En busca del rey

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explicarse con qué propósito Roma habría edificado una fortaleza en este páramo. Se preguntó de que vivirían los aldeanos, pues el suelo no parecía apto para el cultivo. Como ya caía la tarde decidió pasar la noche allí, quizá en el castillo. El frío sol del atardecer le daba en los ojos mientras cabalgaba por las calles; el cielo cobró un tinte violáceo y crepuscular, y a su espalda Blondel pudo oír el viento que se levantaba en el bosque. Se detuvo en la plaza de la aldea y en la fuente abrevó a su caballo. En la plaza había varias personas, que lo observaron con una sorprendente falta de curiosidad. Notó que eran gentes pálidas, de aspecto poco saludable. Pero quién podía ser saludable en semejante lugar. Entonces advirtió algo extraño; la iglesia, a un lado de la plaza, estaba en ruinas. Una puerta había sido arrancada y la otra colgaba de un gozne. Parte del techo había cedido y Blondel pudo ver cascotes amontonados en la nave. Era como si un rayo o un viento formidable hubiera aplastado sólo la iglesia, dejando intacto el resto del pueblo. -¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Blondel, dirigiéndose a un viejo, la persona que estaba más cerca. El viejo era sordo y Blondel repitió la pregunta; el viejo obviamente le oyó esta vez pero desvió la mirada. -¿A quién pertenece ese castillo? -preguntó Blondel en voz alta, con irritación. -A la condesa Valeria -dijo el viejo, y fijó en Blondel unos ojos amarillos-. Y a ella le gustarás, mi señor, mi buen señor. -Y el viejo se echó a reír pero calló de inmediato, como si alguien le hubiese tapado la boca con la mano. Blondel montó y cabalgó hacia el castillo. Una condesa. Bueno, siempre se llevaba mejor con las mujeres que con los hombres. Esta condesa no tenía por qué ser una excepción. Se presentó al centinela de la puerta, un hombre pálido y enjuto que pareció sorprendido de verlo pero que lo dejó entrar sin hacer preguntas. Un sirviente le indicó una habitación y le dijo que la condesa lo recibiría a la hora de cenar. Había algo resueltamente extraño, concluyó Blondel, en este castillo; ante todo, apenas se oían ruidos. En los castillos habitualmente se oían gritos y sonidos metálicos, el bullicio de los niños y los perros. Pero en este castillo imperaba el silencio. Los sirvientes atravesaban sigilosamente los corredores, y no se veían niños por ninguna parte. Con el transcurso de las lentas horas de la tarde, crecieron su temor y su inquietud. El castillo no era muy grande, pero con tan poca gente y esa poca gente 1 tan silenciosa parecía inmenso. Los corredores parecían túneles en una montaña de granito. El salón era frío y espacioso como la nave de una catedral. Las antorchas sólo alumbraban un extremo de la habitación, el extremo más alejado del hogar, y allí, sobre una tarima, sentada en una silla detrás de una mesa se encontraba el único otro comensal. La condesa Valeria parecía alta; además era delgada, demasiado delgada. La cara era tan blanca como la leche recién ordeñada y los ojos se hundían en órbitas aureoladas de ojeras. No era joven, pero tampoco parecía vieja. Tenía arrugas alrededor de la boca, pero la cara tenía facciones jóvenes. La boca era de color rojo oscuro, ancha y de labios abultados, muy diferente del resto de la cara, delicada y enjuta. El pelo, terso y cobrizo, relucía opacamente a la luz. En la cabeza lucía una diadema de plata con


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