Jesucristo

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Karl Adam

Jesucristo


A Su Excia. Rvma. DR. JOHANNES BAPTISTA SPROLL OBISPO DE ROTTENBURGO †4 de marzo de 1949 IN MEMORIAM


PRÓLOGO Las anteriores ediciones de mi obra Jesus Christus, rápidamente agotadas, son ya señal elocuente del vivo interés que en el cristiano de hoy día despierta la figura de nuestro Redentor. Sin embargo, lo mismo que en las otras ediciones, cabe decir también en ésta que su contenido no es más que el resultado de una labor fragmentaria. La plenitud de Cristo es demasiado rica y exuberante para que una sola persona y un solo libro puedan tener siquiera la pretensión de agotarla. Ya lo expresó así el discípulo amado, como epílogo a su Evangelio, anonadado ante el abismo de amor y de luz que le descubrían la presencia, las palabras y las obras del divino Maestro: «Hay, además de éstas, otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribiesen una por una, ni en todo el mundo creo que cabrían los libros que las contuvieran» (Ioh 21, 25). Karl Adam Tubinga, septiembre de 1949


I. La esencia del cristianismo y el hombre del siglo XX El ruso Dostoyevski, en su ensayo Los demonios [1], hace decir a su héroe que la cuestión de la fe «se reduce, en definitiva, a esta pregunta apremiante: “¿puede un hombre culto, un europeo de nuestros días, creer aún en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios?” pues en ello consiste propiamente la fe toda». Luego, según ese autor, la fe no es sino creer en la divinidad de Cristo, y el problema que hoy nos inquieta consiste en saber si el hombre del siglo XX puede aún tener dicha fe. En estos estudios dedicaremos una buena parte a la cuestión de Dostoyevski, aunque no de modo exclusivo. El misterio de Cristo no estriba sólo, propiamente hablando, en que sea Dios, sino en que sea, al mismo tiempo, Dios y Hombre. El gran milagro, lo increíble, no está solamente en que la majestad de Dios brille en el rostro de Cristo, sino en que Dios se haya hecho verdadero hombre, en que Él, Dios, se haya manifestado bajo la forma humana. En el mensaje cristiano no se trata únicamente de la elevación de la criatura hasta las alturas divinas, de una glorificación y de una divinización de la naturaleza humana, sino ante todo, del descenso de Dios, del Verbo divino, hasta la forma de esclavo de lo meramente humano. En esto consiste la esencia del prístino mensaje cristiano: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Ioh 1, 14). «Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres y, en su condición exterior, presentándose como hombre» (Phil 2, 7). Afirmar que Cristo es hombre verdadero, íntegro, que, aunque unido substancialmente a la divinidad, no deja por eso de tener no ya sólo un cuerpo humano sino también un alma, voluntad y sentimientos humanos, que ha sido, en el sentido más verdadero y pleno, como uno de nosotros, todo ello es tan fundamental como aseverar por otra parte su divinidad.


Bien mirado, la doctrina de la divinidad de Cristo recibe su carácter y contenido cristianos, su diferencia especifica frente a todas las apoteosis paganas y mitos, de la afirmación de que Cristo es verdadero hombre. La creencia en un «Verbo divino» creador no fue del todo extraña a los intelectuales paganos, en cuyas mitologías se encuentra con bastante frecuencia la opinión de que un dios puede manifestarse en forma visible y humana. Pero en todas estas encarnaciones paganas lo puramente humano pierde su significado y su valor propio. No es más que una envoltura sin consistencia real, una simple apariencia bajo la cual se manifiesta la divinidad. El docetismo es esencial a todas estas mitologías. Muy diferente es el misterio cristiano de la Encarnación. La humanidad de Cristo no se reduce a una mera apariencia; tampoco sirve sólo para hacer a Dios sensible, ni es únicamente la forma visible bajo la cual Dios se presenta ante nosotros o el punto en el que la divinidad se nos patentiza. La humanidad de Cristo tiene su realidad y función propias e independientes. Es el camino, el medio y el sacramento de que Dios se sirve para acercarse a nosotros y salvarnos. En toda la historia de las religiones no se encuentra nada parecido a esta doctrina fundamental del cristianismo: la salvación por la humanidad de Cristo. Su obra redentora consiste en que aquel que en un principio estaba en Dios, se ha hecho verdaderamente hombre, y así en esa y por esa humanidad ha llegado a ser la fuente de toda bendición. Entre los apóstoles, ninguno ha visto con tanta claridad esta verdad ni le ha dado tanta importancia como san Pablo. El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se ha unido y ha entrado a formar parte de la humanidad, haciéndose solidario con ella, menos en el pecado. Como hombre, ha llegado a ser nuestro hermano; como Verbo divino creador, el primogénito entre los hermanos; no sólo un hombre como nosotros, sino el hombre por antonomasia, el hombre nuevo, el segundo Adán. En adelante, todo lo que piensa y quiera este hombre nuevo, todo lo que sufra y obre, lo piensa y lo quiere, lo sufre y lo obra con nosotros; nuestros destinos son solidarios. Más todavía: su vida, su muerte y su resurrección se realizan en unión real con nosotros. Bien mirado, sus pensamientos,


acciones, dolores y su resurrección llegan a ser también nuestros. Y nuestra redención se ha realizado porque hemos sido incorporados a este Dios Hombre en toda la extensión de su realidad; desde el pesebre a la cruz y hasta la resurrección y la ascensión. Esta incorporación es obra de la misteriosa eficacia del bautismo que penetra, para transformarnos, hasta el fondo de nosotros mismos, por tanto, no sólo en nuestra inteligencia, voluntad y acción, sino hasta lo más íntimo de nuestro ser. Ser redimido, ser cristiano, es entrar en comunión con la vida y resurrección de Cristo; es formar con el primogénito de los hermanos, con la cabeza de este cuerpo, con la totalidad de su obra redentora una unidad real, una comunidad nueva, un cuerpo único, su plenitud y su todo. El Redentor es el hombre que, gracias a sus relaciones misteriosas y esenciales con Dios, merced a su identidad personal con el Verbo eterno, toma y lleva en sí la humanidad que va a rescatar. Él es la unidad viviente de los redimidos, el principio supremo sobre el cual se funda y se cierra el circulo de la redención. Por eso la Encarnación del Verbo eterno es el verdadero punto central del cristianismo. Para nosotros, propiamente hablando, lo importante no es precisamente la esfera de la divinidad, el Verbo eterno en sí mismo, sino ese Hombre Jesucristo que, por y en virtud de la unión personal de su naturaleza humana con el Verbo divino, por su muerte y su resurrección, ha llegado a ser nuestro Mediador, nuestro Redentor y nuestro Salvador. San Pablo hace resaltar esta verdad central del cristianismo cuando solemnemente declara: «No hay más que un solo Dios y asimismo sólo un Mediador entre Dios y nosotros, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en precio de rescate por todos» (1 Tim 2, 5). La Epístola a los Hebreos se sirve de expresiones litúrgicas para describir con más precisión esta misma idea central del cristianismo: «Tenemos en Jesucristo, Hijo de Dios, un gran Pontífice, que penetró en los cielos... Tenemos un gran Pontífice que se compadece de nuestras flaquezas; para asemejarse a nosotros las experimentó todas, excepto el pecado» (Hebr 4, 14 s).


Mientras vivimos en el tiempo, lo que para la piedad cristiana domina en la figura de Cristo, no es la majestad divina ni el esplendor de Dios. Decimos en la figura de Cristo. Es evidente que la Divinidad infinita y trascendente, el Dios Trino, aquel a quien los hombres llamamos Padre, Creador del cielo y de la tierra, es y debe permanecer objeto único de la piedad y culto cristianos. «Al Padre debe dirigirse siempre nuestra oración». Tal es la regla fundamental de la liturgia cristiana formulada ya por san Agustín. «Ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Ioh 4, 23). Pero esta adoración del Padre no se identifica con el culto a Cristo. Dios hecho hombre no es el último término, el verdadero objeto de nuestra adoración; Él es el Mediador. No es, pues, a Él sino por Él, por quien la Iglesia cristiana, de ordinario, ora. «Por medio de vuestro Siervo» pide San Pablo. «Por medio de Cristo, nuestro Señor», clama aún hoy nuestra liturgia. Casi todas las oraciones litúrgicas de la Iglesia no se dirigen directamente a Cristo, sino por Él, a Dios, al Padre, y aun aquellas que invocan directamente a Cristo, no van dirigidas al Verbo eterno en sí, sino al Mediador, al Verbo hecho hombre. Éste es el punto decisivo donde se manifiesta en todo su esplendor el verdadero carácter del cristianismo, y se acusan también inmediatamente todas las deformaciones y desviaciones del mensaje de Cristo. La esencia de la fe cristiana culmina en esta paradoja: El verdadero Hijo de Dios es también verdadero hombre. La sublimidad, la audacia del mensaje cristiano consiste en ver y poner siempre, a la vez, en Cristo, todos los rasgos contradictorios de estos componentes: Dios y hombre. Fácil es advertir el peligro de una desfiguración de Cristo, y, por lo mismo, de la esencia del cristianismo, caso de limitarse a ver y afirmar uno solo de ambos componentes. Ya se considere exclusivamente la naturaleza humana o la divina, o ya se insista demasiado sobre una de las dos en el misterio de Cristo, el misterio de la salvación y con él toda la piedad cristiana salen deformados y desfigurados. Señalemos, en primer lugar entre esas deformaciones, el jesuanismo de la llamada teología liberal, que hace caso omiso de lo divino en Cristo. No ve en Él al Hombre-Dios; considera sólo a Jesús hombre. Toda referencia a la divinidad de Cristo la atribuye a la tendencia confabulatoria de la fe popular


o al mito, y pretende despojar, con gesto audaz, de los hombros del Maestro, sencillo y humilde, de Nazaret, «el pesado manto de brocado», tejido por la veneración de sus discípulos, es decir, el resplandor de su divinidad. La auténtica piedad cristiana consiste precisamente, según el jesuanismo, en ver, en la pura y simple humanidad de Jesús, el amor divino creador puesto en obra. En cuanto considera a Jesús verdadero hombre y sólo hombre, se muestra su personalidad sublime como una manifestación de Dios. Él nos redime y nos salva, no por el valor infinito de un sacrificio divino y al mismo tiempo humano, sino simplemente por su mero servicio a Dios y a los hombres. Jesús es el portador de una nueva religiosidad, de un nuevo amor a los hombres y de una nueva moral. Él es quien dio a la humanidad corazón y conciencia nuevos. Sólo en este sentido podemos llamarle nuestro Redentor. Por más seductoras, piadosas y conformes que parezcan con la fe cristiana algunas de estas maneras de hablar de Jesús y algunas de estas fórmulas, nada tienen que ver con el cristianismo y el dogma católico. El jesuanismo está fuera del mensaje cristiano, y veremos también que su Jesús lo está igualmente de la realidad histórica. Si Jesús no fue más que un hombre, si no fue un Hombre Dios, el cristianismo de la historia que, frente al arrianismo, reivindicó la igualdad de esencia del Hijo con el Padre, y que en contra del monofisismo afirmó su igualdad de esencia con los hombres, no sería más que una enorme ilusión. ¿No constituiría un mero juego de palabras pretender hablar todavía de salud y de redención? Si Jesús fuera sólo un hombre, evidentemente no podría traernos nada más que algo humano con todo lo que ello implica de limitación e incertidumbre. Nuestra miseria real y más profunda, la de nuestros pecados y la de nuestra muerte continuaría pesando sobre nosotros. No, el jesuanismo es sólo un cristianismo vacío y sin alma, una fe, a la que le falta lo esencial, por más que haya sido anunciada por teólogos. Una segunda deformación, menor sin duda que la anterior, pero que no deja de alterar el mensaje cristiano (aun cuando crea y predique íntegramente el antiguo evangelio de Cristo, de Dios hecho hombre), acontece cuando se


acentúa falsamente el significado redentor del elemento divino en Cristo. Se insiste tanto en la naturaleza divina, que, prácticamente, se deja a un lado el oficio propio de la humanidad en la Redención. Puede observarse esto en la Iglesia griego-rusa y en algunas otras liturgias orientales que, en su lucha contra el arrianismo, que negaba la igualdad absoluta del Padre y del Hijo haciendo de éste un Dios de segundo orden, han querido afirmar expresamente, aun en la oración litúrgica, la perfecta igualdad del Hijo. Por temor de que la fórmula «Por Cristo, nuestro Señor» pareciera indicar una inferioridad del Hijo, la han suprimido en la terminación de las oraciones litúrgicas, separándose aquí, en un punto importante, de la liturgia romana. Pero con ello suprimieron la mediación de Cristo, o mejor dicho, la fundaron exclusivamente sobre su divinidad y no sobre Jesucristo Dios y Hombre. El Redentor no aparecía ya bajo la «forma de siervo», sino bajo «la forma de Dios». Desconocieron y suprimieron prácticamente la obra de la humanidad de Jesucristo en nuestra Redención. Esta humanidad no era, a sus ojos, más que la apariencia terrestre que hacía visible al Dios Salvador. Quien verdaderamente nos redime, quien muere por nosotros en la cruz y quien nos alimenta en el Santísimo Sacramento, no es Cristo, el HombreDios, sino el Verbo eterno bajo los velos de la humanidad. En tal caso ya no sería el Salvador el hombre nuevo, el primogénito entre los hermanos, el único sumo sacerdote entre Dios y los hombres, sino que la Redención sería obra exclusivamente divina, puesto que sólo se considera a Dios Redentor. Entre Dios y los hombres aparece un vacío que llenarán los santos, los cuales, en las liturgias orientales, van sustituyendo cada día más al mediador Hombre Dios. En estas iglesias orientales, cuanto más absorbe, por así decirlo, la divinidad de Cristo a su humanidad, tanto más monofisita es la idea que se forman de Jesús, y tanto más se acentúa la mediación e intercesión de los santos. Las oraciones litúrgicas ya no terminan con la fórmula de la antigua Iglesia «por medio de tu siervo, Jesús», sino con la invocación de los santos. Es fácil darse cuenta del cambio introducido en este modo de orar, que amenaza hasta los mismos fundamentos de la piedad cristiana. El cristiano se siente separado por una distancia infinita de su Dios y de su Cristo. El


hombre Jesucristo ya no está a su lado, ya no está con él y en él. Así, le falta el fundamento sólido e inquebrantable sobre el cual debe apoyar toda su vida de oración y de amor. La fe, la confianza y el amor de niño no serán ya la expresión de su piedad, cuyo lugar ocuparán la duda, la angustia, el temor y el espanto, aun en el instante en que Cristo entra en contacto con nosotros del modo más íntimo, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Es significativo que precisamente la teología griego-oriental es la que prefiere describir el misterio eucarístico como un misterio de miedo y terror. Tiene relación con esta idea de Cristo formada por las liturgias orientales, lo que enseñan algunos representantes de la «teología dialéctica» protestante, en cuanto pueda hablarse aquí de una corriente de escuela. Estos teólogos reconocen, con la cristiandad, que Cristo es la manifestación de Dios en el hombre. Solamente que, en esta proposición, que es verdadera, acentúan de modo excesivo la primera parte, la manifestación de Dios, a costa de la segunda, la manifestación de Dios en el hombre. Lo que interesa principalmente a estos teólogos es que Dios, justo y bueno, se ha manifestado a nosotros en Cristo, y para ellos, la humanidad de éste no tiene otra razón de ser que la de facilitar nuestro acceso a Dios, ser trascendente e infinito, que se hace visible a nosotros en Cristo, con su palabra que enseña y perdona. Ahora bien, incluso aquí la humanidad de Cristo corre el riesgo de perder su propia importancia y su papel especial en la obra de la Redención. También pueden verse en ella tendencias monofisitas. La humanidad de Cristo no es mucho más que la envoltura sensible de la divinidad, el punto donde la justicia y la bondad de Dios se manifiestan. Síguese de ello que Cristo sólo está donde está Dios. Entre nosotros y ese Dios, que se ha manifestado en Cristo, se extiende un abismo infinito, absolutamente infranqueable, aun cuando Dios tratase de interponer un puente. Nuestro Cristo, el Cristo del cristianismo auténtico, es tan verdadero hombre como verdadero Dios. En consecuencia, está tan cerca de nosotros como lo está de Dios. Precisamente porque es plenamente Dios y plenamente hombre, puede ser el Mediador por el cual vamos al Padre. En cuanto el Verbo eterno de Dios no ha descendido hasta nosotros bajo la


forma de Dios, sino bajo «la de siervo», recibimos nosotros en Él al hombre nuevo, al principio creador de una nueva humanidad. En Él ha empezado una nueva existencia de la humanidad, que implica nuevas relaciones y nuevos lazos con Dios, y la plenitud del mismo en ella. Por el pecado de Adán, nuestra humanidad, que en él radicaba, perdió estas relaciones particulares con Dios, la plenitud del mismo que estaba en ella, la realidad tan positiva de la vida sobrenatural. Una especie de desfallecimiento y aniquilamiento de nuestras fuerzas morales y religiosas fue la triste consecuencia del pecado original, bajo el empuje lamentable de una oposición cada vez más creciente. Este empuje tiende al límite extremo de las posibilidades adonde llegaron los demonios y los condenados, es decir, al estado en que el ser creado no posee más, de hecho o realidad positiva, que lo que le impide caer del todo en la nada, y que, por la voluntad conservadora de Dios, queda retenido precisamente en los límites de la existencia. Tal era, antes de Jesucristo, la existencia humana, arrastrada bajo el peso del pecado original hasta los últimos extremos de la ruina y del aniquilamiento. La nueva existencia traída por Cristo a todos sus hermanos consiste en incluirlos en su humanidad santísima. Así, la culpa desaparece de nuestra naturaleza. Hombre y pecado no son ya la misma cosa. En adelante, ni la ruina ni la muerte serán lo propio, la esencia de nuestro ser, sino, por el contrario, el crecimiento, el desarrollo, hasta alcanzar la plenitud de Cristo. En la realidad humana del Primogénito recibimos, pues, un nuevo principio y medio vital, una realidad positiva que nos une a Dios. Cristo es nuestro Salvador, no porque sea Dios u hombre, sino por ser Dios y hombre, el hombre nuevo, el nuevo Adán, el «Primogénito entre sus hermanos». Ésta es la razón por la cual en esta obra no vamos a hablar exclusivamente de la divinidad de Cristo, sino del Dios hecho hombre, del Dios que está ante nosotros bajo la forma de siervo, de ese Cristo que en la mañana de Pascua dijo a María Magdalena en el huerto: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Ioh 20, 17). No se va a tratar solamente del Verbo eterno en el seno de la divinidad, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, sino del Hijo de Dios bajo su forma humana, del Hijo del Hombre, elevado y sentado a la diestra del Padre, de aquel a quien Dios


«ha hecho Señor y Cristo» (Act 2, 30), «que ha ensalzado hasta su diestra para hacerle Señor y Salvador» (Act 5, 31), de ese Dios hecho hombre que decía de sí mismo: «Mi Padre es mayor que yo» (Ioh 14, 28). Sólo al hablar de ese Dios encarnado, sin perder jamás de vista ni su naturaleza divina, ni la humana, y situando cada una de ellas en su verdadero puesto, estaremos seguros de hallarnos en el justo medio, en la esencia del cristianismo. Esta esencia implica tres elementos. En primer lugar, su carácter escatológico, es decir, su organización y orientación hacia el fin de los tiempos. El cristianismo no es algo definitivamente acabado, sino algo que crece y se desarrolla; es una semilla, el intervalo mesiánico evolucionando a la par que Cristo, el Cristo místico y de la plenitud. La tensión escatológica no es sino la cristología. El cristianismo es el desarrollo de la humanidad de Jesús. Siempre y en todo tiempo y lugar, el Dios hecho hombre, cabeza del cuerpo místico, se incorpora miembros nuevos, creciendo y completándose hasta alcanzar su plenitud, su pleroma (Eph 1, 23). Siempre también conserva en sus miembros la «forma de siervo». Cuando en la hora señalada por el Padre se cierre ese tiempo, el intervalo mesiánico, cuando llegue el momento de la siega, el tiempo nuevo que no pasará ya, únicamente entonces se acabará la tensión escatológica y, con ella, la de Cristo. Al tiempo mesiánico y cristiano sucederá el de la Trinidad, el de Dios en tres personas. Cristo, cabeza de su cuerpo místico, devolverá entonces al Padre su poder mesiánico. «Y luego que todo le fuere sujeto, entonces también el mismo Hijo se someterá al que todo se lo sometió, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28). El cristianismo marcha esencialmente hacia delante, hacia la perfección escatológica que debe realizar. La vida sacramental es la segunda característica del cristianismo. El cristianismo no es una manifestación del Espíritu, sino la aparición de Dios en forma visible, humana. Y aún puede afirmarse que la acción del Hijo de Dios se efectúa precisamente por medio de su humanidad. ¿No denominan sencillamente los teólogos sacramentum coniunctum a la humanidad de Cristo, medio sensible y visible que está unido personalmente al Verbo eterno y por el cual Dios nos da su gracia? Como consecuencia de esta


constitución sacramental básica en el cristianismo, y en conformidad con ella, los favores y las gracias divinas particulares deben ostentar igualmente una forma exterior sensible y sacramental (sacramenta separata). En primer lugar, es especialmente visible el santo acontecimiento por el cual el creyente se incorpora definitivamente a Cristo: el Bautismo. Y no menos sensible ha de ser el misterio de nuestra unión real y permanente con la cabeza en el sacramento de su Cuerpo y Sangre: la Eucaristía. De aquí es fácil deducir que los sacramentos del cristianismo, lejos de ser copia posterior tomada de los antiguos misterios o del mandeísmo, se encuentran necesariamente en los orígenes y corresponden a la constitución esencialmente sacramental del cristianismo. Se han expuesto diversas opiniones en la historia cristiana sobre tal o cual detalle particular de los sacramentos, pero jamás se ha producido duda alguna sobre su dependencia esencial de la manifestación sensible de Cristo. En cuanto pertenecen al intervalo mesiánico, hacen referencia también al fin de los tiempos, en el momento en que el Hijo del hombre devolverá al Padre el cetro de su poder. El cristianismo es, por tanto, escatológico e igualmente sacramental y no se le puede concebir de otra manera. La tercera característica es su aspecto social. Precisamente porque el Verbo eterno hecho hombre, nuevo Adán, como un «nosotros» personal de los redimidos contiene, por decirlo así, en su persona, la multitud de los redimidos, es esencialmente una unión de los miembros con su cabeza, una comunidad sagrada, un cuerpo santo. Del mismo modo como no existe un Cristo separado y aislado, tampoco existe un cristiano separado y aislado. Naturalmente, esta unión interior e invisible de los miembros con la cabeza conduce necesariamente a la unidad exterior, a una sociedad organizada. Por ello el cristianismo se ha mostrado siempre, en la historia, bajo la forma de una unidad exterior, de una comunidad visible, de una Iglesia, y siempre ha exigido que su unidad interna se materialice y manifieste exteriormente; el cristianismo ha sido siempre Iglesia y jamás ha podido existir de otra manera.


Era indispensable comprobar esos caracteres fundamentales del cristianismo para apoyarnos sobre un firme punto de partida y darnos cuenta claramente de los problemas que se nos vayan planteando. Sólo puede tratarse seria y fundamentalmente de Cristo, considerándolo como Hombre Dios, como el Cristo «dogmático» anunciado por los prístinos dogmas cristianos. En efecto, sólo Él constituye el fundamento real y el contenido del cristianismo en la historia. Únicamente aquí encontramos la patria, la tierra natal, la fuente común de todas las confesiones cristianas. Nadie más que ese Cristo ha vivido desde un principio en los corazones creyentes. Sólo Él ha establecido las comunidades y ha hecho nacer sus símbolos y libros santos. Sólo Él ha comunicado el empuje decisivo y su último sentido a todos los movimientos internos del cristianismo, a sus luchas, divisiones y reformas, a su culto y liturgia, a su ciencia y arte. Únicamente la figura «dogmática» de Cristo ha tenido una influencia demostrable y objetiva en y a través de la historia, jamás la figura de Cristo meramente humana, por mucho que se haya intentado ponderar sus excelencias. Alberto Schweitzer [2] hace esta observación en su obra de investigación sobre la vida de Jesús: «Jesús de Nazaret, que... anunció la moral del reino de Dios, fundó el Reino del cielo sobre la tierra y murió para consagrar su vida, no ha existido jamás. Es una figura esbozada por el racionalismo, animada por el liberalismo y revestida de un manto histórico por la teología moderna». La denominada escuela mítica de la historia de las religiones no nos ha proporcionado pequeño servicio al demostrar, aun para los de fuera, que la literatura cristiana primitiva no conoció ni predicó a otro Cristo que al Hombre-Dios. Desde un principio no se conoció más que al Cristo de la resurrección y de los milagros. «Con perfecta exactitud se puede comprobar que el Cristo presentado por los Evangelios, desde el principio al fin, está visto a la luz del acontecimiento pascual. Ninguno de los antiguos escritores cristianos ha escrito una sola línea como no sea embebido en la creencia de que el Señor resucitó verdaderamente, subió a los cielos y está siempre presente. El “Cristo según la carne”, en sí, por más que hubiese sido un héroe y un


mártir, no hubiera tenido ningún valor para los creyentes del cristianismo primitivo, que, en tal caso, se hubiesen considerado como los más miserables de los hombres» [3]. El problema de Cristo ha llegado hoy al punto en que, desde el punto de vista científico, es necesario, o bien admitir la existencia histórica del Cristo completo, el de los milagros, o bien tener el atrevimiento de ir contra todos los datos históricos, negando pura y simplemente la existencia del Cristo de los Evangelios. En el estado actual de los conocimientos históricos, no es posible la escapatoria consistente en distinguir entre el Cristo de la fe y el Jesús histórico, es decir, admitir la existencia histórica de un hombre llamado Jesús y negar el carácter sobrenatural de su vida y de sus acciones. Adolf van Harnack ya no se atrevería hoy a escribir una Esencia del Cristianismo que dejara deliberadamente de lado la divinidad del Jesús histórico. A su trabajo le cuadraría mejor el título de «Esencia del judaísmo». Un estudio concienzudo y sin prejuicios de las fuentes históricas y especialmente de los escritos del Nuevo Testamento, ha puesto fuera de duda que jamás ha habido un Jesús «puramente histórico», es decir, un Jesús meramente humano. Tal personaje es una mera ficción, un fantasma literario. Aquel que en la historia, con su vida y su obra abrió nuevas perspectivas, no es otro que el Cristo divino-humano. Él constituye la realidad, el punto crítico de la historia, el comienzo del hombre nuevo. Por Él se han derramado lágrimas y sangre, y se han dividido y continúan dividiéndose los espíritus. Por este motivo no nos interesa el retrato arbitrario de Cristo que algún hábil literato haya podido ofrecernos con la ayuda de textos tendenciosamente elegidos. Lo que sí nos interesa es el Cristo objetivo, histórico y «dogmático». La cultura occidental moderna ¿nos da derecho y nos impone acaso el deber de admitir a ese Cristo? Volvemos a la pregunta de Dostoyevski: ¿puede creer todavía un hombre culto, un europeo de nuestros días? Éste ya no es el hombre de la Antigüedad postrera que oyó a Jesús y a su mensaje. Después de Copérnico y Kant, se ha vuelto realista, positivo, crítico; hasta diremos que es un poco escéptico y bastante sabihondo. Lo


que acucia y preocupa su pensamiento no es ya el mundo metafísico sino el mundo fenoménico, de las apariencias. Sólo ve y considera eso. El problema de la última esencia que está bajo ese mundo fenoménico, el de la última causa de la actividad, de la razón de ser y de la vida se le presenta como estéril desvío. Su facultad metafísica está atrofiada. Platón diría que le falta el ojo para lo invisible. También su sentido de lo divino y sobrenatural está debilitado, hallándose a su vez más profundamente inmersos en el seno de la realidad que en el de lo supersensible. Por ello experimenta el hombre moderno una secreta aversión contra todo lo que pretende introducirse en el mundo de los fenómenos a título de absoluto, de incondicional, como algo totalmente nuevo, como obra inmediata de Dios. Antes, los milagros y las señales extraordinarias eran, a los ojos de los hombres, la investidura natural de la divinidad, la prueba visible de la presencia de Dios, pero ahora constituyen, por el contrario, motivo de escándalo. Las fuerzas sobrenaturales no tienen cabida en esas cifras, en ese engranaje de números y masas, de relaciones matemáticas del mundo fenoménico. La mentalidad moderna, por su idiosincrasia, se muestra decididamente indiferente y aun negativa, si no hostil, a lo suprasensible, especialmente al mundo sobrenatural. Ahí está el gran peligro de nuestro mundo occidental para la fe en Cristo. Ya no son los pensadores aislados, sino la misma mentalidad general, incluso la de los cristianos, la que conscientemente se ha alejado de Dios y prescindido de Él. Todos nos movemos en ideas y directrices sólo comprensibles desde un punto de vista puramente natural porque a sabiendas y por principio se encierran en el dominio de la experiencia sensible. Chesterton dice en alguna parte: «Lo natural puede llegar a ser para el hombre lo más antinatural». La razón que conscientemente se limita a sí misma a los conocimientos naturales es, en efecto, lo más antinatural, porque toma por la realidad misma lo que no constituye sino una muy pequeña parte de ella, dejando a un lado, e incluso negando, las raíces más profundas de dicha realidad, sus relaciones, ya en profundidad, ya en extensión; y, en suma, lo invisible, supraterreno y divino. Nuestro


pensamiento ya no es el reflejo de la totalidad del ser, de la plenitud de las posibilidades, porque se ha aislado del pensamiento creador de Dios. Se ha tenido poco en cuenta lo que Étienne Gilson en su San Buenaventura [4] dijo acerca de la actitud tomada con tanto ardor por este franciscano genial frente a la teoría del conocimiento de san Alberto Magno y santo Tomás derivada de Aristóteles. Cuando en la lucha contra la teoría platónica y agustiniana de la iluminación que hace depender la última y absoluta certidumbre de un rayo de luz divina, uniendo íntimamente así el conocimiento de la criatura con el de Dios, se fundamentó el conocimiento humano sobre sí mismo, separando en consecuencia la ciencia de la fe, la naturaleza de lo sobrenatural, se realizó entonces un acto doblemente liberador para la filosofía y para la teología. Pero, por otra parte, se originaron con ello las causas precursoras de que un mundo inclinado a separarse incesantemente de la fe, acabase emancipando la razón humana del pensamiento creador de Dios. Se delimitó artificialmente un determinado campo de la realidad, denominándolo «naturaleza», con lo cual se originó y fomentó la falaz apariencia de que la otra realidad, la sobrenatural, la divina, fuese a manera de suplemento más o menos casual o secundario. Al propio tiempo se secularizó la naturaleza, al desgajarla, al menos gnoseológicamente, de la sobrenatural, y se favoreció la ficción de que la naturaleza es algo existente en sí mismo y exhaustivamente inteligible. Ello redundó también en menoscabo de nuestro pensamiento, al tener a mano, o mejor dicho, en nuestra mente, esquemas que en vez de conducirnos hacia lo divino, hacia Cristo, no hacen más que apartarnos de Él. Pero el obstáculo no radica únicamente en nuestra voluntad, sino también en toda nuestra espiritualidad, la cual está deformada, y por ello la fe se nos hace incomparablemente más difícil que a los hombres de la Antigüedad y de la Edad Media. Los ojos de los occidentales han envejecido y no pueden ver ya toda la realidad; aún más, digamos que se han echado a perder por un prolongado uso anormal. A fuerza de fijarlos exclusivamente sobre el mundo de las apariencias, han perdido su capacidad visual para lo supraterreno y celestial Así, el mal no reside tanto


en la mala disposición de nuestra voluntad, ni aun en las dificultades por parte del objeto, o en la esencia misteriosa paradójica del mensaje cristiano, sino principalmente en la mentalidad del hombre europeo. Ya no sabe mirar. ¿Qué se sigue de ahí? Pues que, para él, el problema de Cristo no se reduce a una cuestión de razón, sino que envuelve todo su ser. Si hemos perdido la fe en Cristo o nos hemos dejado invadir por la duda obstinada, ciertas ideas y argumentaciones no bastan ya para convencer. Es preciso, ante todo, adoptar una postura intelectual enteramente nueva frente a lo suprasensible y a lo sobrenatural. Es necesario reafirmar seriamente que las posibilidades del hombre actual no agotan las divinas, y que nuestro espíritu, esencialmente condicionado y limitado por el tiempo, está muy lejos, por eso mismo, de confundirse con el pensamiento absoluto de Dios. Debemos volver a ser como niños delante de Dios. Es preciso, pues, comenzar por despojarse de los prejuicios del pensamiento moderno, de ese espíritu de orgullosa autonomía y complacencia en sí mismo, de esa «ilustración» superficial y de esa mentalidad materialista. Hay que ensanchar y abrir nuestro espíritu a todas las posibilidades de Dios, a todas las revelaciones y manifestaciones de la realidad en el cielo y en la tierra. Debemos abatir en nosotros al occidental aferrado a sí mismo a través de su historia, para libertar de entre las malezas de lo temporal al hombre verdadero, vivo y auténtico. Debemos volver sobre nosotros mismos, sobre nuestra verdadera esencia y espontaneidad. Jamás, tal vez, en la historia del pensamiento occidental hayan sido tan significativas y apropiadas a las actuales circunstancias las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos: «Si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3).


II. El camino de la fe Desde el momento que nuestra vista está atrofiada para lo invisible, lo santo y divino, se nos impone a los hombres de la actualidad el deber ineludible de ordenar y preparar previamente nuestra mentalidad antes de tratar de la realidad de Cristo. En nuestro caso, se impone una reflexión crítica que anteceda a las investigaciones cristológicas, con objeto de examinar intelectualmente las posibilidades de lo divino. En, consecuencia, vamos a preguntarnos: ¿Qué disposiciones psíquicas, qué condiciones subjetivas ha menester el hombre contemporáneo para escuchar el mensaje de Cristo, no sólo externamente, sino en su esencia? ¿Qué actitud básica de espíritu requiere previamente el acto religioso, es decir, la fe viva en Cristo? Es inútil hablar de ese Cristo antes de explicar con claridad el modo particular de reconocerlo. * Agradezcamos a la escuela fenomenológica el buen servicio que nos ha hecho al llamar la atención sobre la relación esencial entre el acto y el objeto, sobre la dependencia íntima de nuestro conocimiento con lo conocido, pues toda aprehensión de un objeto determinado supone una actitud particular frente al mismo. Aplicando esta teoría general a la cuestión de la fe en Cristo, concluiremos: si existe la posibilidad de que Dios se haya manifestado en Cristo, si creemos, por lo menos, que en Cristo hay algo divino, aun sólo a título de posible objeto de investigación, entonces, ese posible divino, por el mismo hecho de su carácter particular, de su naturaleza especial, deberá tener y tendrá necesariamente una repercusión sobre el acto mismo y sobre la serie de actos, y con ello también sobre el método por el cual nos esforzamos en reconocerlo.


Lo que caracteriza a lo divino, incluso considerando sólo su esencia, sin preocuparnos de su realidad, es ciertamente su exigencia de absolutividad, la manera incondicional como se plantea, haciéndonos sentir a los que lo buscamos, los límites de nuestra dependencia e impotencia absoluta como criaturas. Desde el momento que se estudia lo divino, aunque sólo sea como mera posibilidad, se siente el hombre de antemano, incluso antes de haber sacado una conclusión acerca de la realidad de su existencia, transportado de una cuestión puramente científica, impersonal, objetiva, a otra personal y que interesa lo más íntimo de nuestro ser. Es necesariamente una cuestión de salvación, y por lo mismo esencialmente práctica. No nos encontramos, pues, en un terreno puramente teórico, ni ante un mero problema científico, sino frente a una cuestión existencial, cuya solución determina o imprime carácter a todo nuestro ser. La simple posibilidad de tratar con Dios impone al hombre la obligación de prestar atención para conocer si Dios habla realmente, pues, en tal caso, no lo hace alguien que pueda o quiera dejarme indiferente, sino el Señor, mi Señor, en el cual, si existe, radico hasta lo más íntimo de mi ser. La sola posibilidad de que Dios se haya manifestado en la naturaleza humana, y esto, hasta el último límite, hasta la Encarnación de su propio Hijo, implica para el hombre algo tan conmovedor, escalofriante y maravilloso que, so pena de pecar contra la misma esencia de su ser, no puede ante ello continuar tranquilamente su camino o dejarlo de lado encogiéndose de hombros. El problema de la Encarnación no es, pues, de antemano para nosotros del mismo orden, por ejemplo, que el de la constitución de las hormigas o la vida de los insectos. ¿Qué consecuencia lleva esto consigo para nuestros estudios relativos a Jesucristo? Comencemos por precisar la posición básica del hombre que estudia e investiga. Luego investigaremos cómo debe ser el acto concreto, la búsqueda y descubrimiento de Jesucristo, es decir, nuestra fe. Como no se trata de un mero problema científico, sino que concierne a la salvación y a la conciencia, el estudio concienzudo, la seriedad moral, el respeto y la sinceridad, tanto en el planteamiento como en la solución del problema, tienen aquí una exigencia no ya de orden científico, sino también moral y religioso.


