Liahona Julio 2001

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Esta noche, al dirigirme a ustedes, jovencitas, quisiera mencionar algunas de esas mismas cosas, sin repetir las mismas palabras. Valen la pena repetirse, y otra vez se las recomiendo. En el anuario que he mencionado aparece la fotografía de una jovencita; era inteligente, optimista y bella. Era una persona encantadora. Para ella, la vida podía resumirse en una sola palabra: diversión. Ella salía con los muchachos y desperdiciaba los días y las noches bailando, estudiando poco, pero no demasiado, lo suficiente para sacar calificaciones que le permitieran graduarse. Se casó con un muchacho igual que ella. El alcohol se apoderó de su vida; no podía vivir sin él; era su esclava. Su cuerpo sucumbió a sus efectos nocivos. Tristemente, su vida se esfumó sin lograr nada. En ese anuario está la fotografía de otra jovencita. No era particularmente bella, pero tenía una imagen sana y saludable, una chispa en la mirada y una sonrisa en el rostro. Ella sabía por qué estaba en la escuela; estaba allí para aprender. Ella soñaba en la clase de mujer que deseaba ser y modeló su vida de acuerdo con ello. También sabía cómo divertirse, pero sabía cuándo dejar de hacerlo y concentrarse en otras cosas. En ese tiempo había un joven en la escuela que provenía de un pueblito rural; era de escasos recursos; llevaba el almuerzo en una bolsa de papel y daba la apariencia de ser un poco como la granja de la cual provenía. No tenía nada en especial que fuera apuesto o atractivo; era buen estudiante; se había fijado una meta; era una meta elevada y, a veces, parecía casi imposible de alcanzar. Esos dos jóvenes se enamoraron. La gente decía: “¿Qué ve él en ella?” o, “¿Qué ve ella en él?”. Cada uno vio algo maravilloso que nadie más captó. Se casaron al graduarse de la universidad; economizaron y trabajaron; el dinero era muy escaso. Él continuó estudios de posgrado; ella continuó trabajando por un tiempo; luego llegaron los hijos y ella les dedicó su atención.

Hace algunos años, regresaba yo en avión de un viaje al este del país. Era ya tarde; caminaba por el pasillo en la penumbra y advertí a una mujer que dormía con la cabeza recostada en el hombro de su esposo. Ella despertó cuando yo me acercaba. Inmediatamente reconocí a la muchacha que había conocido en la escuela secundaria hacía tanto tiempo. Reconocí al muchacho que también había conocido; ambos entraban en sus años de vejez. Al conversar, ella mencionó que sus hijos ya eran mayores y que ya los habían hecho abuelos. Con orgullo me dijo que regresaban del Este donde él había ido a presentar una disertación académica. Allí, en una

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gran convención, había recibido los honores de sus compañeros de profesión de todo el país. Me enteré que habían sido activos en la Iglesia, prestando servicio en cualquier puesto al que fueran llamados. Según todas las indicaciones, eran personas de éxito; habían logrado las metas que se habían fijado. Habían recibido honores y respeto, y habían hecho una contribución formidable a la sociedad de la cual formaban parte. Ella se había convertido en la mujer que había soñado ser e incluso había excedido ese sueño. Al volver a mi asiento en el avión, pensé en las dos jóvenes de las que les he hablado esta noche.


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