Tartarus #1

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TÁRTARUS Conducía a su gente por una gran llanura justo cuando el monstruo bajó del cielo. Se posó sobre la tierra negra y los amos lo adoraron. Desde la lejanía lo vieron descender y Demersa la miró y se volvió a su gente: ‘Pagan los regalos de los cielos con nuestro trabajo y nuestra sangre y son sus hijos los que ascienden’. Levantó una mano como una lanza, señalando la figura del monstruo que abría la boca. ‘Eso es nuestro.’ Los amos estaban asustados, no podían cambiar el lugar en el que monstruo descendía, pues no había forma de comunicarse con el cielo. Y temían con razón. Los de las montañas, los de las llanuras y los pastores, las mujeres y los perros de pastoreo aullaron bajo la noche infinita y fueron a ellos con Demersa a la cabeza. Los atravesaron como el cuchillo a la mantequilla, como la flecha atraviesa la manzana. Los masacraron sobre una tierra donde toda la sangre parece negra y los dejaron allí. El monstruo permaneció indiferente, con su boca abierta y sus ojos brillantes. Demersa lo miró y caminó hacia él. Su gente chilló aterrorizada y le suplicó que no entrara pero ella no se había detenido nunca y no iba a parar de andar ahora. Lo que Demersa vio en el interior del monstruo no lo sabe nadie, pero bajó con regalos y materias divinas. Armas que portaban el trueno, medicinas traídas del cielo que curaban al instante, muchos alimentos y agua... Todo fue repartido y con una nueva determinación, con un nuevo conocimiento, Demersa partió y los condujo de nuevo. Nadie que la trabajara sabía lo grande que era la tierra negra, nadie hasta que lo comprobaron ablandándola con sus botas y sus lanzas. Nadie sabía cuán seca estaba hasta que la regaron con la sangre de los amos y los perros de los amos. Nadie sabía cuántas torres negras, morada de los amos, había, hasta que las conquistaron una por una. Y sus seguidores dejaron de ser miles y pasaron a ser millones y recorrieron la tierra como un fantasma. Sin detenerse, sin dejar nada intacto. El mundo cambió al paso de Demersa. Y cuando el trabajo estaba casi terminado, cuando ya había pocos amos y se escondían aterrorizados lanzando plegarias a un cielo que no contestaba, cuando la gente se quedaba lo que trabajaba y miraba hacia arriba sin temor, Demersa se detuvo. Eligió a sus más fieles y los mandó por delante a terminar la misión.

Ella subió a lo más alto de la torre más alta y se encerró durante días que fueron semanas que trastocaron en meses. Pedía ciertas cosas y su gente se las llevaba. Comía y bebía en lo alto de la torre más alta sin descanso. Tenía veintiún años cuando elevó sobre la torre un árbol desnudo de metal. Cuando bajó de nuevo ya no había amos. La gente celebró grandemente y se preparó para una nueva época. En la cúspide de las celebraciones, cuando todos se presentaban ante Demersa y le ofrecían regalos y conocimientos y ella los volvía a dar a quién los necesitara, llegaron ante ella dos mujeres y un hombre, sabios. Habían seguido a Demersa desde el principio y estaban con ella el día que repartió los frutos del monstruo del cielo. Llevaban un carro cubierto con una lona y lo destaparon revelando una forma geométrica indefinida, negra y que contenía algo, recubierta de vidrio. ‘Este es nuestro regalo’. Accionaron el ingenio y la esfera subió, subió, subió y... una luz explotó desde el artefacto e iluminó el cielo en varios kilómetros a la redonda. Todo el mundo estaba hechizado mirando la esfera, un nuevo... sol. La antigua palabra volvió como un recuerdo casi perdido que se rememora con nostalgia. Demersa lo miró directamente con sus ojos negros como el carbón en llamas y sonrió. ‘¡La luz siempre ha estado en nosotros, en vosotros!’. Demersa supo que su gente lo había conseguido y tras las celebraciones volvió a la torre, donde ya se fabricaban miles de soles con los que desterrar la negrura. Escribió unas palabras y las dejó allí donde todos creían que estaba. ‘Yo ya no tengo nada que hacer aquí, vengada la sangre que hemos derramado y terminada la oscuridad. Me tengo que marchar, para protegernos, para aliviarnos de cargas más grandes que nos serían impuestas. Lo hago contra mi voluntad pero alegremente en beneficio de todos. Lo último que os digo, mis amigas y amigos, es que no volváis a caer. Os prometo que no hay dioses, que no hay amos y que no hay más oscuridad. Y os prometo de seguro que volveré cuando alguien use de mi o mi nombre para engrandecer el suyo. No caeré como una centella y lo confinaré en el infierno, no creáis nunca eso. Volveré y os lo señalaré para que veáis cuál es siempre el problema, el mismo problema. Me voy habiendo amado y habiendo sida amada, me voy con vuestra luz, nuestra luz. Adiós”.

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