No es sólo una falta contra la verdad y la realidad histórica, sino también una frivolidad y blasfema ligereza que se expone a buscar de la palabra de Dios encarnado y negarla, el hecho de tratar superficialmente el problema con hipótesis u ocurrencias impremeditadas, o cuando, por mera vanidad literaria, se exponen teorías radicales y revolucionarias [1], violentándose sarcásticamente y mutilando a capricho los textos primitivos con procedimientos contrarios a toda crítica sana y razonable [2]. Desde el punto de vista de la seriedad y respeto que tan sublime tema debe imponer a una conciencia recta como deber sagrado, los estudios de la escuela «radical» sobre la vida de Jesucristo [3] a partir de los «fragmentistas» muestran la espantosa ligereza con que se trató lo que hay de más santo en el mundo. No nos incumbe juzgar la persona de estos teólogos, pero sí sus métodos. Es un hecho que tantas teorías levantadas antes con gran audacia y confianza, por ejemplo, el origen puramente literario y anónimo del cristianismo, la oposición entre el Cristo de los sinópticos y el de san Pablo, el carácter exclusivamente escatológico del mensaje de Jesús, etc., todas, sin excepción, están hoy desacreditadas; y no menos cierto es también que las exageraciones de la crítica textual de los Evangelios han dificultado hasta hacer completamente imposible la inteligencia del cristianismo histórico, hasta el punto de que la crítica se pierde ella misma en sus propias conclusiones creyendo lo más acertado, para salir del montón de ruinas, que para ella es el Jesús «histórico», refugiándose en un Cristo metahistórico. Ambos hechos bastan para despertar la sospecha que la teología «crítica» no ha puesto en el examen y apreciación de los textos bíblicos el cuidado y la seriedad moral que requiere la investigación de las cosas divinas. Con la rapidez del rayo pasó a manifestarse esta tara básica, su impiedad y falta de respeto religioso, cuando Kaltoff, Smith, Jensen y Drew, a base de las hipótesis de aquella crítica, acabaron por negar la existencia misma de Jesús. Sin duda, el método indignante con que estos escritores, Drew en particular, trataron de unir una ausencia vergonzosa de crítica con la duda más radical y absurda respecto a todas las afirmaciones e interpretaciones del cristianismo, «por el descaro de su impúdica tendencia» provocó una «reacción en sentido moral», precisamente entre los críticos. Sin embargo,


esos autores no hacían sino llevar a término, aunque a su modo, lo que la teología crítica había iniciado con cuyo espíritu estaban identificados. Quien es ciego para los valores de la esencia de lo religioso y de lo santo, es incapaz, de antemano, de apreciar en todo su valor las fuentes religiosas y en particular los Evangelios. Y quien a causa de esa ceguera respecto a lo santo, no toma en serio desde un principio la pretensión del Evangelio, palabra divina, de ser el mensaje del Hijo de Dios hecho hombre, acercándose al Jesús de los Evangelios con una postura a modo de juez de instrucción, consciente de su superioridad, que examina la causa de un acusado sospechoso, ese tal, se cierra a priori toda posibilidad de comprender el misterio de Dios. La única actitud razonable para el hombre, para la criatura, para el pecador, desde el instante en que aparece, aun desde lejos, la simple posibilidad de lo divino, es la de una búsqueda humilde y respetuosa, inspirada, no por una curiosidad científica, sino por nuestra necesidad existencial de salvación y felicidad, conscientes de nuestra insuficiencia y fragilidad. El mensaje de Cristo resonará como algo extraño a quien no esté totalmente embargado por dicha insuficiencia y no repercutirá en su interior, no hallará eco en su corazón. La conciencia conmovida e inquieta es el lugar apropiado, el campo fértil donde echa sus raíces el Evangelio de Cristo y produce sus flores y frutos. Es también el único que promete éxito verdadero al estudio científico del Evangelio. El investigador, el crítico que no ora y no clama desde lo más hondo de su corazón: ¡Señor, enséñame a orar! ¡Señor, ayuda a mi incredulidad! no debería poner sus manos en el Evangelio. La segunda condición requerida por el carácter especial de esta cuestión de Cristo, cuestión de vida eterna y de conciencia, es una actitud franca y leal, sin prevenciones ni prejuicios frente a todo lo que implica la posibilidad de lo divino. Verdaderamente libre de prevenciones está sólo aquel que se encuentra dispuesto a admitir sin vacilar todas las manifestaciones sobrenaturales que acompañen la aparición de Cristo, desde el momento en que estén


suficientemente probadas a su ciencia y a su conciencia, por más que contradigan la mentalidad mecánica y determinista corriente. Aquí se patentiza otro defecto del método «crítico». Consiste en transportar pura y simplemente los principios del método histórico ordinario al campo de los estudios relativos a la vida de Jesús, pasando por alto que aquí nos encontramos en un terreno cualitativa y absolutamente diferente, puesto que se trata de lo divino. Dios, aun considerado como simple posibilidad, es esencialmente principio único, a se, y jamás, por tanto, relacionado de manera intrínseca con las cosas y su devenir. Si este Dios se ha manifestado en Cristo, puede decirse de antemano que su figura histórica no podrá comprenderse plenamente por la aplicación pura y simple de las leyes ordinarias de la historia, es decir: tratando de explicarlo por el medio ambiente que le precedió y en el que luego ha vivido. Necesariamente ha de constituir algo nuevo, independiente, iluminando cual aurora de un día totalmente nuevo en la historia del mundo. Son inútiles, por lo mismo, los esfuerzos que se hagan intentando aplicar a Jesús, o sea, a su vida y actividades, las aparentes analogías que pueden encontrarse en la historia. Si Cristo es de naturaleza divina, su persona y su actividad deben sobrepasar todo lo humano y creado, trascendiendo toda experiencia. El miedo de lo extraordinario, de lo totalmente nuevo en Cristo, proviene de un desconocimiento total de la esencia de lo divino. El historiador puede muy bien detenerse ante esa novedad y reconocer que los medios científicos a su alcance no le permiten ahondar más. Puede también, y aun debe intentar, en la medida de lo posible, captar dicha novedad en la trama de la historia para interpretarla después. Pero no le es lícito pretender excluir a priori y sistemáticamente la posibilidad de una intervención divina en el mundo creado, pues de lo contrario se expone a desvirtuar, a causa de ideas preconcebidas y en virtud de una fe ciega en su propia ideología, los hechos históricos y las manifestaciones de Dios. Negar, por principio, toda intervención milagrosa del Deus mirabilis en la historia constituye una nueva fuente de error particularmente peligrosa en el estudio de Cristo. En el fondo de la escuela «crítica» puede descubrirse casi siempre, más o menos consciente, una fobia al milagro, inspirada por prejuicios deístas o


monistas, fobia que es erigida, en muchos críticos, como principio de distinción infalible para separar, según ellos, las tradiciones primitivas de las adiciones secundarias y legendarias. Con eso se priva a los primitivos documentos evangélicos de toda vida y alma, aun antes de empezar a estudiarlos, forjándose así una idea de Dios que no ha existido en ninguna religión verdaderamente viva. En todas partes, siempre que ha rezado un hombre, ha tenido presente en su pensamiento al Dios de los milagros, al Dios cuyo fuego, en tiempo de Elías, consumió el holocausto, y «viendo esto el pueblo, cayeron todos sobre sus rostros y dijeron: “¡El Señor es Dios, el Señor es Dios!”» (3 Reg 18, 38-39). * El hecho de que el problema de Jesús sea un problema de salvación, determina no sólo la actitud fundamental del que estudia e investiga, sino que influye también en el acto mismo del conocimiento por el cual creemos en Cristo, y distingue específicamente el conocimiento religioso de todos los demás meramente profanos, ante todo, por el hecho de que interesa al hombre globalmente y no sólo a la razón, poniendo en juego las energías emocionales, además de las cognoscitivas. Las ciencias profanas proceden de manera puramente racional, en el sentido de que sus preguntas y respuestas dependen exclusivamente en su origen y en su solución de la materia de estudio, y por principio rechazan toda consideración relativa a las necesidades e intereses subjetivos. La ciencia profana no tiene más deseo que la verdad, ni otra necesidad que conocer y ordenar con la máxima claridad el mundo interior y exterior. En el hombre que busca la certidumbre religiosa no sólo interviene el anhelo de verdad, sino que, tratándose de la posibilidad de lo divino y de lo santo, entran en actividad las tendencias y disposiciones ordenadas hacia ello. El alma humana no es una simple tabula rasa; más bien, como ser condicionado y finito, está esencialmente relacionado con un Absoluto, y se experimenta esta relación necesaria en lo más profundo de su sentimiento vital como una angustiosa y enigmática falta de plenitud, como una inquietud y necesidad vaga de eternidad y perfección, como una fiebre de


Dios. San Agustín dio la fórmula de esta experiencia fundamental: «nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Dios». Esta angustia metafísica del hombre proviene de una especie de sentido para la totalidad del cosmos, para sus fundamentos primarios y básicos y también se deriva de la visión panorámica de cada una de sus partes que tienden a una última unificación de valores. En otros términos, nuestra angustia supone un sentido, o al menos, una tendencia metafísica. Dicha angustia, dicha tendencia metafísica toma en el hombre de conciencia recta un matiz especial, o mejor dicho, experimenta una interiorización y ahondamiento a causa de la congoja íntima del sentimiento de culpabilidad ante lo moralmente santo y también por la clara conciencia de encontrarnos desposeídos de los más altos valores personales otorgados y señalados por la Providencia a nuestro ser. De esta angustia, a la vez metafísica y moral, de esa vergüenza ante el Ser y Valor supremos, nace en el hombre el sentimiento religioso, que los antiguos filósofos y teólogos denominaron «fe innata», o sentido para lo santo y divino, cualitativamente distinto de todos los demás y que reacciona de un modo especial y hasta exclusivo ante las manifestaciones de lo divino que, si son auténticas, lo atraen y cautivan totalmente. No tenemos por qué detenernos a estudiar aquí si este sentido innato de la santidad, resultante de la conjunción metafísica y moral, es un don de la naturaleza o consecuencia de una evolución lenta del hombre durante miles de años. Nos basta probar en el hombre histórico su existencia y su vitalidad, tanta que, según enseña la historia, se ha manifestado incesantemente creadora llegando a producir obras imaginarias. En efecto, de la tendencia metafísica se han originado las abigarradas formas de divinidades propias de las religiones de los pueblos civilizados de la antigüedad, cuyos mitos, a su vez, excitaron y fecundaron el pensamiento antiguo. La tendencia moral y el sentimiento de culpabilidad nacidos de la misma, aparecen no sólo en la confesión, tan extendida entre los antiguos, sino principalmente en el notable anhelo de redención, que en casi todas las religiones condujo a ritos de expresión y sacrificios, dando origen a la fe en


un Salvador y Mediador, tanto en las antiguas como en las nuevas religiones de misterios. Esta fusión de la tendencia metafísica con la moral, o sea en sentimiento religioso, fue tan intensa y fructífera, que se deslindó e independizó del campo de lo sano y razonable, hasta el punto de que el hombre dominado por él terminó creyendo reales, sin serlo, esos deseos e ideales que el mismo se había formado en su imaginación calenturienta. Debe aceptarse, por tanto, que una de las características esenciales de la religiosidad pagana es precisamente el hecho de que ésta tuvo su origen en la mencionada tendencia y, en consecuencia, no es más que el producto de un sentimiento totalmente irracional. ¿Qué valor intelectual corresponde a esa inclinación religiosa en la medida en que influye sobre el conocimiento religioso, sobre la fe en Cristo? Naturalmente, no tenemos necesidad alguna de discutir la teoría esbozada por Schleiermacher y desarrollada por Ritschl, que pretendía encontrar en el sentimiento religioso el único órgano de toda experiencia religiosa. Esta doctrina del sentimiento de los valores y la valoración puramente psicológica de la Revelación que implicaba, pertenecen hoy al pasado. Por último, no fueron los representantes de la «teología dialéctica» quienes la abatieron en su cáustico ataque, pues tanto desde el punto de vista de la teoría del conocimiento como del de la teología, era igualmente insostenible y llevaba la muerte en sí misma. Según la teoría del conocimiento, porque los simples juicios de valor que no se apoyan en juicios claros de existencia caen necesariamente en el ámbito de lo subjetivo y no tienen, por tanto, certidumbre objetiva alguna. En la captación de la realidad, la primacía pertenece no al valor, sino al ser, y por ello la dirección corresponde al conocimiento discursivo y no al sentimiento. Teológicamente, esta posición es también indefendible, puesto que no consideraba al cristianismo en su fundamento y contenido más que como un producto humano creado, es decir, la vivencia del valor religioso, en lugar de la realidad firme y eterna de la palabra de Dios, que quedaba así profanada, al ser desposeída de su sublime trascendencia para convertirse en algo puramente humano. La figura de Cristo no sería ya la revelación y


la obra de Dios, sino la de nuestro sentimiento religioso que, a modo de categoría sintética a priori, vendría a ser el llamado a imponer una forma y un sentido religioso a los datos de la experiencia que se desprenden de los Evangelios, en cuyo caso sería imposible una imagen objetiva de Jesús. En el problema de Cristo, precisamente porque se trata de un problema de realidad, de determinar objetivamente un mundo de hechos que trasciende el yo, la dirección corresponde no a mi vivencia subjetiva, sino a la potencia creada con la finalidad de aprehender la realidad y juzgar críticamente dicha aprehensión, potencia que, evidentemente, es el pensamiento, a cuya clara y fría luz debe buscarse la solución, y no al claro-oscuro incierto del sentimiento que actúa a tientas. Pero, por otra parte, es igualmente cierto que el conocimiento religioso (precisamente porque es un conocimiento existencial que absorbe por completo al hombre) está también íntimamente unido con el sentimiento religioso, tanto al principio como al fin del acto cognoscitivo. Al principio, orientando el sentimiento y el interés por la verdad en una dirección precisa, la de lo santo y divino. Dirige, por tanto, preguntas concretas al mundo «fenoménico», sugiriendo al pensamiento ciertas posibilidades y llevándole de este modo a estudiar dicho mundo según las mencionadas posibilidades. Sirve de introducción, pues, visto desde el lado humano, al acto cognoscitivo, y le da una dirección determinada en el momento en que la razón investigadora encuentra huellas de Dios, algunos hechos que le hacen suponer la acción de un poder por encima de lo creado, al llegar frente a lo incomprensible, ante series causales interrumpidas, ante un vacío en lo creado y ante hechos que no puede explicarse de un modo natural, y sí sólo mediante la intervención divina, entonces el sentimiento religioso refuerza esta interpretación viviéndola y valorizándola como una revelación del poder infinito de la justicia y del amor de Dios. Mientras que la razón se limita a probar la realidad de los acontecimientos, su encadenamiento con el pasado y el futuro, su situación particular en el conjunto de la realidad experimentable, el sentimiento religioso experimenta la plenitud viva de su contenido metafísico y de su valor, a


pesar de que esta situación no puede ser determinada sino de modo negativo, como un vacío y una falta de esa realidad, que exigen, por tanto, una primera causalidad sobrenatural. La razón puede, por ejemplo, juzgar la resurrección de Cristo en la medida en que pertenece a la experiencia del tiempo y del espacio y tiene una historia externa. Puede indicar también el punto preciso donde la posibilidad de una revelación está descartada y aparece el vacío antes mencionado, lo inaudito; y hasta es capaz de manifestar por sus propios medios cuándo existe un hecho inexplicable por una serie de causas naturales, hallándose, por tanto, ante un hecho sobrenatural. Sin embargo, el contenido religioso propiamente dicho, la energía embargadora y el emocionante valor de la Resurrección caen fuera de su alcance. Aquí entra en juego el sentimiento religioso para completar y captar en toda su profundidad los hechos previamente analizados y aclararlos por el entendimiento, estableciendo de este modo un contacto íntimo que lo revela todo, una unión entre el objeto, la verdad conocida y el sujeto. Sólo en las profundidades del sentimiento religioso puede darse, desde el punto de vista humano, el paso interior y decisivo a través de la verdad conocida. El panorama filosófico e histórico preparado por la inteligencia, queda transformado por el sentimiento religioso, de un conocimiento puramente objetivo e impersonal en algo íntimo, en una verdad vivida, mi verdad, tu verdad. El sentimiento religioso tiene, pues, una misión especial en el proceso del conocimiento religioso. Sólo que su papel consiste no en dirigir, sino en completar, y por ello debe depender constantemente del juicio del entendimiento que le precede. Cuando el sentimiento se separa de la inteligencia, como en la vivencia de redención de los misterios paganos, perderá necesariamente el apoyo en una base real y también su verdad y crédito, faltándole por lo mismo el carácter de una auténtica experiencia religiosa, verdadera y durable. Precisamente lo que diferencia la vida de la religión cristiana de las demás, es que no descansa sobre afirmaciones gratuitas, sino sobre la razón, pudiendo así satisfacer perennemente al espíritu. *


En el conocimiento religioso, a diferencia del profano, se mezclan elementos del sentimiento con los intelectuales, y de la acción conjunta de ambos y de su perfecta adaptación resulta una plenitud personal, un estar embargado por la verdad. Pero en ello no se agota en manera alguna la esencia del acto religioso. Hablando con propiedad, no hemos hecho más que enunciar una condición preliminar, un instrumento necesario, que posibilita por parte del hombre el acto de la fe en Cristo. En cuanto al conocimiento religioso en sí, no puede comprenderse desde perspectivas humanas, sino divinas. El objeto del mencionado conocimiento es Dios vivo, y la teología, particularmente la cristiana, tiene por fin dar testimonio de la actividad amorosa que nace de las inescrutables profundidades de la vida del Dios trino y eterno; que se nos ha revelado en su Hijo, tratándose, por tanto, de la comprobación de realidades que, en sí, sobrepasan los límites de la experiencia puramente humana, debiéndose exclusivamente al amor espontáneo e inefable de Dios. Por todo ello, el conocimiento de semejantes hechos no puede provenir en modo alguno del hombre, sino del mismo Dios. Es decir, que sólo puede tratarse de una vía de conocimiento que va del cielo a la tierra y no viceversa. Sólo Dios conoce la infinita riqueza de su esencia, el «secreto escondido desde tiempos eternos» (Rom 16, 22) y depende de Él únicamente y de su gracia libre y gratuita, el decidir si, y en qué medida, podemos conocer esa divinidad, y en tal caso sólo puede consistir, por parte de Dios, en una revelación enteramente gratuita, y por parte del hombre, en la que le haya sido concedida. Dios es, por tanto, siempre sujeto, el dador, el que se comunica gratuitamente, y cuando su palabra llega a nosotros, debemos adoptar una sola actitud, la de la fe y la confianza. En suma, los únicos caminos por los que podemos encontrar a Cristo son la revelación de Dios y nuestra fe. De ahí se echa de ver la contradicción en que incurre la, investigación «crítica», cuando pretende estar capacitada, comportándose como si lo estuviera, para solucionar decisiva y definitivamente mediante el método filosófico e histórico (con medios totalmente humanos, por tanto) el divino misterio de Cristo y su Redención.


El filo del argumento se desvía, pues, en el punto preciso donde empieza la verdadera cuestión, la de la divinidad de la persona y de la obra de Cristo, y el método puramente empírico está necesariamente condenado al fracaso, quedando fuera de su alcance las riquezas de la realidad sobrenatural de Dios y de Cristo. Precisamente por ello la teología «crítica» se vio obligada a separar radicalmente el «Jesús de la historia» del «Jesús de la fe», en oposición irreductible, que le llevó a sacrificar al Cristo de la plenitud que estaba en los corazones de la primitiva comunidad orante, considerándolo como un mito. Se puede afirmar que la mencionada teología fracasó necesariamente porque empleó de modo radical un método que, por su esencia, podía llegar tan sólo hasta el umbral del misterio propiamente dicho. Y su trágica culpa fue que, a pesar de la insuficiencia de su procedimiento, consideró a los pobres conocimientos a su alcance como la suma de toda posible ciencia acerca de Jesús. Así terminó en el mismo principio que consideró como final. Lo que caracteriza al objeto de este conocimiento religioso es que no podemos conocer nada de Cristo y de su misterio sobrenatural, en la suposición de que haya sido revelado al mundo, sino en la medida en que Dios mismo se ha manifestado en su Verbo, es decir, por el camino de la revelación y de la fe. La antigua fórmula de la teología: Credo Deo Deum, se convierte en Credo Christo Christum. Sólo por la fe llegaremos a Cristo. Ni aun esa fe en los misterios de Jesús, en la generación eterna del Hijo por el Padre, en la Encarnación del Verbo divino, en la muerte redentora del Verbo encarnado, es una acción únicamente nuestra. Mirado superficialmente es, sin duda, un acto del hombre. La voluntad humana, conmovida ante la majestad de Dios revelante, obligó a nuestra razón a dar un asentimiento firme a los misterios de Cristo, por más que éstos quedan aún inescrutables después de la revelación. Sin embargo, nuestro entendimiento no se dejaría mover de este modo por la voluntad, superando toda oscuridad y asintiendo a la revelación divina, si no fuera por un especial don sobrenatural que le capacite para ello (Cf. S. Thom. De verit. q. 14, a. 4°, a. 2 ad 10). Los teólogos hablan de una aptitud infundida por la fe (habitus fidei infusus). Nuestra voluntad, a su vez, no podría decidirse


jamás por el reino de las realidades sobrenaturales si la gracia de Dios no la dispusiese interiormente a ello (S. Thom. Summa Theol. 2, 2 q. 6 ad 1). Por esto denomina Santo Tomás a la gracia «la causa verdadera y más excelente de la fe», y a nuestro conocimiento por ella, «gusto anticipado» (praelibatio) de la visión beatífica (Comp. Theol. ad Regin. c. 1). Esta gracia resplandece aún más radiante en la fe vivificada y fertilizada por la caridad. Los dones del Espíritu Santo, en particular los de «sabiduría» y «entendimiento», infundidos al alma conjuntamente con la santa caridad, transforman nuestro espíritu «emparentándolo con las cosas divinas» y convierten nuestra fe decidida en certidumbre y vida felicísima (Cf. S. Thom. Summ. Theol. 2, 2 q. 45, a. 2). Así, al principio de todo conocimiento auténtico, pleno y total de Cristo, encontramos a modo de fundamento sobrenatural a priori, por así decirlo, el hecho básico señalado por el mismo Jesucristo en el momento en que Pedro le llamó Cristo por vez primera. «No te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). La fe en Cristo no es el resultado inmediato de estudios laboriosos, ni la simple conclusión de ciertas premisas. Ningún argumento de apologética o de teología puede, en sentido riguroso, llevarnos al misterio de Cristo con una demostración estricta. La fe en Cristo es, en su evolución y aparición, el hecho de Dios, un beso de su amor enteramente gratuito, su Verbo creador dirigido a nosotros. No hay verdadera fe en Él sin el Espíritu Santo. Todo estudio puramente científico puede ser sólo un preámbulo o trabajo preliminar, limitándose a construir, o mejor dicho, a poner al descubierto los grados que conducen al santuario. Pero jamás podrá introducir en él; esto lo pueden únicamente el Padre que está en los cielos y el Espíritu Santo. En seguida surge esta pregunta inquietante: ¿Acaso la fe en Cristo es, en definitiva, algo irracional, un incomprensible acontecimiento místico provocado en mí de modo inmediato por Dios, sin que, por parte mía, pueda establecer los fundamentos con mis pruebas y experiencias de hombre y con la consideración de los testimonios extraordinarios de Dios, de sus señales y milagros? Al afirmar el hecho de que la fe en Cristo es en su esencia fides infusa, operación inmediata de Dios, ¿no se suprimen al mismo tiempo


todos los testimonios y las pruebas humanas, naturales, históricos, lo que los teólogos denominan «motivos de credibilidad»? Ésta es la conclusión a que llegan los representantes de la teología «dialéctica». En nuestra última polémica con ella vamos a dar, simultáneamente, mayor precisión a las relaciones de los elementos de la razón con el asentimiento de la fe respecto a su esencia sobrenatural. En reacción aguda contra la teología de la vivencia y valorización de tipo psicológico de Schleiermacher y de su escuela, la teología dialéctica se preocupa de asegurar ante todo la trascendencia de Dios y su realidad objetiva independientemente de toda experiencia subjetiva. En este sentido se une a las más nobles preocupaciones de la teología católica, pero se aparta de ella al mismo tiempo, por el modo particular con que describe y pretende asegurar la trascendencia de Dios. Tiene resabios aquí de la primitiva herencia de Calvino. Si Lutero y Calvino deformaron la verdad tradicional de que Dios lo hace todo, afirmando que Dios obra «solo», los teólogos dialécticos, continuando el espíritu de Calvino, agudizaron esta última afirmación en el sentido de que la actividad única de Dios se basaría en su diferencia cualitativa e infinita con el mundo, diferencia tal, que hace metafísicamente imposible toda colaboración entre las fuerzas divinas y las humanas y toda especie de «encarnacionismo». El mundo y todo lo que con él va involucrado –la moral y la civilización, la ciencia teológica, la Iglesia visible, la palabra de la Biblia y hasta la humanidad de Jesús en cuanto es parte del mundo–, todo esto constituye una especie de paréntesis con signos negativos, en una incertidumbre absoluta, en el dominio de la muerte, tanto, que desde el lado terrestre no se podría, en manera alguna, tender un puente –bien por el conocimiento, bien por la experiencia– hacia Dios, que está en el más allá. En la medida que los Evangelios pertenecen al mundo y al tiempo, el carácter de lo problemático y de lo incierto va unido a sus palabras y a su sentido literal y, por lo mismo, a la semblanza que nos dan de Cristo. Desde un punto de vista humano, no hay motivo para no juzgar la manifestación histórica de Jesús y especialmente sus milagros, según la analogía de otros fundadores de religiones y de sus portentos, es decir, como producto en gran parte del mito y de la imaginación piadosa de los


creyentes. Pero es ir por adelantado a un fracaso y un desvío para la fe, tratar de construir una figura histórica de Cristo mediante los datos de la Biblia con un método puramente científico y humano y después, partiendo de este sólido fundamento histórico, esforzarse en llegar a la fe en el Cristo celestial, es decir, intentar deducir sólo de los relatos evangélicos los motivos de credibilidad. Este método es tanto más infructuoso y está tanto más desprovisto de sentido, cuanto que el hombre, cargado con el pecado original, aunque justificado y perdonado, no deja de ser por ello pecador, y como tal no posee ningún órgano para lo santo y divino, por lo que, desde este punto de vista, no puede descubrir en los Evangelios, reconociéndolas y viviéndolas, las huellas de Dios. Para la teología dialéctica no son solamente los misterios de la fe cristiana y el contenido de la revelación los que no pueden llegar a constituir para nosotros una certidumbre, si no es con la gracia divina –y en modo alguno por nuestro conocimiento y experiencia personal–, ya que también sucede lo mismo con el acto por el cual Dios se revela, esto es, el hecho de la revelación. Para la mirada simplemente humana, en el terreno de la historia evangélica todo esto no son más que fragmentos. El hombre sobre la búsqueda es como un pobre náufrago en el Polo Norte, que intenta descubrir su camino por encima de grandes bloques de hielo oscilantes, que se resquebrajan y destrozan chocando entre sí, con el agravante de que su vista está deslumbrada y paralizados sus miembros. Si, a pesar de esto, busca y da con su camino, se debe ese «a pesar de todo» exclusivamente a Dios y a su gracia. Por tanto, su fe nada tiene de humano, ni respecto al conocimiento ni a la experiencia; es simplemente la obra de Dios, un proceso metafísico provocado en el alma por Él, sin ninguna relación o base psicológica. No es el momento de discutir en detalle ese concepto de la fe de la teología dialéctica. Bástenos recordar que la Iglesia primitiva y Cristo mismo no han preceptuado jamás este camino de la gracia sola. Al contrario, toda la predicación de Jesús, sus milagros y señales culminan en la intención de inducir al hombre a la comprobación personal de sus dichos y exhortaciones. «Escudriñad las Escrituras; ellas son las que dan testimonio


de mí» (Ioh 5, 39). «Si no creéis en mis palabras, creed, por lo menos, mis obras» (Ioh 14, 11). Aun después de su resurrección apela no a la gracia sola, sino al deber de conciencia de los discípulos de Emaús, a quienes obligaba en conciencia a estudiar las Escrituras (Lc 24, 25). Los mismos evangelistas no pretenden sino mostrar en la vida histórica de Jesús las señales que deben llevar al espíritu reflexivo a descubrir el misterio de Cristo. Se ponen intencionadamente al servicio de la apologética apostólica, para convencer a los creyentes de la solvencia de su doctrina, como dice san Lucas en el prólogo (1, 4). Muy significativo es, a ese respecto, que los apóstoles, después del suicidio de Judas, concedieran capital importancia a que el discípulo sustituto fuese alguien que pudiere dar testimonio, por lo que había visto y oído durante «todo el tiempo que el Señor, Jesús, entró y salió entre nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día que subió a los cielos» (Act 1, 21). Evidentemente, no conocían otro camino hacia el misterio de Cristo que su vida y actividad histórica. Por tanto, la fe que pedían Jesús y sus evangelistas no era infundada. Sin duda alguna, la divinidad y la redención del mundo que Jesús se atribuye, pertenecen por su misma esencia al campo de lo sobrenatural y suprahistórico y, por consiguiente, también al de la fe. Pero, sin duda también, la pretensión de Jesús, así como las pruebas que da de sí mismo para justificarla, pertenecen igualmente a la historia y necesitan por ello, como cualquier otro fenómeno histórico, un estudio y un fundamento racional y crítico. Solamente puedo y debo considerarme hombre pensador y consciente de mi responsabilidad al decir «sí» a la revelación de Dios en Cristo, después de haber comprobado suficientemente la realidad histórica de esta revelación, estando, por consiguiente, asegurada su credibilidad a mi entendimiento. En lenguaje teológico diríamos que la fe sobrenatural, don de Dios, en la realidad misteriosa de Cristo, supone el conocimiento racional de la credibilidad del Jesús «histórico» y de sus testimonios. Solamente después de haberme asegurado por la historia que ha existido un hombre que se consideró Hijo de Dios y Redentor de la humanidad, y que este hombre es


digno de confianza absoluta, sólo entonces puedo y estoy obligado por el entendimiento y la conciencia a creer en el testimonio tan misterioso de dicho hombre, que se pierde en las profundidades de la Trinidad y está más allá de la historia. El camino que lleva al misterio de Cristo no se basa, por tanto, en las brumas incontrolables de lo metahistórico imposible de juzgar, bordeando los abismos de lo paradójico e increíble, sino en el terreno llano y luminoso de la vida histórica de Jesús. Tal es el camino de la fe: Por Jesús a Cristo, o más claramente, como dice san Agustín: Per hominem Christum tendis ad Deum Christum. Pero, por otra parte, la sana razón se pone tan en guardia contra una mística exagerada de la fe, como igualmente se mantiene a distancia de la posición puramente natural que confía exclusivamente en los motivos de credibilidad. Más bien guarda un justo medio y defiende la colaboración de la razón y la gracia, de Dios y el hombre. Sin duda, la sana razón humana, con sus propios recursos, con ayuda de un método solvente y excitada y animada por el sentimiento religioso, es capaz de encontrar afirmaciones ciertas sobre Jesús y su obra y puede llevar hasta la evidencia la credibilidad en su persona y lo que afirmó de sí mismo. Ciertamente, ante esta evidencia, una conciencia recta es solicitada e impulsada a decidirse libremente por Cristo y las consecuencias involucradas en su confesión: una conversión completa y una renovación interior. Pero es igualmente cierto que el hombre, cargado con las consecuencias del pecado original e inclinado al mal, no tiende sin más a la decisión, heroica en realidad, sino que más bien, en su camino hacia la fe, tiene necesidad de la energía curativa de la gracia para romper sus ligaduras terrenales y la red de imágenes y deseos sensuales que ahogan su espíritu, para así alcanzar la independencia e imparcialidad de juicio, necesaria para decidirse por la fe. Solamente este impulso misterioso y esta fuerza del amor divino, que libertan nuestra alma y nuestras facultades –sentimiento, inteligencia y voluntad– de toda preocupación egoísta, confieren de este modo una especie de atmósfera más pura y más suave para seguir las huellas más


señaladas de la revelación divina, para reconocer en los hechos históricos la huella de lo sobrenatural y eterno con la seguridad y pureza de un hombre regenerado. Entonces podremos vislumbrar y afirmar, con toda energía, rectitud y certeza de un hombre que saca su decisión de las claridades profundas de todo su ser, la penetración de lo sobrenatural, de lo eterno e inmutable en la trama de la naturaleza, de la historia y de lo que tiene movimiento. En medio de la confusión de millares de voces humanas podremos reconocer, discernir y escuchar, bajo el influjo de esa gracia libertadora con sensibilidad nueva e inaudita para lo santo y celestial, la voz del Padre, y confesar con certeza incomparable: ¡Amén! ¡Amén! ¡Él, Él sólo ha hablado, Dios, el Señor! Resumiendo lo expuesto, resulta: 1.° Llegamos al misterio sobrenatural de Cristo, a su reconocimiento, por el camino de la fe, no por el de la ciencia. Dicha fe es obra divina, sobrenatural, tanto por su objeto como por su origen, un «don de Dios» (Eph 2, 8). 2.° Esta fe en el misterio de Cristo, sobrenatural en su origen, no es, sin embargo, arbitraria en modo alguno. Descansa más bien sobre la evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y de su obra. Per Iesum ad Christum. Los teólogos, en cuanto exponen los motivos de credibilidad en Jesús, preparan la fe sobrenatural en Él, si bien no la producen. 3.° El argumento mismo de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas y de razón, no logra toda su fuerza concluyente y directriz para el espíritu cargado con las consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia redentora de Dios liberta al entendimiento y la voluntad del hombre de sus trabas hereditarias. En conclusión, tanto al principio como al fin de nuestro camino hacia Cristo está la gracia, está el Padre de las luces y no el hombre, ni la palabra humana o apologista, sino tan sólo la verdad y el amor divinos.


Un día, los discípulos navegaban por el lago de Genesareth. Era la cuarta vigilia de la noche. Y he aquí que vieron a Jesús caminar sobre las aguas. «Todos le vieron» (Mc 6, 49). Le vieron claramente. No obstante, les invadió el miedo: ¿No será tal vez un fantasma, un espectro? «Y gritaron». Entonces Jesús les habló: «Consolaos, yo soy, no temáis». También nosotros, en los capítulos siguientes, navegando por el mar agitado del conocimiento puramente humano, aunque sea religioso, veremos claramente a Jesús. Sin embargo, quizá nos asaltará el miedo: «¿No será todo ello un fantasma, una ilusión?». Ésto será posible mientras permanezcamos en lo puramente humano. Solamente cuando Jesús mismo hable, cuando su palabra divina y su gracia nos alcancen, desaparecerá toda posibilidad de engaño y todo temor: «Consolaos, yo soy, no temáis».


III. Las fuentes de la vida de Jesús Para llegar al Cristo divino hay que pasar por la manifestación histórica de Jesús, del que no puede considerarse separado el primero, como nos lo enseñaron ya los primeros cristianos, testimoniando solemnemente su fe en el nombre sagrado de Jesu-Cristo: Jesús es el Cristo. Esta íntima unión entre Jesús y Cristo no ha hecho acallar, desde Bruno Bauer, las voces de quienes se creen obligados a renegar de la figura entera de Cristo, la de la tierra y la del cielo. Como el «Jesús histórico» no puede ser separado del Cristo divino, del «Cristo pneumático», todo aquel que no quiera oír hablar del Cristo que obra milagros, ni de su figura divina, no tiene otro recurso que suprimirlo por entero. Así, el «no» pronunciado contra el Cristo divino desde el punto de vista de la crítica, debía ser fatalmente un «no» contra el mismo Jesús histórico. Para salir del embarazoso dilema «Jesús o Cristo», fue preciso decidirse a afirmar que el Jesús de los Evangelios no existió jamás. Solamente se habrían dado ciertas ideas o ideales que lograron formar cuerpo y una expresión al crear con diversos componentes esta figura de Jesús. El origen del cristianismo sería, por consiguiente, anónimo. La influencia creciente de la filosofía de Hegel sobre las concepciones históricas predispuso a admitir con mayor facilidad la posibilidad de explicar la aparición del cristianismo, no por una fuerte personalidad creadora, sino por el desarrollo feliz de ciertas ideas poderosamente activas. Para unos, ese pobre Jesús crucificado no fue más que el producto y el ídolo de un movimiento de masas proletarias arrastradas por la idea del Mesías. Otros hablaron incluso de comunidades religiosas de Asia vecinas de la India, que, antes de la aparición del cristianismo, adoraron un ídolo de nombre Jesús. Aunque se ha probado de modo indiscutible que el famoso papiro [1], sobre el cuál se apoyaron principalmente los que sostenían esta opinión, fue escrito hacia el año 300 después de Cristo, y que el culto verdadero de Jesús sólo aparece con el cristianismo, se ha intentado unir


este culto anónimo, precristiano, de Jesús [2], al mito muy extendido en Oriente de un salvador del mundo que muere y después resucita, pretendiendo con ello presentar el Cristo evangélico como una mera leyenda. Se llegó a afirmar que la historia de Cristo no era más que la reproducción de la antigua leyenda babilonia de Gilgames [3], pudiéndosela contar entre el grupo de sistemas de episodios paralelos que se advierten desde miles de años en el transcurso histórico del espíritu humano y que nada tiene que ver con la historia real. Ante la cuestión ¿ha existido el Cristo de los Evangelios? no tenemos más que estudiar a fondo la literatura cristiana, que atestigua la acción histórica de Jesús, y siempre que sea posible debe acudirse también a la literatura profana. ¿Contienen dichos testimonios datos primitivos, relatos históricos acerca de la vida de Jesús, o son sólo noticias sobre la vicisitudes de la fe en el mismo? ¿Nos transmiten historia viviente o sólo la fe viva de la comunidad cristiana que lo adoraba? Como los testimonios paganos escapan de antemano a toda sospecha de ser creaciones de la fe cristiana, tienen, por lo mismo, frente a las exageraciones de la escuela mitológica, un valor demostrativo muy especial. ¿Poseemos testimonios al margen del cristianismo, paganos o judíos? Téngase en cuenta que la producción literaria del tiempo del imperio romano hasta Tácito y Suetonio se ha perdido totalmente y que, por otra, el movimiento mesiánico (aparentemente destinado al fracaso desde un principio) producido por un carpintero de Nazaret, ajusticiado, debió ser insignificante, entre el fragor de los acontecimientos de entonces, para llamar la atención de los historiadores de aquella época, de un Justo de Tiberíades, por ejemplo, que escribió una Crónica, hoy perdida, de los reyes judíos desde Moisés hasta Agripa II. Y así debemos celebrar la asombrosa casualidad de que Tácito y Suetonio nos hablen de Cristo y del cristianismo primitivo.


Tácito cuenta en sus Anales (hacia el a. 116 d. de J.C.) [4] que Nerón, con el fin de disipar el rumor que lo acusaba a él mismo de haber incendiado a Roma, dio la culpa a ciertas gentes detestadas por sus crímenes y que el pueblo llamaba «cristianos» y que fueron castigados con los suplicios más refinados. Y continúa literalmente: «El fundador de esta secta, de nombre Cristo, fue condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato, en el reinado de Tiberio. Pero esta superstición nociva, detenida un instante, brotó de nuevo no sólo en Judea, punto de origen de tal calamidad, sino en la misma Roma, donde convergen y hallan buena acogida las cosas más groseras y vergonzosas». Este pasaje es de concisión y brevedad típicamente tacitianas. La denominación referida al cristianismo de «peligrosa superstición» y «cosa grosera y vergonzosa», no puede encontrarse más que en un escritor gentil, y por ello es imposible también pensar en una interpolación cristiana. Los datos exactos acerca del tiempo y lugar de su origen, especialmente la referencia al procurador Poncio Pilato y al emperador Tiberio, hacen desechar la hipótesis de que Tácito recogiera esos datos del rumor popular. Debió encontrarlos ya directamente en los registros oficiales del Senado o bien, según la opinión de muchos, los obtuvo del cónsul Cluvius en funciones bajo Calígula. Es igualmente posible que se informase del gobernador Plinio, con quien tenía amistad, y que también habla de la difusión de los cristianos y de su culto en una carta al emperador Trajano. En todo caso, Tácito no tenía noticia todavía de un movimiento cristiano anónimo ni del culto a su Dios, Jesús. Tal culto, por lo demás, no habría parecido extraño a su mentalidad pagana. Lo que conocía y confirmaba era que el movimiento cristiano remontaba a un cierto Cristo y que debía tratarse de algo vergonzoso, puesto que su promotor había sido condenado por la autoridad romana. Suetonio [5], después de Tácito, hacia el año 120 habla de Cristo. Solamente, a diferencia de aquél, y como de ordinario, lo hace de modo muy vago, que supone un conocimiento muy superficial de la cuestión. En tiempo del emperador Claudio, dice, se produjeron algunos tumultos entre los judíos de Roma, por instigación de un tal Chrestus (impulsore Chresto). Son los tumultos, sin duda, que cuentan los Hechos de los Apóstoles.


También se encuentra la denominación de chrestiani en lugar de christiani. No es de extrañar, pues, que Suetonio hable de un Chresto al que considera judío y que actuó en Roma. Por más inexacta que sea esta afirmación, nos revela que se conocía, al menos de una manera vaga, a Cristo como el fundador de una secta judía. También aquí nos encontramos en presencia de recuerdos históricos bastante borrosos. Es significativo que no se haga alusión a un dios Jesús, sino a un personaje judío llamado Chresto. También Plinio el Joven [6] hace mención de este Cristo en su carta a Trajano, anteriormente citada, escrita en 112 ó 113. Plinio describe en ella la rápida expansión del cristianismo y de su culto en Asia Menor, culto consistente en que los cristianos cantan himnos a cierto Cristo considerado como Dios (quasi deo). Tampoco habla Plinio del pretendido dios Jesús: sólo sabe de un Cristo, a quien adoran como a Dios. Si de las fuentes paganas pasamos a las judías, nos encontramos primeramente con los datos del Talmud sobre Cristo y el cristianismo, recopilados entre otros por Strack [7]. Estas tradiciones, por más que remonten, al menos en el fondo, hasta la época de Cristo, no fueron redactadas hasta un período cristiano bastante tardío, y no se les puede asignar, por tanto, una fecha precisa, ni considerarlas como fuentes históricas en sentido estricto. Sin embargo, muestran que, al menos, entre los judíos, Cristo y el cristianismo aparecían íntimamente unidos y que se desconocía en absoluto un culto anónimo a Jesús. «El día del juicio, antes de la fiesta de Pascua», anota el Talmud de Babilonia, «se ahorcó a Jesús de Nazaret por haber hechizado y seducido a Israel». El filósofo Justino que, como natural de Palestina, estaba al corriente del judaísmo de principios del siglo II, nos ha transmitido un juicio muy parecido. En su Diálogo con el judío Trifón, reprodujo el pensamiento judío acerca de Jesús: «Jesús, el galileo, suscitó una secta impía e ilegal. Nosotros lo crucificamos. Sus discípulos robaron el cadáver del sepulcro durante la noche y engañan a los hombres diciendo que resucitó y subió al cielo».


