportunidad para abordar al muchacho. Medito sobre la forma de hacerlo. No me parece apropiado comenzar una conversación de la nada, sin un motivo convincente. Tampoco considero oportuno saludarlo luego de varios minutos de estar compartiendo el asiento. ¡Craso error! Eso tendría que haberlo hecho apenas se sentó, como un gesto espontáneo. Es la paradoja de la naturaleza humana, aunque vivimos buscando la felicidad los hombres estamos mejor preparados para enfrentar la fatalidad. El piloto nos informa sobre las condiciones meteorológicas y sobre la ruta de vuelo. A pocos le interesa, pero siempre es tranquilizador escuchar su voz. Pronto el avión se estabiliza en la altura de crucero. La pantalla ubicada sobre nuestras cabezas indica que estamos sobrevolando Florencia. Tal vez lo mejor sea mantener la calma y esperar. Saco el libro de mi maletín y lo dejo cerrado sobre las piernas durante unos segundos para que el muchacho pueda apreciar mi interés por la lectura comprometida. Mars, de Fritz Zorn, una recomendación de un querido amigo suizo. Es una buena excusa para iniciar un diálogo, los jóvenes suelen ser curiosos. Sin embargo, su indiferencia me confirma que la literatura no forma parte de sus aficiones. O quizá soy demasiado exigente y debería haber escogido un título más accesible, una de esas revistas de actualidad con colores estridentes y cantantes de música pop en la portada. Intento fallido. Reconozco que el libro es francamente aburrido y el tamaño minúsculo de la le-

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tra lo hace aún más insoportable. Después de leer varias veces el mismo párrafo desisto por falta de concentración. Cada tanto me giro hacia la ventanilla y aprovecho para volver a examinar al muchacho. Él siempre está mirando hacia adelante. Sus piernas se agitan en un temblequeo frenético y por momentos parece no saber qué hacer con las manos. ¿Impaciencia o miedo? Tiene tanto que aprender… Se sabe observado y eso me indigna. ¡Por qué no intenta calmar la tensión conmigo! Tengo el corazón abierto. Levanto la vista y compruebo que volamos sobre Milán. Como suele ocurrir en estas circunstancias, en donde el espacio escasea, comenzamos una batalla sigilosa por conquistar el dominio del apoyabrazos, aunque esta vez existe para mí un incentivo adicional. Nuestras pieles se rozan. La de él es cálida y su vello me produce cosquillas, espasmos de satisfacción. El contacto físico es eléctrico. Puedo sentir el impulso tonificante que avanza por mi torrente sanguíneo. De ninguna manera, no estoy dispuesto a ceder ni a privarme de esta caricia encubierta. Tampoco encuentro resistencia. Él no aparta el brazo y prolonga mi estado de embriaguez. Ese consentimiento tácito me da esperanza. —¿Biscotti o salatini? —interrumpe la azafata. Me mira con cara de boba mientras espera una respuesta. Me apetece un Gin Tonic. Es lo único que me calmaría la ansiedad a esta hora de la mañana, pero no quiero mostrarme como un vulgar alcohólico ante los ojos del joven. —Dolce e un succo d’arancia, per favore —respondo afinando mi mejor italiano.

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Recibo mi vaso de plástico, las galletas y además unas cuantas gotas de naranjada sintética sobre mi pantalón. La azafata olvida darme una servilleta. Permanezco callado, tampoco es mi intención parecer una persona irritable. Contra mi pronóstico, el muchacho se decide por algo salado y vino blanco. La elección me desconcierta al principio, pero luego pienso que no hay razón para que se reprima. Está en su derecho de beber lo que le plazca. Después de todo ya no es un niño. Esa madurez repentina termina de masculinizarlo en mi fantasía. Ahora el muchacho no solo es capaz de recibir, sino también de dar. La azafata vuelve a repetir la pregunta al pobre caballero de la ventanilla, que no ha entendido una sola palabra. En el fondo lo compadezco. Amigo, si ha elegido una línea aérea italiana no pretenda que le hablen en inglés, y mucho menos en su propio idioma. El silencio se llena con una voz inesperadamente gruesa. Por primera vez escucho hablar al muchacho. En un alemán impecable le pregunta al caballero si quiere tomar algo dulce o salado. Estoy conmovido, el gesto lo enaltece. Gin Tonic, contesta el caballero, y el zumo de naranja me sabe más amargo que nunca. Para ahondar mi desencanto los dos celebran el logro con un brindis, tan decadente como inapropiado. Alcanzo a distinguir el intercambio de algunas miradas fraternales entre ellos y me alarmo. Confirmo, una vez más, que el caballero lleva anillo de casado, aunque eso no garantiza nada. Los casados, y de esa edad, son los peores. Me pongo en alerta, dispuesto a intervenir si fuera necesario. ¿Vive en Alemania?, pregunta el caballero. ¡Oh, me sorprende la osadía! Aunque sea pura cor-

