Revista Spes Unica nº 26 - Diciembre 2012

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pararse la clientela a jugar a la máquina tragaperras. Rufino la había puesto allí con toda intención, para que se les fuera la vista y no sacaran el premio gordo, decía. Volvió a la cocina sin reparar en la escasa clientela que consumía el primer plato. Si hubiera levantado la vista, hubiera visto al chico de los botines negros seguirla con la mirada y volverse con desilusión de nuevo hacia el periódico. Pero no tenía tiempo, los moldes peligraban en la cocina solos y desamparados, de modo que apretó el paso arrastrando el carrito y los rescató. Los fue colocando sobre las bandejas con el esmero de quién arregla a su hija para hacer la Primera Comunión, con una mezcla de sentimiento de pérdida y orgullo, de vanidad y misticismo. Lo primero siempre el platillo, después la servilleta de papel calado y, a continuación, el cacito de barro, espolvoreado de canela y con la guinda encima. Perfecto. No era precisamente lo que anunciaba el menú, pero ya se encargaría Bienvenido de cambiarlo en la tablilla. Tampoco se esperaba una afluencia de clientes exagerada y exigente. Al fin y al cabo, sólo era lunes, estarían los camioneros habituales, un par de familias de veraneantes y los cinco o seis clientes fijos de la barra. Satisfecha dejó el carrito detrás del mostrador y avisó a María Antonia con un movimiento de mano para que lo recogiera. Volvió sobre sus pasos y salió al jardín por la puerta de la cocina. El sol le dio de lleno en la cara y tuvo que arrugar los ojos hasta acostumbrarse a la claridad. Hacía calor, mucho calor. Pensó que debía haberse puesto un vestido esa mañana, el pantalón se le pegaba a las piernas y le incomodaba el andar. Con los guantes de goma en las manos y la camisa enrollada hasta los codos entró en el gallinero. Desde allí escu-

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chaba a Margarita cantar mientras tendía la ropa al sol. La saludó en silencio, no quería problemas.

Su canción, de corte aflamencado ininteligible, cortaba el bochorno del pinar y se perdía en enrevesados gorgoritos en dirección al merendero. Allí, un grupo de niños del campamento de verano, imitaba el sonido de los pájaros con los dedos en la boca y el espíritu libre que permite la inocencia. Canelita los miró preguntándose si su futuro sobrino tendría el aspecto de alguno de ellos. Como no se decidiera en la elección del candidato perfecto, concentró toda su atención en la minuciosa selección de los huevos más gordos y en volver a llenar los bebederos de las aves. Ya de vuelta, observó el caminar de Margarita, con un enorme cesto de sábanas limpias hacia el hostal, envuelta en un ronroneo de notas discordantes que la enterneció. Decididamente, tenía el sentimentalismo a flor de piel. Margarita era una mujer flaca, de edad indefinida y ojos de folclórica, siempre pintados más de la cuenta. María Antonia decía que Rafael se la trajo de un club de carretera donde ejercía el oficio del amor y que ella, en agradecimiento, trabajaba para él y le

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hacía de esposa. Sin embargo Canelita había visto, sobre el aparador del Hostal, una vieja foto en la que, una Margarita mucho más joven, lucía sonriente un velo blanco junto a un Rafael sonriente con traje negro alquilado. La foto tenía un marco dorado de los de antes, con labrados imposibles y tallados barrocos, y estaba colocada junto a otra en la que se veía al niño, en una panorámica del Hostal, con la mirada ajena al resto del mundo. Sabía, por Doña Pilar, que Rafael y María Antonia habían sido novios de muchachos y que era esa la razón por la que nunca miró con buenos ojos a Margarita. Pero también sabía, porque le gustaba observar, que en cuestiones de amor y odio nunca es posible averiguar las verdades exactas. Con los huevos en el canasto de mimbre regresó a la fresca seguridad de la cocina. Allí Bienvenido troceaba la carne con cuidado profesional, cuidando bien de separar los magros de las grasas. Cortaba con maestría estudiada cada porción y manejaba el cuchillo con una habilidad que hacía pensar en los malabaristas del circo. Rasgaba y amontonaba dados homogéneos mientras seguía sonriente los ritmos veraniegos que le llegaban de un pequeño receptor que le colgaba de la pechera. Era un hombre obeso, barrigón, de esos que a Canelita les parecían una letra dé mayúscula de perfil. Tenía papada y ojeras, pero a la vez disfrutaba del rostro más risueño y alegre que jamás había visto la chica. Su humor era excelente. Nunca lo había visto enfadado y dudaba de que su cara supiera siquiera expresar enojo. Al verla entrar aminoró el movimiento de sus caderas y la saludó sonriente con la cabeza. -¿Dónde la tenías escondida? – preguntó refiriéndose a la crema


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