En la primera mitad del siglo II, los rabinos solían tratar despectivamente el Evangelio de Cristo, llamándole Avengillayon (escrito de perdición) o Avongillayon (escrito impuro). Debieron de conocer muy pronto, pues, el cristianismo y su Evangelio. Para la historicidad de Jesús y de su mensaje, la cuestión de la autenticidad del testimonio que el historiador judío Flavio Josefo [8] nos ha dejado sobre Cristo, es, sin comparación, mucho más interesante. En sus Antigüedades Judías, que publicó en griego hacia el año 93 ó 94, denomina a Santiago el Menor «hermano de Jesús, el llamado Cristo». El pasaje, tan sencillamente objetivo, no permite sospechar una interpolación cristiana, sino que supone que el lector está informado de antemano acerca de Cristo. En efecto, el libro XVIII contiene esta nota bastante explícita sobre él: «En este tiempo apareció Jesús, hombre prudente, si es que se le puede llamar hombre, porque realizó obras maravillosas, y se hizo Maestro de los hombres que reciben con alegría la verdad. Atrajo a muchos judíos y también a muchos paganos. Él era el Mesías». ¿Es auténtico este pasaje? [9]. Aquí no nos encontramos en presencia de una simple mención objetiva como en la frase relativa a Santiago el Menor; se trata de una confesión clara de Cristo, que sería muy chocante en la boca de un judío, tanto más que Josefo se guardó siempre muy bien en todos sus escritos de molestar a Vespasiano y Tito, sus protectores paganos, aparentando no conceder la menor simpatía a las esperanzas mesiánicas de los judíos. Desde el punto de vista de la crítica literaria se presentaron también algunas dudas acerca de la autenticidad de este pasaje [10]. La fuente utilizada por Josefo en sus Antigüedades [11] habla del gobierno de Pilatos con motivo de las continuas revueltas políticas (θορυβοι). Y es ciertamente inexplicable esa larga reflexión, puramente dogmática, sobre Cristo, sin alusión a las revueltas insertadas en la exposición. En consecuencia, esta cita de las Antigüedades parece provenir de una mano cristiana posterior. La cuestión está únicamente en saber si nos encontramos en presencia de un simple arreglo o si todo el pasaje es una interpolación cristiana. Considerando que


Josefo habla detalladamente de la ejecución de Santiago el Menor, el hermano de Jesús, y que señala otros sucesos importantes de la historia judía, como la aparición de Juan el Bautista, sería muy extraño que omitiese por completo el movimiento cristiano. Por ello no podemos admitir la opinión que, sin más, rechaza en absoluto el testimonio de Josefo sobre Cristo, como posterior interpolación cristiana. Puede tratarse de un simple arreglo que podría reducirse al juicio dogmático, «éste era el Mesías», y quizá también al otro, «fue un Maestro de los hombres, que reciben con alegría la verdad». Todo el resto de la referencia se comprende perfectamente en boca de un judío que, como Josefo, evitaba cuidadosamente no tomar partido por sus compatriotas. Por tanto, es muy posible que Flavio Josefo sea el más antiguo escritor no cristiano que hable de Cristo. * Después de las fuentes extrañas, veamos las del cristianismo. Es evidente que los testimonios más valiosos y más dignos de confianza acerca de Jesús deben buscarse allí donde ejerció su influencia, es decir, en el círculo de sus partidarios y discípulos. Y no es menos evidente, también, que debe examinarse con mucha atención si dicho círculo merece nuestra confianza, es decir, si vamos a tratar con testigos sanos de espíritu, veraces, o de moralidad exenta de toda sospecha. Los más antiguos relatos acerca de Jesús están contenidos en los cuatro Evangelios, que dan la impresión de algo vivido y constituyen el producto inmediato de la primitiva predicación apostólica. Sin embargo, su redacción escrita es posterior a la composición de las Epístolas de san Pablo. Desde el punto de vista de la crítica literaria, no son, pues, los Evangelios el testimonio más antiguo de la predicación cristiana, sino las mencionadas Epístolas, ante todo la de los Romanos, la de los Gálatas y las dos dirigidas a los Corintios. ¿Qué nos dice san Pablo sobre la realidad histórica de Jesús?


Al plantear esta cuestión nos encontramos, ya en el mismo umbral del Nuevo Testamento, con el doble conocimiento de Cristo del que se ha hablado extensamente en el capítulo anterior. San Pablo no tiene preocupaciones históricas en la acepción moderna de la palabra. Tampoco se propone reunir cuidadosamente una colección de noticias sobre Jesús, ni describir sin lagunas toda su vida pública, ni aun darnos un fiel retrato histórico. «Si conocemos a Cristo según la carne (es decir, en su manifestación puramente humana), ahora ya no lo conocemos así» (2 Cor 5, 16). Ante su alma creyente y en adoración no está el ’Ιησους χατα σαρχα, o sea, el Cristo en su forma terrena y humana, sino el Χριστος χατα πυευμα, el Cristo espiritual o divino, el Cristo de la fe. Pero precisamente porque este Cristo de la fe es al mismo tiempo, para san Pablo, el Jesús-hombre a quien persiguió anteriormente en sus discípulos, y porque el misterio de Cristo culmina en el hecho de que «el propio Hijo de Dios» (Rom 8, 3; 8, 32; Gal 4, 4) apareció en la tierra «en forma de siervo» (Phil 2, 7), con lo cual el Cristo de san Pablo contiene, a la vez y de modo igual, la naturaleza divina y la humana; por todo ello, su preocupación dogmática y la de su fe están dirigidas no sólo a la divinidad, sino también a la humanidad de Cristo, y ciertamente la humanidad de la figura histórica y concreta de aquel Jesús-hombre, descendiente de Abraham (Gal 3, 16), del linaje de David (Rom 1, 3), nacido de mujer, y hecho súbdito de la ley judía (Gal 4, 4). Precisamente en ese interés dogmático de san Pablo por «Jesucristo hombre» (1 Tim 2, 5) radica la importancia de sus noticias de orden histórico sobre Jesús. El Cristo paulino no nos presenta los rasgos deshumanizados y desdibujados de la especulación helenística o de la exaltación apocalíptica de los judíos, sino que es realmente un Cristo de carne y hueso. También a san Pablo debemos el relato más detallado y fiel de la resurrección (1 Cor 15, 3). El modo preciso y cuidadoso como cuenta las apariciones de Jesús revela claramente su preocupación por la solvencia histórica. En el mismo lugar recalca expresamente y afirma haber recibido por tradición lo que sabe (15, 3). Vemos a través de la observación de la Epístola a los Gálatas (3, 1), donde dice que tiene «pintada ante sus ojos»


la imagen de Jesús crucificado, que su preocupación fue dar una enseñanza concreta, una especie de intuición histórica. Nos proporciona detalles precisos sobre la Última Cena, la entrega del Señor y su prisión en aquella noche sombría (1 Cor 11, 23). Sin cesar vuelve a insistir sobre Cristo crucificado, de cuya pasión lleva él mismo los estigmas en su propio cuerpo (Gal 6, 17). Cita literalmente algunas palabras de Cristo (1 Cor 7, 10; Rom 14, 14) y nos relata la Última Cena de un modo personal (1 Cor 11, 24 ss). Recuerda distintas palabras de Jesús, de las que los evangelistas sólo nos habían conservado el sentido, por ejemplo, que los predicadores del Evangelio deben vivir de la predicación (1 Cor 9, 14; cf. 1 Tim 5, 18) e incluso algunas expresiones del Maestro que las otras fuentes omiten (1 Thess 4, 14). Habla insistentemente a sus fieles de las «palabras del Señor» (1 Tim 6, 3; Act 20 35), de los «preceptos de Cristo» (Gal 6, 2; 1 Tim 5, 18) y distingue expresamente su palabra y su consejo de los del Señor (1 Cor 7, 12). Se repiten en él, con mucha mayor frecuencia que en los demás apóstoles, las expresiones capitales del mensaje evangélico, en particular las de «Reino de Dios» y «Padre en los cielos» y su himno a la caridad (1 Cor 13, l ss), no se limita a recordar los sublimes pensamientos del Maestro, sino que describe y hace vivir con rasgos impresionantes, hasta hacérnosla presente, la figura luminosa del Señor. No es exagerado afirmar que todo el mensaje de Cristo transmitido por san Pablo sigue la línea estrictamente histórica de la persona y de la doctrina de Cristo. ¿Dónde adquirió Pablo este conocimiento? No fue ciertamente uno de los discípulos en el sentido primitivo, es decir, testigo presencial de su mensaje. Sin embargo, la advertencia del Apóstol en la segunda Epístola a los Corintios (5, 16), de que conoció a Jesús «según la carne», parece indicar que, por lo menos de lejos, vio y oyó a Jesús. Recogió datos precisos de labios de los primeros cristianos a quienes él persiguió «hasta la muerte» (Act 22, 14), datos que completó tres años más tarde, cuando trató personalmente con los apóstoles y de un modo especial con Pedro (Gal 1, 15). Por lo mismo, san Pablo puede arrojar luces clarísimas sobre la figura histórica de Cristo, tan vivas y abundantes, que ellas solas bastan para hacernos penetrar hasta la esencia del mensaje de Jesús.


¿Es digno de crédito este testimonio de san Pablo? Podemos afirmar confiadamente que nos ofrece el más alto grado de seguridad, y que difícilmente se encontrará un testimonio histórico sellado, como el suyo, con su propia sangre. Cierto que al principio él mismo se escandalizó de semejante mensaje y «persiguió y encadenó» hasta la muerte a los que lo seguían (Act 22, 4). El Cristo que ellos amaban no sólo le era extraño a él, sino incluso escándalo y objeto de horror. Él se figuraba al Mesías como el «Hombre del cielo» (1 Cor 15; 48 ss) según las esperanzas apocalípticas de su pueblo, y sabía que en los libros sapienciales se llama al Mesías «Sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 30; 2, 7). Su concepto era, sin duda, espiritualizado y celestial, al contrario del de los fariseos. No obstante, era la idea de un Moisés glorioso, de esplendor divino, y no la de uno que muere en la cruz. Y así consideró la predicación cristiana de un Cristo crucificado como una injuria y una atroz blasfemia. Y he aquí que ese Cristo crucificado, tan contrario a sus más íntimas aspiraciones, a sus esperanzas más santas y firmes, se presentó ante él y lo derribó a tierra, cuando, camino de Damasco, «Dios hizo lucir en su corazón, encendiendo en él el conocimiento de que por Cristo brille la luz de Dios» (cf. 2 Cor 4, 6). Ningún apóstol se había resistido tan ruda y violentamente contra ese testimonio, pero nadie, después, ni incluso Pedro o Juan, quedó tan penetrado de ese mensaje. Para él nada habrá en adelante más glorioso y feliz que llamarse «apóstol de Jesucristo», su «heraldo», su «servidor», su «esclavo». Lo que provocó en otro tiempo su odio es ahora su gran amor, y si el odio fue clarividente, más lo es ahora su gran amor. Por ambos, san Pablo es para nosotros un testigo fiel de Cristo. Pasemos ahora a los Evangelios, y en primer lugar a los tres sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas). Para pronunciarse con seguridad sobre su valor histórico, es preciso conocer su origen y género literario, y para comprender este último, debe reconocerse ante todo que los sinópticos son una compilación. Mateo. Marcos y Lucas [12] no tuvieron nunca la pretensión de componer una obra


original, para dejarnos en ella, mediante un estudio de las fuentes, su concepto personal de Cristo. La intención de los evangelistas fue más bien recoger y ordenar lisa y llanamente todas las tradiciones relativas a Jesús que se conocían en las comunidades, como, por ejemplo, relatos de Pedro y de otros apóstoles, confidencias de la madre de Jesús, etc. Todas estas narraciones, antes de ser consignadas por escrito, no tenían forma literaria, pero como cada apóstol las contaba dándoles un giro personal, se fueron fijando cada una en su forma y tipo característicos para así ir repitiéndose de boca en boca. Pero tampoco se han limitado los evangelistas a recoger sólo el contenido de los relatos en la tradición oral, sino que les han dado una forma literaria personal. Con ello nos enseñan no sólo lo que dijeron los primeros discípulos acerca de Jesús, sino también la manera como procuraban dar a entender a los fieles las doctrinas y actos del Maestro. Aunque coincidiendo en lo esencial, Mateo predicaba de distinto modo que Pedro y éste diferentemente de Pablo o de Juan, y los discípulos recogieron de sus respectivos maestros el giro peculiar de su predicación. Así se formaron distintos tipos de tradición, análogamente a como aconteció en la tradición rabínica, en los que «en las antiguas Halakot (explicaciones religiosas oficiales) no se enseñaba del mismo modo ni con un texto rígido, sino que cada tanaíta (maestro de la Ley) explicaba el mismo fondo de doctrina, pero a su manera» [13]. Los evangelistas surgieron de entre esa mezcolanza de tradiciones cuando empezaron su tarea de compilación y ordenación. Bajo la influencia de la manera de enseñar judío-rabínica, y más aún a causa de su respeto para con la palabra de su Maestro, tuvieron que limitarse a seleccionar algunos fragmentos de esa tradición según la región y el tiempo en que escribían, formando así la unidad del Evangelio según puntos de vista más o menos externos. Nada más impersonal, sencillo y objetivo que esta manera de componer los Evangelios. Pero nada cuenta el modo personal de los evangelistas; los datos transmitidos lo son todo. Incluso en algunos puntos culminantes del relato de la Pasión en que el evangelista es llamado a intervenir tomando una actitud personal, desaparece por completo.


Teniendo en cuenta este modo de transmisión, el problema sinóptico carece de importancia desde el punto de vista de la credibilidad de los Evangelios. En el fondo tiene sólo valor desde el punto de vista de la historia de la literatura. Aun suponiendo, por ejemplo, que la base primitiva de los actuales Evangelios canónicos estuviese constituida por los Logia (colección de discursos en arameo) y por el Evangelio de Pedro, compuesto por Marcos, y suponiendo, por tanto, que nuestro Evangelio canónico de Mateo, escrito en griego, y el de Lucas no sean más que sendos arreglos y ampliaciones de la mencionada base primitiva, es decir, de ambas fuentes originarias, no por ello perderían éstos su solvencia histórica a causa de las particularidades de su transmisión, puesto que el contexto, tanto el de los Evangelios como el de los Logia de Mateo y el de Marcos, circulaba ya en las comunidades cristianas antes de su redacción en los Evangelios; y reproduce sin parangón posible los más antiguos recuerdos. Desde este punto de vista, las cuatro fuentes, a saber: los Logia de Mateo y Marcos: el Evangelio griego de Mateo y el de Lucas pueden colocarse en el mismo plano en cuanto a su valor histórico. No se vislumbra el menor cambio interno o evolución literaria en los relatos y la única diferencia estriba en la fecha de la redacción evangélica de dichas tradiciones, pero éstas tienen la misma antigüedad y merecen la misma confianza, tanto por su contenido como por su forma, pues contienen los recuerdos de la generación primera respecto de Jesús. El eminente sabio americano Ch. C. Torrey [14], después de profundas investigaciones sobre la historia de las lenguas, cree poder probar que los cuatro evangelios se remontan a antes del año 60, y que los de Mateo, Marcos y Juan estaban escritos originariamente en arameo. Algunos críticos [15] han llegado incluso a defender que los Logia, esto es, el primitivo texto arameo de san Mateo, habían sido compuestos en vida de Jesús, puesto que no hablan para nada de la historia de la Pasión, y que todo parece indicar que ya habían sido conocidos y utilizados por san Pablo. Desde que E. Littmann comprobó que el primitivo texto arameo del Padrenuestro presenta un metro cuaternario con rimas finales, se puede, en consecuencia, suponer que ésta forma rimada es debida al mismo Jesús y que, por tanto, podemos percibir en el texto arameo del Padrenuestro «las


propias palabras del Señor en su timbre original» [16]. La afirmación de ciertos exégetas que, por ciertas divergencias de tradición, sostenían que no es posible estar seguros de conocer una sola palabra de Jesús en su forma originaria, no puede hoy sostenerse. Recientemente, E. Sievers [17], merced a un análisis de sonidos, cree poder demostrar que los apóstoles Juan y Pedro particularmente «tienen parte muy principal en la formación del texto evangélico», de modo que el contenido y la forma literaria de los Evangelios remontarían, finalmente, hasta ambos apóstoles. En todo caso, un hecho resultaría cierto: que en una lectura comparada de los Evangelios pueden resultar desconcertantes al profano las numerosas coincidencias, paralelismos, dependencias y al mismo tiempo llamativas divergencias en los detalles, las repeticiones, la composición puramente externa y el esquematismo de su forma de exposición. Pero precisamente esto nos da la seguridad de poseer los datos más primitivos de los apóstoles y de la más antigua cristiandad. Esta rara forma literaria del relato no debe achacarse a tosquedad del escritor, sino que, por el contrario, nos muestra con una evidencia incomparable y conmovedora su fidelidad para conservar la tradición hasta en los más mínimos detalles de expresión. Ahí encontramos la prueba del cuidado escrupuloso que tenían los evangelistas en reproducir íntegramente la tradición reinante en las comunidades y que contenía los recuerdos de los apóstoles, por lo cual no se preocupan de las desigualdades, contradicciones y repeticiones que pudieran resultar. Su único anhelo era mostrarse testigos fieles de la tradición. Son tan concienzudos y celosos de su responsabilidad en esa fidelidad a la tradición, que Lucas, que era griego, se resiste a reproducir en griego literario los pasajes, como los de la infancia de Jesús, cuando utiliza fuentes judeocristianas de Palestina y prefiere traducir literalmente el texto arameo que tiene a la vista; hasta el punto de que «en bastantes pasajes del Evangelio la formación de las palabras y la construcción de las frases tienen un carácter palestinense». De ahí ese fenómeno curioso, que Lucas [18], siendo griego, ha conservado la originalidad literaria de sus fuentes semitas con mayor pureza y fidelidad que Mateo y Juan, quienes, poseyendo perfectamente el idioma de Palestina, podían permitirse una traducción más libre.


Puede decirse que el consejo de Pablo a su discípulo Timoteo: «Guarda lo que te ha sido confiado» (2 Tim 1, 14), ese respeto profundo por todo lo que provenía de Cristo y esa voluntad recta y decidida de limitarse a un puro «transmitir», todo ello absorbió por completo a los apóstoles, convirtiéndoles, aun desde el punto de vista humano, en los testigos más solventes del primitivo mensaje cristiano. A esta fidelidad escrupulosa en transmitir la tradición, y no a preocupación o arte literario algunos, debe atribuirse el que reflejen certeramente los sinópticos, no sólo el marco exterior de la vida política, económica y social de los judíos, descendiendo hasta los denarios y el salario diario de los jornaleros (a pesar de que dicho marco exterior desapareció completamente pocos años después con la destrucción de Jerusalén), sino que también encontremos en ellos el alma misma del judaísmo de entonces, sus ideales religiosos y políticos, su lengua sagrada y profana, y todo esto con exactitud tal, que unas decenas de años más tarde, al morir esta alma, con la dispersión de los judíos por todo el mundo no hubiera podido ya realizarse. Es significativo que los Evangelios reproduzcan sencillamente ciertas ideas y expresiones como «Hijo del Hombre», «Hijo de David», «Reino de los cielos», corrientes en tiempo de Jesús, pero inusitadas entre las comunidades cristianas de la época en que se escribieron los Evangelios, y que, finalmente, debieron olvidarse por completo. Por otra parte, es interesante también señalar que las expresiones favoritas y fundamentales del mensaje apostólico que siguió a la muerte del Salvador (las del Espíritu Santo y de su acción carismática, las de la Iglesia de los Santos, del rescate por la sangre preciosa de Cristo) se encuentran raras veces o faltan en absoluto. Pensando cuán fácilmente hubiesen podido interpolarse en la redacción de los Evangelios semejantes anacronismos, tanto que no hubieran llamado la atención, pues los evangelistas describen la vida de Jesús desde el punto de vista de la fe y de la vida de las comunidades apostólicas, y no desde el de los tiempos y el medio ambiente de Jesús, debemos considerar algo extraordinario y único el estilo puramente histórico de los Evangelios. La última explicación de esta rigurosa exactitud histórica no radica sino en la adhesión íntima, en la fidelidad de los evangelistas a Jesús y a su doctrina,


que se preocupaba escrupulosamente de no dejar añadir ni quitar nada a las palabras del Señor transmitidas por la tradición. Su exacta fidelidad literaria no era más que la aplicación práctica de su fe en Jesús. Hasta aquí sólo hemos hablado de los sinópticos, pero el Evangelio de Juan es también una fuente preciosa e indispensable de la vida de Jesús. Ciertamente, su estilo y género literario difieren totalmente de los sinópticos, así como también su finalidad docente no es, como en aquéllos, la de elevarnos desde la humanidad de Jesús hasta su divinidad, sino a la luz de ésta ilustrar la vida humana de Cristo. Por ello no se limita a reunir datos, sino que puede percibirse en él una intervención personal, un esfuerzo apasionado del discípulo para mostrar la gloria del Hijo Único, pleno de gracia y de verdad, aun en su enseñanza y actividad terrenas. De ahí los extensos discursos de Jesús que nos revelan su conciencia viva de ser el Hijo de Dios. De ahí la descripción de sus milagros como medios para hacer ver, a través de ellos, su divinidad, y de ahí también el esplendor magnífico con que aparece todo el conjunto de la vida y pasión de Jesús hasta el supremo y triunfante «todo se ha consumado». No nos incumbe ahora extendernos en detalle acerca de las características particulares del Evangelio de Juan: queremos únicamente poner de manifiesto su valor como testimonio y la seguridad de su tradición. H. Müller [19] comprobó ya, «con no pequeña sorpresa» por su parte, que en este Evangelio domina la ley del ritmo por estrofas, lo mismo que en los Profetas, el Sermón de la Montaña y el Corán, y de modo análogo C. F. Burney [20] y anteriormente A. Schlatter [21], demostraron, después de un profundo análisis de la lengua y del estilo, que el Evangelio de san Juan es obra de un autor que piensa en arameo y escribe en griego. Con esto se echó por tierra la base más sólida de la opinión según la cual este Evangelio no tiene nada que ver con el apóstol san Juan, sino que se había desarrollado en el campo del sincretismo helenístico-asiático. Es, pues, completamente falso considerar a Palestina (y no sólo a Galilea, cuyas ciudades más importantes distaban algunas horas del territorio heleno, sino también a la misma Jerusalén) como una especie de isla de la lengua aramea, en vez de ver en ella un país bilingüe, en donde la mayoría de los habitantes entendían tan bien el griego popular como alguno de los numerosos dialectos


arameos. Cuando Cristo habló con la Cananea (Mt 15, 22 ss) o con los prosélitos del paganismo en Jerusalén (Ioh 12, 20) es muy probable, si no cierto, que habló con ellos en griego y no en arameo. En Palestina, la lengua y la mentalidad griegas debieron de ser no menos familiares que la lengua y la mentalidad arameas. Una confrontación profunda de los sinópticos con el Evangelio de Juan permite, además, comprobar que éste no sólo conoce a aquéllos, sino que tiene la preocupación manifiesta de completarlos y de corregir ligeramente algún que otro punto, cuando pudiera haber el peligro de falsas interpretaciones. Sin Juan, no conoceríamos las relaciones anteriores de algunos discípulos de Jesús con el Bautista, ni los numerosos viajes de Jesús a Jerusalén, ni el día exacto de su crucifixión, Careceríamos, además, de importantes revelaciones sobre los misterios de la vida íntima de Jesús y la brillante claridad con que manifestó la conciencia de su preexistencia y de su condición de Hijo de Dios. Aquello que en la narración sinóptica queda todavía un poco inconexo, o sea, lo humano y lo divino en la naturaleza y la conciencia de Jesús, encuentra en Juan una unidad viva y su última verdad psicológica, tanto, que podemos afirmar que sin el cuarto Evangelio quedaría incompleto el Cristo de los sinópticos desde el punto de vista psicológico, ya que es el primero en darnos un Cristo completo, íntimo y vivo. En consecuencia, se relaciona con ellos no sólo de un modo externo, sino real y necesariamente y no debe considerarse como algo aparte. El autor del mencionado cuarto Evangelio aparece como un hombre que no sólo conocía perfectamente las historias sobre Jesús corrientes entre las comunidades, sino que había penetrado profundamente en su vida íntima con una delicadeza y un amor extraordinarios y estaba tan compenetrado con Jesús que, inconscientemente, llegaba a hacer suyas las expresiones del Maestro. También en los Evangelios sinópticos encontramos algunos rasgos de la expresión delicada y cálida, aunque discreta, reservada y sublime de Jesús (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21-22). Si se quiere saber cómo Jesús hablaba no sólo cuando predicaba a la multitud de paisanos, viñadores y pescadores del lago, sino también cuando era el amigo entre amigos y cuando se dirigía a los intelectuales de su tiempo, se debe acudir a Juan.


¿Quién es este Juan, este discípulo que piensa en arameo y escribe en griego, este hombre que, con inaudita seguridad en sí mismo, se atreve a escribir tan tardíamente un cuarto Evangelio, cuando había ya otros tres en circulación muchos años antes, de los cuales prescinde completamente para esbozar la figura de Cristo de un modo totalmente nuevo? ¿Quién es este hombre, que con gesto fácil pone relaciones nuevas a las primitivas y familiares historias evangélicas, que nos trae inéditos y reveladores conocimientos, que nos proporciona datos íntimos y personales de Cristo, y ello con una unción, delicadeza y amor tales que aún hoy impresionan? ¿Quién es, pues, el autor del cuarto Evangelio? Él mismo nos dice que sólo habla de acontecimientos vividos personalmente por él (Ioh 1, 14; 19, 35) y lo hace en términos casi idénticos a los empleados por el autor de la 1.ª Epístola de san Juan para hacer valer su testimonio (1 Ioh 1, 1-3). Hay muchos indicios que revelan su identidad con el discípulo amado y el mismo círculo de sus discípulos lo confirma: «Sabemos que su testimonio es verdadero» (Ioh 21, 24). La tradición cristiana, así como el mismo Evangelio, hablan del discípulo «que Jesús amaba», es decir, Juan. Particularmente importante es el testimonio de san Ireneo, que era discípulo de san Policarpo, el cual a fines del siglo primero estaba en plena madurez, pudiéndosele contar, por tanto, entre los testigos de la primera generación. En el siglo II, y totalmente independiente de san Ireneo, abogan por la paternidad literaria de san Juan, el obispo de Antioquía, Teófilo, el catálogo más antiguo de los libros del Nuevo Testamento designado con el nombre de «Fragmento de Muratori» y, finalmente, Clemente de Alejandría, cuya opinión es muy valiosa por su fino sentido para las particularidades estilísticas del cuarto Evangelio [22]. A este testimonio de la tradición no se le puede poner ninguna objeción decisiva. Es insostenible, a la luz de la historia, la hipótesis de que san Juan fuera martirizado antes de fines del siglo primero. En tiempo del Concilio de los Apóstoles en el año 49 ó 50, le menciona san Pablo entre las


«columnas» de la comunidad de Jerusalén (Gal 2, 9). Según las tradiciones más antiguas, vivió san Juan en Éfeso sus últimos años, con lo cual, aunque el Evangelista no hubiese estado en contacto con el helenismo en la Galilea bilingüe, el hecho atestiguado por la tradición, de su estancia en Éfeso, punto crucial entre el pensamiento occidental y el oriental, permitiría explicar el modo helenístico con que ve y describe a Jesús. Debemos, pues, afirmar que detrás del último Evangelio sólo está la personalidad y el espíritu de Juan, el discípulo amado. Tal vez este Evangelio llegó a formar un todo y fue publicado por el círculo de sus discípulos, quienes, según se desprende del capítulo vigésimo primero, habrían añadido algunas frases. Pero su contenido esencial y su forma característica deben atribuirse indudablemente al mismo san Juan. Contamos, pues, si no queremos conceder particular importancia a los mencionados Logia, cuatro fuentes de la vida de Jesús, fuentes de aguas frescas y puras. No siendo precisamente más que sencillas colecciones, ofrecen la garantía de un origen directo y de la perfecta conservación de su contenido. Entre ellas y Jesús no hay interpuesto ningún tercer factor, escritor o arte literario, y el testimonio apostólico se nos presenta en toda su sencillez y pureza. Y en cuanto al cuarto Evangelio, es una confesión personal, pero que por su contenido esencial debe atribuirse a san Juan y que ofrece noticias de primera mano, narraciones de un testigo presencial. * La autenticidad y el carácter primitivo de estas fuentes nos ponen en contacto inmediato con los primeros discípulos. Los vemos dar su testimonio y nos parece oírles hablar. ¿Podemos creer en ellos? Esta cuestión nos traslada de un terreno puramente histórico al de la psicología y al de la moral. No se trata, en último término, de la fe que damos a los textos evangélicos y aun a los evangelistas, sino principalmente a los primeros discípulos que recibieron la doctrina. Pero estos discípulos no aparecen como individuos aislados, a modo de testigos casuales. Más


bien dan, desde un principio, su testimonio como discípulos de Jesús, como miembros de una comunidad de fe, como una unidad y como un todo. Por muy lejos que nos remontemos en la historia del cristianismo, jamás encontraremos un apóstol que predique y obre en nombre propio, independientemente de la comunidad. Ésta es una de las características de la literatura evangélica que se impone desde el primer momento, diferenciándola notablemente de la historia profana, por su espíritu social, por su comunidad de testigos y por la unión entre todos y cada uno de sus miembros, entre el «yo» y el «tú», formando un único «nosotros» viviente. Es el mensaje de miles de personas que constituyen un solo corazón y una sola alma. Podría traducirse esta idea del modo siguiente: en los Evangelios no escuchamos sólo a los evangelistas, ni a los primeros discípulos únicamente, sino que en ellos encontramos la vida de la Iglesia primitiva. Tenemos en ellos una confesión cristiana, el credo de una comunidad religiosa estrechamente unida alrededor del Resucitado. Precisamente este carácter de comunidad y de unidad es lo que presta el máximo grado de confianza a las primeras expresiones de la fe de los discípulos en Cristo. Sería injusto, y hasta inmoral, considerar de antemano con desconfianza a los primeros fieles, tomados aisladamente, y ver en ellos a causa de su fe en los milagros, unos embusteros o unos simples. Pues es conmovedor comprobar a la luz de los documentos cristianos más antiguos (sobre todo las epístolas de los apóstoles) cuán enormemente en serio tomaban los primeros cristianos las cuestiones relativas al sentido de su vida y de sus deberes y cómo no dudaban, en las más difíciles circunstancias, sacrificar su vida por dichos deberes. No se les puede atribuir engaño consciente, o falta deliberada de veracidad. En último término, y en individuos aislados, no sería imposible la ilusión, al menos en el sentido de que ellos pudieran haberse dejado arrastrar y seducir por ideales, sueños o imaginaciones procedentes de las oscuridades profundas del propio espíritu, o también por sugestiones extrañas sin fundamento ni certeza racional. La historia del gnosticismo anterior al cristianismo en sus primeros tiempos demuestra que el pensamiento religioso individual y aislado está siempre expuesto a perderse y extraviarse en vagas especulaciones y ensueños.


El mensaje cristiano ha sido, por el contrario, desde un principio, el asunto de un grupo organizado, de una comunidad vigilante cuyo mayor empeño era conservar, lo más fielmente posible, la «tradición» de los apóstoles, la paradosis que, mucho antes de la redacción de las Epístolas pastorales, en todo caso anteriormente a san Pablo, había formulado en una enseñanza clara, en una especie de profesión de fe bautismal, lo esencial, el núcleo de la tradición apostólica y que reaccionaba con la máxima energía contra todo desvío de los «caminos» en Cristo (1 Cor 4, 17) o de las «sanas» normas (1 Tim 6, 3). Esta voluntad unánime de conservar fielmente la herencia apostólica contribuyó no poco a dar vida al respeto hacia el cargo episcopal que, en virtud de la imposición de manos, poseía un especial «carisma de la verdad» (Charisma veritatis) para seguir dando infaliblemente la norma de la fe y la regula veritatis. Todos los datos históricos relativos a la fe de la Iglesia primitiva nos ponen de manifiesto una comunidad unida y dirigida por una autoridad docente, que remonta hasta los apóstoles y que se preocupa con el máximo celo de conservar la tradición apostólica. Esto es lo que la distingue principalmente de los fenómenos paralelos del budismo y del mahometismo. El seno de esta comunidad que atendía únicamente a la doctrina de Jesús y a la de sus discípulos, no tenía cabida para un espíritu independiente. Había un intercambio constante entre sus miembros, y la posibilidad de un control continuo y recíproco al mismo tiempo, bajo la vigilancia de la autoridad, lo cual involucraba la seguridad absoluta contra las desviaciones de doctrinas particulares y contra las infiltraciones de enseñanza o de experiencias traídas de fuera. Es un hecho que el mensaje cristiano jamás fue algo exclusivo de individuos aislados, ni de grupos o escuelas; por el contrario, perteneció siempre a la comunidad sólidamente radicada en la palabra de los apóstoles y que, como fe común, continuó transmitiéndose. Precisamente este hecho constituye para nosotros la más sólida garantía de que la fe cristiana ha permanecido siempre la misma desde un principio y de que no ha sido adulterada, aun antes de fijarse por escrito, y en suma, que, en los


Evangelios, poseemos el mensaje auténtico de Jesús en toda su pureza y plenitud. Por tanto, es una monstruosidad psicológica e histórica servirse del hecho de que los Evangelios son una profesión de fe común, para hablar luego «de un dogma inventado por la comunidad» e insinuar que los relatos evangélicos son exageraciones y transfiguraciones de la persona de Jesús por parte de la primera comunidad cristiana. Ello equivale a desconocer la gran conciencia y claridad con que los primeros creyentes, sobre todo los discípulos inmediatos de los apóstoles y de sus sucesores, se mantenían unidos en la profesión de la herencia apostólica, y es también desconocer su firme adhesión a la tradición, a la paradosis, su energía conservadora y reguladora, propia de toda fe religiosa de una comunidad. Ésta, en efecto, es tan grande, que antes llevaría consigo el peligro de separar, o al menos atenuar, en el mensaje de Jesús lo secundario y accesorio, para dar aún más fuerza y relieve a lo esencial y decisivo. En efecto, no sin motivo se ha llamado actualmente la atención sobre la posibilidad de que la fuerza niveladora de la fe de una comunidad haya debilitado y deformado, aquí y allá, en los Evangelios, antes que afianzado y transfigurado ciertos testimonios mesiánicos de Jesús según su intención especial [23]. Además de esa comunidad de fe, tenemos la sublimidad de su contenido, que nos garantiza la integridad perfecta del primitivo mensaje. Para los Evangelios como para san Pablo se trata de llegar a Cristo a través de Jesús, y mediante su figura histórica hasta su esencia divina y supraterrena; se trata de Dios vivo que se hizo hombre por nuestro amor. Ningún historiador sin prejuicios se atrevería hoy a negar que los Evangelios, en su conjunto, suponen ya la fe en la filiación divina y que fueron redactados desde este punto de vista. Ahora bien, esta filiación divina, que es la que verdaderamente constituye el fondo y la substancia de la fe para la comunidad cristiana, es sobrenatural, incluso en el sentido de que ella no ha tenido ni puede tener raíz natural alguna, ni en la vida espiritual de los judíos de entonces, ni en la de los griegos o algún otro pueblo. Apareció como algo totalmente nuevo en la


historia y jamás puede ser tomada como una creación humana ni como un producto de la primitiva fe cristiana. En rigor, se comprende que el poder de la leyenda, de una creencia piadosa, de un culto entusiasta por un héroe, o bien un consciente arte literario, logren elevar y transfigurar una persona en figura divina, lo cual equivaldría a un proceso de apoteosis natural o artificial; pero ello es imposible en el terreno de las concepciones cristianas, pues no existen rastros de glorificación progresiva o de divinización de un simple mortal en la fe de Cristo. Se trata de un ser que es y continúa siendo entera y plenamente hombre y cuyo misterio consiste precisamente en que esa naturaleza simple y plenamente humana está unida de modo personal a Dios. Justamente esta paradoja, de que es verdaderamente hombre y, sin embargo, también Hijo de Dios, constituye el punto central de la fe cristiana. En este sentido, no hay en los evangelistas, en los apóstoles y en la comunidad de fieles tendencia dogmática alguna que pudiera llevarles a transfigurar en Dios la figura humana de Jesús. El interés dogmático se inclina, por el contrario, precisamente hacia la pobreza de la humanidad. Jesús es un hombre que nace y muere, padece angustias y llora, exactamente como uno de nosotros. En la historia de las religiones no hay analogía alguna comparable a esa fe llana en la humanidad del Hijo de Dios. En efecto, siempre que acontece una divinización, lo humano es absorbido y se pierde en lo divino. Cuando Antinoo, favorito del emperador Adriano, se ahogó en el Nilo, al punto fue honrado como si se hubiera transformado en Osiris, y lo mismo cabe decir del culto de Simón de Menandro y de Elchasai. El resultado de la metamorfosis no era un hombre-dios sino la plena divinidad. Los Kyrioi de las comunidades de misterios no están, como el Verbo encarnado, entre Dios y el hombre. No son el camino hacia el Padre, o un mediador, sino la aparición de la misma divinidad. El fin fundamental de la mística de la redención pagana no es, pues, una unión real con el mediador, para llegar a través del mismo hasta la divinidad, sino que consiste en la divinización del iniciado en un sentido absoluto. Así, el iniciado se convierte en Isis o en Mitra.


