REVISTA PERIPLO: Homo Viator: el exilio que nos une

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Son historias con nombre y apellido. Portadoras de un traumático pasado, un demoledor presente y un futuro que no saben si algún día llegará. Caparrós escribe en primera persona. Y eso es para agradecer. En un puño cerrado, en apenas cinco historias que resumen millones de casos similares, el escritor vuelca con cara de letras las penurias y miserias de rostros verdaderos azotados por la hostilidad del mundo. Ese al que Caparrós vio desnudo, sin máscara, y a plena luz del día. “El mundo está lleno de pobreza extrema: los barrios de los pobres son miserables en casi todos lados. Pero, no he visto ningún lugar donde los barrios de los ricos sean tan pobres, estén tan destruidos. Los cementerios no tienen paredes: las tumbas irrumpen en cualquier vereda” (Caparrós, 52). A medida que el lector le da vuelta a las páginas se va topando con testimonios que le sacuden la cabeza. Eso es lo extraordinario en Caparrós: su magistral eficiencia discursiva para darle voz a aquéllos que no la tienen, para echar aunque sea un rayito de sol ante semejante oscuridad. Un libro que hay que leer no sólo con los ojos, sino también con las manos, la cabeza, la voz, la respiración, la transpiración. Un libro que se lee con todos los sentidos. Y, sobre todo, se lee con un lápiz en la mano. Es casi una obligación subrayar las páginas que merecen ser marcadas (que son muchas) por nuestra propia sensibilidad. Son esos libros que cobran vida cada vez que la punta del lápiz le da un golpe de suerte a ese párrafo solitario. Pero, el juego es doble. El lector subraya el libro al mismo

tiempo que el libro subraya al lector. Quien lee es marcado, es subrayado, es abrazado por mantas de palabras que a veces dan escalofrío. Te deja, en definitiva, subrayado por dentro. Ser, después de leer Una luna, es ser subrayado. Es imposible no volverse otro. El hombre que pregunta demasiado El libro comienza haciéndose preguntas. Interroga al lector al mismo tiempo que lo hace a sí mismo. Acude a la interrogación como un estado vital permanente. La duda es la ventana desde la cual el escritor elije posarse para contar ese mundo del que nunca sabremos todo, pero del que siempre se puede saber un poco más. Pregunta para conocer, para indagar, para cuestionar(se) lo que ve, oye, piensa, siente, huele. Es consciente que en cada signo de interrogación se esconde una respuesta posible a tanta complejidad, a tanto caos kantiano desparramado por el Planeta. “¿Cuándo fue que decidimos que mirar las nubes desde arriba, los mares desde arriba, montañas desde arriba ya no era privilegio de algún dios? ¿Cuándo fue, sobre todo, que creímos que mirar la tierra desde arriba había dejado de volvernos dioses?” (Caparrós, 8). Caparrós viaja de una ciudad a otra, toma un avión, vuela de Europa a África, pero su cabeza sigue con los pies en la Tierra. Y en todos los viajes lo sigue una luna, siempre en medio de la narración aparece ese trozo anaranjado como queriendo decirnos algo. Da la sensación que la luna está allí como contraste. Como una perfecta metáfora narrativa de lo que se va contando. La luna lo ilumina, lo guía. La luna es lo único que queda, Abril 2010 • Vol. II • PERIPLO • 45


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