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tesía alemana, celebro la iniciativa y me inclino levemente hacia la izquierda para no perderme ningún detalle de la respuesta. En Stuttgart, contesta el muchacho, y además aclara, sin que nadie se lo haya pedido, lo cual considero un acto de extrema generosidad, que nació en Sicilia. ¡Sicilia!, pienso entusiasmado, y me lo imagino como el perfecto Tancredi Falconeri para una nueva versión de El gatopardo. ¡Sicilia!, se limita a decir el caballero. ¡Siga, no se detenga justo ahora! Estoy esperando el resto del interrogatorio, pero el hombre parece obnubilado por el vapor etílico y se queda en suspenso. ¡Eso es todo! Me desespera su parsimonia. ¿Y usted?, insiste el muchacho. ¡Bravo, el pobrecillo tiene ganas de hablar! El caballero ofrece a cambio un lacónico: cerca de Frankfurt. La vaguedad de su respuesta está impregnada por falta de interés e incluso hasta de fastidio. Me lo temía. ¡Si en todo este tiempo no ha apartado la vista del periódico! Es evidente que espera la oportunidad para retomar la lectura. ¡Qué desfachatez! Consiguió el trago gracias al muchacho y no es capaz de dispensarle un poco de atención. Pero el muchacho no se da por vencido y arremete con un comentario. Plantea, de forma un tanto imprecisa, las diferencias entre la economía alemana y la italiana. El intento no es malo. El muchacho quiere darle más sustancia a la conversación, pero su inexperiencia no puede contra la astucia del viejo zorro. El caballero recurre al periódico y señala un artículo. El diálogo agoniza. El caballero ha abierto el periódico y ahora se refugia detrás del papel. El muchacho ya no tiene chance. Tengo la ilusión de que ahora se fije en mí. Espero en vano. Pasan los minutos y no hay reacción. Hemos dejado

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atrás Zürich. Incluso ha quitado el brazo del apoyabrazos. ¿Por qué? Ya ni siquiera puedo consolarme con la calidez de su piel. Se aísla en su asiento. Percibo su decepción. Parece desconcertado. Vuelve a moverse con inquietud. Tengo ganas de abrazarlo, de explicarle que no todas las personas son iguales y que muchas veces tomamos la decisión equivocada, pero que eso también forma parte del aprendizaje. Él persiste en su obstinación. ¡Muchacho, dame una oportunidad, por favor! Me siento impotente. No comprendo por qué se premia la ignorancia. No es momento de reproches. Lo siento, Señor. A veces olvido que la injusticia nos fortalece. Mea culpa. Probablemente haya sido mi error. Me lo merezco por mostrarme tan soberbio e inaccesible. Confieso que he pecado. ¡Pero soy así y no puedo cambiar a estas alturas! Tienes que aceptarme como soy. Ahora Stuttgart, y el tiempo se agota. Inspiro, espiro. Miro hacia otro lado. Intento disimular la impaciencia. ¿Y si me levanto para ir al baño? Eso me calmaría, otras veces funcionó. No, mi lugar está aquí, no me perdonaría haber desaprovechado un solo instante. Unas filas más adelante, un chico juega con una consola. No ha dejado de hacerlo desde que subió al avión. Vuelvo al muchacho. Sigue inquieto. Es reconfortante comprobar que no toda la juventud se deja invadir por la misma estupidez. Es cierto, no sabemos valorar verdaderamente lo que tenemos. ¡Qué hace ahora! Acaba de sacar el móvil. ¡Por Dios!, ¿quieres estrellarnos? Le echa un vistazo nada más, tal vez a la hora, y vuelve a guardarlo en el bolsillo. No me defraudes. No lo hará. Es alguien especial. Lo sé. Esas cosas se perci-