En el cristianismo es imposible tal divinización, puesto que su Cristo es y permanece plena y totalmente hombre, siendo precisamente su humanidad la que obra la redención. Por otra parte y a mayor abundamiento: el Dios que está unido a este hombre no es, para los cristianos, uno de tantos innumerables dioses y diosas, uno entre los miles de seres intermedios posibles desde el simple mortal hasta Dios. Cristo, que es Dios, es por su unión con el Padre y el Espíritu Santo el solo y único Dios de cielos y tierra: Deus solus. El solo y único Dios del Antiguo Testamento es este mismo Hijo de Dios sobre la tierra. Jamás se ha podido encontrar este Dios y este Cristo únicos en la historia de las religiones. En este concepto cristiano de Dios radica el segundo rasgo fundamental que le diferencia respecto a todas las religiones, que la historia pueda poner en comparación con el cristianismo. Siempre que en las leyendas primitivas aparecen divinidades en figura humana, eran dioses, pero no el Dios único. Todas esas formas divinas procedían fundamentalmente de concepciones politeístas y panteístas, eran fuerzas de la naturaleza personificada y divinizada, pero no el Señor y el Creador de la misma, por lo cual estaban sometidas a las necesidades de su condición, como las demás criaturas, y a la fatalidad del destino. De muy distinto modo es el Verbo eterno que según el Credo cristiano se manifestó en Cristo. Es Dios de Dios, Luz de Luz. En el movimiento vital y eterno de Dios, procede hoy, o mañana y siempre del seno del Padre, cuya esencia expresa en su yo substancial como Hijo que es, constitutivamente igual al Padre, su imagen y reflejo. Para la fe cristiana, el misterio de Cristo consiste en que su naturaleza humana recibe su individualidad, substancia y personalidad de ese Verbo divino, igual por naturaleza al Padre y al Espíritu Santo. Ciertamente Cristo continúa siendo hombre en el sentido más pleno, pero su realidad más profunda la recibe del Verbo Divino. Así, cuando los cristianos hablan del Hijo de Dios, lo conciben como tal, y de modo absolutamente distinto de todas las divinidades paganas. Puede decirse que Él constituye el substancial más allá de todas las fuerzas y figuras de la naturaleza, de todos los dioses y diosas, de todos los ángeles y hombres, el Eterno que descansa absolutamente sobre sí mismo sin


dependencia o relación necesaria alguna con el mundo, del cual, por tanto, jamás podría convertirse en una parte. Precisamente por ello, este Dios-Cristo no puede cambiarse en otras figuras divinas, al modo de los dioses y diosas helenísticos. Él es, con el Padre y el Espíritu Santo, el único por excelencia, esencialmente exclusivo, Deus solus. No hay aquí ningún punto de contacto con las doctrinas mitológicas del paganismo. Identificar sin más el Theós helénico con el cristiano es una grosera interpretación, más aún, una falsificación de conceptos; su contenido es tan diferente y opuesto como el cristianismo respecto al paganismo y el teísmo al panteísmo. Por defender esta viva oposición soportaron los cristianos durante tres siglos los más cruentos martirios. Y cuando el pensamiento helenístico quiso penetrar en el cristianismo, primero, veladamente con algunos apologistas, y más tarde a cara descubierta con el arrianismo, la primitiva fe reaccionó vigorosamente podríamos decir por su voluntad de vivir, no dudó sacrificar, en una lucha casi desesperada con los poderes del Estado y las corrientes espirituales, la vida, el honor y los intereses patrióticos de sus mejores hijos hasta alcanzar la victoria y ser reconocido universalmente el dogma de la igualdad esencial del Hijo de Dios. Es un escándalo científico, pues, despreciar estos hechos y equiparar en la misma expresión, θεος, la encarnación de Cristo y las encarnaciones paganas. El judaísmo no nos permitirá, por otra parte, explicar mejor que el helenismo esta fe en el Hijo de Dios. El pueblo judío tomaba como algo sagrado la fe en su Dios y era celoso en conservar, en medio del politeísmo pagano, el monoteísmo más estricto como su tesoro nacional más preciado, y su mentalidad puramente humana le mantenía más bien alejado de la idea de un Dios viviente desde toda la eternidad como Padre, Hijo y Espíritu Santo, como Trinidad, y de que este Dios único pudiera tener un Hijo de naturaleza idéntica a Él mismo. Diariamente repetían los judíos piadosos en su Shema: «Escucha, Israel, el Señor, tu Dios, es el Dios único». Y el siguiente pensamiento había


arraigado tenaz y profundamente en su conciencia, desde siglos: «Yahvé no tiene ni mujer ni hijo». Por ello debió necesariamente parecerles una monstruosa blasfemia el mensaje de los primeros cristianos acerca de un Hijo de Dios, venido y aparecido en la tierra como «príncipe de la vida» entre los hombres, y condenado a muerte por ellos mismos. Aplicando únicamente su lógica, no tenían más remedio que rasgar sus vestiduras, gritando: ¡escándalo, escándalo! y jamás los primeros cristianos, todos ellos antiguos judíos, jamás se habrían podido o querido atrever por sí mismos a semejante profesión de fe si ella no se hubiese impuesto en su alma como una certeza arrolladora proveniente de fuera, esto es, del Jesús histórico. Las palabras sagradas del Salvador, del Redentor, que comprenden a la vez Dios y el hombre, lo mismo que el mensaje de Cristo hombre y del Hijo de Dios, son completamente extrañas a todas las esperanzas mesiánicas de los judíos y de los paganos y es imposible hacerlas derivar de éstas. En el sector apocalíptico del pueblo judío se esperaba un Hijo del hombre que vendría sobre las nubes del cielo. Algunas veces se levantaron voces dirigiéndose a este celestial «Hijo del hombre» como si fuese el siervo de Dios, descrito por Isaías, que lucha por su pueblo, pero estas voces se pierden en el vado. La gran masa del pueblo judío, y sobre todo sus jefes, fariseos y saduceos, profesaban con toda la fuerza de su egoísmo nacional la doctrina de un Mesías glorioso que iba a hacer de los pueblos paganos el escabel para sus pies. Un Mesías paciente era totalmente extraño a la teología judaica de la época. Por eso, cuando Jesús apareció encadenado, cubierto de oprobio y, no obstante, hablando de su venida sobre las nubes del cielo, la blasfemia para ellos llegó al colmo, y su única respuesta fue: «¡crucifícale!». La cruz de Jesús demuestra con cruenta agudeza hasta qué punto la fe cristiana en un Cristo salvador era no sólo extraña, sino opuesta al pensamiento y a la mentalidad judía. Es imposible psicológicamente que esta idea pudiera nacer del pensamiento judío y, por consiguiente, de la primera comunidad de Jerusalén. Pero el helenismo pagano tampoco tenía la menor afinidad con el cristianismo. Lo


que era escándalo para los judíos se consideraba locura y vana palabrería entre los paganos. ¿Cómo pudo sufrir y morir el Hijo de Dios, adorado por los cristianos, siendo esencialmente igual al Padre? Ciertamente, antiguos y nuevos misterios hablaban también de salvadores que habían sufrido y muerto, pero en tales mitos no se trataba de la fe cristiana en un solo Dios, sino del pensamiento politeístico-monista acerca de poderes celestes, dioses y diosas superiores, pero imperfectos, capaces de evolución y sometidos al destino. Nada hacía referencia, como en el cristianismo, a un Salvador de la humanidad, que da voluntariamente su vida por muchos, sino que se perdían en vagos sueños acerca de seres celestes infortunados a quienes un trágico destino impuso la muerte y la resurrección y que no murieron voluntariamente para salvar a la humanidad, sino que la sufrieron muy a pesar suyo. Además, todas estas figuras de salvadores aparecían como nebulosidades legendarias, perdiéndose en la noche de los tiempos, y no contenían nada histórico. El paganismo no podía menos de considerar como algo increíble y como locura y palabrería inaudita el que los cristianos no quisieran saber nada de tales idealizaciones y hablaban, en cambio, seriamente de un carpintero de Nazaret que vivió en un pasado casi inmediato y fue crucificado bajo Poncio Pilato como un malhechor, al cual tenían por Salvador divino. Evidentemente, ni los judíos ni los griegos podían, por sí mismos, llegar al concepto de Cristo que refulge en los Evangelios, y es, pues, históricamente falso hablar de una fe creadora de las masas y del culto a un héroe. Más aún: si la realidad conmovedora, la incompatibilidad de un acontecimiento real de sublimidad inefable no hubiese dibujado en el marco de Galilea esta vida de Jesús, jamás cerebro humano alguno habría sido capaz de imaginar ni componer semejante vida. Innumerables y tremendas, dice Lavater, son las dudas del pensador cristiano, pero quedan todas vencidas por el hecho de que Cristo no pudo ser algo inventado. En efecto, no es posible inventar ese Hijo de Dios, que desde la cruz clama: «¡Dios mío. Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34), ni tampoco ese «Santísimo», ese Solus Sanctus que es el amigo y huésped de publicanos y pecadores y permite que derrame


perfumes sobre sus pies una pecadora despreciada. ¿Hubiera podido inventarse ese Resucitado, Señor de la Gloria, que besa al traidor y guarda silencio cuando le escupen en la cara? Ningún judío, romano, griego o germano habría podido ni querido forjarse semejante idea del Salvador. Y nosotros, hijos del siglo XX, ¿nos hemos habituado quizá a esta idea del Redentor?, ¿no sigue Jesús siendo aún para nosotros desconocido y olvidado? No, no, es imposible que la idea de semejante Mesías del Evangelio tenga un origen puramente terreno y no puede tampoco ser explicado exclusivamente por la historia de las religiones, ni por otra parte puede prescindirse de él. Este Cristo de los Evangelios es una figura inusitada, un misterio tremendo que se presenta a nuestro siglo. Ahí está delante de nosotros como un enigma que hay que resolver, como una cuestión a la que necesariamente debe darse una respuesta. Lo tenemos delante como nuestro destino. Sí, así es: Jesús es nuestro destino, nuestra crisis, nuestro juicio. Los textos están escritos, los testigos se levantan. Debemos mirar y no podemos cerrar los oídos. «Señor, inclina nuestro corazón hacia tus testimonios» (Ps 18, 36).


IV. La fisonomía psíquica y mental de Cristo Los Evangelios nos han conservado fielmente la tradición apostólica acerca de Jesús, la cual, en cuanto a su núcleo esencial, su fe en el divino Redentor, se formó y afirmó de una manera enteramente original, en consciente oposición a las concepciones religiosas judías y helenísticas. Los Evangelios son, en su intención más profunda, verdaderas profesiones de fe, no sólo de sus autores en particular, sino de toda la comunidad primitiva, animadas y sostenidas, en parte por la voluntad apasionada de transmitirlas, y también por una enérgica resistencia frente a todo no cristiano, tanto judío como pagano. Tal característica nos hace imposible explicar la aparición de esta fe por influencias judías o paganas. En ella nada hay secundario o derivado, todo es original: original es la fe y original es su profesión misma. ¿Qué nos enseñan los Evangelios acerca de Jesús? Para proceder con método, comencemos estudiando cuánto pueda comprobarse exactamente en la figura histórica de Cristo, ante todo, su retrato exterior y su fisonomía moral, y luego, su vida íntima y su idiosincrasia. Únicamente al tener una reproducción, lo más clara y precisa posible de la impresión causada por Jesús en sus discípulos y contemporáneos, al contemplarlo tal como le vieron los suyos, sólo entonces podremos intentar esclarecer el secreto de su personalidad, es decir, la realidad íntima y profunda de la que dimanan su actividad exterior y su vida interna. Se trata de la cuestión de la conciencia que Jesús tuvo de sí mismo. Y sólo cuando esta cuestión haya recibido la adecuada respuesta, habremos llegado a los límites de la región en que lo invisible, lo sobrenatural, lo divino se manifiestan como realidad sobrecogedora, donde lo milagroso resplandece sin cesar y donde nos parece oír la misma palabra que Moisés escuchó en otro tiempo con religioso pavor: «Descálzate las sandalias de tus pies, porque el lugar donde estás es tierra santa» (Ex 3, 5).


La primera cuestión que se nos presenta es sobre la fisonomía global de Jesús. Los Evangelios y San Pablo, según hemos advertido ya, no se preocupan tanto de la personalidad humana y terrena de Jesús como del Cristo, glorioso Hijo de Dios y Redentor, y, por consiguiente, es inútil esperar de aquéllos una semblanza propiamente dicha y completa de Jesús, o un ensayo de retrato histórico y concreto. El Jesús de los discípulos y de los primeros cristianos era el Resucitado, el Cristo glorioso y celestial. Además, narran los evangelistas su vida terrena por razón de su carácter divino, y su descripción es sencilla y sin intención de transfigurarla, pues la gloria de su resurrección se destaca con mayor brillo sobre el fondo de su vida humana pobre y humilde. Según los cálculos más modernos, adelantados ya por Kepler, nació Jesús en el otoño del año 7 antes de nuestra era, año en que se efectuó una conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. Según el mismo criterio, fue crucificado el 7 de abril del año 30, a la edad de 37 años [1]. Admitiendo un período de tres años para su ministerio público, contaría 34 años cuando dejó su patria para ir al Jordán a recibir el bautismo de Juan. Estaba, por tanto, en el punto culminante de su energía y de su vida cuando empezó a anunciar su mensaje. ¿Cuál debió ser su aspecto exterior? Ciertamente, no se distinguió en su atuendo de los judíos y rabinos de su época [2]. «Era como cualquier hombre y también sus gestos» (Phil 2, 7). En todo caso, no vestía llamativa y pobremente como su precursor el Bautista, que, según la costumbre de los profetas, iba ceñido con una túnica de pelos de camello. Como sus paisanos, llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón que servía de bolsa al mismo tiempo (cf. Mt 10, 9), un manto o túnica (cf. Lc 6, 29) y sandalias (cf. Act 12, 8). Por su Pasión sabemos que su túnica era sin costura, y toda tejida de arriba abajo (Ioh 19, 23). Según las prescripciones de la Ley (Núm 15, 38), adornaban la parte superior cuatro borlas de lana con cordones azules (Mc 6, 56; Lc 8, 44). Y siguiendo la costumbre de su tiempo, llevaría también para la oración matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. Seguramente no censuraría a los fariseos el uso en sí, sino la presunción que les inducía a ensanchar las filacterias y a alargar los flecos (Mt 23, 5). En sus largas caminatas, se resguardaría de los ardientes rayos del sol mediante el corriente sudario blanco que envolvía


cabeza y cuello. Pedro lo encontró posteriormente en su tumba (Ioh 20, 7). Por lo demás, desdeñaba Jesús toda «preocupación» por el vestido (Mt 6, 28). También respecto al cuerpo evitó todo detalle llamativo o afectado y, por tanto, seguramente, llevó la barba usual y los cabellos cuidados y cortos en la nuca, a diferencia de los nazarenos, que se dejaban hirsutas y largas guedejas. Entonces se consideraba «vergonzoso que un hombre llevase el pelo largo» según hace notar San Pablo (1 Cor 11, 14). Como los Evangelios dejan entender bastante claramente, fue Jesús cuidadoso de su persona, y si censuraba la sobrevaloración de los actos de ablución prescritos por el culto, era porque los fariseos «lavaban copas y vasijas por fuera mientras quedaban interiormente llenos de rapiñas y codicias». Hasta en época de ayuno, mejor dicho, precisamente en tal caso, recomendó las unciones y abluciones. «Cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro» (Mt 6, 17). Y personalmente lava los pies a sus discípulos antes de la última Cena (Ioh 13, 5) y reprocha suavemente al fariseo Simón «no haberle dado agua para los pies», ni «haber ungido su cabeza con aceite» (Lc 7, 44-46). Y se declara en favor de la pecadora que, para escándalo de los discípulos regañones y mezquinos, derramó bálsamo precioso sobre su cabeza, mientras estaba recostado a la mesa (Mt 26, 7). También tiene, como lo denotan sus costumbres a la mesa, un fino sentido para lo correcto. Su figura corporal debió ser simpática, atractiva y hasta fascinadora. No poseemos ciertamente ninguna descripción sobre este particular, como ya lo notó Ireneo (Adv, haer. 1, 25) al final del siglo II; tan sólo la nota de Lc 2, 52, de que Jesús en su niñez había crecido «en gracia ante Dios y los hombres», se refiere indudablemente al aumento no sólo de las gracias anímicas sino también a las del cuerpo. En el mismo sentido debe tomarse la algo llamativa expresión de Jesús: «Tu ojo es la luz de tu cuerpo y si aquél está sano, todo tu cuerpo estará como iluminado» (Mt 6, 22). Jesús afirmaba esto seguramente por propia experiencia. En su figura debió de haber algo radiante que atraía irresistiblemente a toda persona de sentimientos delicados, especialmente a los niños y a las mujeres. La exclamación admirativa que un día brotó espontáneamente de los labios de una mujer del pueblo es muy significativa: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 27). La respuesta de


Jesús: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la siguen», ¿no da acaso a entender que esa mujer se refería en parte a sus gracias corporales? Cuando, posteriormente, Justino y también Clemente de Alejandría y Orígenes, influidos estos últimos por la malévola opinión de Celso, atribuyeron a Jesús una figura mal parecida, contrahecha, o por lo menos insignificante, sólo se apoyan en la exégesis dogmática de un pasaje de Isaías, quien había anunciado, en efecto, que el «Siervo de Yahvé» no tendría figura ni belleza. Pero aplicaron simplemente a su fisonomía exterior, en general, lo que el profeta dijo refiriéndose al varón de dolores arrastrado por las calles de Jerusalén. Contribuyó sin duda a fomentar dicha opinión la doctrina neoplatónica, que veía en el cuerpo algo indigno del hombre, la prisión del alma, llegando hasta considerar un cuerpo hermosamente formado como obra diabólica y tentadora. Con esos prejuicios no podían menos de atribuir al Redentor un cuerpo antiestético. Sin embargo, los testimonios evangélicos nos dan una visión totalmente opuesta. La impresión extraordinaria que Jesús produjo desde que por vez primera se presentó a las muchedumbres, especialmente ante los enfermos, pecadores y pecadoras, se debía sin duda en parte a la fuerza espiritual y religiosa que se desprendía de su persona, pero también al atractivo irresistible de su figura que conquistaba las multitudes. De modo particular debió impresionar su mirada, esa mirada capaz de excitar e inflamar a las almas y de hacer sentir los reproches más emocionantes. Es significativo que Marcos, al referir una sentencia importante del Maestro, usa la expresión: «Y mirándoles, dijo» (cf. Mc 3, 5, 34; 5, 32; 8, 33; 10, 21, 23, 27). En sus ojos había algo dominante y arrollador. A la impresión causada por el encanto exterior de su persona se añadía el de su salud y energía, en suma, un equilibrio perfecto. Según el testimonio unánime de los Evangelios, Jesús fue un hombre de gran capacidad emprendedora, resistente a la fatiga y realmente robusto. Es un rasgo que le diferencia de otros célebres fundadores de religiones. Cuando Mahoma desplegó el estandarte de profeta, era un enfermo, de herencia sobrecargada


y con el sistema nervioso en desequilibrio. Buda estaba psíquicamente deshecho y agotado cuando se retiró del mundo. En cuanto a Jesús, nunca se ha podido hallar la menor alusión a enfermedad alguna. Sus sufrimientos consistieron en privaciones y sacrificios que le impuso su vocación de Mesías. Su cuerpo aparece singularmente resistente a la fatiga. Prueba de ello es su costumbre de empezar su obra muy de mañana. «Por la mañana, muy de madrugada, salió fuera a un lugar solitario a orar» (Mc 1, 35). «Al alba, llamó a sus discípulos, y escogió doce entre ellos» (Lc 6, 13). La misma impresión de salud, de frescura y vigor se desprende de la radiante alegría que encuentra en la naturaleza. Ama particularmente los montes y los lagos. Después de un día de penoso trabajo, sube resuelto a una altura desierta, o al anochecer, se deja conducir por las aguas del lago de Genesaret, en la calma vespertina (Mc 4, 35; 6, 46). Sabemos, además, que toda su vida pública transcurrió en continuas caminatas a través de los cerros y llanuras de su patria, de Galilea a Samaria y Judea y aun hasta la región de Tiro y Sidón (Mt 15, 21). Y estos viajes los hacía sin equiparse, como recomendaba a sus discípulos: «No llevéis nada para viaje, ni bastón ni alforjas y tampoco pan o dinero» (Lc 9, 3). Y así el hambre y la sed fueron frecuentemente sus compañeros. Se ha dicho, con razón, a este respecto, que su última subida de Jericó a Jerusalén fue una notable proeza. Bajo un sol ardiente, por caminos sin una sombra y atravesando montes rocosos y solitarios, realizó su viaje en seis horas, debiendo superar una altura de más de mil metros [3]. Es asombroso que a su llegada no se sintiera fatigado. Aquella misma tarde tomó parte en el festín que le prepararon Lázaro y sus hermanas (cf. Ioh 12, 2). Jesús pasó la mayor parte de su vida pública no en el sosiego hogareño, sino al aire libre, en medio de la naturaleza y expuesto a todas las intemperies. Los lugares de su nacimiento y de su muerte están apartados de los que frecuentan los hombres. Entre estos dos extremos, el establo de Belén y la cima del Gólgota, se desarrolló su vida, más errante y más pobre todavía que la de los pájaros en sus nidos y las zorras en su cueva. Si entraba en alguna casa, era en la de sus amigos y conocidos. Él mismo no tenía dónde


reclinar su cabeza (Mt 8, 20). Debió de pasar muchísimas noches al aire libre, y así le eran tan familiares los lirios del campo y las aves del cielo. Ello supone un cuerpo absolutamente robusto. Esa vida errante estuvo, además, llena de trabajo y penurias. En muchas circunstancias, advierte Marcos, no tenía tiempo para comer (Mc 3, 20; 6, 31). Hasta muy entrada la noche acudían a Él los enfermos (Mc 3, 8) y también sus enemigos, saduceos y fariseos, llenos de malicia. Era la ocasión de confrontar doctrinas, de largas y penosas discusiones, de luchas peligrosas en tensión continua. Finalmente, seguían las explicaciones prolijas a los discípulos, con la pesada carga que le imponían aquellos espíritus poco despiertos y llenos de preocupaciones mezquinas. Un temperamento enfermo o simplemente delicado no hubiera podido resistir. Jamás, aun en las situaciones más impresionantes y peligrosas, perdió Jesús la serenidad. Una vez, por ejemplo, en medio de la tempestad desatada en el lago de Genesaret, continuó durmiendo tranquilamente hasta que sus discípulos le despiertan bruscamente de su profundo sueño, y al instante y con la mayor tranquilidad se da cuenta de la situación y la domina. Pero ¿había un alma sana en este cuerpo? En vista de lo extraño de su conducta, enseñanzas y aspiraciones, es muy comprensible que el hombre vulgar contemporáneo de Jesús, carente del sentido de lo extraordinario y de lo heroico, y cuyo criterio no salía de lo común, quedase perplejo y aun contrariado ante la figura de Jesús, considerándole a veces psíquicamente enfermo. Los primeros que renegaron de él fueron sus propios parientes, que afirmaban «había perdido el juicio» (Mc 3, 21). Ésta era, en el fondo, la opinión de los fariseos, sus enemigos, al decir que un espíritu maligno obraba en él (Mt 12, 24). Esas expresiones de espíritu enfermo y maligno se han perpetuado a través de los siglos y han vuelto a repetirse en nuestros días, con el fin de suprimir definitivamente, de modo simple y brutal, el enigma de Jesús en el mundo, y aunque no sea más que por ese motivo debemos esclarecer la cuestión del estado mental de Jesús desde el punto de vista humano.


Sólo al habernos dado suficientemente cuenta de las principales directrices y de los rasgos dominantes de su fisonomía mental, podremos contestar con seguridad si Jesús debe ser clasificado entre los desequilibrados, o, por el contrario, merece ser considerado como un ser superior, supremo y hasta incomparable, absoluto y divino. Vamos, pues, a estudiar el estado psíquico de Jesús; ¿cómo se comportaba en cuanto hombre, qué idea debemos formarnos de él? Los evangelistas nos hablan con toda claridad. Si algo les llamó la atención en el modo de ser de Jesús, fue la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Si se quiere intentar lo imposible y expresar en una sola palabra la fisonomía humana de Jesús, debe decirse que fue verdaderamente un hombre de carácter, apuntando inflexiblemente hacia su fin, para realizar la voluntad de su Padre hasta el último extremo, hasta derramar toda su sangre. Ya su modo de hablar, las repetidas expresiones: «Yo he venido», «yo no he venido», traducen perfectamente ese «sí» y ese «no», consciente e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que constituyó la ley de su vida. «Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10, 34); «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13); «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10); «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para rescate de muchos» (Mt 20, 28: Mc 10, 45); «No he venido a destruir la Ley ni los profetas, sino a completarlos» (Mt 5, 77); «Yo he venido a poner fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda?» (Lc 12, 49). Jesús sabe lo que quiere y lo sabe desde un principio. Ya a la edad de doce años, cuando sus padres le encuentran en el templo, expresa claramente todo el programa de su vida: «¿No sabíais que debo emplearme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el punto de vista de la psicología, las tres tentaciones en el desierto son una victoriosa superación de la posibilidad contraria a Dios, satánica, que se le ofrecía: hacer uso de su poder como Mesías para su glorificación personal, para un fin egoísta, en vez de emplearlo para constituir la teocracia del Padre. Podemos percibir con toda exactitud con cuánta claridad ve Jesús aquí, desde el principio de su vida


pública, el nuevo camino de su entrega y sacrificio a la voluntad de su Padre, y con qué resolución lo emprende. Más tarde, no serán sólo sus enemigos quienes intenten apartarlo de él. En tres pasajes, por lo menos, se deja ver la influencia de sus propios discípulos, que tratan de hacerle abandonar la senda del sacrificio y de la Pasión que había emprendido irrevocablemente. Ya en Cafarnaúm sus mismos parientes le oponen resistencias ocultas (Mc 3, 21) que se aumentaron hasta la posterior y manifiesta oposición de Pedro en Cesarea de Filipo: «¡Ah, Señor; de ningún modo ha de verificarse eso en ti!» (Mt 16, 22). Y alcanzan su máxima expresión cuando Jesús habla de dar a comer su carne y a beber su sangre (Ioh 6, 57). «Muchos discípulos se separaron definitivamente de Él en esta ocasión» (Ioh 6, 66). Pero no por eso dejó Jesús de seguir su camino, decidido a ir solo, abandonado de todos si fuera necesario. Ni una palabra de apaciguamiento para retener a sus discípulos, solamente esta única y concisa pregunta: «¿Y vosotros, también queréis iros?» (Ioh 6, 68). Jesús aparece siempre como hombre de voluntad resuelta. Jamás se le ve, en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad, firme e inflexible a sus discípulos, cuando dice: «Quien tiene la mano en el arado y mira atrás, no sirve para el Reino de Dios» (Lc 9, 62). El que va a construir una torre, se sienta antes y saca cuentas de los gastos necesarios (cf. Lc 14, 28). «El que declara la guerra a un rey comienza por hacer el recuento de sus tropas» (Lc 14, 31). Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de Él la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso. Todo su ser y su vida con un «sí» o «no». Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad. Sólo Él puede afirmar con toda verdad: «Que vuestra palabra sea sí, sí, no, no. Lo demás es un mal» (Mt 5, 37). Todo su ser y toda su vida son unidad, firmeza, luz y pura verdad. Producía tal impresión de sinceridad y energía, que sus mismos enemigos no podían sustraerse a ella. «Maestro, sabemos que eres veraz y no temes a nadie»


(Mc 12, 14). En esta unidad, pureza y diafanidad de todo su ser íntimo está la explicación psicológica de su lucha a muerte contra los fariseos, esos sepulcros blanqueados representantes de todo lo que hay de falso en la religión y en la vida. Lo cual le llevó directamente a la cruz. Desde el punto de vista psicológico, lo trágico de su destino fue la verdad y lealtad de todo su ser y la fidelidad a sí mismo en servicio de su Padre. Jesús fue plenamente un carácter heroico, la encarnación del heroísmo; y esa disposición y entrega absoluta de su vida por la verdad admitida es lo que exige a sus discípulos; en suma, el heroísmo es algo innato en Él. Lo único que le falta al joven rico, que ha guardado todos los mandamientos, es vender todos sus bienes y seguir a Jesús (Mc 10, 21). Y el verdadero discípulo de Jesús debe tener suficiente valentía y ánimo para no tomarse siquiera el tiempo de enterrar a su propio padre: «Dejad a los muertos enterrar a los muertos» (Mt 8, 22; Lc 9, 60). No se trata de los muertos, sino de los vivos. El verdadero discípulo debe «odiar» a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas y aun su propia vida, esto es, según el sentido arameo, pasarlo todo a segundo término, para seguir a Jesús (Lc 14, 26; Mt 19, 29; Mc 10, 29). Esa voluntad robusta, concentrada hacia su fin, esa iniciativa y esa fuerza en la acción hacen de Jesús un verdadero jefe. Llama a Simón y Andrés, y al punto dejan éstos sus redes (Mc 1, 16). Después son Santiago y Juan quienes «dejan a su padre en la barca con los jornaleros» (Mc 1, 20). Arroja del templo a los vendedores y nadie osa resistirle. Su temperamento es avasallador y regio su porte. Los discípulos se daban cuenta de ello. De ahí su temor respetuoso a su Maestro y el convencimiento de la distancia que los separa de Él. Los evangelistas, repetidas veces, señalan la extrañeza y aun el temor de los discípulos ante sus discursos y prodigios (Mc 9, 6; 6, 51; 4, 41; 10, 24-26), el miedo a interrogarle (Mc 9, 32). Marcos comienza el relato del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas significativas palabras: «Jesús iba delante de ellos, que le seguían con miedo y se espantaban» (Mc 10, 32). Este temor se apoderaba también de las muchedumbres y les cautivaba. «Estaban llenos de temor». Tal es el primer sentimiento que produce la manifestación de Jesús (Mc 5, 15, 33, 42; 9, 15). No era uno de tantos, ni


como los dirigentes, doctores de la ley o los fariseos. Tenía consigo todo el poder, y esta impresión de superioridad, de omnipotencia, que dimana de su persona era tal, que, para explicarla, la multitud buscaba los nombres y jerarquías más altas. «¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas?» (Mt 16, 14). Jesús tenía conciencia de esta diferencia que le separaba del pueblo y de todos. Más adelante hablaremos de la profundidad de este conocimiento y cómo comunicó a toda su vida y a su muerte, aliento, sentido, calor y energía. Jesús sabía muy bien que no era como los demás hombres. Por ello amaba la soledad. En cuanto podía sustraerse al gentío, después de predicar y curar, se retiraba a un lugar solitario o a una colina silenciosa. Los evangelistas lo indican insistentemente. «Y, despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar... y allí estaba solo» (Mt 14, 23). Era, como diremos luego, una soledad «en el seno del Padre»; es decir, a solas con Él. Era un alejamiento de la turba, una reconcentración de su fuerza, de donde saltaban, como de profunda fuente, las aguas de la vida. Según las leyes de la psicología, esa fuerza tan extraordinariamente concentrada y disciplinada, esa potencia anímica debían necesariamente manifestarse también al exterior en alguna expresión dura o por algún acto audaz frente a la oposición de las fuerzas malignas y enemigas. Jesús podía irritarse en esas ocasiones con justa cólera, como los profetas del Antiguo Testamento, un Oseas, un Jeremías, o como Moisés cuando arrojó al suelo las Tablas de la Ley. Para conocer a Jesús es necesario conocer también este aspecto de su alma, en la que no sólo existe una fuerza concentrada, una voluntad en tensión, sino también el ardor de una pasión santa. Basta advertir la emoción que brota de sus palabras y de sus actos: «¡Retírate de mi vista Satanás!», así ahuyenta la aparición tentadora (Mt 4, 10). «¡Apártate, Satanás, que me eres escándalo!», contesta a Pedro cuando intenta apartarle de la vía dolorosa (Mt 14, 23). «Fuera de mi vista, inicuos, nunca os he conocido», dirá el día del juicio a los que no han socorrido a sus hermanos cuando les vieron necesitados en la tierra (Mt 7, 23). No hay aquí calma y contención, sino movilidad profunda y una verdadera pasión.


Este arrebato ardiente y vehemente del hombre interior se patentiza en muchas de sus palabras, cual relámpago que refulge y trueno que retumba. En la parábola de la cizaña: «El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, que reunirán a todos los malvados y seductores del Reino y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 41). Análogamente en la parábola de la red: «Los ángeles vendrán y separarán los malos de los buenos y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 49). Asimismo terminan airadamente las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos (Mt 25, 1 ss; 25, 14 ss; 25, 33 ss). En la parábola del siervo despiadado, el Señor, «lleno de cólera», entrega a la justicia al siervo sin entrañas hasta que pague enteramente su deuda (Mt 18, 34). En las bodas del hijo del rey, éste se irrita y envía su ejército y manda matar a los homicidas e incendiar su ciudad. Y cuando el soberano divisa en la sala del festín a un hombre que no está vestido de gala, indignado, manda: «Atadlo de pies y manos, tomadle y echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 22, 13). En la parábola de los dos administradores llega inopinadamente el señor y manda descuartizar al siervo infiel y darle el merecido castigo de los traidores (Lc 12, 46). Sin duda, los sentimientos que inspiraron dichas parábolas están pletóricos de vida y no hay la menor huella de blando sentimentalismo. Las expresiones de Jesús contra los fariseos y escribas, la casta dominante, y contra los doctores de Israel, reflejan ardorosa indignación: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! porque exprimís las casas de las viudas y por pretexto hacéis larga oración; por eso llevaréis un juicio más grave... Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque limpiáis lo que está fuera de la copa y del plato, mas estáis interiormente llenos de robo y de inmundicia» (Mt 23, 14, 24, 25). No es posible figurarse a Jesús en estas ocasiones más que con ojos llameantes y rostro encendido. La misma fuerza y el mismo ardor de sentimiento se trasluce en algunos de sus actos, por ejemplo, cuando arroja a los vendedores del templo, poco antes de su Pasión. Echa a compradores y vendedores, derriba las mesas de los cambistas y los asientos de los mercaderes de palomas, no permitiendo


que lleven ningún objeto del templo (Mc 11, 15 s). Estalla también su enojo en la maldición de la higuera que aún no daba frutos porque «no era el tiempo de los higos» (Mc 11, 13). En ambas ocasiones la ira de Jesús toma proporciones que pudieran parecer desconcertantes, pues los compradores y vendedores del templo creían estar en su derecho. ¿No habían pagado regularmente a la autoridad la contribución de venta? En cuanto a la higuera, era del todo inculpable el no producir fruto antes de tiempo. No han faltado, con ocasión de esto, quienes hayan hablado de una grave distensión de espíritu, de depresión maníaca, de indicios de estado psíquico anormal. Tal interpretación podría darse al olvidar el carácter de la tradición evangélica, que consiste en ver toda la vida de Jesús a la luz de su misión profética y mesiánica. Precisamente con el fin de mostrar el carácter mesiánico de su Maestro, los Evangelios tenían interés en poner de relieve todo lo que en su vida le destacaba como el mayor de los profetas y como el Mesías. Ahora bien, la manera profética más auténtica consistía en anunciar por actos, paradojas ininteligibles y aparentemente absurdas, lo que había de nuevo, de diferente y revolucionario en el mensaje profético y mesiánico. Con este modo de obrar tan paradójico, el profeta llamaba la atención sobre sí y sobre su misión reformadora. Así se explica la importancia que los evangelistas concedían al hecho de la expulsión de los mercaderes del templo, que mencionan repetidamente (Mt 21, 12 ss; Mc 11, 15 ss; Lc 19, 45 s; Ioh 2, 14 ss). Marcos precisa intencionadamente la ocasión de la maldición de la higuera haciendo notar «que no era tiempo de higos». En estas acciones extraordinarias es donde el Mesías se revela como tal. En la aparentemente injusta e inmoderada expulsión de los traficantes del templo, manifiesta, a sus ojos, el solemne mensaje que viene a derribar todas las preocupaciones meramente humanas, el modo nuevo de adorar a Dios en espíritu y en verdad, que comienza a anunciar el Mesías, el nuevo templo mesiánico y la destrucción del antiguo. De igual suerte la maldición, a primera vista absurda, de la higuera, es precisamente, para ellos, de inteligencia limitada, la expresión proféticosimbólica de la terrible maldición que va a empezar contra Israel, representada en la higuera que el Señor plantó y que, tanto en la buena


como en la mala estación, permaneció estéril. Ambos actos son el anuncio del fin del ministerio mesiánico de Jesús, de la catástrofe y abolición de la antigua alianza y, finalmente, de la muerte del Mesías. En estos pasajes del Evangelio, más que en ningún otro, se manifiesta claramente el fondo profético y mesiánico sobre el cual se desarrolla toda la vida de Jesús a la luz del mensaje evangélico. Quien no lo vea, jamás comprenderá a Jesús, que, ciertamente, en esta ocasión obra especialmente como Mesías y quiere ser reconocido como tal, pero tampoco hay duda de que tiene conciencia de ser un Mesías de la cólera de Dios, en el sentido de los antiguos profetas, sin dejar de ser por ello dulce y amable. También en otros pasajes nos hablan los evangelistas de esta ira de Dios. Por ejemplo, cuando se irrita contra sus discípulos que impiden a los niños acercarse a Él (Mc 10, 14), y más aún, cuando los fariseos, «en la ceguera de su corazón», se obstinan contra cualquier explicación y se cierran en obstinado silencio (Mc 3, 5). La contrariedad que experimenta entonces, heridos sus sentimientos de lealtad y de verdad, se exterioriza manifestándose en expresiones enérgicas y hasta duras; y así habla de hipócritas, de serpientes y de raza de víboras (Mt 23, 33), no temiendo calificar de «zorro» al propio rey de su país, Herodes (Lc 13, 32). Cuando se trata de dar testimonio de la verdad, desconoce Jesús la vacilación y el miedo. Todo ello revela un carácter luchador, pero aun en plena contienda sabe conservar su serenidad. Su ira es siempre la expresión de la suprema libertad moral de quien se sabe «venido a este mundo para dar testimonio de la verdad» (Ioh 18, 37). Jesús, siendo tan inquebrantablemente fiel a la voluntad de su Padre y asimismo tan firme en su «sí» y en su «no», precisamente por ello, reaccionaba con fuerza extraordinaria contra todo lo que no fuera de Dios o fuese contra Él, tanto si iba expresado con fórmulas teológicas extrañas o con palabras enérgicas de maestro. Su historia demuestra hasta la evidencia que está siempre dispuesto a confirmar su doctrina fuerte y valiente con su propia vida y a morir por la verdad. *


Lo que llama primero la atención del psicólogo al estudiar la fisonomía humana de Jesús es su clarividencia viril en la acción, su impresionante lealtad, su sinceridad austera y, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad. Esto fue, también, lo primero que atrajo a sus discípulos. Su decisión tajante, ese sí y ese no rotundos de todo su ser están admirablemente retratados en las palabras y sentencias cortas e incisivas contenidas en los Evangelios. Después de las parábolas, ahí es donde está expresado su deseo de totalidad, sinceridad y de pureza interior, respirándose en la frescura y lozanía de lo original y auténtico: «Si tu ojo te escandaliza, arráncalo» (Mt 18, 9). «El que pierde su alma, la gana» (Mt 10, 29). «Nadie puede servir a dos señores» (Lc 16, 13). A juzgar por estas sentencias macizas y según la firmeza heroica de su línea de conducta, estaría uno tentado a tomarlo por un hombre absoluto, y hasta quizá por un soñador viviendo fuera de la realidad, puestos siempre los ojos en su brillante y sublime ideal, y para el cual desaparece o a lo sumo aflora muy ligeramente en su conciencia la vulgar realidad diaria de los hombres y de las cosas. ¿Fue así Jesús? ¿Qué actitud adopta este héroe único y extraordinario con respecto a los hombres y a las cosas que le rodean, frente a la realidad y exigencias del momento? La respuesta a esta pregunta nos abre perspectivas amplísimas. Veremos cómo el aspecto humano de Jesús no puede juzgarse según la medida común de la humanidad y que sería tiempo perdido tratar de incluirle en alguna de las clasificaciones de la caracterología. En realidad, encontramos en Él un hombre único que, para ser bien comprendido, precisa sea estudiado en sí mismo y jamás en comparación con otras figuras históricas. Veamos si poseyó Jesús el sentido de la realidad y en qué medida estuvo en contacto con la vida. ¿Qué actitud adopta frente a las cosas de la tierra? ¿Eran su pensamiento y su manera de obrar los de un soñador, un fanático o un extático? En primer lugar, Jesús no fue en modo alguno un extático a la manera de Mahoma, por ejemplo, ni aun de san Pablo. Aquél pasó gran parte de su vida en estado de sonambulismo, éste describe con jubilosa ufanía sus éxtasis y su arrobamiento hasta el tercer cielo (2 Cor 12, 2).


Nada de esto hay en Jesús. Los primeros cristianos estimaban en mucho los dones de éxtasis y las visiones, el don de lenguas y profecías, y san Pablo prohibía reprimir este desbordamiento del Espíritu (1 Thess 5, 10), viéndose en ello «la prueba del Espíritu y de la Fuerza» (1 Cor 2, 4). Con todo, jamás se han contado de Jesús ninguna de esas manifestaciones extraordinarias. Argumento claro y concluyente de que las visiones, oraciones y locuciones extáticas no formaron parte de su vida y prueba clara y contundente también de que la primitiva comunidad cristiana jamás intentó sublimar sus ideales personales ni pintar con colores exaltados la fisonomía del Señor. Hay un momento en la vida de Jesús en que su figura refulge a través de las sombras y brumas de lo terreno, brillando inmaculados sus vestidos, «tanto que nadie en la tierra podría hacerlos tan blancos» (Mc 9, 2) y además, los ojos admirados de los discípulos vieron a Moisés y Elías «hablando con Jesús». Pero no se trata aquí de un éxtasis interno, de un arrobamiento del espíritu de Jesús, sino de una transfiguración de su figura exterior. Fue un anticipo de la resurrección, una intervención divina para transportar a los discípulos más allá de las horas dolorosas de la Pasión ya inminente. Fue una revelación no subjetiva, sino objetiva; nada sabemos de lo que sucedió en la conciencia de Jesús. Si se habla de éxtasis en este caso, debe referirse no al Señor, sino a sus discípulos, y principalmente a Pedro, a quien esta manifestación súbita e inesperada de lo divino en Jesucristo le obligó a exclamar entusiasmado: «Maestro, bien será que nos quedemos aquí y hagamos tres tiendas». El Evangelista añade: no sabía lo que decía, tan asombrados estaban (Mc 9, 6). El éxtasis, en su sentino original y estricto, es un estado del alma privado no de la conciencia, pero sí de la actividad espiritual y de la de los sentidos, hasta el punto que se ha hablado de una «despersonalización». El alma, despojándose de sí misma en una entrega pasiva que, sin embargo, es la conciencia más despierta y la concentración más intensa de la vida afectiva, se siente poseída por Dios al que contempla, vive y percibe directamente en íntimo contacto. En este sentido estricto, que excluye toda actividad de orden sensible, no fue Jesús un extático. Los Evangelios no señalan ningún instante en su vida en que Él, hombre de actividad desbordante, quedase como paralizado para


unirse a Dios en éxtasis puramente pasivo, por lo cual no puede hablarse de arrobamientos en la vida de Jesús. Sin duda veía y escuchaba cosas veladas a la mayoría de hombres. Con ocasión de su bautismo en el Jordán, vio abrirse el cielo y oyó decir a una voz que del cielo provenía: «Tú eres mi Hijo muy amado en quien tengo puestas mis complacencias» (Mc 1, 11; Mt 3, 17; Lc 3, 22). En el desierto luchó con una aparición tentadora (Mt 4, 1); luego bajaron ángeles y le sirvieron. Poco antes de su Pasión, una voz del cielo le promete una glorificación próxima (Ioh 12, 28), e inminente su agonía, en el huerto de los Olivos, un ángel desciende a confortarle (Lc 22, 42). En su vida comprobamos, pues, fenómenos sobrenaturales. Ángeles y demonios entran en escena y se producen evidentes intervenciones del cielo sobre la tierra, que son tan sensibles a su experiencia como a nosotros las cosas del mundo visible. ¿Qué debe pensarse de estos fenómenos? Las fuentes evangélicas no dan el menor indicio que permita explicarlos de un modo puramente psicológico y subjetivo, por exaltaciones sentimentales de Jesús que le ocasionasen una disgregación de la personalidad. Siempre que ocurren dichos fenómenos, Jesús nos da precisamente la impresión contraria a la de un desequilibrado, o de alguien puesto en conflicto interior consigo mismo. Más bien en este caso se muestra como en realidad es, consciente de su vocación extraordinaria y sublime, y con voluntad inquebrantable de seguirla. La decisión y unidad perfecta de la voluntad en Jesús aparecen particularmente claras cuando, después de haber recibido el bautismo de Juan en el Jordán, «salió del agua y vio abrirse los cielos» (Mc 1, 10). Queda patente el hombre firmemente decidido, con plena conciencia para la gran obra que le espera. Sus choques con el tentador del desierto no nos revelan la menor vacilación entre dos caminos posibles; al contrario, son un υπαγε, σαταυα, «apártate, Satanás», inmediato, resuelto, tajante y enérgico. E incluso, cuando en Getsemaní la angustia mortal se apoderó de él y el sudor «corrió hasta la tierra como gotas de sangre» (Lc 22, 44), en ese mismo instante estaba su voluntad más fuertemente que nunca adherida a la de su Padre: «No como yo quiero, sino como tú» (Mt 26, 39).


No un espíritu enfermo o desequilibrado, sino, por el contrario, radicalmente sano, fuerte y heroico se manifiesta en estos encuentros extraordinarios con ángeles y demonios, Estos fenómenos de la vida de Jesús difieren de las visiones y audiciones acostumbradas que ocupan la atención de los psiquiatras, en igual medida que Jesús mismo, voluntad inflexible, conciencia y personificación de la conciencia y de la unidad, difiere de un espíritu enfermo y desequilibrado. Añadamos todavía una observación importante. Estas raras manifestaciones no dan en el mensaje evangélico la impresión de accidentes exteriores y extraños a su vida, a modo de adornos fantásticos añadidos a su retrato; por el contrario, se adaptan perfectamente en unidad orgánica con lo que hay de prodigioso y de extraordinario en su misma persona. Encuentran naturalmente su lugar en el conjunto sublime de su fisonomía y se producen precisamente en momentos decisivos de su vida pública: al empezar su predicación se verifica el bautismo de Juan; cuando, plenamente consciente de su misión, se aparta de todo cuanto se opone a Dios, tiene lugar la tentación en el desierto, y, finalmente, en el momento supremo y más sublime, empieza su Pasión. Todo ello se une y sucede siguiendo el orden maravilloso y sobrenatural de toda su vida. ¿Es sorprendente, mejor dicho, no es natural y no debe esperarse, acaso, que ángeles y demonios entren en escena en la vida de quien está plenamente situado en un ambiente sobrenatural? La posición que se tome ante estos fenómenos está determinada por la adoptada frente a toda la vida extraordinaria y milagrosa de Jesús y de ella recibe su orientación decisiva. Entre tanto, debe recalcarse que el solo hecho de que un fenómeno sea extraordinario no da derecho a negar, sin más, la realidad del mismo, en nombre de la experiencia, ni a violentarlo interpretándolo como un desarreglo psíquico. Un estudio, precisamente para ser verdaderamente objetivo y científico, no debe, con pretexto de posibles ilusiones, por más frecuentes que sean, pronunciar de antemano un juicio desfavorable sobre el reino de lo oculto, sino que debe examinar concienzudamente cada caso particular. Es muy sospechoso y sintomático de un racionalismo ingenuo, todavía no completamente superado, querer circunscribir el vasto dominio de la


realidad, tan profundamente insondable, en formas apriorísticas de pensamiento o intuición. La realidad será siempre mucho más rica, profunda y extensa que la trama tejida por el filósofo con el fin de ordenar el caos. Precisamente en la actualidad y en el campo de la psicología nos encontramos en presencia de hechos inexplicables según los conceptos corrientes. La realidad con que topamos a diario no es la realidad única, y lo mismo puede aplicarse respecto al mundo de la religión. Donde quiera que ésta haya existido –y ha existido donde quiera que ha habido seres humanos– se han señalado fenómenos suprasensibles e impresiones ultraterrenas. Existe, en efecto, una realidad imposible de precisar y juzgar con las medidas ordinarias de la experiencia terrena. En este campo hay que dejar la palabra al homo religiosus y sólo él puede ver y explicar los sucesos extraordinarios de la vida de Jesús, al estudio de cuya fisonomía histórica nos lleva el mencionado punto de vista. * Volvamos a preguntar: ¿Cómo se condujo Jesús con los hombres y las cosas de su tiempo? La visión prodigiosamente clara de su mirada, la conciencia neta que tenía de sí mismo, el carácter varonil de su persona y todo lo que hemos comprobado en él, excluyen clasificarle entre los soñadores y exaltados, más bien, al contrario, supone una marcada predisposición para lo racional. La mirada de Jesús es profundamente intuitiva cuando se trata de abarcar la realidad en su conjunto y en toda su profundidad, como sencilla y estrictamente lógica es respecto a las relaciones intelectuales. Siempre que sus adversarios tratan de sorprenderle en sus discursos tienen que apartarse llenos de confusión al no poder replicar a su penetrante entendimiento, a la claridad diáfana con que les descubre las consecuencias de sus propias afirmaciones. Así, por ejemplo, confunde con la luz de su concepto de Dios a los saduceos, que negaban la resurrección de los muertos. En efecto, si ellos proclaman que Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob su afirmación sólo tiene sentido en el supuesto de que éstos perduren. Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos (Mc 12, 27). Idénticamente procede frente a los fariseos sirviéndose de la interpretación mesiánica que éstos daban al versículo del Salmo 109, 1: «El


Señor dijo a mi Señor», demostrándoles, sencilla y magistralmente, justo por el hecho de que en este pasaje David denomina «Señor» al que es su descendiente, el origen celestial del Mesías, hijo de David. «Si David le llama su Señor, ¿cómo es su Hijo?» (Mt 22, 45). Aquí pone Jesús al descubierto la penetración lógica, la claridad pura de su pensamiento en forma de argumentación rabínica de escuela. Lo mismo puede decirse de otras situaciones diversas que se presentan y de las cuestiones que plantean. Su demostración viene a ser una especie de fulgurante demonstratio ad oculos que impone silencio al oyente. Los fariseos se escandalizaban porque sanaba a un enfermo en sábado. Esta cuestión, insoluble a la mentalidad farisea, la reduce a esta simple pregunta: «¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o permitir que se pierda?» (Mc 3, 4). «Si el asno o el buey de uno de vosotros cae en algún pozo, ¿no lo sacará luego en día de sábado?» (Lc 14, 5). Toda su lucha contra la piedad ritual de los fariseos no es, en realidad, más que la de su pensamiento claro, sencillo, recto y realista contra las deformaciones y errores de una casuística huera y contra una interpretación de las Escrituras increíblemente estrecha y rutinaria. La doctrina que opone a la de los fariseos no tiene otra finalidad que reducir y concentrar en lo esencial las exigencias morales y religiosas. Jesús arranca con gesto enérgico todo retoque artificial del santuario, todo cálculo humano (Mt 15, 9; Mc 7, 7), todas las «tradiciones de los antiguos» (Mt 15, 2; Mc 7, 3, 5), según sus propias expresiones, para así dejar al descubierto el núcleo y centro de la moral de la religión. «Hipócritas, diezmáis la menta, el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante, la justicia, la misericordia y la fidelidad» (Mt 23, 23). Al desbrozar la religión de todos los accesorios y de todas las cargas añadidas por los hombres, dejaba Jesús perfectamente claras las profundidades más íntimas y las exigencias que se dirigen a todo el hombre, a sus pensamientos más secretos y a sus más oscuras inclinaciones. «Oísteis que fue dicho a los antiguos: no adulterarás. Mas yo os digo: cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, adulteró ya en su corazón» (Mt 5, 27 s), «Oísteis que fue dicho a los antiguos: no matarás... Mas yo os digo: Cualquiera que se enojare contra su hermano merece ser juzgado» (Mt 5, 21 s). La mirada de Jesús no se dirige sólo a los actos humanos externos, sino


que sigue todo obrar hasta sus mismas raíces, hasta las profundidades del corazón donde tiene su origen. «Del interior, del corazón, salen los malos pensamientos» (Mc 7, 21). De ahí su viva lucha contra las maneras puramente exteriores, formalistas, jurídicas, con que los fariseos componían y explicaban el Decálogo; de ahí su solicitud apasionada por una «justicia mejor y más perfecta» (Mt 5, 20), justicia que, alejada de todo laxismo, no pretende «suprimir» mandamiento alguno de Moisés, ni siquiera el más pequeño (Mt 5, 19), pero sí que se los considere y observe interiormente, de «corazón». Jesús no quiere al hombre que observa únicamente los mandamientos y prescripciones externas, revestido de tinte legal, sino al que sigue el dictamen de su conciencia recta y pura, en otras palabras, al hombre dotado de una personalidad moral. Piénsese un momento en el peso abrumador impuesto a las conciencias por la «tradición de los antiguos», aumentada en el transcurso de los siglos y que de tal modo había embotado el primitivo sentido moral y religioso, sencillo y puro, ya que sólo se preocupaba de las fórmulas de culto rituales, entremezcladas frecuentemente con un sinnúmero de elementos profanos. ¡Cuán excepcionalmente claro, puro, penetrante, independiente y libre debió de ser el espíritu de Jesús al elevarse por encima de todos esos prejuicios erigidos en normas rígidas de vida y volver a la humanidad hacia sí misma, hacia su sentido moral innato y sano y a la actitud ingenua, sencilla y sin malicia del niño! Este llamamiento a un espíritu pueril que caracteriza el mensaje de Jesús, el modo resuelto y sin réplica con que pone ante los ojos de sus apóstoles al niño, como prototipo y modelo de todos los que quieran ser sus discípulos (Mc 9, 35 s; 10, 13 ss), revelan un pensamiento que sabe penetrar y descubrir lo auténtico y lo originario en el alma, a través del barniz cultural y de todas las compilaciones de una teología alambicada, pensamiento que siempre permanece extraño a toda exageración y fanatismo. Esta mirada penetrante hasta la misma substancia y núcleo de las cosas supone necesariamente un don de observación prodigiosamente afinado y una extraordinaria lucidez de espíritu, que se decide heroicamente por los ideales más elevados y más lejanos. Pero todavía en mayor medida, se


inclina espontáneamente hacia las cosas más pequeñas e insignificantes de la vida. Baste recordar sus parábolas, cuyos rasgos tan intuitivos, vivos y cálidos, hacen revivir ante nosotros a los labradores, pescadores y viñadores, al traficante de perlas preciosas, al mayoral y al mercader, al jornalero, al constructor y al hortelano, abarcando desde la dueña de la casa y la pobre viuda, hasta el juez, el general de un ejército y el mismo rey. Dichas parábolas encierran la máxima riqueza y variedad de matices y nos describen la vida ordinaria en su sencillez, al niño que juega alegremente en la calle, las amplias filacterias y las largas orlas de los doctores de la ley, el cortejo nupcial en la noche silenciosa, el alegre festín, el rigor de la etiqueta en la mesa del convite, el pobre pordiosero cubierto de llagas en el camino, los jornaleros sin trabajo merodeando en las esquinas de la plaza y cerca de los setos porque nadie los ha contratado, el publicano intimidado en un rincón del templo, la mujer pobre encendiendo en su casa la lámpara para buscar la dracma perdida, la joven madre que olvida sus angustias y dolores al contemplar a su chiquitín recién nacido, el hombre rico que se duerme plácidamente pensando en sus graneros repletos. En las parábolas de Jesús, la vida y las particularidades del tiempo aparecen hasta en sus más pequeños detalles, en formas tan variadas y polifacéticas que constituyen una pintura fiel del pequeño mundo de su tiempo. El pensamiento de Jesús está siempre muy cerca de lo real y de la vida y aprovecha toda referencia inmediata. Y así, en las parábolas emplea expresiones propias de su oficio de constructor y carpintero. Habla de la paja y de la viga en el ojo, de la piedra angular de los arquitectos, de los fundamentos sólidos que resisten a inundaciones y tempestades, de los gastos necesarios para construir una torre. El mismo sentido de lo real y de la vida práctica domina su actitud ante las circunstancias y prescripciones relativas a la vida social, económica y política. Jesús las ve y las toma como son, no como podrían ser o como desearía que fuesen. No pretende cambiar por la violencia el cuadro exterior en que se mueve la vida de sus compatriotas. Al tentador del desierto, que pretendía sugerirle una revolución política, o sea, el establecimiento de un mesianismo terrestre pleno de brillo y grandeza, le lanza su «¡apártate,


Satanás!». «Dad al César lo que es del César», dirá también más tarde, y a Pedro: «Vuelve tu espada a la vaina» (Mt 26, 52). Es un principio fundamental para Él no inmiscuirse en asuntos de derecho o de dinero: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o distribuidor de la herencia?» (Lc 12, 14). Aun en el campo de la religión y del culto, que es el suyo propio, acepta las antiguas prescripciones mosaicas en lo referente al templo, al servicio divino de la sinagoga, al ayuno y la circuncisión. Y hasta lleva en la franja de sus vestidos las borlas recomendadas por la Ley (Num 15, 38; Mt 14, 36; Mc 6, 36) y paga el tributo al templo (Mt 17, 27). Él sabía muy bien que «nadie pone remiendo de paño nuevo sobre vestido viejo», ni tampoco «echa vino reciente en odres añejos» (Mc 2, 21 y 22). No ignoraba, por otra parte, que los hombres nuevos, a quienes Él iba a dar vida con la sangre de la nueva alianza, encontrarían necesariamente su propia manera de expresarse, su forma particular de vida y su organización especial. Por ello, en Cesarea de Filipo, habla de su Iglesia, que va a levantar sobre una piedra, sobre Pedro (Mt 16, 18). Pero adviértase que promete esta Iglesia para el futuro, y no la funda propiamente en el momento. Es preciso que antes escoja y forme los hombres nuevos, «sus hermanos» (Mt 12, 50; Mc 3, 35), «los compañeros del esposo», sus «invitados» (Mt 10, 25), y que el huracán del Espíritu Santo agite e inflame sus almas el día de Pentecostés. Sólo entonces comenzará a vivir la nueva comunidad. No es de fuera adentro, sino viceversa, partiendo del hombre nuevo e interior, cómo se constituirá y desarrollará el nuevo cargo, la nueva comunidad, esto es, la Iglesia. El espíritu de Jesús es demasiado positivo y está demasiado cerca de la realidad para complacerse en una pura ideología y esperar la salvación, única y principalmente, de las nuevas disposiciones o instituciones, que no son lo principal para Él. Sólo para vino reciente se emplean odres nuevos. Nada más lejos de Jesús que la institución de rígidas ceremonias o prescripciones vacías. Lo que Él pretende alcanzar es el corazón de los hombres. El hombre vivo y sólo él. Y así vamos a hablar de las relaciones de Jesús con los hombres, su modo de apreciarlos y juzgarlos. No hay peor


incomprensión respecto a Jesús, que tomar aparte y aislar del conjunto de su personalidad y de su actitud el mensaje inmortal de su amor, el más sublime y tierno que jamás haya sido pronunciado por labios humanos, y particularmente su: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen» (Lc 6, 27; cf. Mt 5, 44). Considerado así, separadamente, se le encontrará heroico sin duda, pero con exigencias irrealizables, que su alma infinitamente buena y compasiva deseaba y practicaba, y que, hasta según la misma expresión de Nietzsche, «se elevó al más alto grado que jamás fuera alcanzado, engañándose de la manera más conmovedora y sublime» [4]. El mensaje de amor es también y principalmente una manifestación de su sentido de la realidad y de la vida, y sólo desde este punto de vista puede ser comprendido y rectamente interpretado. Su amor a los hombres es, ante todo, un amor entusiasta, que todo lo transfigura e idealiza, pero está lejos de ser una especie de culto de la humanidad; al contrario, Jesús ve a la humanidad tal cual es, con sus contradicciones y flaquezas. La llama «raza adúltera y mala» (Mt 16, 4). Aquellos galileos que mató Pilatos y los dieciocho desgraciados que aplastó la torre de Siloé, no eran «más culpables que los demás habitantes de Jerusalén» (Lc 13, 4). Y no se hace ilusión alguna sobre esta ciudad, considerándola sumergida en el pecado; ni siquiera al tratarse de sus mismos discípulos, cuyos defectos y deficiencias ve claramente, tanto, que a veces se le hace pesado soportarlos (Mc 9, 19; 8, 17; 7, 18). Incluso en el discípulo de su mayor confianza, en Pedro, descubre algo malo y diabólico (Mt 16, 23). Aunque no hable expresamente, como san Pablo, del pecado original, ve, sin embargo, lo que hay de demasiado humano e inferior en el hombre, no dudando en afirmar, como cosa natural, que todos los hombres son «malos» (Mt 7, 11); conoce muy bien los caprichos, la obstinación y la ligereza de los niños que Él tanto ama (Mt 11, 16 s) y en cuyo ser está reflejada la mentalidad de su tiempo, todavía sin formar. La palabra que dirige a los hombres es, por tanto, «haced penitencia» (Mt 4, 17). No puede pasarse por alto, en este amor de Jesús a los hombres, una cierta reserva, y aun puede afirmarse que, en ciertas ocasiones, llega hasta la


desazón y la repugnancia; sufre de los hombres heridas ocultas. Es un amor consciente y clarividente, pero precisamente por ello penetra no sólo el fondo sombrío del corazón humano, sino que comprende también su fragilidad y su flaqueza y, en consecuencia, evita todo juicio prematuro (Mt 8, 1; Lc 6, 37): «¿Por qué miras la mota en el ojo de tu hermano y no la viga que está en el tuyo?» (Mt 8, 3; Lc 6, 41). Reprende a sus discípulos, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre las ciudades incrédulas (Lc 9, 55). No se puede, antes de tiempo y por propia autoridad, arrancar la cizaña en la tierra sembrada de trigo (Mt 12, 29). Dios es quien se reserva esta tarea que realizará por sus ángeles el día de la siega. Cuando los fariseos llevan a su presencia la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio, pidiendo su juicio sobre el caso, Jesús se contenta con inclinarse y escribir con el dedo sobre la arena; pero al insistir ellos, les da esta significativa respuesta: «aquel de vosotros que esté sin pecado, tire la primera piedra» (Ioh 8, 7). ¡Cómo conocía el corazón humano y qué sentido tenía tan positivo y realista! No es ésta una simple expresión, es más bien la expresión de su ser mismo. Cuando los soldados, durante su pasión, le escupen en la cara, le dan bofetadas y le colocan en la cabeza una corona de espinas, Él calla. Nada tan elocuente como ese silencio. El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo más íntimo del hombre, allí donde él está solo, pobre y desnudo, allí donde no tiene más que miseria y depende de una infinidad de influencias del cuerpo, del alma, de la sociedad. He ahí por qué Jesús no quiere juzgar ni aun cuando le atormentan y maltratan; en cambio, perdona siempre. «Yo te digo, Pedro, no siete veces, sino setenta veces siete» (Mt 18, 22). De esta visión objetiva de las complejidades psicológicas de toda acción humana, y no de un entusiasmo cándido y enfermizo, nace el amor de Jesús a sus enemigos. Cuando pide presentar la mejilla izquierda al que nos hiere en la derecha, en este consejo tan austero hay la más profunda comprensión de lo ilógico, infrahumano y animal de toda explosión afectiva. Una pasión que hiere la caridad brota de lo más profundo de la parte sensitiva, de las regiones oscuras donde se agitan los instintos inferiores, y no de la esclarecida región del espíritu objetivo, de la realidad diáfana y luminosa que, a través del caos de los sentidos y del tumulto de las tendencias desencadenadas, acierta a ver, amar y conservar la esencia de lo humano, la


fraternidad ordenada por Dios entre las personas. El verdadero hombre, pues, completo y fuerte, calla cuando la turba se agita con ruido, y sabe sacrificar la parte baja a lo que tiene de más excelso y humano. Jamás fue Jesús más grande, objetivo y heroico que en el momento de su oración desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Este amor de Jesús al hombre, del máximo realismo, difiere igualmente del ingenuo entusiasmo que diviniza lo humano, como del fanático que lo maldice. Se trata del amor consciente de un hombre que conoce las más nobles posibilidades de la humanidad para el bien, así como sus tendencias más bajas, y a la que, a pesar de todo, se entrega de todo corazón. Este «a pesar de todo» hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y tan generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad. Es sumamente atractivo analizar, en la fisonomía de Jesús, este amor a los hombres, cuyo rasgo fundamental será la compasión de sus sufrimientos, compasión en su primitivo significado: padecer con otro. Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino una vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose como los demás para vivir y sufrir con ellos. Y los demás son, precisamente, los más miserables entre los pobres, los publicanos y pecadores. Por ello está tan a gusto en su compañía. No sólo los llama hacia sí, sino que se deja invitar por ellos. «Zaqueo, baja pronto porque hoy me hospedaré en tu casa» (Lc 19, 5). «Hermanos» llama a los hombres más insignificantes, a los desheredados de la fortuna, cuya existencia es un fracaso. Supo unir tan íntima y personalmente su vida con la de ellos hasta el punto de considerar como hecho a sí mismo todo lo que se haga al menor de sus hermanos (Mt 25, 40). Esta unión tan personal con los pobres y oprimidos le impele, poco


antes del instante más sagrado de su vida, el de la última Cena, a arrodillarse delante de ellos y lavarles los pies, como un servidor y un esclavo. Él no ha venido «para que le sirvan, sino a servir». En el momento en que va a bendecir el pan y el vino, sus sentimientos de solidaridad fraterna y su ardiente deseo de tomar en su ser tan puro, en su propia vida y en su propia muerte, para santificarlos, a todos los hombres, con sus miserias, está expresado en las misteriosas palabras: «Comed y bebed todos, que esto es mi cuerpo y mi sangre». Quiere ser pobre con los pobres, despreciado con los despreciados, tentado con los tentados, crucificado con los que sufren y mueren. Quiere conocer y padecer todas las miserias del hombre porque sólo Él es capaz de sobrellevarlas [5]. Aquí está el fondo psicológico, la raíz más honda de la acción redentora de Cristo, donde se inflama su amor para convertirse en redención. Insensiblemente hemos llegado al misterio del Mesías. Acabamos de ver ese amor que le mueve a solidarizarse con los hombres, y que podríamos calificar hasta de maternal, amor que le obliga a tomar sobre sí las miserias de la muchedumbre como suyas propias y sobrellevarlas hasta el fin, hasta el martirio sangriento de la muerte. Este caso, único en la historia de la humanidad, es tan emocionante y arrebatador que podemos exclamar: si existe en algún lugar, allí está ciertamente el refugio de los hombres y el reposo para sus almas. Este espíritu totalmente desasido y olvidado de sí mismo, este amor creador obligó a Jesús, el hombre único en su heroísmo, el gran solitario, a descender de la altura sublime y luminosa de sus pensamientos y de su misión, para inclinarse hacia la vida del hombre, la vida de cada día, gris y mezquina. Los evangelistas lo advierten constantemente: «Tenía compasión del pueblo» (Mc 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Lc 7, 13). «Tenía compasión de ellos, porque eran ovejas sin pastor» (Mc 6, 34). Es inaudito que un hombre, cuyas fuerzas están todas al servicio de una gran idea, y que, con todo el ímpetu de una voluntad ardiente se lanza a la prosecución de un fin sencillamente sobrehumano y ultraterreno, tome, no obstante, un niño en sus brazos, lo bese y bendiga, y que las lágrimas corran por sus mejillas al


contemplar a Jerusalén condenada a la ruina o al llegar ante la tumba de su amigo Lázaro. Pero hay ocasiones inefables en que su corazón parece tan dulce y sensible como pueda serlo el de una madre con su niño enfermo, por ejemplo, al salir de sus labios las parábolas más tiernas y conmovedoras, como las del hijo pródigo, de la moneda perdida, del buen pastor y del buen samaritano. La desgracia que le conmueve es la de los pobres enfermos y pecadores. No puede decir «no» cuando clama el dolor, aunque sea en la persona de una mujer pagana como la sirofenicia (Mc 7, 26). No puede menos de curar a un enfermo, aun exponiéndose a la acusación de quebrantar el sábado (Mc 1, 21; 3, 2; Lc 13, 14), y está entre publicanos y pecadores por más que se escandalicen los piadosos (Mc 2, 16). Ni siquiera las torturas de su propia agonía le impiden decir al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El «prójimo» para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10, 29 ss), lo cual constituye una nueva prueba del realismo de su pensamiento, de su voluntad y de su sensibilidad. Por más que viva continuamente su pensamiento en el más allá, en lo divino, en el próximo reino de Dios –ya nos extenderemos más adelante sobre esto–, esta mirada continua sobre el reino de Dios y sus alegrías, no le impide ni dificulta en modo alguno darse cuenta de las miserias actuales. Percibe lo duro y cruel del presente, de manera tan intuitiva, que considera como esencial de su «buena nueva» el poner remedio. Precisamente lo que presta a su mensaje colores tan vivos y claridad tan jubilosa es su promesa de redimir no sólo a los pecadores, sino también a los que sufren, a todo el cortejo de miserias terrenas; en suma, trae la redención a todo mal. Gran parte de su actitud pública consistió en hacer el bien sin medida y en curar a los enfermos. San Lucas, mejor que ningún otro evangelista, notó la finalidad íntima del mensaje de Jesús, recalcando en el sermón de la montaña la liberación de toda miseria terrena: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de los cielos. Bienaventurados los que ahora padecéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6, 20).


Sería inútil querer pasar por alto el acento proletario de estas bienaventuranzas para violentarlas dándoles una acepción puramente ética, pero sería también radicalmente falso ver sólo en Jesús algo así como un reformador social en el sentido moderno. Su mirada es, como siempre, demasiado profunda para esperar la salvación mediante externas reformas sociales. No da en particular ningún remedio contra la pobreza. «Siempre tendréis pobres con vosotros» (Ioh 12, 8). No hay que buscar la salvación y la liberación de todo mal en el tiempo actual, sino en el futuro. La redención es escatológica y, por tanto, no es posible eliminar de la tierra toda pobreza y sufrimiento. Más bien debe considerarse a la miseria de aquí abajo como eminentemente adecuada para desembarazar el corazón humano de los deseos y apegos terrenos y abrirlos a las riquezas del reino de los Cielos. Y en cuanto es capaz también de excitar y hacer más profunda la necesidad de salvación del hombre, viene a ser el verdadero medio y el camino recto que conduce al reino de los Cielos. Si Jesús ama a los pobres en el fondo, no es precisamente por el hecho de serlo, sino porque tienen el alma más dispuesta que los ricos para escuchar el anuncio del reino futuro, y porque están hambrientos y sedientos de justicia. Ya sean «publicanos y cortesanas» (cf. Mc 21, 31), todos se parecen al hijo, cuyo padre le dice: «Hijo; ve hoy a trabajar en mi viña; respondiendo él: no quiero; mas después, arrepentido, va» (Mt 11, 28). Por el contrario, las riquezas amenazan embargar el corazón del hombre hasta el punto de arrancarle todo gusto para los bienes celestiales. «Hijos, cuán difícil es entrar en el Reino de Dios para los que confían en las riquezas. Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios» (Mc 10, 24). Jesús da ahí un juicio terminante a ese respecto, reconociendo que la pobreza en sí misma sensibiliza, incomparablemente más que las riquezas, para recibir la buena nueva de la salvación. Este juicio tiene validez universal. Pero siempre habrá pobres y ricos, que se apartarán del buen camino. Jesús lo sabe muy bien, pero su posición básica no pretende aplicarse prácticamente a modo de sentencia a los pobres o a los ricos tomados en particular.


Su amor a los hombres no tolera excepción alguna, y no tiene el menor matiz de preferencia para una clase determinada, Admite también a los ricos. Conocemos sus relaciones con Simón, el fariseo (Lc 7, 36), y con Nicodemo, doctor de la Ley (Ioh 3, 1). El rico José de Arimatea es mencionado expresamente entre sus discípulos (Mt 27, 57). En sus viajes le seguían «Juana, mujer de Chusa, procurador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían de sus haciendas» (Lc 8, 3). Por lo que podemos juzgar, sus apóstoles no pertenecían a las más bajas clases sociales, sino como Jesús mismo, a la clase media. Jesús veía en la mayor parte de los fariseos y saduceos, representantes de la clase rica y dirigente del país, las funestas y alarmantes consecuencias del culto a Mammón. Lo que les impedía seguirle, manteniéndoles alejados del reino de los Cielos, era su egoísmo duro y su orgullo, y llegaban a poner al servicio de su egoísmo nacional y de su fanatismo lo más precioso del pueblo de Israel, el pertenecer al pueblo elegido y a la descendencia de Abraham. El mismo espíritu les movió a exteriorizar y dificultar la religión con tantas complicaciones (cf. Mt 23, 4) que sólo podían ser observadas por los ricos, y como los pobres y pequeños no tenían ni el tiempo ni los recursos necesarios para cumplirlos, eran despreciados y considerados simplemente como «pecadores públicos». Nacida en medio de la riqueza y alimentándose de ella, la mentalidad religiosa del fariseo ordinario no podía ser otra que la descrita por Jesús de modo tan expresivo en la parábola del publicano y del fariseo (Lc 18, 10 ss), rebosante éste de complacencia en sí mismo y en sus propias obras y de desdeñoso orgullo para con el pobre publicano acurrucado en un rincón del templo. En el fariseo no hay hambre ni sed de justicia, ni deseo de redención. Por ello, Jesús, al combatir a los fariseos, la emprende al mismo tiempo con la riqueza: «Nadie puede servir a dos señores: No podéis servir a Dios y a Mammón» (Mt 6, 24; Lc 16, 13). De ahí que en algunas parábolas se encuentre aparentemente cierto espíritu «proletario», pero no hay que ver en ello una particularidad de Lucas ni tampoco ideales de tipo económico o social. Es simplemente la arrebatadora expresión del amor profundo de Jesús a los hombres, que no se deja deslumbrar por ninguna clase de prevención y que no conoce preferencias personales y busca y acierta a


encontrar lo más vivo del hombre allí donde los prejuicios religiosos y sociales sólo ven caídas y reprobación. Siempre que se trate del amor de Jesús, no se puede menos de pensar en el hijo pródigo, a quien el padre abraza y besa (Lc 15, 20). Igualmente quedará grabada en la memoria de los hombres la figura de Lázaro, el pobre, «llevado por los ángeles al seno de Abraham», en tanto que el rico epulón es atormentado en el infierno (Lc 16, 22, 24). Y todos, ricos y pobres, recordarán aquel cordial banquete, al que los ricos no quisieron acudir, y al cual fueron convidados, casi a la fuerza, «los mendigos y tullidos, los ciegos y paralíticos», y por último también «los que pasaban por los caminos y vallados» (Lc 14, 21, 23). Esta predilección de Jesús por los pobres y los necesitados no está, por otra parte, inspirada sólo en consideraciones de razón o a causa de su mayor aptitud para recibir la buena nueva; es más bien algo innato, un sentimiento natural de su corazón que brota de la compasión por el que sufre. No pudiendo tolerar sentirse saciado mientras otros mueren de hambre, ni alegrarse si alguien está triste. Por lo cual no quiere tener dónde reclinar su cabeza y exige a cuantos quieren ser sus discípulos: «Ve, vende cuanto tengas y dalo a los pobres» (Mc 10, 21). El amor de Jesús a los desgraciados no es sólo una mera exigencia de su razón, sino también una necesidad íntima, un irreprimible movimiento interior, la exigencia de su corazón. Esto es Jesús: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). Desde el punto de vista psicológico nos coloca este amor de nuevo frente a un heroísmo sin par en la tierra. Además, no es un heroísmo irreal, sino en íntimo contacto con el hombre, dotado de la más tierna abnegación para con sus más acuciantes necesidades. ¡Cuán lejos está Jesús del profeta fanático y exaltado o del místico perdido en alturas ultraterrenas, cuyo interés está totalmente absorbido por el objeto de sus anhelos y que sólo tiene contacto con los hombres en la medida que correspondan éstos a sus ensueños! El corazón de Jesús pertenece a los hombres, a cada hombre, tal cual es, con sus dolores y sus alegrías.


Jesús se abre también al regocijo humano. No es, cómo Juan el Bautista, el hombre del desierto, vestido de pelos de camello, que se alimenta de langostas y miel silvestre. Vive, por el contrario, entre los hombres, lleva una túnica inconsútil no ordinaria (Ioh 19, 23), y un vestido adornado de borlas como aconsejaba la Ley (Mt 14, 37; Mc 6, 56; Lc 8, 44); frecuenta el templo y visita las casas, tomando parte en sus fiestas y alegrías, con tanta libertad, que sus enemigos le llamaron «hombre comilón y bebedor de vino» (Mt 11, 19). Obra su primer milagro en una alegre comida de bodas y no deja ayunar a los discípulos mientras el esposo esté aún con ellos (Mc 2, 19). Entre ellos hay uno especialmente dilecto a quien permite recostarse sobre su pecho (Ioh 12, 23). Finalmente, puede decirse que tiene puestas toda su actividad y toda su vida en un plano encantador, tan cautivador y lindo que revelan en Él a un verdadero y excelso poeta. Con un solo gesto creador anima y evoca la naturaleza entera, con sus higueras, lirios, arbustos, viñas, pájaros y raposas, con el brillo esplendoroso del sol y la tempestad amenazadora. ¿Acaso no descubren todos estos rasgos una grandeza, una franqueza, una amplitud de visión y al mismo tiempo una sensibilidad, una ternura y una delicadeza, que en vano se buscaría en las almas simplemente heroicas o en otras naturalezas estrictamente ascéticas? ¿Quién es ese Jesús? ¿No parece que su humanidad se mueve en direcciones opuestas, por una parte hacia lo alto y celestial, y por otra, a lo de abajo, hacia lo humano? ¿Estará Jesús oscilando entre dos polos? ¿Le faltará un equilibrio interior? ¿Estará constantemente en tensión y agitado sin poder encontrar jamás estabilidad? Vemos bien precisas ciertas líneas directrices de su naturaleza que aparecen tan claras, fuertes y decisivas, que podrían ser consideradas como características de su ser. Pero también se dibujan otras, diametralmente opuestas, con igual relieve y claridad. Hasta aquí era absolutamente imposible, desde el punto de vista en que estábamos situados, llegar a ver dónde convergen en un centro vital las mencionadas características.


Jesús es jefe por naturaleza y tiene majestad de rey y, sin embargo, Él mismo lava los pies a sus discípulos. Su voluntad es fuerte hasta la impetuosidad, indomable hasta la rudeza y, no obstante, da pruebas de un amor tan tierno y dulce, que sólo al de una madre puede compararse. Está totalmente entregado a Dios, embargado por una oración prolongada noches enteras, pero también se encuentra a gusto entre publicanos y pecadores. Se ha dado totalmente a las realidades infinitas que están muy por encima de lo terreno, y a mirar los vastos horizontes del cielo, y a pesar de ello, sus ojos miran lo pequeño, las realidades más ínfimas de la tierra, y se extasía ante las flores del campo. Se le podría comparar a una crepitante hoguera de cólera profética y, no obstante, aguanta en silencio las injurias más groseras. Es único, solitario, mas no deja de amar a los hombres como jamás los amó persona alguna, hasta morir por ellos. ¿Quién es este hombre? ¿Dónde está el centro del cual dimanan estos contrastes, y desde el cual se nos hacen éstos comprensibles? Para hallar esta solución debemos subir más alto. Superando el punto de vista desde el que estudiamos su fisonomía en sus trazos exteriores, para llegar hasta su misma alma, allí donde clama «¡Abba, Padre!». Debemos estudiar al Jesús íntimo, al Jesús de las horas silenciosas, al Jesús de la vida interior. Precisamos llegar hasta el Jesús orante.