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ben. Lo supe apenas te vi, en ese gesto angelical. A lo mejor estoy muerto y aún no me he dado cuenta. ¿Crees que Dios me perdonará? El ser felices. No te rías. Estoy dispuesto a renunciar a todo por ti. ¡Qué cosas estoy pensando! El vacío del descenso. ¡Tan rápido! Siempre me produce alegría saber que estamos llegando, sin embargo ahora, la idea de abandonar el avión me provoca náuseas. Hay que abrocharse el cinturón. Ya lo sé, niña tonta. Me cuesta encontrar los extremos del maldito cinturón. Estoy temblando. Es el frío glacial, el aire seco de este avión. No, es el miedo a perderte. ¡Cómo! ¿Cómo irás hasta Stuttgart? Es la pregunta más estúpida que se me puede ocurrir. En tren o en auto. Una vez estuve en Stuttgart. Fue hace mucho tiempo. Recuerdo muy poco de la ciudad, casi nada, aunque conservo la imagen borrosa de un camino cubierto de hojas que conducía a la torre de televisión. Era otoño. Tomamos el té en el restaurante de la torre. La vista desde allí era igual a las demás vistas aéreas. Impactante pero fácilmente olvidable. No, no tengo nada interesante para contarte sobre Stuttgart. ¿Y Sicilia? ¡Uy, esa sí que fue fuerte! No imaginé que las turbulencias te pondrían así. ¡Relájate, es como un masaje! Solo son nubes. Seguro que has pasado todo el verano en Sicilia. Cuéntame, si eso te tranquiliza. ¿No ves qué rápido pasa? Ya se divisa el skyline de Frankfurt por la ventanilla. ¿No es increíble que haya gente sentada frente a un escritorio a esta altura? El golpe violento y neumático del tren de aterrizaje sobre la pista suena como un gong en mi cabeza. El anuncio del final. ¡Aborrezco la salud que me diste! Sí, te lo digo a ti. Salud sin temeridad es igual a nada. Desearía, en este

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mismo momento, caer fulminado por un desmayo para despertarme en tus brazos. Es la única manera que concibo de quebrar la apatía con que me castigas. Crece el murmullo y la agitación de la gente. De repente el avión se llena de vida nuevamente. Carcajadas estridentes, comentarios banales, pitidos de móviles y alguna mirada de alivio. Pero aún falta un trecho hasta llegar a la terminal. Todos celebran mientras yo padezco en silencio el desgarro de tu pérdida. Si debo despedirme de esta forma al menos quiero que sepas que ha sido el viaje más dulce de mi vida. El caballero requiere la atención del muchacho para mostrarle el nuevo Airbus 380. Así de fácil me lo arrebata. Los dos nos giramos hacia la ventanilla. Allí está. Descomunal, imponente, esperando su momento para hacer rugir los motores y despegar. Vaya pájaro, dice el muchacho, no puedo imaginarme en ese aparato. Apenas me puedo mantener sentado dos horas, y me mira como si necesitara mi conformidad. ¿Estás hablando conmigo? Cuando logro rescatar mi voluntad del asombro ya es tarde. Le devuelvo un gesto tímido, improcedente, insulso, diría que torpe, como única respuesta. No alcanza para impedir que ese instante propicio para liberar mi inacción se esfume entre el vocerío. El avión aún no se ha detenido. La gente salta de sus asientos para recoger el equipaje de mano antes de que los carteles indicadores se apaguen. Las azafatas dan por perdida la batalla y dejan hacer. Yo permanezco en mi lugar, aferrado a mi ilusión.

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El muchacho intenta ponerse de pie pero su altura, el poco espacio y mi cuerpo se lo impiden. El caballero de pelo blanco también me apura con una mirada insolente. ¡Ten piedad! ¡No lo dejes ir por favor! La gente comienza a avanzar hacia la salida. Sigo sentado, con el cinturón de seguridad abrochado. La espera se vuelve insostenible. Ellos quieren bajar y me lo hacen notar. ¡No puedo, no quiero conformarme solo con tu recuerdo! Desde afuera entra el aire viciado por el olor a combustible. Los pasos de los últimos pasajeros retumban en el piso hueco del estrecho pasillo. Hago el esfuerzo y me atrevo a enfrentarte. Tus ojos son cristalinos y le imprimen un semblante piadoso a tu rostro. Observo el movimiento lento de tus labios dibujando esas palabras que me pertenecen y por fin escucho tu voz derramarse sobre mí como una bendición: —¿Necesita ayuda, Padre? Frankfurt, noviembre 2011

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