V. La vida interior de Cristo «Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28). Con estas palabras nos da a conocer Jesús su propia posición respecto a los verdaderos valores de la vida. La auténtica «bienaventuranza» del hombre, el máximo bien que puede adquirir consiste en apropiarse la palabra de Dios, y así, en la jerarquía de valores humanos, el homo religiosus ocupa el más alto grado. Vamos a intentar ahora una sencilla descripción de la intimidad de la vida religiosa de Jesús, abstracción hecha del misterio de su divinidad. En esta prodigiosa personalidad humana, cuya fisonomía externa y moral hemos procurado describir hasta aquí, quisiéramos contemplar ahora sus energías, sus pensamientos y vivencias en acción, lo que le embargaba y dirigía y, en suma, cuál fue la verdadera fuerza motriz de toda su vida. Empecemos afirmando que consistió, ante todo, en su entrega sin reservas a la voluntad paterna. Nada subraya tanto ni con tanta frecuencia, precisión y energía el pincel de los evangelistas, como el ardiente amor de Jesús a su Padre celestial. En toda la historia de la humanidad jamás se encontrará persona alguna que haya comprendido, como Él, en toda su profundidad y extensión, absorbiéndole tan exclusivamente durante toda su vida, el antiguo precepto: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Las primeras palabras suyas que conocemos, nos recuerdan la intimidad con su Padre: «¿No sabéis que es preciso me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Y su última palabra será una expiración en Aquél: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Reiteradamente aluden los evangelistas al modo como Jesús vive y obra en su Padre, y cómo esta unión íntima se traduce en oración. Todos los grandes acontecimientos de su vida están consagrados por la oración y en su virtud se cumplen. Cuando Jesús fue bautizado, «oró y se


abrió el cielo» (Lc 3, 21). Al escoger a sus discípulos, «subió a un monte para orar. Y al día siguiente les llamó» (Lc 6, 12). Gran parte de sus milagros, especialmente la curación del sordomudo (Mc 7, 34), la del niño poseso (Mc 9, 28), la resurrección de Lázaro (Ioh 11, 41), la multiplicación de los panes (Mc 8, 6; Mt 14, 19: Ioh 6, 11) vienen a ser floraciones nacidas de su vida de oración. En plena actividad, al regresar sus apóstoles de una fructuosa correría apostólica, «él se alegró vivamente exclamando: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 25). En los acontecimientos de la Pasión brillaron particularmente el espíritu y la nobleza de su oración. En el cenáculo se consagra Él y los suyos a su Padre, y establece la nueva alianza en su sangre, dando gracias y bendiciendo. En Getsemaní, cae sobre su rostro y ora: «¡Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, mas no se cumpla como yo quiero, sino como tú!» (Mt 26, 39). Su atormentada muerte en el Gólgota no fue, por así decirlo, más que una lucha para cumplir la voluntad de su Padre, lucha expresada en gritos de oración renovados sin cesar. El principio íntimo, inmutable de la actividad tan variada y desconcertante de Jesús, que aparece siempre como el fundamento de todos sus actos y palabras, es su íntima unión con el Padre. Nos acercamos aquí al centro, al núcleo vital de su voluntad y podemos fundadamente suponer que constituye la base existencial de su vida. Ahí se encuentra igualmente la fuente de la que brotan su heroísmo absolutamente único y su amor extensivo a todos y a todo, y de ese principio recibe su vida su más profunda unidad. Es sumamente atractivo y además indispensable para el conocimiento de la vida interior de Jesús, examinar su oración y reconocer su verdadera naturaleza. Sólo así penetraremos en sus sentimientos humanos y acertaremos a verle tal como es en sí mismo, cuando se encuentra a solas con su Padre. Lo que caracteriza la vida de Jesús es, en primer lugar, la discreción, que podríamos denominar pudor viril. Así exige a los suyos: «Cuando ores, ve a tu cámara, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto» (Mt 6, 6). Él lo ha practicado antes. Gusta sobre todo de rezar en la soledad, a solas con su Padre: «Después de haber despedido al pueblo, subió al monte para orar


solo. Era muy tarde y estaba allá solo» (Mt 14, 23; Mc 6, 46; Ioh 6, 15). En la soledad de la noche, cuando todo dormía y le rodeaba el silencio lleno de misterios, entonces encontraba a su Padre y sólo a Él. En el monte de la Transfiguración se transparenta su unión con Dios incluso en su aspecto exterior, y su faz resplandece como la nieve del Hermón. Dejando aparte el «Padrenuestro» que Jesús compuso, no para sí mismo, sino para las necesidades de sus discípulos, y por ello en una forma intencionadamente rimada, las oraciones que nos han conservado de Él los evangelistas guardan, aun hoy día, el cálido e intenso perfume de la emoción más profunda y personal, de una vivencia inmediata: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado» (Ioh 11, 41), «Padre, no como yo quiero, sino como tú» (Mt 26, 39), «Te alabo, Padre, que has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños, pues así te plugo hacerlo» (Mt 11, 25). Precisamente por esto son sus oraciones sencillas, breves y concisas como saetas, en contraposición con las de san Pablo. Esta oración solitaria de Jesús no proviene únicamente de su piedad, por así decirlo, ni de la necesidad de orar reconcentrado y recogido; aquí se oculta algo más grandioso; de nuevo rozamos el misterio de Jesús. En Él no se trata del recogimiento ordinario del alma piadosa, sino de la misteriosa soledad del Hijo. Aunque más adelante hablaremos detenidamente de su conciencia de Hijo de Dios, es necesario, sin embargo, llegados a este punto, hacer referencia a la misma, pues sólo ella puede hacernos comprender plenamente su oración humana. Cuando Jesús ora, se sale completamente del círculo de la humanidad para colocarse exclusivamente en el de su Padre celestial. Además, lo extraordinario es que Jesús no tiene necesidad alguna de los hombres, de ninguno. Sólo al Padre necesita. Tres años llevan ya sus discípulos viviendo con Él, pero nunca delibera con ellos acerca de sus planes o resoluciones, ni les pide consejo. Jamás busca en los mismos consuelo o solaz. Cuando llevó algunos consigo al monte de los Olivos diciéndoles: «Permaneced aquí y rogad conmigo» (Mt 26, 38), hizo esto no para sí, sino para ellos, que necesitaban prepararse y fortalecerse en vista


del inminente peligro. «Velad y orad, para que no caigáis en tentación» (Mt 26, 41). Los discípulos no le dieron nada, Él se lo dio todo a ellos. ¿Qué actitud observó con su madre? Ciertamente la amó como sólo un hijo puede hacerlo. Agonizando en la cruz, se acuerda de ella (Ioh 19, 27); sin embargo, es difícil sustraerse a la impresión de que, aun su amor filial, estuvo siempre pleno de renunciamiento, y hasta parece, en último término, que podría aplicarse a su madre lo que dijo a María Magdalena en la mañana de su resurrección: «No me toques» (Ioh 20, 17). Ya a la edad de doce años da la desconcertante respuesta: «¿No sabéis que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). María y José habían echado de menos al hijo en Jerusalén, pero ¿acaso el hijo les echó de menos a ellos? La respuesta del niño de doce, años, ¿no tiene el mismo tono que la del hombre de treinta y siete que en Cafarnaúm, al serle anunciado que su madre le aguardaba, dio por toda contestación: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» (Mc 3, 33). Y mirando a sus discípulos añadió: «He aquí a mi madre y a mis hermanos» (Mc 3, 34). Su expresión dirigida a su madre, en Caná, no parece tener otro sentido: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Aún no ha llegado mi hora» (Ioh 2, 4). Había en Jesús algo íntimo, un sancta sanctorum al que no tenía acceso ni su misma madre, sino únicamente su Padre. En su alma humana había un lugar, precisamente el más profundo, completamente vacío de todo lo humano, libre de cualquier apego terreno, absolutamente virgen y consagrado del todo a Dios. El Padre era su mundo, su realidad, su existencia, y con Él llevaba en común la más fecunda de las vidas. Reiteradamente repite Juan estas notables palabras de Jesús: «Yo no estoy solo» (Ioh 8, 16, 29). Por última vez, al encontrarse ante la muerte, exclama: «He aquí que llega la hora, y ya llegó, en que seréis esparcidos, cada uno por su parte, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque mi Padre está conmigo» (Ioh 16, 32). Podemos vislumbrar aquí la esfera de su vida interior, sus relaciones ónticas y vivas con su Padre. Su oración no es más que un nuevo punto de contacto con Él, una feliz necesidad de dar reposo y de fundir la soledad de su Yo en el Padre, y orando es, precisamente, como se mantiene unido al mismo en unidad de la que no participan los hombres, ni sus mismos discípulos.


Siempre que Jesús habla de los hombres y de sus relaciones con el Padre que está en los cielos, evita intencionadamente incluirse a sí mismo. Dios es su «Padre», «vuestro» Padre. Sólo Él puede decir «mi Padre». El Padre a quien se dirige es su Padre en un sentido muy particular. La oración de Jesús es única, pues es la unidad del Hijo con su Padre. Aquí es donde tiene su raíz, en último término, ese heroísmo único de que hemos hablado anteriormente, esa conciencia de superioridad absoluta, esa plenitud y su compenetración con su fin supremo, su voluntad firme e inquebrantable. La oración de Jesús ofrece, además, otras características. Cuando un hombre reza, por más santo que sea, su oración es, ante todo, un miserere mei, un grito que surge desde las profundidades de la impotencia humana y de la miseria moral, una oración estremecida ante el misterio de Dios y de su santidad esencial. Y cuanto más pura es la vida de un hombre, tanto más claramente se le aparece, a la luz de lo divino, la indecible fragilidad de todo su ser. Jesús siente y ora de modo totalmente distinto. Desde luego, en el Padrenuestro inculca a los hombres estas peticiones: «Perdónanos nuestras deudas... No nos dejes caer en la tentación». Pero Él, personalmente, desconoce semejantes ruegos. Jamás salió de su boca un «Padre, perdóname». Ni incluso en el momento en que le invaden las sombras de la muerte, gravitando sobre su alma el más completo abandono, llegó a orar en el sentido anteriormente indicado; tan sólo se le oyó decir: «Padre, perdónalos» (Lc 23, 34). Él reza como quien desconoce el pecado. Por eso, la mayoría de sus oraciones no son peticiones, sino alabanzas y acción de gracias jubilosamente nacidas de su agradecida alegría al Padre: «Padre, yo te glorifico... porque has revelado estas cosas a los pequeños» (Mt 11, 25), «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» (Ioh 11, 41). Aun cuando dirige una petición, ésta no es perpleja o ansiosa, sino más bien alegre y confiada, son el deseo y la voluntad del Hijo seguros de ser escuchados. Se diría que hace un llamamiento a su derecho. «Padre, quiero que aquellos que tú me has dado, permanezcan siempre conmigo» (Ioh 17, 24). Por lo cual, su petición es casi siempre para los demás. Ora por Pedro, para que no desfallezca su fe (Lc 22, 32). Reza por sus discípulos, para que el Padre les envíe el Consolador y para que sean uno con Él (Ioh 19, 16). Y


hasta cuando parece orar para sí mismo, como en el Huerto de los Olivos, lo que en último término busca y acepta es la voluntad y glorificación de su Padre. «No como yo quiero, sino como tú» (Ioh 12, 27 s). Jesús no se presenta a su Padre como un mendigo y mucho menos como un hijo pródigo, sino con la mirada filial, franca y sin recelos, uniéndose a su Padre como lo más natural del mundo en la más íntima comunión personal, la del tú y la del yo. Podemos, pues, afirmar que jamás pecador, hombre piadoso o santo alguno han orado como Jesús. * Para esclarecer más nuestro estudio, pasemos del acto subjetivo de la oración de Jesús a la objetiva realidad religiosa que él ve y acepta. En otros términos, ¿cómo aparece Dios a su alma humana y cómo se le presenta el mundo bajo esa luz? En el primer plano de la realidad religiosa se presenta a Jesús el Dios todopoderoso y creador. El Dios a quien él ora no es el Dios del helenismo de su época, lejano, encerrado en el silencio del más allá, ni el Dios de la mística, el descanso sublime de los bienaventurados, adonde sólo puede llegar el alma en estado de éxtasis. Es el Dios todopoderoso y creador de Moisés y de los profetas. «El Padre obra y yo también» (Ioh 5, 17). Su Dios viste los lirios y alimenta los cuervos. Y del mismo modo como produce la vida de la naturaleza interviene en la historia. Todos los guías de la humanidad, los profetas y el Bautista fueron enviados por Él. Así como la oveja pertenece a su pastor, así el hombre a su Dios (Lc 15, 6). Las revoluciones y las guerras, los sucesos más importantes como los más insignificantes en la historia del mundo son debidos a la acción divina. La historia entera de la humanidad es para Jesús una manifestación del Dios vivo. Y porque encuentra la voluntad creadora de su Padre en todas las cosas y en todos los hombres, no mira Jesús a dichos hombres y cosas desde fuera, en su fragilidad exterior, sino interiormente, en su relación esencial con la voluntad divina, y los ve como revelación de su poder creador, como objetivación de la voluntad de su Padre. Y por lo mismo acepta a esos hombres y cosas con el mismo amor que tiene a Aquél.


De esta manera llegamos a comprender la paradoja de Jesús al abarcar en el mismo amor al Dios infinito y a las cosas finitas, al tiempo y a la eternidad. Jesús ama a los hombres y a las cosas porque ve en ellas una manifestación de la voluntad divina. Pero aún es preciso ahondar más. Cuando Jesús habla del Dios que obra, lo entiende en un sentido mucho más profundo y pleno del que pueda comprenderlo un creyente, particularmente de nuestros días, en que la Ilustración ha desfigurado o destruido la intuición de toda vivencia religiosa. Jesús no piensa en las causas segundas de que Dios se sirve para producir todo ser o devenir, y menos todavía considera dichas causas segundas como un conjunto organizado en un orden constante y natural, interpuesto entre el Creador y la criatura, a modo de cosmos autónomo con series de causalidades y leyes propias. Jesús nunca habló de semejante sistema rígido de las leyes de la naturaleza. Tal pensamiento le hubiera parecido un ídolo de ideas puramente humanas, pues son los hombres, en último término, quienes han creado esas leyes y sistemas con el fin de poder dominar, de momento, gracias a ellos, el misterio prodigioso, insondable e inagotable de la realidad que les rodea, pudiendo así encontrar cierto reposo. Jesús no tenía necesidad de tales artificios para alternar con las realidades terrenas y su acceso a ellas le proviene, no de los hombres, sino de Dios. Jesús no ve las cosas inmovilizadas, en su sentido y en su ser, por el pensamiento del hombre, sino saliendo de manos del Creador en su dinamismo interno apuntando hacia Dios, en el curso viviente de su creación y en el movimiento creador de su origen divino, por lo cual están esencialmente y en cada instante sometidas al divino llamamiento del cuál no pueden sustraerse, poniéndose al abrigo, por así decirlo, bajo el manto o la coraza de alguna ley o sistema natural. Sencillas y desnudas en manos del Creador, sólo pueden encontrar seguridad en su voluntad omnipotente. Esta comprobación nos introduce en un elemento esencial de su piedad, su saber acerca de la libertad y del carácter absoluto de la voluntad divina y de que, tras las cosas y más allá de ellas, no hay un mecanicismo sin alma y sin vida, o una especie de hado ciego que obra por medio de las leyes de la


naturaleza, sino vida y espíritu absoluto, movimiento y espontaneidad totales, y, en suma, la libertad de Dios, de la cual vive Jesús. Dios es para Él la libertad incondicionada, el poder absoluto, delante del cual desaparece toda otra voluntad o poder. «Todo es posible para Dios» (Mc 10, 27). Todo aquel que tenga fe en esta omnipotencia podrá, si no duda en su corazón, decir a una montaña: «quítate de aquí y échate al mar, y será hecho» (Mc 11, 22; Mt 21, 21; 17, 19; Lc 17, 5). Jesús atribuye a su Padre un poder tan increíble, porque le ve obrar en todas partes, siempre inmediatamente, siendo para Él la realidad más próxima, al alcance de su mano, lo que ve primeramente en los hombres y en las cosas, el sentido oculto y profundo de todo ser, la realidad de realidades. Jesús capta la intervención creadora de Dios en el hic et nunc; no es fe, sino visión directa. Por ello, nunca se da en su persona un estado convulsivo o violento, más bien dicha intervención divina le es tan natural, que nada hay tan doloroso para su alma como el espectáculo de la incredulidad o de la poca fe de los hombres. Esta visión directa del poder de Dios explica la certeza y seguridad con que la conciencia y la voluntad humanas de Jesús sobrepasan la potencialidad de lo creado para llevar a cabo las posibilidades divinas, realizando milagros y señales, no limitándose a echar demonios y a curar enfermos, sino llegando a resucitar muertos. «Yo sé, Padre, que siempre me escuchas» (Ioh 1, 42). Su voluntad humana está tan compenetrada y de tal modo incorporada a la voluntad del Creador, que ambas no forman, por así decirlo, más que una. Desde el punto de vista psicológico, sus milagros son una manifestación y un testimonio brillantes de la completa y absoluta unión de su voluntad humana con la del Padre omnipotente, fe que traslada montes y confianza que estremece los cielos. Nada más ajeno a Jesús que la pretensión de ser una especie de mago o un taumaturgo. Una actitud milagrosa que no fuera una incondicional entrega a la voluntad divina o que estuviese puesta al servicio de un egoísmo personal o al de otros, es rechazada en el desierto por Jesús como una tentación diabólica. Cuando entra en juego este egoísmo, como sucedió, por ejemplo, con sus compatriotas de Nazaret, «no puede hacer ningún milagro» (Mc 6, 5; cf. Mt


13, 58), y no puede, porque entonces el Padre dice «no», y su voluntad es, a la vez, principio y fin de todo su querer y de todo su poder humanos. Los milagros de Jesús son un «sí» único, inaudito, a Dios que obra y crea; son una oración que penetra en el corazón de Dios, como jamás palabras de hombre alguno lo hizo, abriendo las profundidades de la naturaleza humana. He aquí la piedad de Jesús en el primero de sus aspectos: visión y experiencia directas e inmediatas de Dios operante universalmente. Pero a esta visión va esencialmente unida otra de la que gozó Jesús: la del Dios santísimo. La voluntad absoluta de Dios que crea el ser y el devenir de las cosas, es, al mismo tiempo, la absoluta voluntad de su valor más alto, voluntad de pureza y santidad, de bien y de perfección, o sea Él mismo. El alma de Jesús está de tal modo impresionada por la vista del Solus Sanctus, que, a la luz de esta plenitud infinita del valor en Dios, desaparecen su voluntad y el valor puramente humano. «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino Dios» (Mc 10, 18). A nosotros, nacidos del polvo, nos causa estupor ver con qué brillante claridad se manifiesta este Dios de santidad en el alma de Jesús y cómo transfigura su vida y resplandece en su mensaje, que es, en su mayor parte, el de la voluntad santísima de Dios y de su poder avasallador. No es demasiado darlo todo por este único necesario, por esta perla preciosa, por este tesoro escondido. Aquí está Jesús enteramente en la línea del Antiguo Testamento, especialmente de los profetas, pero separa al mismo tiempo todo factor exterior, legal o perteneciente al culto, del artificioso párrafo añadido a la ley por los rabinos de su tiempo, «la tradición de los hombres». Lo más importante en la Ley no es pagar el diezmo de la menta, del anís y del comino, sino practicar la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt 23, 23). Y cuando se trata del cuidado debido a los padres ancianos, ningún sacrificio en el templo puede eximir de tal deber (Mt 15, 5 s). La voluntad divina implica esencialmente el bien moral, que Dios, el Señor, exige de los hombres en sus diez mandamientos, ante todo en aquel que es el mayor y más excelente de los preceptos, el deber de deberes (Mt 22, 38): «Ama al


Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y al prójimo como a ti mismo». Aquí pone Jesús al descubierto, en toda su pureza y despojándole de toda añadidura humana, la voluntad de Dios. Así, la ley moral queda extraordinariamente simplificada: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Jesucristo profundizó y «cumplió» esa Ley llevándola hasta sus últimas posibilidades y hasta sus exigencias más íntimas y delicadas, oponiéndose además muy conscientemente y con suma claridad a las obras puramente exteriores de los rabinos. La voluntad del Dios de santidad penetra hasta las raíces más secretas de las inclinaciones y pensamientos del hombre. Éste es bueno cuando su corazón lo es, y malo si lo tiene corrompido (Mc 7, 15, 20). El hombre, al negar deliberadamente a Dios, no pertenece ya a su Reino, sino al del demonio. Para Jesús no hay término medio entre buenos y malos. Los pecadores y publicanos que Él ama, son para Él realmente pecadores, injustos, enfermos. El hijo pródigo es, según Él, realmente un hijo descarriado y perdido. El bien y el mal, los hombres buenos y los hombres malos, los ve Jesús tan opuestos como el «sí» y el «no». El heroísmo de su ser se traduce íntegramente en la vida moral y religiosa. La religión, en su opinión, es obediencia ilimitada hasta el fin, por lo cual encontramos en Él mérito y demérito, recompensa y castigo, cielo e infierno. Es inútil querer suprimir estos pensamientos de la predicación de Jesús y desnaturalizar su mensaje tratando de formar una especie de moral autónoma; su sermón de la montaña y gran número de parábolas giran alrededor de estos dos conceptos opuestos, de recompensa y castigo, de cielo e infierno, donde se manifiestan la oposición absoluta del bien y del mal, del «sí» y del «no» eternos de la santidad de Dios. Con inexorable rigor coloca Jesús a los hombres frente a dichos «sí» y «no». La ruda exclusividad de esas exigencias contribuía tanto como la escatología de su mensaje a impresionar las conciencias de los hombres. Predica como quien tiene autoridad y posee la justicia, como quien es la misma justicia.


Y predicaba como quien era: la voluntad del Dios santísimo personificada. Del mismo modo que la parte corporal del hombre vive de pan, así vive Él de ésa voluntad. «Mi comida es cumplir la voluntad del que me ha enviado» (Ioh 4, 34). Siempre que los Evangelios nos muestran y hacen oír a Jesús, ya sea en el desierto, ya junto al lecho de los enfermos, en el banquete de bodas o en la cruz, siempre está realizando la voluntad del Padre. Siempre, con su palabra y con sus actos, derrama la buena semilla de las palabras de Dios aunque caiga en terreno pedregoso. Incluso cuando reposa de las fatigas del camino, al lado del pozo, da a la samaritana el agua de vida. Y aun cuando le invitan, da Él más de lo que recibe. Su camino es ascendente, sin interrupción hacia las cumbres, y lo sigue donde es más árido y escarpado como si fuese camino llano. En la historia de los hombres, aun de los más grandes, no se conoce un camino tan constantemente orientado hacia las alturas. Un Jeremías, un Pablo, un Agustín, un Buda, un Mahoma ofrecen bastantes sacudidas violentas, cambios y derrotas espirituales. Sólo la vida de Jesús se desliza sin crisis y sin un desfallecimiento moral. Tanto el primer día como el último, brillan con la misma luz esplendorosa de la santísima voluntad de Dios. Con esto afirmamos, a la luz de la historia, algo muy atrevido respecto a Jesús. Y no obstante, esta impresión de santidad, de inocencia perfecta y de absoluta pureza se fortalece y se completa todavía más al dirigir nuestra búsqueda del exterior a su interior, a sus deseos y esfuerzos íntimos, al juego subconsciente de sus inclinaciones y aspiraciones. Con la ayuda de los evangelios pueden examinarse diligentemente los pliegues más recónditos y ocultos de sus intenciones y deseos, y jamás se encontrará otra cosa que la voluntad de su Padre. Ciertamente ama a su patria y a los suyos. Llora pensando en Jerusalén y en su ruina (Lc 19, 14) y hasta puede advertirse en su mensaje cierto sentimiento nacional (cf. Mc 7, 27; Mt 10, 5). Sin embargo, no duda en abandonar a los suyos para obedecer la voluntad de su Padre y acepta en la ruina de Jerusalén la voluntad justiciera de aquél. También desaparecen para Él los demás lazos terrestres, como los de la patria y la familia, y es el más libre, por ser como ninguno el «Siervo» de Dios. No le retienen cautivo


las doradas cadenas de las posesiones y riquezas. «El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8, 20; Lc 9, 58). Los honores de la tierra, así como los aplausos de los hombres, tampoco le seducen. Evita hablar de sus milagros (Mc 1, 44; 3, 12; 5, 43; 7, 36). No es a Él, sino al Padre, a quien deben estar agradecidos los curados milagrosamente (Lc 17, 18). Cuando quieren hacerle rey, se oculta (Ioh 6, 15). No busca las alegrías de familia. «Hay quienes se hicieron eunucos a sí mismos por causa del Reino de los cielos» (Mt 19, 12). Nunca procura su propio interés. Y hasta en el camino del Calvario rechaza la compasión de las mujeres que lloraban a su paso (Lc 23, 28). Se deja traicionar, y su única pregunta al traidor es para despertar su conciencia y tratar de salvarlo (Mt 26, 50) y tolera que Pedro le niegue para, más tarde, presionarle amorosamente, diciendo: «Pedro, ¿me amas más que éstos?, apacienta mis corderos» (Ioh 21, 15). Cuanto más examinemos el alma de Jesús, tanto más imposible será descubrir en ella inclinaciones o deseos puramente terrenos. Aun la tendencia y el instinto más poderoso que pueda tener un hombre, el instinto de conservación, está dominado y absorbido en Él por la voluntad de su Padre. «Quien pierde la vida, la gana» (Mt 10, 39). La vida de este mundo no podía darle ni quitarle nada. Nada hay en el alma de Jesús que pueda exponerle a una tentación, que sólo podía abordarle desde fuera sin encontrar complicidad interior alguna. La historia más objetiva y más imparcial, por cualquier aspecto que le estudie, halla sólo manifestaciones de santidad. Ésta es la impresión que arraigó más profundamente en la comunidad primitiva. Se le llama «Cordero sin defecto y sin mancha» (1 Petr 1, 19). «Sumo Sacerdote, santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y más alto que los cielos» (Hbr 7, 26). Hasta aquí aparece la fisonomía de Jesús grave y austera, santa y sublime. Sin embargo, no está completa todavía; no se nos ha descubierto plenamente su vida más íntima. Jesús ve de modo inmediato y muy de cerca a Dios operante, y su más pujante anhelo tiende enérgicamente al mismo, poniéndose por completo a su servicio. En esas tiernas relaciones su alma es feliz y bienaventurada y, por otra parte, intuye y vive a Dios, como infinitamente bueno, como la omnipotencia plena de amor, como la santidad amorosa, como el Padre que está en los cielos.


Aquí brotan del Corazón de Jesús fuentes, presentidas más bien que vistas en el Antiguo Testamento y que estaban casi del todo cegadas en su época. Expresiones, conocidas sin duda en el Antiguo Testamento, como «Dios bueno y misericordioso» (cf. Ex 34, 6; Ps 103, 1), «padre en los cielos» (cf. Ier 3, 4), pero que se encontraban como al margen, casi extrañas al espíritu general, pasaron a constituir el centro y el corazón de la vida religiosa. ¿No es debido ello a una verdadera creación de Jesucristo? De este modo hacía penetrar y vivir todas las verdades y valores, al mismo tiempo que el poder libertador y la alegría esplendorosa que encerraban. Su predicación culmina proclamando: «Dios es nuestro Padre. Rezaréis de esta manera: Padre nuestro que estás en los cielos». Esta sola palabra, Padre, basta para infundir una luz brillante y cálida a las relaciones de los hombres con Dios y es suficiente para disipar todos los sombríos matices del temor pagano a los demonios y de la fe interesada, fría y tenaz de los judíos. No hay duda que Dios está presente en todo y de que es santísimo. También es cierto que, a su luz, el mal sigue siendo mal, la enfermedad, enfermedad, y el pecado, pecado, porque «la justicia es su cíngulo» (Is 11, 5). Quien persista en la deuda no saldrá de la cárcel hasta pagar el último denario (Mt 18, 34). Pero como Dios todopoderoso y santo es, el mismo tiempo, bueno y también Padre, no deja encenegado en la culpa al hombre, sino que en cuanto éste se recoge interiormente y exclama desde el fondo de su corazón: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti» (Lc 15, 18), se inclina hacia su hijo pródigo para revestirle con el vestido de fiesta. Cuando el hombre se golpea el pecho, como el publicano en el rincón del templo, o llora sus pecados, como María Magdalena, el Padre está muy cerca de él con su perdón paternal, o mejor y más exactamente: el Padre con su amor no está al final del camino del arrepentimiento y de la liberación, sino más bien al principio. El poder, la omnipotencia divina y su voluntad santísima tienen por base y raíz el amor. Y Dios, que es amor, está al principio y al fin de todo lo existente. El pájaro posado en el tejado y el lirio de los campos están comprendidos en este amor; pero con mucha mayor razón lo está el hombre que puede llamar a Dios: ¡Padre! La bondad paterna precede a toda acción humana, como la nube luminosa precedía al pueblo hebreo en su marcha a través del desierto y le presta su


cooperación. Los teólogos llaman «gracia preveniente» a este don precioso que concede su contenido, su valor sobrenatural, su mérito y alegría a todo acto religioso. San Juan lo expresa con estas palabras entusiastas: «Dios nos amó primero» (Ioh 4, 19). El amor de Jesús a los pobres y pecadores se funda en la mencionada gracia preveniente y misericordiosa de Dios. Al nacer del Dios todopoderoso y santo, el Dios de la gracia y de la misericordia, trajo Jesús la última palabra, la más profunda, sobre el secreto de la voluntad divina de salvación, palabra que hasta entonces sólo había sido percibida como lejano rumor y que en adelante resonaría de modo claro y nuevo sobre la tierra. Sobrecoge ver la cordialidad, el calor, la confianza y la seguridad con que Jesús se abandona en los brazos paternales de Dios. Y aunque el amor del Padre le lleve al Huerto de los Olivos y al Gólgota, exclama: «Padre, no como yo quiero, sino como tú». En esta insondable confianza en su Padre se encuentra el secreto de la dicha, de la alegría y júbilo de su vida interior. Para Jesús es absolutamente imposible e inimaginable que el Padre deje de escuchar una petición perseverante y un llamamiento insistente a su puerta (cf. Lc 18, 1; Mt 7, 7). Ello sería incomparablemente más imposible que encontrar a un padre de este mundo dando un escorpión a su propio hijo al pedirle éste un huevo (Lc 11, 12). Esta confianza absoluta presta a Jesús su alegría de vivir y su inconmovible seguridad frente a los acontecimientos de la vida. Jesús muestra admiración raras veces. Se extraña, por el contrario, de que algunos pueden sentir temor: «¿Dónde está vuestra fe?», dice a sus discípulos en medio de la tempestad desatada (Lc 8, 25). «No temas. Cree solamente», dijo al padre ante el cadáver de su hijo (Mc 5, 36). Según Jesús, pues, no hay motivo para temer o inquietarse, ni siquiera en el peor y más espantoso de los casos. La preocupación es esencialmente extraña a su naturaleza y debe serlo también para todo verdadero discípulo de Jesús. Desde luego, no se hace ninguna ilusión acerca de los peligros que amenazan a sus discípulos: «He aquí que yo os envío como ovejas en medio de lobos» (Mt 10, 16), pero la confianza en su Padre es más fuerte que cualquier peligro. «Y les mandó que no llevasen nada para el camino; ni bastón o alforja, ni pan, ni plata en la bolsa» (Mc 6, 8; cf. Mt 10, 9; Lc 10,


4). «No os preocupéis diciendo: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué vamos a vestirnos? Los gentiles se preocupan de todo esto, pero vuestro Padre celestial sabe que lo necesitáis» (Mt 6, 31; Lc 12, 29). * Heme aquí al fin. No puedo seguir adelante. ¿Quién es ese Jesús que puede orar tan santamente, vivir tan confiado y morir tan inocente? ¿No es una santa locura, un exceso de fe y de confianza y un derroche de fuerza moral? ¿No parece inverosímil tanta pureza y bondad? Sí, esta su vida es, aparentemente, una locura. Sin embargo, se nos presenta como un oasis divino. ¿Cuándo ha aparecido jamás en la tierra un hombre semejante? Toda medida humana resulta insuficiente en este caso. Su personalidad intelectual, moral y religiosa sobrepasa lo humano. Toda su vida es como un poema extraño, de una tierra desconocida; y no obstante, es una realidad viva. Todo lo que se cuenta de Él no es exterior a su persona, como lo sería un hermoso florilegio de sentencias, máximas o ejemplos, que se hubieran propagado acerca de su personalidad histórica, como sucedió con Epicteto y Lao Tse. Por el contrario, todo ello está impreso y grabado en su vida concreta, de todos los días y en la realidad del momento, sin intención premeditada, de un modo inimitable, perfecto, tanto que para llegar al mundo íntimo de Jesús debemos partir previamente de su actividad y vida exteriores. Estamos ya sobre el sólido terreno de la historia. Ha existido realmente un hombre que tuvo conciencia de estar en la unión más íntima de vida y amor con su Padre celestial, que vio a plena luz la acción creadora de Dios y cuya manifestación histórica fue de la misma santidad. ¿Quién es, entonces, ese hombre, Jesús? Nadie sino Él mismo puede responder con certeza. ¿Quién sino Él podría conocer la intimidad de su vida, las últimas raíces de su existencia, de su misterio? Así pues, debemos acudir a Jesús. Ninguna conciencia es más clara que la suya, ningún corazón más puro, ninguna boca más veraz. Jesús, ¿qué nos dices de ti mismo?


VI. ¿Qué nos ha dicho Jesús acerca de Sí mismo? La personalidad espiritual, religiosa y moral de Jesús se nos manifiesta como algo enteramente nuevo, sin parangón posible en la historia de la humanidad, y sin que pueda ser explicada por el medio ambiente de su época ni por el que le precedió. Únicamente el mismo Jesús puede darnos la explicación última y definitiva, pues sólo Él conoce la esencia de su propia persona, el lugar que ocupa en el orden de las realidades y el sentido de su vida. ¿Qué nos dice Jesús acerca de sí mismo? Imaginándolo tal como lo presentan los Evangelios, puede confiarse por anticipado en que sus afirmaciones ostentarán el sello de su personalidad, es decir, de su lealtad, pureza y sencillez. En agudo contraste con las ruidosas y exageradas apoteosis de los taumaturgos, príncipes y reyes del período helenístico (cf. Act 12, 22), nada forzado, convulsivo o poco natural encontraremos en Él. De su ser emana algo así como el perfume suave de una flor maravillosa y una inapreciable naturalidad. Su primera palabra a los hombres no consistirá en una revelación acerca de su propia persona, sino en la buena nueva de la proximidad del reino de Dios. Si el Bautista había exhortado así al pueblo judío en el desierto: «Haced penitencia, porque el reino de Dios está cerca» (Mt 3, 2), el mensaje de Jesús es: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios es inmediato. Haced penitencia y creed la buena nueva» (Mc 1, 15). De este primer mensaje saldrán, como normal desarrollo orgánico, las sucesivas revelaciones que Jesucristo hará de sí mismo, que se presentarán, no como mensaje particular a través de la historia, sino formando parte de su mensaje del reino de Dios. ¿Qué quiere significar Jesús con las expresiones reino de los cielos y reino de Dios? Ambas tienen el mismo sentido. Si san Mateo, que escribía para los judíos cristianos, y lo mismo el evangelio apócrifo de los hebreos,


hablan de ordinario con más predilección del reino de los cielos que del reino de Dios (cf. Mt 6, 33; 12, 28; 21, 31, 43), es por un resabio del temor que tenían los judíos a pronunciar directamente el nombre de Dios, y prefieren la perífrasis: «los cielos». El propio Jesús emplea ocasionalmente esta palabra para denominar a Dios (Mt 21, 25; Lc 15, 7, 18). En todo caso, ambas expresiones son absolutamente sinónimas y sirven para designar el reino y el poderío divinos. Es significativo que Jesús nunca se detiene a explicar esa expresión capital y directriz de su mensaje. Habla frecuentemente del «reino» (Mt 6, 33; 8, 12; 13, 38; 25, 34), presuponiendo, por tanto, que sus oyentes saben lo que por tal debe entenderse. De hecho, después de los profetas, en particular de Isaías (40, 1; 59, 2; cf. Mich 2, 12; Zach 14, 9, 16), existía entre los judíos, fuertemente arraigada, la creencia de que Dios extendía su reino hasta los últimos confines de la tierra, al fin de los tiempos. Los últimos escritos del Antiguo Testamento (Dan 2, 44; Tob 13, 1) hablan con más precisión de un «imperio real» de Dios considerándolo, desde Daniel, no sólo en su sentido originario como primado espiritual sobre los corazones humanos, sino en acepción más estricta y concreta, como un reino de santos, sólidamente circunscrito y que, venido del cielo a la tierra, suprimirá, reemplazándolos, a todos los reinos del mundo. Jesús lo tiene presente en su mensaje: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca». Su propia misión y la conciencia que tiene de ella están al servicio de este reino. ¿Y cómo va a prepararlo? Cuando lo anuncia, exhorta: «Haced penitencia y creed en la buena nueva». Su misión consiste, pues, como, la de Juan el Bautista, en conmover las conciencias, para someterlas después a la voluntad santa y al poder de Dios, el cual reinará, de hecho, sólo cuando su voluntad santísima se haya impuesto a las conciencias. El llamamiento de Jesús a la penitencia, considerado en su aspecto positivo, es el mensaje de la voluntad santísima de Dios, y para ello quiere inculcar a todos: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Sus «hermanos» son aquellos que cumplen la voluntad de Dios (Mt 12, 50). De ahí que su mensaje del reino de Dios ofrezca un pronunciado carácter moral y religioso, en contraste patente con las creencias de sus


contemporáneos. Cuando los judíos de su tiempo hablaban del reino venidero, se complacían en la perspectiva de bienes y satisfacciones sensuales. Según el Apocalipsis sirio de Baruc (29, 5): «La tierra dará diez mil veces más frutos. Una cepa producirá mil sarmientos, un sarmiento mil racimos, un racimo mil granos de uva y un grano de uva dará una medida de vino». La espera de los tiempos venideros estaba, en efecto, en las apocalipsis judías, enteramente dominada por intereses materiales y egoístas y por el deseo apasionado de una vida más feliz y más rica. Por el contrario, en Jesús, la pasión dominante tenía por objeto el cumplimiento de la voluntad de su Padre celestial. Las exigencias morales y religiosas de tal modo se presentan en el primer plano de su mensaje que éste aparece, a primera vista, no ya como el anuncio de una nueva vida feliz, sino también «mejor». Se trata del «camino de justicia» (Mt 21, 32) de una «justicia más perfecta» (Mt 5, 20) que, sobrepasando la obra exterior, penetra hasta lo más íntimo del alma y consiste esencialmente en el verdadero amor a Dios y al prójimo. Cualquiera que, como el escriba que le preguntó cuál era el mayor de los mandamientos, conoce el nuevo ideal, está, por lo menos, «no lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34). Todo aquel que alimenta al hambriento y da de beber al sediento lo «poseerá» (Mt 25, 34). Todo aquel que observa y enseña, incluso el menos importante de los mandamientos, será «grande» en el «reino de los cielos» (Mt 5, 19). Finalmente, todo aquel que sea sencillo como un niño será «el mayor en el reino celestial» (Mt 18, 4). En la predicación de Jesús, futuro «el reino del cielo» y la «justicia» están tan íntimamente ligados que no forman sino un mismo y único ideal: «Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33). Al predicar Jesús, como Juan el Bautista, la penitencia en vista del reino próximo, propone como mensaje de dicho reino el de la voluntad de Dios y el de la nueva y más perfecta justicia. Jesús prolonga de esta manera, llevándola hasta su término, la línea de los profetas, la de un Isaías, de un Jeremías o de un Oseas. Fue Él quien la cumplió y tuvo conciencia de ello, considerándose como el Maestro único, a quien nadie puede sustituir. «Vosotros me llamáis Maestro, decís bien, pues lo soy» (Ioh 13, 13). «Vosotros no debéis llamaros Maestros, porque no tenéis más que uno solo,


que es Cristo» (Mt 23, 10). Pero, por mucho que insista sobre la penitencia y la justicia, por muy fundamental y esencial que sea esta predicación en su mensaje, no es, sin embargo, ni mucho menos, la última palabra y la enseñanza más sublime que tiene para la humanidad. En modo alguno acontece como si para Él la justicia y el nuevo reino fueran una misma cosa, como si su mensaje del reino se limitase a preparar una comunidad de almas en busca de la justicia divina y como si, por tanto, la conciencia que tenía Jesús de sí mismo y de su misión consistiera únicamente en hacer de Él el portador de una nueva vida moral. Restringir así el alcance de su mensaje en ese sentido moral, es desconocer su contenido específicamente religioso, más exactamente, el carácter sobrenatural y escatológico del nuevo reino. La justicia y la penitencia son para Jesús el camino que conduce al reino, pero no el reino mismo. Vienen a ser lo que la obra humana respecto a la recompensa del céntuplo (Mc 10, 30; cf. 16, 27): preparación y condición preliminar para entrar en este reino, pero, en cuanto a éste mismo, a la recompensa del céntuplo, exclusivamente la da Dios. Es una gracia suya, un reino «preparado para los benditos de su Padre desde la creación del mundo» (Mt 25, 34), una plantación hecha por el mismo Padre celestial (Mt 15, 13). Sus alegrías son las «alegrías del Señor», y consiste en «estar sentado a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob» (Mt 8, 11), es el «vino que se tomará de nuevo en el reino del Padre» (Mt 26, 29). Es una «bienaventuranza» con la que Dios mismo responde al fiel servicio del hombre, a su hambre y a su sed de justicia, bienaventuranza que sobrepasa todas las posibilidades naturales y humanas. En los evangelios sinópticos no queda muy explícito en qué consisten los bienes del reino. Jesús se contenta con afirmar que con éste «se hereda la vida» (Mt 19, 29; Mc 10, 17) y que se «entra en la vida» (Mt 18, 8). Pero en el evangelio de san Juan lo explica con claridad: «La vida eterna consiste en conocerte a ti como el Dios único y verdadero y a tu enviado, Jesucristo» (Ioh 17, 3). Jesús entiende, en consecuencia, por reino de Dios una comunidad de vida ininterrumpida y eterna, con el Padre y con Él mismo. Dicho reino tiene un carácter estrictamente sobrenatural, porque lo preparó el Padre, y es escatológico también, o sea que su venida es aún futura, y, por tanto, es preciso decir: «Venga a nos el tu reino».


Precisamente lo que inflama y abrasa el Corazón de Jesús, prestándole su cálida elocuencia, es el hecho de que el reino de Dios baja del cielo a los hombres como algo nuevo irresistible y revolucionario. «El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está próximo» (Mc 1, 15). Jesús Maestro se transforma aquí en profeta, al que se le descubre el futuro, y que da testimonio de él con la emoción y la fuerza de un Isaías o de un Oseas. Jesús, su mensaje y la conciencia que tiene de su misión no pueden ser comprendidos si no se capta en toda su profundidad su compenetración con esta novedad prodigiosa, ya en marcha, y su conocimiento de la intervención inminente e inmediata de Dios. El hecho de que estos acontecimientos ocurran al presente, en la última hora, la duodécima, imprime, en gran parte, penetrante y ardorosa energía a su mensaje y a su propia misión. Es algo inminente, cosa de un instante, del hic et nunc. «Estad ceñidos». «Tened el aceite preparado en vuestras lámparas». «Esta generación no pasará antes de que eso se cumpla» (Mt 24, 34). «Hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta haber visto venir el reino de Dios en toda su gloria» (Mc 8, 39; Mt 16, 28). Jesús ve, indudablemente, la venida de su reino en un futuro próximo, inmediato y ya en marcha, La ardiente ternura con que ama a su Padre y a los hombres se concentra por completo en este punto, porque la potencia del reino de Dios es manifiesta. Jesús viviente, en acción, en acto, por así decirlo, es el Jesús escatológico, el Jesús en su orientación existencial hacia el inminente reino de Dios. ¿Cómo entender esto? ¿Participó Jesús de las concepciones apocalípticas de su época, o fue dominado por la ilusión de que el fin de los tiempos estaba cerca, inminente, implicando, además, el juicio del mundo, el cielo y el infierno? ¿Confundió, como tantos de sus contemporáneos, el fin del mundo con la próxima ruina de Jerusalén? ¿Hay que atribuir a esta identificación, en el tiempo, del fin del mundo y de la ruina de Jerusalén el carácter heroico de su mensaje, el acento rudo de sus exigencias, la vibrante pasión con que grita a los hombres: «Estad preparados»? No está lejana la fecha en que, a raíz de la inquietante obra de Alberto Schweitzer, Von Reimarus bis Wrede (De Reimaro hasta Wrede), no se vacilaba en responder afirmativamente a esta cuestión, creyendo estar


autorizados a considerar a Jesús como un profeta, a la manera del Bautista, profeta que, por lo demás, se habría engañado en lo esencial de su mensaje. Hoy se guarda mayor circunspección a este respecto. Algunas afirmaciones de Jesús pueden parecer desconcertantes, por ejemplo, que «algunos de los que están aquí no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del Hombre venir a su Reino» (Mt 16, 28), o que los discípulos, enviados a predicar por el Maestro, «no acabarán de recorrer todas las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del Hombre» (Mt 10, 23). Estas expresiones de Jesús prometen una próxima venida del Hijo del Hombre, pero en manera alguna deben entenderse del juicio final y el fin del mundo. Jesús rehúsa terminantemente concretar lo más mínimo acerca «del día y la hora» del fin del mundo. A una pregunta de los discípulos a ese respecto, respondió tajante: «Nadie conoce ese día y esa hora, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sólo el Padre» (Mc 13, 32). Y ésas son palabras rigurosamente auténticas del Maestro. Es imposible pensar que las haya puesto en sus labios la comunidad primitiva, inquieta por la tardanza de su venida, pues los primeros cristianos jamás habrían atribuido a su «Señor», al «Hijo de Dios», al «juez del mundo», imperfección semejante, la ignorancia del día del juicio. Podemos, pues, concluir que, por lo menos para el mensaje de Dios, es indiferente el momento preciso del juicio del mundo, cuestión sin importancia. Mientras la literatura apocalíptica de la época de Jesús, así como también el libro de Enoch y el libro cuarto de Esdras, procuró calcular exactamente, mediante una mística de números, el día y la hora del fin del mundo, para Jesús esos cálculos son del todo indiferentes. Los datos evangélicos nos obligan a llevar más lejos nuestras conclusiones. No sólo calla Jesús el día y la hora del juicio del mundo, sino que más bien considera posible, y aun probable, que la voluntad del Padre retarde todavía bastante tiempo la llegada de ese día. En el mismo discurso escatológico, donde parece anunciar el fin del mundo a la generación de su tiempo, habla en forma detallada de los tumultos internos y externos que deben sufrir antes los pueblos. Habla de la predicación del reino de Dios que debe preceder «como testimonio para todas las naciones» (Mt 24, 14); del odio que el nombre de cristiano ha de excitar «en todos los pueblos» (Mt 24, 9), y aun de un paulatino proceso de disgregación espiritual en el mismo seno del cristianismo y en el cual «se


enfriará la caridad de muchos» (Mt 24, 12). Es imposible que Jesús creyese que todos estos sucesos, lentos por naturaleza, se desarrollaran en una sola generación. Muchas parábolas tienen este sentido. El esposo esperado por las vírgenes llega a medianoche (Mt 26, 6). El señor de la casa, que se había marchado lejos, vuelve solamente después de mucho tiempo para pedir cuentas a sus servidores (Mt 25, 19). Y precisamente porque el señor tarda en llegar, empieza a malgastar el servidor sin conciencia los bienes que le fueron encomendados (Mt 24, 48). La idea dominante en estas parábolas escatológicas no es tanto la de la inminencia como la de la rapidez y sorpresa de la venida del Hijo del Hombre. Como en los días de Noé, las gentes comerán, beberán y se divertirán sin presentir nada, y de repente vendrá el Hijo del Hombre (Mt 24, 37 ss). Por tanto, no pretenden dichas parábolas llegar más o menos a esta conclusión: «Estad preparados, porque el Hijo del Hombre va a llegar en seguida, durante esta generación». Más bien reciben su impresionante energía precisamente del hecho de la incertidumbre del día final: «Estad preparados, porque no sabéis cuándo llegará el Señor, si será por la tarde, a medianoche, al canto del gallo o a la aurora. Que no os sorprenda ni encuentre dormidos» (Mc 13, 35). La intención de Jesús es colocar la vida del hombre, de cada uno en particular, en la incertidumbre del último día y del juicio final. Cada minuto de toda existencia humana está en crisis, constantemente expuesta a la terrible posibilidad de un juicio súbito. Pero Jesús se abstiene radicalmente de indicar cuándo dicha posibilidad pasará a ser un hecho real. Habría que eliminar o forzar radicalmente todos esos textos y muchos otros de análogo significado, para poder sostener seriamente que el mismo Jesús contaba durante su generación con una próxima consumación de los tiempos, con el juicio final, y que la «venida del Hijo del Hombre» por Él anunciada estaba concebida en ese estricto sentido cronológico. Por otra parte, es también cierto que su mirada se dirigía hacia un futuro muy próximo, y que esperaba una intervención del cielo, con todo el ardor


de su alma, una venida del Hijo del hombre para un tiempo cercano, para aquella misma generación. Pero también conocía otra venida del Hijo del hombre dependiente en absoluto de la voluntad de su Padre. Esta antinomia se resuelve a la luz de la conciencia que tenía de su misión. Jesús sabe que Él es, actualmente, el que contiene, al mismo tiempo, en su persona el futuro y el presente, el fin de los tiempos y la actual generación. Se reconoce, desde ese momento en que habla, como el mismo que un día se sentará en un trono de gloria, rodeado de todos sus ángeles. Y entonces reunirá a todos los pueblos ante su presencia y los separará como el pastor separa los cabritos de las ovejas. «Pondrá éstas a su derecha y aquéllos a su izquierda». Conoce que es, desde ese instante, el «rey» del nuevo reino, el que dirá a los de la derecha: «Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo» (Mt 25, 33). Jesús pronuncia en esta ocasión acerca de sí mismo algo muy atrevido y realmente extraordinario en labios de un hombre. No obstante, es la clave para penetrar el sentido de su misión y explicar la aparente paradoja de su mensaje. Al reconocerse Jesús como juez futuro del mundo y como rey del nuevo reino, se le actualiza de algún modo dicho reino en su conciencia, punto donde convergen el presente y el porvenir, el tiempo y la eternidad. En una visión profética, que trasciende a nuestros pobres espíritus limitados, abarca simultáneamente, en una vivencia real y única, el actual juez y el juicio futuro, el presente rey y su reino venidero, la generación de hoy y el mundo del mañana. Para Jesús, los grandes acontecimientos del porvenir están presentes en su persona y se deberán manifestar con fuerza impresionante en la actual generación. Los poderes del reino comienzan a patentizarse y a obrar en su persona, en un futuro inmediato, con una novedad realmente creadora. Cuando Jesús, «con el dedo de Dios», domina el poder de los demonios (Lc 11, 20), manifiesta que el reino y sus potestades están trabajando ya en este mundo obrando de manera invisible. Su posición no puede ser determinada con exactitud, como sucede con las estrellas del cielo. El reino de Dios no está «aquí o allí», sino «entre vosotros» (Lc 17, 20), es decir, entre los judíos, con su poder invisible. Sin llamar la atención, brota de él la nueva gracia, semejante al grano de mostaza (Mt 13, 31), y al


fermento que la mujer mezcla en la masa (Mt 13, 33). El reino del Padre es igualmente el suyo, el «reino de Cristo» (cf. Mt 13, 41; 16, 28; 20, 21; Lc 23, 42). Cuando dos o tres oran juntos en su nombre, Él está en medio de ellos (Mt 18, 20) y es, desde ese momento, el principio que une a todos los suyos entre sí, a sus compañeros, a los invitados al banquete de bodas, a los que un día se sentarán a su mesa, en su reino, para tomar parte en el festín mesiánico (Lc 22, 29). Sin duda faltan todavía la majestad y la gloria exteriores, lo mismo que la victoria plena y la última manifestación de la majestad y poder de Dios. Su reino es, esencialmente, algo que está formándose y completándose. Por ello está Jesús en constante tensión interna, siempre en movimiento hacia el futuro, siempre orientado escatológicamente. Pero sabe que en Él, y en un futuro inmediato, ese gran acontecimiento se manifiesta por revelaciones y actos poderosos siempre nuevos, y sabe también que ese último juicio y ese reino de Dios tienen ya en la generación presente su origen y su desarrollo. Y así puede, con toda propiedad, anunciar como inminente la venida de ese reino, y al hablar del mismo y de la «venida con todo su poder», lo hace en un doble sentido, refiriéndose tanto al fin de los tiempos como al presente, o mejor dicho, lo entiende del presente orientado internamente hacia el fin de los tiempos, en el cual está incluido. Entraba en sus planes proféticos y mesiánicos de salvación tanto revelar las relaciones de sucesión cronológica como las propias de la esencia de su trama interna. Hecho digno de notarse es que Juan, preocupado más que los otros evangelistas de darnos a conocer la vida íntima de Jesús, es precisamente el que en su exposición pone de relieve la esencia intuitiva de Jesús. Más claramente aún que en los sinópticos, queda incluido el presente en la actitud escatológica de Jesús. No sucede como si él príncipe de la tierra esperase el fin del mundo para ser juzgado, más bien «está ya juzgado» (Ioh 16, 11). «Ahora es juzgado el mundo; ahora el príncipe de éste va a ser arrojado fuera» (Ioh 12, 31). * No podemos, pues, rehuir el hecho de que el mensaje de Jesús, íntegro, y especialmente la paradoja de su persona, descansan sobre la conciencia que tiene de sí mismo. Él, el galileo, el hombre que vive en ese instante es, al mismo tiempo, el futuro rey del mundo y el rey del reino venidero de Dios.


Desde este punto de vista, la persona de Jesús se presenta bajo un aspecto totalmente nuevo. No lo vemos ya, sólo en medio de las flores del campo, entre niños, enfermos y pecadores, sino también en el trono divino como juez supremo y como rey. Las estrellas que caen son su vestido. No es únicamente el maestro sublime y el profeta inflamado, es el señor del cada vez más cercano fin de los tiempos, y de Él dependen nuestro destino y el del mundo entero. Jesús declara la conciencia que tenía de sí mismo con una expresión que todavía hoy nos resulta particularmente curiosa, denominándose «Hijo del hombre», con lo cual descubre lo más profundo de su personalidad. ¿Qué quiere significar Jesús con esa expresión? El concepto de «Hijo del hombre», originariamente significaba un hombre cualquiera, desde Daniel que habló por vez primera de alguien semejante a «un hijo de hombre» (Dan 7, 13) que debía aparecer a la diestra del Anciano de los días sobre las nubes del cielo, recibe una acepción enfáticamente religiosa y, por tanto, mesiánica entre los judíos y en particular en los círculos apocalípticos. Por más inapropiado que fuera el nombre dogmático especialmente señalado para designar al Mesías futuro, orientó, no obstante, el pensamiento religioso hacia la personalidad misteriosa que un día debía, según la creencia de los buenos israelitas, venir como rey al final de los tiempos a rescatar a su pueblo. Al llamarse con toda intención «Hijo del hombre» y al apropiarse de un modo exclusivo ese nombre, le comunicó Jesús un sentido extraño y misterioso. Fue como una palabra cabalística, que llamaba la atención y orientaba los pensamientos hacia esferas ultraterrenas y divinas, hacia las cumbres del cielo de que hablaba Daniel, hacia la diestra del Anciano de los días, mientras que el pueblo judío daba a la expresión «hijo de Dios» un sentido puramente terreno o, por lo menos, de una simple criatura. Si Jesús se hubiese atribuido desde un principio el santísimo nombre de Dios, sus compatriotas, educados en la fe estricta, en la unidad absoluta y en la grandeza infinita de Dios, lo habrían apedreado sin más como blasfemo, aun antes de dar comienzo a su predicación. Si, empleando la terminología mesiánica de su tiempo, se hubiera denominado simplemente «hijo de Dios», con esa expresión habría más bien ocultado que descubierto


el secreto de su divinidad. El judío de aquella época daba ese nombre santo a otros seres creados, en primer lugar, a los ángeles del Señor, pero también al pueblo judío mismo, como pueblo escogido, a su rey que había recibido la unción, y aun a los judíos piadosos. El nombre de «Hijo de Dios» aplicado al Mesías habría despertado en ellos la idea de una criatura. Para evitar ambas interpretaciones, se apoyó Jesús en la profecía de Daniel. Siempre que se trata del final de los tiempos, habla del Hijo del hombre que está sentado a la diestra del poder de Dios y que aparece sobre las nubes del cielo (Mc 13, 26; 14, 62; Mt 24, 30; Mc 8, 38, etc.).Desde el principio y con seguridad incomparable sabe que esta profecía se cumple en su persona. Bajo la figura del hijo del hombre de Daniel, se revela al mundo como el que ha de venir a juzgarlo, como el rey del nuevo reino que bajará del cielo. La conciencia que tiene de su vocación y de su misión trasciende el tiempo y culmina en la eternidad. Su actividad temporal se desarrolla en el cumplimiento estricto de una misión toda trascendente y eterna, cuyo objetivo es el reino absoluto de Dios, en íntima dependencia con una misión que radica plenamente en el más allá y cuyo contenido esencial es la soberanía de Dios. Y así la vida temporal es, por ello, la preparación o, mejor, la manifestación en el espacio y el tiempo de esta realidad última y eterna. Su verdadero campo de acción es, en último término, el reino de lo invisible, de lo supraterreno y divino, allí donde se encuentra el trono del Anciano de los días. En su persona, la eternidad aparece en el tiempo, lo suprahistórico en la continuidad de la historia, lo divino en lo humano. Jesús, al llamarse Hijo del hombre, en el sentido de Daniel, expresa lo mismo que san Juan al hablar de la encarnación del Verbo divino. Se trata de una epifanía desde la diestra del poder de Dios, de una aparición de lo divino bajo una forma humana. Pero es vista aquí, en el marco profético de Daniel acerca del reino de Dios, no como presente, sino como futura en su desarrollo social, como una manifestación del reino de Dios que baja del cielo a la tierra con el Hijo del hombre. No es, pues, una epifanía del Verbo divino en general, sino en el aspecto concreto de juez. La justicia eterna de Dios y de su reino eterno han aparecido en la persona de ese Hijo del hombre, el cual, por lo mismo, constituye una crisis de la humanidad. «Ha sido puesto para la ruina y la resurrección de muchos en


Israel» (Lc 2, 34). Es la piedra desechada por los constructores y que se ha convertido ahora en piedra angular (Mt 21, 42). La actitud que uno toma en esta vida con respecto a su persona es decisiva por toda la eternidad: «A aquel que me confiese delante de los hombres, también le reconoceré yo delante de mi Padre en los cielos. Mas a quien me negare delante de los hombres, le negaré yo delante de mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 32). «Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan por causa del Hijo del hombre» (Lc 6, 22). * Un hecho resalta claramente, que, al aplicarse la profecía de Daniel acerca del Hijo del hombre, la conciencia de Jesús acerca de sí mismo sobrepasa los límites de todas las posibilidades humanas, elevándose hasta las nubes del cielo, hasta la diestra de Dios. Más aún, es extraordinariamente significativo que la conciencia que Jesús tiene de sí mismo como Hijo del hombre no se limita al sentido de la profecía de Daniel. La realidad que vive en Él es tan alta, tan profunda y rica, que sobrepasa a Daniel y da a la expresión «Hijo del hombre» un sentido más profundo y un nuevo contenido. Cuando Jesús habla del Hijo del hombre no se limita a un sentido exclusivamente escatológico; ni siquiera la mitad de sus afirmaciones tienen la mencionada acepción. Las más se refieren a su acción redentora en el presente, en perfecta armonía con la fusión de futuro y presente, de eternidad y tiempo, características de su predicación acerca del reino. En cuanto proyecta Jesús, entre las miserias y pecados de la vida presente, la luz viva y deslumbrante de su último juicio, tiene conciencia de ser el llamado a aniquilar dichas miserias y pecados, salvando así a los hombres para el nuevo reino. Como Hijo del hombre es, a la vez, juez y señor. Esto hace de su mensaje, aun en la hora presente, una buena nueva: «Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Pues os aseguro que muchos profetas y reyes lo desearon y no lo vieron» (Lc 10, 23). El Hijo del hombre es, en el presente, el verdadero medio de salvación porque es el Señor y rey del futuro reino de Dios, «Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Su fin


escatológico supone su misión mesiánica, o más bien se complementan mutuamente. Por ello usa preferentemente Jesús la expresión «Hijo del hombre» cuando habla de su obra redentora del presente. «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Él siembra la buena semilla, los hijos del nuevo reino (Mt 13, 37). Pertenece al Hijo del hombre librar de todo estorbo la voluntad del hombre religioso y moral, aun cuando se trata de una cosa tan santa como el sábado. «El Hijo del hombre es también el señor del sábado» (Mc 2, 28). Más todavía. El «Hijo del hombre» hace lo que sólo Dios puede obrar, aquello que algunos escribas no querían atribuir ni aun al Mesías esperado. Perdona los pecados. «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados, dijo al paralítico: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 11). Y lo mismo a la pecadora: «Tus pecados te son perdonados» (Lc 7, 48). Aquí, en el perdón de los pecados, culmina de modo sublime la redención del Hijo del hombre aplicada al mundo presente, terreno, y su afirmación como Mesías alcanza su acento más vigoroso, pues no se limita a colocarse al lado de Dios, sino que penetra hasta su seno. También se llama a sí mismo «Hijo del hombre» cuando habla de su pasión, pues llevaba constantemente grabada en el alma la convicción de que la obra redentora del Hijo del hombre, según la voluntad del Padre, debía cumplirse por el sufrimiento y la cruz, que el señor y rey del nuevo reino debería ganar con su propia sangre. Vuelve a esto repetidas veces en sus profecías relativas a su pasión: «El Hijo del hombre debe sufrir» (Mc 8, 31; 9, 12; Mt 16, 21; Lc 9, 22). «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida por la redención de muchos» (Mt 20, 28; Mc 10, 45). Jesús une aquí, en visión única y grandiosa, la imagen del siervo de Dios que sufre, trazada por Isaías, y la del hijo del hombre, de Daniel. Tiene conciencia de ser, en tiempo venidero, el juez del mundo y el rey del nuevo reino, y, al mismo tiempo, sabe que es, según el sentido de la profecía de Isaías (53, 11), aquel que «lleva sobre sí los pecados del pueblo y se entrega a la muerte». En la


simple expresión «Hijo del hombre», en lo más sencillo que de sí podía decir: hombre, se encierran las infinitas perspectivas de su conciencia. Jesús se sabe ascendido hasta el cielo y, al mismo tiempo, humillado en el polvo de la tierra. Ha venido a juzgar y mandar, y, por otra parte, también a servir y morir. Es rey del reino del cielo y, al mismo tiempo, hombre y siervo de los hombres. Así se comprende que Jesús prefiera emplear la expresión «Hijo del hombre» para dar a entender y expresar por medio de una imagen muy sencilla lo que quiere ser para nosotros: un hombre entre los hombres y, no obstante, su rey, su juez y su salvador, en suma un hombre del cielo. Desde este punto de vista recibe un nuevo significado el otro nombre Meschiah, esto es, «ungido», «Cristo», con que sus contemporáneos expresaban su fe en el rey del fin de los tiempos. Cuando los judíos, en su oración diaria de las 18 peticiones, imploraban la venida de Cristo, pensaban en la restauración del trono de David, pero Jesús veía en ese mismo Cristo, bajo el signo del Hijo del hombre, al salvador y juez del mundo. En este sentido recibe la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29; Lc 9, 21) y por eso lo atribuye, a causa de su insondable profundidad, a una revelación de lo alto. «No te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). En este sentido lo recibieron de Pedro los cristianos y desde entonces no hay nombre más dulce en el cielo y en la tierra que el de Jesucristo. Si hasta entonces la palabra Cristo estaba cargada de ideas judías que le representaban como de origen terreno, en adelante orienta los corazones hacia el Hijo del hombre, hacia la diestra del Anciano de los días, hacia el salvador del presente, y juez y rey del futuro. He aquí la novedad impresionante de lo que Jesús pretende en ruda contradicción con lo que creían y esperaban del Mesías los judíos de su tiempo, llevados de su egoísta nacionalismo. Aquí hay que buscar la principal causa determinante del drama del Calvario. Si Jesús se hubiera proclamado Cristo en el sentido nacional de los judíos, no habría sido crucificado, incluso en el caso de ser combatido y vencido, pues, según la ley judía vigente entonces, semejante pretensión,


por más injustificada que pareciese, no constituía una blasfemia y, por tanto, tampoco un crimen merecedor de la muerte. Cuando en el momento más grave de su pasión, el sumo sacerdote le propuso solemnemente la pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios altísimo?», no sólo respondió afirmativamente, sino que, con atrevimiento santo, con tajante confesión, con su sinceridad y claridad características, añadió: «Yo os digo que algún día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo». De este modo daba a la pregunta del sumo sacerdote, vaga y ambigua, como las ideas de los judíos en esta materia, un sentido preciso y determinado. Maniatado y herido, se ve, no obstante, a la diestra del Todopoderoso. Se encuentra ante el juez de la tierra y, sin embargo, tiene conciencia de estar sentado en el tribunal de Dios. ¿Puede haber mayor y más terrible paradoja? «Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó: Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Todos contestaron: Es reo de muerte. Y empezaron a escupirle en la cara y golpearle la cabeza» (Mt 26, 65). Jesús murió, y tenía que morir, porque los hombres eran demasiado mezquinos y estaban demasiado embotados espiritualmente para comprender su misterio celestial. Murió porque era el Hijo del hombre. * Para penetrar en la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y para apreciar su claridad y profundidad, conviene notar que, desde los comienzos de su vida pública, y sin que se pueda advertir en esto la menor vacilación o evolución interna, apoyó Jesús en su misma persona y expresándola en fórmula muy sencilla y a la vez reveladora y discreta –la del «Hijo del hombre»– su función de juez del futuro y la de salvador en el presente, misiones que sobrepasan toda medida humana y le colocan sobre las nubes del cielo y en el mismo seno de Dios. No fue san Pablo el primero en proponernos al «hombre del cielo» y al salvador del mundo. Por lo demás, nunca se encuentra en las epístolas de san Pablo la expresión «Hijo del hombre». Tampoco puede la primitiva comunidad de Jerusalén inventar la idea dogmática del Hijo del hombre,


para derivar su fe en el resucitado, que volvería como Señor del fin de los tiempos y juez del mundo. La expresión «Hijo del hombre» no ha tenido jamás, ni siquiera en los labios del mismo Jesús, un sentido propiamente dogmático. No era una profesión de fe, sino una expresión enigmática destinada a llamar la atención de los judíos sobre las realidades ocultas en la persona de Jesús, ¿Qué realidades eran ésas? Se desprende del contexto de las circunstancias en que Jesús empleó esta expresión. Por ello llamó bienaventurado a Pedro, no por haberlo proclamado y reconocido «Hijo del hombre», sino «Cristo». Los discursos de san Pedro, conservados en los «Hechos de los apóstoles», demuestran claramente que en la comunidad primitiva el punto central del mensaje cristiano no era precisamente el Hijo del hombre, sino el «Señor resucitado», el «Cristo», el «Siervo de Dios». La expresión «Hijo del hombre» no tenía verdadera razón de ser más que en la situación especial de Jesús, y era un giro que, a la vez, le protegía contra los malévolos y le atraía las almas de buena voluntad. En consecuencia, se puede ver aquí una especie de fórmula de circunstancias que no tenía otro sentido y valor que el que Jesús le daba, conociendo sólo Él el secreto de su grandeza única. Esto se explica por la situación concreta, pasajera, en que Jesús se encontraba y que no volvería a repetirse, lo cual nos garantiza la autenticidad de su origen y nos explica también que muy pronto cayese en olvido en los centros judío-cristianos y más todavía en las comunidades griegas, y que desde principios del siglo II dejara de comprenderse. Precisamente las mismas circunstancias históricas que explican esa expresión, nos revelan su importancia, particular en esta época, del mensaje de Jesús. Éste no vive al margen de los hombres de su tiempo. Está en medio de ellos y, por tanto, emplea las expresiones familiares de sus contemporáneos, representativas de sus esperanzas e ideales religiosos, muy especialmente el esquema escatológico del rey del fin de los tiempos, dándole una nueva vida en su persona e imponiéndole con la conciencia poderosa de su misión un matiz y contenido nuevos. A través de la forma pasajera y pasada, de un ideal adaptado a las circunstancias de tiempo, acertamos a divisar un mundo sobrenatural y celeste, cuyas luces iluminan su presencia y refulgen en su palabra y en su obra.


Aun considerando y juzgando a Jesús sólo dentro del marco de su mensaje del reino de Dios y del Hijo del hombre, sólo en su relación con los movimientos mesiánicos de su tiempo, sería imposible suprimir de su fisonomía histórica su exigencia ultraterrena y celestial. No es lícito admitir sólo a Jesús como prototipo de la humanidad más noble y más pura, es decir, no amar en Jesús más que la inocencia, la verdad, desentendiéndose de su misión sobrenatural como si ella interesara únicamente a las especulaciones de los teólogos. El Jesús de la historia se nos presenta con la conciencia clara y precisa de una vocación y de una misión, más aún, con una esencia y existencia sobrenaturales. El puesto donde está y donde Él quiere que se le vea es en el trono del Anciano de los días sobre las nubes del cielo y rodeado de ángeles. Toda su acción en la tierra recibe su consagración divina y su valor de redención de este aspecto ultra terreno y escatológico. Se puede afirmar que, aun históricamente, la esencia de su mensaje consiste precisamente en esta buena nueva de la proximidad del reino de Dios que llega en su persona. No se debe buscar dicha esencia, primariamente, en su doctrina moral. Efectivamente, en muchos puntos de su mensaje de una justicia mejor pueden encontrarse analogías en el Antiguo Testamento, o bien en la teología judía y también en la filosofía griega de la época. Sin duda, Jesús desbrozó esta preciosa herencia de sus numerosos aditamentos humanos y, mediante una reducción y una concentración enérgicas, la dejó pura y refulgente. Pero su contenido principal estaba ya previamente implicado, y, propiamente hablando, no es aquí donde debe verse la verdadera novedad que quiso traer y que de hecho trajo al mundo. La novedad que le interesaba era la «buena nueva» de que, con Él, la eternidad entraba en el tiempo, que la redención estaba próxima y que acababa de aparecer el «año grato del Señor» (Lc 4, 19). Por ello no se puede quitar del mensaje de Jesús su carácter sobrenatural y celestial sin desfigurar o incluso suprimir su mensaje. Quien deja de lado o niega este aspecto, no tiene ningún derecho, desde el punto de vista histórico, a entusiasmarse con la benignidad e inocencia de Jesús. Más bien todas sus sublimes cualidades humanas provienen de su esencia sobrenatural. No se comprenden históricamente más que como


reflejo y manifestación de un hombre que, en lo más profundo de su ser y de su vida íntima, está al lado, no de los hombres, sino de Dios. ¿Cómo hubiese podido brotar del mundo que le rodeaba, interna y exteriormente carcomido, de fe anquilosada y al pie de la letra de la Ley, de estrecho espíritu de casta, de una piedad únicamente preocupada por intereses materiales? Igualmente imposible era que surgiese del mundo helenístico, roído por el escepticismo y el libertinaje, una humanidad tan incomparablemente pura y unida a Dios, tan recta y leal, en una palabra, ¿cómo una raíz maligna hubiese podido producir rama tan pura y tan santa? El que acepte el primer aspecto no puede negar el otro. No podemos dejar a un lado su misterio celestial. * ¿En qué consiste dicho misterio? Cuando Jesús se denomina a sí mismo «Hijo del hombre» y, por lo mismo, juez y rey del fin de los tiempos, Redentor y Salvador del presente, ¿en qué se funda? Cuando pretende ser ensalzado sobre todos los profetas y reyes, sobre hombres y ángeles, elevado hasta la diestra divina, ¿en qué relaciones está con Dios? ¿Se siente distinto o se identifica con Él?, ¿es ese Hijo del hombre una simple criatura o es Dios? El problema es enorme y terrible, pues tenemos ante nuestros ojos a un hombre de carne y hueso, con conciencia, voluntad y sentimientos humanos, y nos preguntamos: ¿este hombre es Dios? Y, sin embargo, es necesario hacer esta pregunta, porque lo que en él vemos no puede ser explicado y comprendido desde un punto de vista humano y porque todo parece apuntar hacia Dios. Si no buscamos en esta dirección, su personalidad histórica permanece para nosotros un enigma insondable. Todas las explicaciones sobre Jesús que ha tratado de dar la teología liberal son parciales y fragmentarias precisamente por negarse, por principio, a considerar el aspecto divino. Sus apasionados y radicales continuadores no hicieron más que sacar las últimas consecuencias de esta posición y rechazaron las mencionadas soluciones parciales y fragmentarias, declarando atrevida y rudamente que aquel Jesús jamás había existido. Y en


cierto modo tenían razón, pues el Jesús al que ellos y sus maestros se referían jamás ha existido. Sería contraria a la experiencia y a todas las analogías de la historia, que aquella pureza y grandeza, tan indecibles, que la crítica más cáustica y despiadada no han osado suprimir, se encontrasen en un simple mortal. Efectivamente, semejante hombre no ha existido, de hecho, jamás; sólo ha habido un hombre, Jesús, en el cuál lo más profundo de su ser radicaba en el elemento divino, no en el humano. Sólo desde este punto de vista puede resolverse definitivamente el enigma de su manifestación histórica, penetrando más íntimamente en su personalidad y preguntándonos: Este Jesús que se coloca al lado de Dios, ¿es simplemente un ser celestial enviado por Dios, o es el mismo Dios en forma humana? Para comprender cuán intrincada y difícil es esta cuestión tengamos presente que Jesús, en su ascendencia humana, era un miembro del pueblo judío, rigurosamente monoteísta, que diariamente rezaba en su oración: «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es un Dios único». El mismo Jesús, en su oración (cf. Mc 12, 29) y en sus enseñanzas, reconoce estrictamente un solo Dios del cielo y de la tierra y un solo Padre. Desde este punto de vista, nuestra pregunta relativa a la divinidad que Jesús se atribuye, sólo puede tener todo su sentido en la medida en que no supone, por una parte, ideas politeístas, y, por otra, tampoco conduzca a consecuencias de aquel tipo, guardando, por tanto, de modo absoluto la unidad y la unicidad de Dios frente a la concepción politeísta del helenismo. No se puede tratar, pues, de saber si Jesús se considera como un Dios igual a Yahvé, o como su Hijo inferior al lado de aquél. Sólo puede tratarse de un «Hijo de Dios», esencialmente igual a Yahvé, que es Yahvé mismo; sólo puede tratarse de un Hijo de Dios que ha tomado consigo de modo tan especial, tan íntimo, la naturaleza humana, que ésta pasa a ser enteramente de Dios, o sea la manifestación de Dios en el hombre. Tal pregunta y tal posibilidad no pueden, evidentemente, darse más que en el terreno del monoteísmo judío. No es necesario, ni siquiera útil, recurrir a las concepciones politeístas helénicas. Ello equivaldría a olvidar y aun a desconocer completamente la


creencia fundamental del pueblo judío, del que Jesús formó parte, la doctrina fundamental del mismo Jesús acerca del Dios único, del Dios vivo de cielos y tierra. Es inadmisible y sofístico pretender que la cuestión de la divinidad de Jesús, o la fe en la misma sólo tenga sentido partiendo de las religiones helénicas de los misterios (porque sólo ellos se reconocían hijos de Dios en sentido propio). Jesús no era precisamente ni podía pretender ser un hijo de Dios en sentido helénico. Es imposible se creyera tal, por la sencilla razón que la fe en un solo Dios vivo era la base de todo su mensaje del próximo reino de Dios. También el cristianismo ha sido, a lo largo de su historia, y continúa siéndolo actualmente, siempre monoteísta. No hay aquí cabida para una concepción politeísta y helénica de Cristo. Y en cuanto semejante idea intentó infiltrarse en la Iglesia a través del arrianismo, fue precisamente la fe viva en un solo Dios lo que la superó y aniquiló. En vista del carácter monoteísta del mensaje de Jesús, la cuestión planteada puede enunciarse sólo de esta manera: ¿Cuál fue el pensamiento y la doctrina de Jesús sobre las relaciones de su esencia y naturaleza humanas con el único Dios vivo? ¿Creyó Él, en lo más íntimo de su alma, en la unidad de su ser con Dios? ¿Fue Él, sí o no, una epifanía de Dios en un ser humano? ¿Qué nos dicen sus hechos y sus palabras acerca de esta cuestión? Si se identifica la acción de Jesús con su ambiente histórico, es decir, en la línea de la predicación de los profetas y del mensaje de Juan el Bautista, llama ante todo la atención el modo tan consciente y seguro de sí mismo con que se distingue y separa de aquéllos, a quienes pretende además completar y perfeccionar. Las revelaciones anteriores sólo estaban destinadas a trazar y preparar el camino. «Aquí hay uno mayor que Jonás... mayor que Salomón» (Mt 12, 41 s). Los más sublimes profetas y reyes son inferiores a Jesús. Dichosos son los ojos de los discípulos por lo que ven, pues «muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron» (Lc 10, 24). Abraham celebró jubilosamente le fuera concedido ver el día de Jesús (Ioh 8, 56; 12, 41). Juan el Bautista es el más grande, sin duda, de los hijos de los hombres, más grande que los profetas y reyes del Antiguo Testamento, y, sin embargo, «el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él»


(Mt 11, 11). Por aquí se ve que Jesús proclama su obra superior a la de los profetas y reyes que le precedieron, absolutamente y sin comparación posible. Tiene la convicción de que en su mensaje aparece algo realmente incomparable y perfecto, «Hoy», al entrar Jesús por vez primera en su ciudad paterna, se cumple la buena nueva de Isaías anunciando salud a los pobres y redención a los oprimidos y prisioneros y vista a los ciegos (Lc 4, 18, 21). Esta novedad y superioridad de su mensaje tiene su explicación y su fundamento último en la superioridad incomparable y en la autoridad absoluta de su persona. Nada hay en el Antiguo Testamento, por grande y santo que sea, ni templo, ni sábado, ni la misma ley, que no esté sometido a su autoridad y a su poder omnipotente. «Pues yo os digo que aquí hay uno mayor que el templo» (Mt 12, 6). Sin duda fue Dios quien instituyó el sábado (Ex 20, 8; Deut 5, 12), pero el Hijo del hombre es también «dueño del sábado» (Mt 12, 8). Ciertamente Dios santísimo dio la Ley mediante Moisés, su servidor; pero aquí está uno que supera la concepción mosaica y la perfecciona absolutamente e incluso corrigiéndola si es preciso. Hasta seis veces enmienda Jesús las prescripciones de Moisés en nombre del nuevo espíritu de interioridad y de amor. No invoca, para hacerlo, como los antiguos profetas, los plenos poderes que Dios pudiera haberle concedido, sino que obra en virtud de su propio derecho. Nunca salen de sus labios aquellas palabras de que se servían los profetas para indicar que eran enviados de Dios: «Así habla el Señor». Hace notar que obra por cuenta propia, por su conciencia y autoridad: «Mas yo os digo» (Mt 5, 18, 20, 22, etc.). Considerando que, para la conciencia judía, el templo, el sábado, Moisés y la Ley no se separaban de Yahvé, cuya voluntad altísima se expresaba en ellos, deben entenderse las afirmaciones de Jesús acerca de su grandeza y de su autoridad como la aseveración de su más profunda identidad con Yahvé. En otras palabras, Jesús se coloca donde, para el pueblo judío, no podía estar sino Yahvé, y la misma impresión de unidad esencial con Dios se desprende de los milagros de Jesús. Cualesquiera que sean las objeciones de una crítica arbitraria, no puede negarse, sin embargo, la profunda impresión no sólo de sus discípulos, sino


también de sus adversarios más encarnizados ante esos milagros íntimamente ligados a la vida de Jesús [1]. El mismo Talmud judío admite las curaciones milagrosas hechas en nombre de Jesús, pero éste no obraba sus milagros como los taumaturgos ordinarios, sino que le caracterizaba una seguridad de sí mismo, una majestad, atestiguada unánimemente por los Evangelios. Se cuentan numerosos milagros realizados por los profetas. Elías y Eliseo incluso resucitaron muertos (1 Reg 17, 19; 2 Reg 4, 32; 4 Reg 13, 21). También los rabinos arrojaban los demonios, según el mismo Jesús (Mt 12, 27), pero todos estos prodigios acontecían en nombre del Todopoderoso, al cual invocaban [2]. Mas precisamente lo que llama la atención en Jesús es que sus milagros se presentan no como resultados de oraciones que han sido oídas, sino como irradiación natural de su ser. No del Padre, sino de Él mismo procede la curación: «Quiero, queda limpio» (Mc 1, 41); «Epheta, ábrete» (Mc 7, 34); Talitha Kumi: niña, joven, yo te lo digo, levántate (Mc 5, 41); «Toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 11). Evidentemente, ejerce no ya plenos poderes, sino la omnipotencia misma. Hemos dicho anteriormente, sin duda, que la voluntad humana de Jesús estaba tan identificada con la de Dios, que todo lo que aquél hacía era en unión moral de su voluntad humana con la divina. Pero, bien mirado, esta unión moral era sólo el instrumento, no la fuente primaria de donde manaba esa acción milagrosa. Esta identificación con la voluntad del Padre estaba como asumida y enteramente compenetrada por una unidad más alta, su unción esencial con Dios radicaba en un «yo» que era Dios. La seguridad y sencillez con que Jesús lee los pasajes mesiánicos del Antiguo Testamento dan una luz particularmente luminosa a su conciencia de estar identificado con Dios. Dondequiera que los profetas ven a Dios obrando, lo sustituye Él por su propia persona. Solamente a causa de la mencionada identidad puede legítimamente atribuir a su propia persona lo que los profetas esperaban del poder de Yahvé. Él es aquel «Señor de los ejércitos» al cual debe preparar sus caminos un precursor (Mal 3, 1; Mt 11, 10; Lc 7, 27). Él es ese Yahvé que obra maravillas (Mt 11, 5) y cuya realización anunció ya Isaías (35, 4). En Él se cumple la pastoral solicitud que Isaías (40, 22) y Ezequiel (34, 11) esperaban de Yahvé. A Él se aplica


(Mt 21, 16) lo que dicen los Salmos del «Señor», que «de la boca de los niños y de los infantes de pecho sacaría fuerza para vencer a sus enemigos» (Ps 8, 3). Tiene el convencimiento de formar un mismo ser con Yahvé. Y así se llamó esposo de Israel (Ier 3, 14; Ez 16, 8) en el mismo sentido que aquél es el esposo del pueblo escogido. Esta identificación es notable, sobre todo en la curación del paralítico (Mc 2, 10). Según la creencia de los judíos (cf. Is 43, 25; Ez 36, 25) está reservado a Dios el poder de perdonar los pecados. Ahora bien, Jesús en tal ocasión recalca con claridad que Él tiene ese poder hasta el punto de no hacer mención de Dios, subrayándolo ostentativa y solemnemente con la curación del paralítico. Así, y con evidencia sin réplica, demuestra que tiene el convencimiento de ser una manifestación de Yahvé, y que su poder de perdonar los pecados radica precisamente en su unidad con Aquél. Aquí se nos muestra su personalidad moral y religiosa con una claridad nueva que nos va a permitir penetrar hasta su mismo fundamento constituido por aquella unidad de Jesús con el mismo Verbo de Dios, del cual recibe su voluntad humana la seguridad sencilla, natural, sin vacilación alguna en sus propósitos, la unidad y firmeza inquebrantable en la acción y la facilidad extraordinaria para lo santo y divino que caracterizan su persona. La perfección de su humanidad se debe a que ésta no es progresiva y alcanzada por la lucha, sino innata. Además, toda falta o simple imperfección son extrañas a su vida y aun a su misma naturaleza, hasta el punto de que Él tiene todo el poder sobre el pecado, destruyéndolo y perdonándolo en los demás. Sólo puede buscarse el verdadero origen de esta naturaleza humana, tan nueva e incomparable de pureza y de santidad, en la santidad divina. Y como Jesús es Dios, su figura humana es la encarnación de la divina santidad y sólo ésta permite explicar su humanidad inmaculada, como asimismo disipa también todas las oscuridades que su buena nueva del reino de Dios pueda presentar. Si Jesús tenía conciencia de ser, en su realidad más profunda, una manifestación del Dios eterno, ello y nada más que ello explica psicológicamente por qué su mensaje abarca, al mismo tiempo, el fin del


mundo y el presente, por qué se encuentran en su conciencia personal la eternidad y el tiempo, por qué se siente a la vez salvador y juez del mundo y por qué es suyo el reino de Dios. El fundamento del mensaje, de dicho reino está en la afirmación de su divinidad. Es imposible separarlo como algo exterior y extraño añadido posteriormente por la fe de los discípulos; hay que buscar su origen donde la predicación del reino de Dios tiene el suyo, es decir, en la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. Esta unidad de Jesús con Yahvé explica igualmente la energía con que se constituye centro de su mensaje. Sin duda que el reino de Dios es el objeto más inmediato y más directo de su mensaje, pero es también inseparable de su persona, puesto que se manifiesta en ella. Nada parecido hay en la historia de las religiones. En toda institución de tipo religioso por personas históricamente conocidas, los fundadores no eran el objeto ni el centro, sino únicamente los predicadores. La persona de Buda, de Mahoma o de Moisés no constituía propiamente el contenido de la nueva fe y del culto, formado en realidad por su doctrina que, desde luego, puede ser considerada aisladamente y como algo aparte e independiente. Pero en el cristianismo ocurre algo muy diferente. El cristianismo es Jesucristo y el mensaje cristiano: Jesús es el Cristo. «¿Quién me consideráis?», es la pregunta decisiva que Jesús propuso en el comienzo del nuevo reino. Por ello es exclusivamente su persona también, el nudo vital, la fuente primera y fecunda de la nueva comunidad. «Cuando dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). «Con ardiente deseo» (Lc 22, 15) en la última hora, en el momento en que iba a separarse de sus discípulos, ansió dejar «como recuerdo» su carne y su sangre redentoras. «Comed todos, porque éste es mi cuerpo. Bebed todos, porque ésta es la sangre de mi alianza con vosotros». Su última y mayor preocupación fue que los suyos quedasen unidos con Él en la más íntima de las uniones, la de su carne y su sangre. Por este motivo exigió rigurosamente Jesús a sus discípulos, desde un principio, una adhesión sin reservas a su persona, hasta tomar la cruz sobre sus espaldas. «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Es la misma rigurosidad que pone en el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Lo que pide para su Padre celestial, lo exige también


para sí mismo: una fe inquebrantable y un amor sin medida. «Feliz aquel que no tomare de mí ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan» (Mt 16, 17). «Creed en Dios y en mí» (Ioh 14, 1). «El que no cree, ya está juzgado» (Ioh 3, 18). Jesús señala como «primero y más grande de los mandamientos», amar a Dios de todo corazón, con toda el alma (Mt 22, 37) y con el mismo espíritu y energía de acento, pide: «El que ame a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37; Lc 14, 26). ¿Quién es el simple mortal que ha obligado o podido obligar de esta manera a los que le rodeaban, incluso a la humanidad entera, a una entrega tan absoluta a su persona? Semejante convencimiento de su estima sobrepasa toda medida humana. Jesús no se pone simplemente cerca o al lado de Dios, sino que se identifica con Él. Puede uno revelarse interiormente y resistirse contra este hecho, pero no anularlo. En suma, la obra, la doctrina y toda la actividad de Jesús son la vida de un hombre que tiene conciencia de ser esencialmente uno con Dios. Henos aquí en la última pregunta: ¿Cómo expresa Jesús esa relación esencial que le une a Dios? De sus obras pasemos a las palabras. Al examinar su vida íntima de oración hemos advertido ya que Jesús tenía conciencia de estar unido inmediata e íntimamente al Padre, y cómo su modo de orar se distinguía claramente del de los demás creyentes. Sólo Él dice: «Mi» Padre. Para los discípulos es «su» Padre, «vuestro» Padre. Esta conciencia de su filiación divina es su primera premisa, un a priori de toda su vida, a modo de feliz necesidad interior que le impele, desde su más temprana edad, a ocuparse en las cosas de su Padre (cf. Lc 2, 49). A la pregunta y queja de su madre: «Tu padre y yo te hemos buscado angustiados», contesta el niño de doce años: «¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas de mi Padre?». Evidentemente, esta contestación se refiere, aunque tácitamente, a las palabras maternas «tu padre y yo». Su verdadero Padre es el que está en el cielo. Ya comienza a manifestarse aquí la realidad profunda de su ser, su unión absolutamente única con el Padre, su filiación.


Objetar que ésas no son palabras de nuestro Señor, sino una invención de la leyenda, introducida posteriormente, es una afirmación gratuita. Es falsear indeciblemente la recia preocupación de san Lucas por la verdad que, al principio de su evangelio, le lleva a afirmar expresamente que se ha informado con diligencia «desde el principio» de todo lo que ha escrito (1, 3). Tal posición es incompatible con el estilo del relato, con la sencillez y discreta reserva con que da a entender, sin aludir directamente, el misterio de Jesús. Semejante sencillez y reserva son totalmente extrañas a las fantasías legendarias, por ejemplo, en el evangelio de la infancia según Tomás. No se puede, pues, razonablemente poner en duda el valor histórico del relato de Lucas. Por tanto, Jesús desde su infancia tuvo el convencimiento de ser el Hijo del Padre, en un sentido particularísimo. En el momento de su entrada en su vida pública, el día de su bautismo por Juan, este convencimiento que tenía de ser el Hijo de Dios, le fue confirmado por una voz venida del cielo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias» (Mc 1, 11; Mt 3, 17; Lc 3, 22). Y así, al amor particular que Yahvé manifestó en otro tiempo con las mismas palabras al pueblo escogido (cf. Ps 2, 7; Is 42, 1), Jesús lo ve derramado sobre sí en un sentido nuevo y sublime. «Padre mío», clamó al cielo, desde su infancia, con sentimiento de intimidad incomparable; y desde el cielo se le respondió: «Mi Hijo muy amado», como jamás le fue dicho a ningún mortal. Esta conciencia de ser el Hijo muy amado del Padre es la dicha íntima, la secreta felicidad de su vida que brilla en sus ojos y comunica a toda su figura humana el reflejo de lo sobrenatural, de lo santo, de lo divino. San Juan, principalmente, ve esa «majestad de Dios» en su rostro, la majestad del «Hijo único del Padre» (Ioh 1, 14; 3, 16; 5, 23; 17, 1). Esa impresión de lo divino era la que obligaba a gritar a los posesos: «Tú eres el Santo de Dios» (Mc 1, 24; cf 5, 7), la que ponía en labios del centurión pagano de Cafarnaúm la confesión: «Yo no soy digno de que entres bajo mi techo» (Lc 7, 6), la que hacía caer a Pedro de rodillas y exclamar: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador» (Lc 5, 8).


En la claridad luminosa de esta conciencia se desvanecían fácilmente las fantasmagóricas sombras de la tentación del desierto: «Si tú eres el Hijo de Dios...». Igualmente se disipaban en ella las mayores angustias de la pasión. Así, seis días después de haber comenzado a hablar a sus discípulos de los sufrimientos que acechaban al Hijo del hombre, oyó de nuevo y también algunos de sus discípulos, las misteriosas palabras en la montaña de la transfiguración: «Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadle» (Mc 9, 6). Fue para Jesús la palabra más dulce y más querida, que proyectó en adelante, hasta su pasión, una luz confortadora. ¿Qué entiende Jesús por «Hijo»? ¿Cuál es el contenido de su conciencia? El hecho de considerarse juez del mundo y rey del fin de los tiempos indica ya por adelantado y sin duda alguna que «su filiación divina» debe entenderse en un sentido único y ultraterreno. Como «Hijo único, muy amado» está sobre los «siervos», es decir, sobre los profetas del Antiguo Testamento (Mt 21, 33; Mc 12, 1; Lc 20, 9). Al declarar (Mc 13, 32) que nadie, ni los ángeles, ni aun el mismo Hijo, conoce el día, ni la hora del juicio final, evidentemente coloca al Hijo, no sólo por encima de los hombres, sino también sobre los ángeles. San Mateo (22, 41) relata una discusión de Jesús con los fariseos, en la que combate expresamente la opinión popular judía según la cual el Mesías no sería más que un hombre, un simple descendiente de David. Es imposible, declara Jesús, y lo demuestra, siguiendo los métodos rabínicos, que el Mesías sea un simple descendiente terrenal de David, puesto que éste en uno de sus salmos (109, 1) le llama su «Señor». Por lo demás, si la opinión de los judíos ordinarios de su tiempo creía en un origen terreno del Mesías, en los círculos piadosos, según lo confirma el libro 4 de Esdras (cf. 7, 28), no era del todo desconocida la creencia en su origen ultraterreno. La afirmación de Jesús de ser el «Hijo» del Padre, no carecía, pues, de relación histórica. ¿Cómo entendía Jesús el carácter ultraterreno de su filiación? Tenemos a este respecto una respuesta decisiva que suprime toda confusión. Nos hablan de ella Mateo (11, 25) y Lucas (10, 21), casi en los mismos términos, ofreciendo la profundidad y la fuerza característica de Juan, pudiendo considerarse como la más sublime y última palabra de Jesús


acerca del misterio de su persona. Corresponde, además, al modo siempre discreto y reservado de Jesús, que cuidaba solícitamente de «no arrojar las perlas a los puercos» (Mt 7, 6). En efecto. Jesús no quiso hacer la revelación más elevada y más precisa acerca de su propia persona delante de la muchedumbre de los judíos, sino en el círculo de sus íntimos. Jesús había enviado, en cierta ocasión, a setenta y dos discípulos a anunciar por todas partes la llegada del reino de los cielos. Éstos volvían gozosos, contándole que los malos espíritus les obedecían en su nombre. Y Jesús les respondió que debían alegrarse más de tener sus nombres escritos en el cielo. «En aquella misma hora se alegró Jesús en el Espíritu Santo, y exclamó: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo. El Padre ha puesto en mi mano todas las cosas; y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre, y nadie quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo. Vuelto a los discípulos, aparte les dijo: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros, y no lo vieron» (Lc 10, 21). Jesús se expresa aquí con alegría extraordinaria y acento victorioso. El éxito de los setenta y dos discípulos es una prueba de que la mies mesiánica crece y se despierta la fe en su misterio. El hecho de que sean precisamente los pequeños quienes creen en su nombre, prueba la bondad y misericordia de Dios, y arrebatado por este amor entra en la riqueza prodigiosa que brota del fondo de su ser, donde su amor se ha manifestado más creador que en otra parte alguna. El Padre le ha dado tres grandezas sublimes. «Todo me ha sido entregado por el Padre». Todo, es decir, todo honor y grandeza, todo poder y autoridad, todos los ángeles y hombres. Sencillamente, nada posee el Padre que no le pertenezca a Él igualmente. El término «todo» es sinónimo de infinitud. Juan el Evangelista lo aclara y explica con otras palabras de Jesús que sacó para nosotros del tesoro de sus recuerdos: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (16, 15). «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío» (17, 10). Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, resucita también el Hijo a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado todo el


poder de juzgar al Hijo, para que todos le honren como al Padre (5, 21). «Tú le has dado la potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le has confiado» (Ioh 17, 1). La segunda de sus grandezas es aún más profunda y constituye el fundamento de la primera: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo; y nadie al Hijo sino el Padre». El Hijo es una realidad cuyas profundidades son inaccesibles a todos, excepto al Padre, y viceversa. Ambos tienen una comunidad de vida enteramente única y exclusiva (condicionada por la relación Padre-Hijo), de la cual nadie más participa. Jesús describe aquí sus relaciones esenciales con el Padre en el cuadro de conceptos familiares al pueblo judío y a la mística helenística. Por eso no puede haber para el hombre un perfecto conocimiento de Dios. Tal conocimiento es privativo de Dios. El hombre no puede pretender más que ser conocido de Dios (cf. 1 Cor 8, 1; Gal 4, 9). Muy distinto es lo que pasa entre Dios y Jesús. Él y sólo Él posee, con respecto al Padre, el conocimiento pleno y completo que éste tiene respecto al Hijo, y dicho conocimiento le pertenece porque Él, y sólo Él, es el «Hijo». Por otra parte, a los ojos de los hombres, el Hijo, en su ser, está tan lleno de misterio como el Padre. Lo está de tal modo, que sólo lo conoce el Padre, y precisamente por el hecho de serlo. Abstracción hecha de su expresión mística, esta afirmación de Jesús sobre sí mismo no es, en el fondo, más que un testimonio claro e indiscutible de la relación única, natural y esencial de su persona con el Padre y del Padre con Él. Únicamente ambos se conocen, se poseen y compenetran hasta la intimidad de su existencia, porque ellos solos están en las relaciones de Padre e Hijo. Lo que aquí revela Jesús con sencillez sublime, coincide con la afirmación acerca de sí mismo, tan elevada, que nos transmite Juan, el evangelista de la vida interior e íntima: «Yo y el Padre somos uno; ¿no creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Ioh 14, 10). «Felipe, quien me ve a mí, ve a mi Padre» (Ioh 14, 9). «No me conocéis a mí ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, conoceríais también a mi Padre» (Ioh 8, 19). «Conozco a los míos, y los míos me conocen a mí, como el Padre me conoce, y yo a Él» (Ioh 10, 14, 15). «Creed mis obras para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y yo en Él» (Ioh 10, 38).


De esta unidad de ser del Hijo con el Padre resulta, naturalmente, la tercera grandeza de su alma expresada por ese mismo testimonio de Jesús, breve, pero decisivamente: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo». Luego sólo es el Hijo el que nos revela al Padre. El contenido y el sentido profundo de su mensaje y del cristianismo entero es: al Padre por el Hijo. No hay otro camino. También aquí los sinópticos nos hacen oír en su relato la voz del Cristo según Juan, prueba evidente de que el discípulo amado nos ha conservado y transmitido fielmente el mundo interior de Jesús y el modo como se comunicaba a los suyos. A la pregunta del apóstol Tomás: «Señor, ¿cómo podemos saber el camino?», Jesús responde: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». «Padre justo, el mundo no te ha conocido, mas yo y éstos han conocido que tú me enviaste» (Ioh 17, 25). Así desaparecen todos los velos del misterio de Jesús. De su fisonomía puramente humana, de su persona intelectual y moral, de su interior religioso, hemos llegado a su misterio sobrenatural, a su esencia celestial, al Hijo del hombre, a la vez juez y señor del futuro y salvador del presente. Hemos comprobado que su humanidad radicaba en la parte sobrenatural y que, aun desde el punto de vista puramente histórico, no se puede explicar de otro modo. A su vez, su esencia ultraterrena parece se nos manifiesta en último término como el misterio del Hijo, como una participación inmediata en la esencia del Padre, como unión esencial con Él. El enigma de su historia en la tierra se resuelve en la claridad deslumbradora de estas palabras: «Nadie conoce al Padre, si no es el Hijo». «Yo y el Padre somos uno». * Al hacer tales afirmaciones, parece que ha de fallarnos el pensamiento y la lengua y que el corazón late con violencia. ¡Pensamiento sobrecogedor! Ha existido realmente, según el testimonio de la historia, un hombre plenamente sano de espíritu y de cuerpo, de mirada extraordinariamente realista para las grandes y pequeñas realidades de la vida, de inteligencia prodigiosamente penetrante; un hombre olvidado de sí mismo y desinteresado como jamás lo hubo sobre la tierra, cuya vida estuvo


consagrada con verdadera pasión al servicio de los pobres y de los oprimidos. Y este hombre sano, clarividente, desinteresado, tuvo, desde el principio de su vida hasta su muerte, conciencia de ser el Hijo único y muy amado del Padre, a quien sólo Él conoce. Más todavía. Existió en un tiempo perfectamente determinado un hombre, un hijo del pueblo judío que, como tal, no conoció más que un solo Dios del cielo y de la tierra, un solo Padre en el cielo, y tuvo siempre el más profundo respeto a ese Padre celestial; un hombre cuyo alimento desde su más tierna juventud, tanto en los días prósperos como en los aciagos, fue, precisamente, hacer la voluntad de este Padre, y cuya vida era una continua oración; era, además, un hombre tan realmente identificado con esa voluntad divina, que, con el poder de la misma, curaba a los enfermos y resucitaba a los muertos; un hombre, en fin, que durante toda su vida se dio a esa voluntad de una manera tan íntima y exclusiva, que jamás se separó de ella, no sintiéndose, en ocasión alguna, cargada su conciencia con la más leve culpa, de modo que nunca tuvo la necesidad de proferir un grito de penitencia y perdón. Aun en la hora de su muerte no rogó por sí mismo, sino para obtener el perdón de los demás. Con la conciencia de su unión con Dios, decía al hombre atormentado: «Tus pecados te son perdonados». Y este hombre santo, unido sin reservas a Dios, al que siempre tiene presente, dice durante toda su vida, como la cosa más natural, que es nuestro juez al fin de los tiempos, que es el siervo de Dios y también su Hijo único, igual a Él por naturaleza: «El Padre y yo somos uno». ¿Podemos, debemos, necesitamos creer a este hombre? Puesto que se trata de la encarnación de Dios, esto es, de una humillación tal que, según la expresión de san Pablo (Phil 2, 7), rebajó su majestad divina hasta el «anonadamiento» completo, ¿no será nuestro deber creer en el error del hombre, por muy santo que hubiera sido, antes que creer en la humillación inaudita, verdaderamente infinita de Dios? ¿No se trata aquí de un hombre que se levanta contra Dios? Al creer ¿no cometemos, en el fondo, una falta de incredulidad? ¿No nos obliga precisamente nuestro sentido religioso, atento y respetuoso para con la unidad y majestad infinita de Dios a decir «no», y a gritar con rabia, como Caifás, rasgando nuestros vestidos: «Ha blasfemado», a menos que digamos compasivamente como los parientes de Jesús: «Ha perdido el juicio»?


¿No era, acaso, más de esperar, precisamente a la luz y a la fuerza del concepto que tenemos de Dios, «que la hierba se seque y los pájaros caigan muertos al suelo», según palabras de Chesterton, que no que un carpintero vagabundo, tranquila y «casi despreocupadamente, como uno que se vuelve a mirar por encima de su hombro», declare: «Yo y el Padre somos uno»? [3]. Sí, el que tiene miedo y no puede proseguir, el que desfallece ante esta paradoja: Dios santísimo, perfectísimo, infinito... un hombre, un judío, un carpintero, un sentenciado, un crucificado... puede estar más cerca de la fe viva que otro que todo lo admite tranquilamente y repite su credo con completa indiferencia; en todo caso, más cerca que el que tenga la audacia de ver en las afirmaciones de Jesús acerca de sí mismo inocentes maneras de hablar, exageraciones inofensivas de un alma piadosamente exaltada, y se incline respetuosamente ante la noble humanidad de Jesús. Y sin embargo, en esta cuestión capital, ¿tiene el hombre derecho a pronunciar la última palabra? Su fe, el concepto que se forma de Dios, ¿se imponen acaso sin réplica alguna? ¿Qué es el «concepto de Dios»? ¿No será tal vez una creación de la inteligencia de los hombres? ¿No es Dios mayor que la idea que de Él nos formamos? ¿Acaso los pensamientos de Dios son como los nuestros? ¿No es la sabiduría humana una locura ante Dios? ¿Y si Dios, precisamente por ello, hubiera querido manifestarse mostrándonos su omnipotencia y su amor infinito en la paradoja de convertirse en criatura, en hombre, que hasta se dejó crucificar? En las posibilidades infinitas de Dios están contenidas todas las posibilidades que puedan imaginarse, aun las de Belén y del Gólgota. ¿Y si Dios exigiera al hombre precisamente esa fe en lo increíble? ¿Y si precisamente en este «increíble» hubiera querido aplastar nuestro orgullo humano, aniquilar las posibilidades y las miras puramente humanas y dominar sólo en nosotros, en nuestros pensamientos y en todo nuestro ser? Entonces, no podemos desatender a Jesús. Es una de las posibilidades de Dios. Y vemos claramente que si, efectivamente, esta posibilidad se ha realizado, manifestándose Dios en la tierra, sólo la humanidad de Jesús


puede y debe ser considerada como el verdadero y único centro de su «teofanía», pues en ninguna otra parte brilla con tanta pureza y perfección todo lo que Dios es: grandeza, omnipotencia, santidad, justicia, misericordia y bondad. Si Dios tenía que manifestarse en la tierra, en una naturaleza humana, no pudo hacerlo más que en Jesús. Todavía más. Lo sobrenatural y lo divino refulgen tan viva y superabundantemente, que deslumbran y obligan a cubrir la vista, y para poderlo negar deberíamos desechar por principio todo conocimiento histórico. Tenemos ante nosotros una realidad que se impone de modo tan evidente, que nos obliga a creerlo a ciencia y a conciencia. Pero, ¿podemos creer, en caso de que lo queramos? ¿No descansará, en último término, nuestro motivo de credibilidad sólo en el testimonio y en la afirmación de un individuo, de un hombre, por muy santo y superior que sea, y por muy clara que sea la afirmación de su unidad con el Padre, pero que, después de todo, se nos apareció en figura meramente humana, en toda la problemática de lo humano, contingente y transitorio? * En realidad, al tratarse de algo tan impresionante y sublime, al tratarse de lo divino, de Dios mismo, sólo Dios puede darnos la respuesta decisiva. ¡Oh Dios mío!, ¿dónde está tu amén, tu testimonio? Postrémonos de rodillas a los pies de Jesús. Y como en otro tiempo la pecadora, reteniendo en las suyas las manos sagradas del Maestro, sin dejarle, pidámosle con fe ansiosa, con ardiente anhelo: ¡Oh Dios mío, Dios mío!, ¿dónde está tu testimonio, tu claro «sí», tu «amén»? ¡Oh Dios mío!, «glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Ioh 17, 1).


VII. La Resurrección de Cristo No pequeña prueba de la fidelidad descriptiva y de la credibilidad que merecen los evangelistas, es que éstos no tienen reparo en decirnos con qué lentitud, dificultad, y aun cuán torpemente recibieron la doctrina de Jesús la mayor parte de los discípulos, quienes, aun siendo testigos directos, que vieron y oyeron a Jesús, no llegaron, sin embargo, a penetrar completamente, a lo largo de su vida mortal, en el verdadero fondo de su misterio. Oían que Jesús se denominaba «Hijo», que hablaba de su pasión, muerte y resurrección, pero todo esto no despertaba entre ellos gran atención. «Ellos no entendían esa idea que les era revelada para que no la comprendiesen, y temían pedirle explicaciones» (Lc 9, 45; cf. Mc 9, 32). Pero, Santiago y Juan eran los que con más atención escuchaban. A la luz de una revelación particular, Pedro llegó a penetrar en el santuario más íntimo de Jesús, puesto que le confiesa como Cristo en Cesarea de Filipo. Sin embargo, el mismo Pedro tenía limitada inteligencia para estas cosas. Así, le parecía intolerable que Cristo padeciese: «Tomó a Jesús aparte y comenzó a reprenderle, diciendo: ¡Ah, Señor!, de ningún modo; no, no ha de verificarse eso en ti» (Mt 16, 22). El objeto de los pensamientos y deseos de los discípulos era el ideal tradicional de un Cristo de majestad y poder, de un Mesías que, próximamente, subiría al trono de su padre David, y que gobernaría a los pueblos con justicia y sabiduría; idea y posibilidad humanas que convenían a sus deseos egoístas de poderío y dominación. Había arraigado aquella idea en su espíritu tan amplia y profundamente, que la posibilidad de la cuál Jesús les hablaba sin cesar, de un Cristo que iba a padecer, les era inadmisible y la recibían como perspectiva inoportuna, desagradable e inhibidora, y trataban de olvidarla en la medida de lo posible. «Su corazón estaba ciego», dice el evangelista, para indicar su impotencia respecto a los planes divinos (Mc 6, 52). Poco antes de la Pasión del Señor, Santiago y Juan envían su madre a Jesús con el fin de asegurarse


puestos de honor en el nuevo reino, a la derecha e izquierda del Mesías (Mt 20, 20). En la última cena; cuando Jesús habla de la próxima separación y de las cosas graves que van a ocurrir, los apóstoles le ofrecen prestamente dos espadas (Lc 22, 38). Tan escasamente le habían comprendido [1]. «No me han entendido quienes están conmigo», dice cierta queja del Señor, conservada por la tradición. Y jamás podremos formarnos idea de las dificultades que creaba el concepto judío acerca del Mesías y la mentalidad de los discípulos, para poder penetrar en la profunda y verdadera realidad de un Hijo de Dios que sufre y es crucificado [2]. Educados en rígida fe monoteísta y atentos, desde su infancia, como buenos galileos, a las iniciativas guerreras y a los acontecimientos políticos, tenían sin duda que recorrer más camino que nosotros para llegar a la idea de un Dios crucificado. Hay todavía otra razón que les hacía más largo y más difícil este camino, pues percibían mucho más intensamente que nosotros lo que había de puramente humano, creado y limitado en Jesús, del cual distamos actualmente muchos siglos. Incluso san Pablo no tuvo contacto con lo puramente humano del Jesús que padecía hambre y sed, lloraba y sufría, sino sólo con el Cristo glorioso. Los apóstoles, por tanto, únicamente en los momentos en que estaban bajo la iluminación de Dios penetraron en el misterio divino de su maestro (cf. Mt 16, 16). Pero, de ordinario, todo lo que podía alcanzar de ellos la dirección sabia y amorosa de Jesús era que, a su modo, reconociesen su fuerza divina, su santidad única, sus particulares relaciones con Dios y su condición de elegido, y que expresasen este conocimiento del modo más alto a su alcance, llamándole profeta, Mesías. Cristo. «Era un profeta en palabras y en obras ante Dios y ante el pueblo... y nosotros esperábamos que sería el salvador de Israel». Estas sencillas palabras de los discípulos de Emaús dan a entender todo lo que Jesús fue para sus discípulos durante su vida mortal (Lc 24, 19, 21). Cuando en aquel pavoroso viernes, Jesús, en vez de subir al trono de David, fue levantado sobre la cruz, sintieron sus discípulos el derrumbamiento repentino de gran parte de sus esperanzas. Carecían entonces de la energía


psíquica para pensar en las promesas de Jesús acerca de su resurrección, y menos aún para obrar según ellas. Sin embargo, no fue un desmoronamiento completo de su fe. Habían visto con claridad meridiana el dedo de Dios en la vida y en las obras de Jesús, que se había abierto a ellos de un modo demasiado íntimo para que unas horas fuesen suficientes para perder toda la confianza en Él. El hecho de que los discípulos, después del prendimiento de Jesús, continuaron reunidos en Jerusalén y que las santas mujeres, desde la mañana de Pascua, fueran al sepulcro, prueba claramente que, a pesar de todo, en el fondo de su alma permanecían todavía unidos a Jesús y que su fe, aunque conmocionada, no había sido enteramente destruida. Lo que verdaderamente quedó destruido y aniquilado fue la forma terrena y humana impuesta a su fe por su testarudez y miras egoístas. Esa idea de un Mesías poderoso y dominador que debía subir cuanto antes al trono de David se desvaneció a la vista de la cruz y del sepulcro sellado. Al mismo tiempo, se esfumaron también todas las esperanzas, todos los ensueños egoístas que habían iluminado su presente y, más todavía, el porvenir próximo, es decir, el reino de las posibilidades humanas. Lo que no consiguió Jesús en vida, lo obtuvo agonizante y muerto, curándoles definitivamente de su fe ingenua y pueril en un camino de Dios según la fantasía humana, cubierto de rosas, de brillo y de gloria, en lugar de la senda del dolor y de la cruz. Ante ella, por vez primera fueron acariciados por un soplo proveniente de la eternidad, muy distinto del de la tierra, soplo de esa sabiduría que para el mundo sólo es locura. En su alma se formó un vacío, quedando así espacio libre para las posibilidades divinas. Únicamente la muerte de Jesús abría por fin su alma a las profundidades prodigiosas del consejo divino y dejaban el camino libre para una inteligencia verdaderamente espiritual de Cristo. Los conmovedores acontecimientos de Pascua y Pentecostés trajeron ese conocimiento espiritual de Cristo, que dio a los discípulos una certidumbre inquebrantable en su espíritu. Pascua y Pentecostés, la resurrección y la venida del Espíritu Santo no pueden separarse, forman un todo. En ellos brillaba, como en dos faros luminosos, la acción de Dios que todavía hoy arroja en las conciencias su luz radiante y conquistadora.


* Prescindiendo de los evangelios apócrifos, tenemos seis relatos de la resurrección del Señor en el Nuevo Testamento: los de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan, algunas alusiones cortas, pero muy significativas, en los Hechos de los Apóstoles (1, 3, 9), y, finalmente, el relato de san Pablo en su primera Epístola a los Corintios (15, 3). Desde el punto de vista histórico, dicho relato del apóstol de los gentiles es, indiscutiblemente, el más importante. En primer lugar, porque fue escrito el primero, entre el año 53 y 55, unos doce años antes que los tres sinópticos y veinte antes del evangelio de Juan. Además, aparece expresamente como relato tradicional y como parte principal de la tradición apostólica. Lo que él anunció a los de Corinto acerca de la resurrección, como uno de los puntos principales, el mismo san Pablo dice (1 Cor 15, 3) que lo recibió de la tradición (ο χαι παρελαβον). Es la misma expresión de los rabinos de su tiempo para indicar que sus relatos eran una herencia de la tradición. Estamos, pues, no sólo ante una narración personal de san Pablo, sino de pleno en la tradición de la comunidad primitiva y de los primeros apóstoles. La estructura literaria general del relato lo confirma: la construcción siempre igual de las frases enumerando los sucesos, las referencias a la sagrada Escritura (χατα τας γραφας) cuidadosamente repetidas y puestas de relieve, que recuerdan una especie de fórmula litúrgica. La mayor parte de los críticos está de acuerdo en admitir que el relato de san Pablo procede, al menos en la primera frase de introducción, del canon de la predicación apostólica, tal vez directamente del credo bautismal de la primitiva comunidad. Ahí tenemos, pues, el testimonio de toda la Iglesia primitiva acerca de la resurrección. Ya desde el principio de su relato declara san Pablo con acentuada solemnidad: «Os recuerdo nuevamente el Evangelio que yo he predicado y vosotros recibisteis, en el cual también perseveráis» (15, 1). Al fin vuelve a insistir: «Así sea yo o ellos (los apóstoles), esto es lo que predicamos y lo que habéis creído» (15, 11). Pablo tiene plena conciencia de proponer un punto central del Evangelio y una parte fundamental del conjunto del mensaje apostólico, que los apóstoles y él mismo transmitieron con exactitud y del mismo modo a las


comunidades cristianas. El relato de Pablo nos permite una mirada más profunda y al asegurarnos expresamente que ha tomado su mensaje pascual de la tradición, nos da a conocer al mismo tiempo la fuente particular de donde lo ha sacado. En efecto, sabemos por la Epístola a los Gálatas (1, 17) que Pablo [3], inmediatamente después de su conversión en Damasco, no marchó a Jerusalén, sino a Arabia y luego a aquella ciudad, haciéndolo así para escapar de momento al odio y asechanzas de los judíos y para ordenar, en un retiro absoluto, las intensas y recientes impresiones recibidas en Damasco, y verificar hasta lo más profundo de su vida psíquica el proceso radical de transformación interior. En este punto nadie podía ayudarle, ni siquiera los primeros apóstoles, únicamente el Espíritu Santo podía hacerlo. Pero al cabo de tres años fue a Jerusalén «para visitar a Pedro» (Gal 1, 18) y permaneció con él «quince días». En Jerusalén, además de Pedro, encontró tan sólo a «Santiago, el hermano del Señor», o sea, Santiago el Menor. Es lógico concluir que san Pablo recibió la tradición de pascua, dejando a un lado lo relativo a su conversión, en primer lugar del Príncipe de los apóstoles, de Pedro mismo, y también de Santiago. Ambos apóstoles, junto con Juan, eran tenidos indiscutiblemente como los testigos presenciales más importantes de toda la vida del Señor. En la misma carta a los Gálatas, san Pablo los denomina «columnas» (2, 9) y los designa como los más «importantes» de la comunidad primitiva (2, 6). La dependencia del relato paulino de la resurrección respecto a Pedro y Santiago, queda probada por el hecho de hacer resaltar por vez primera las apariciones del resucitado con que fueron agraciados aquellos dos apóstoles. Solamente Lucas menciona de paso el encuentro de Jesús resucitado con Pedro (Lc 24, 34) y tan sólo el evangelio apócrifo de los hebreos habla de una aparición de Jesús a Santiago. Evidentemente, Pablo escuchó durante su estancia en Jerusalén, directamente de boca de Pedro y Santiago, ambas apariciones y, por tanto, estamos no sólo ante el testimonio de la primitiva comunidad de Jerusalén en general, sino ante el relato personal de Pedro y Santiago, testigos presenciales del suceso. Si, según la Epístola a los Gálatas (2, 1), se fija la conversión de Pablo en el año 33, síguese de ello que nuestro primer testimonio de la Resurrección, el


de Pablo, remonta al menos al año 36. Sus fuentes inmediatas y directas son Pedro y Santiago el Menor, que estaban todavía en el punto culminante de su energía y actividad. No se puede desear, desde el punto de vista histórico, testimonio más seguro y antiguo. El relato de la resurrección que nos da Pablo es, en efecto, el resultado de la experiencia personal de Pedro y Santiago y también de lo que Pablo experimentó personalmente en el camino de Damasco, y, por tanto, este relato de Pablo no contiene nada en absoluto entresacado de documentos escritos. ¿Cómo cuenta Pablo la resurrección? «Primeramente yo os he enseñado lo que asimismo recibí, que Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras, y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales muchos viven aún, y otros han muerto. Después apareció a Santiago, y después a todos los apóstoles. Por último, se me apareció a mí, que no soy más que un aborto, soy el más pequeño de los apóstoles e indigno de este nombre, porque perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por su gracia soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos, es decir, no yo, sino la gracia de Dios que fue conmigo. Así pues, sea yo o sean ellos, esto es lo que os predicamos y lo que habéis creído». ¿Qué fue lo que indujo al apóstol del pueblo a hacer este recuento detallado de las apariciones de Jesús? En Corinto se habían levantado dudas acerca de la resurrección de la carne. No se ponía en duda la supervivencia del alma después de la muerte, pues para el pensamiento puramente griego y para el helenístico no ofrecía dificultad especial la inmortalidad del alma; en cambio, sí la presentaba la resurrección del cuerpo, en el que el pensamiento griego, dominado por el dualismo platónico, veía una brutal oposición al espíritu. El cuerpo era considerado como «malo», a modo de «cadena» y «prisión» del alma. Por lo mismo se resistían a reconocer la posibilidad de que ese cuerpo, enemigo e inhibidor del espíritu, pudiese resucitar y vivir eternamente unido con el alma. Se comprende que estas tendencias enemigas del cuerpo, al infiltrarse entre los griegos y helenizantes convertidos al cristianismo, despertasen en ellos graves dudas acerca de la resurrección de la carne. El penetrante espíritu de


san Pablo vio inmediatamente que ello amenazaría los fundamentos mismos del cristianismo. «Si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó, y nuestra predicación es vana. Y aún somos hallados falsos testigos contra Dios, porque hemos testificado que éste resucitó a Cristo, al cual no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó» (1 Cor 15, 13). Pablo se propone, pues, probar como un hecho histórico la resurrección de Cristo, y con empeño procura resaltar que es precisamente un resucitado, salido del sepulcro, y que no continúa viviendo simplemente como un espíritu libertado del cuerpo como las demás almas de los muertos. ¿En qué clase de corporeidad piensa aquí el apóstol?, ¿se la representa como el cuerpo glorificado de Jesús crucificado y enterrado, admitiendo con ello la identidad esencial entre el cuerpo enterrado de Jesús y el que resucitó, o por el contrario, dicho cuerpo resucitado es algo enteramente nuevo, una realidad espiritual, celestial, que se apareció a los apóstoles, una especie de cuerpo luminoso, en el que el espíritu separado se materializa, por así decirlo, al modo de los ángeles, que, según la creencia de esa época, aparecen en luz radiante? Esta cuestión es particularmente importante, porque para algunos investigadores fue ocasión para explicar las apariciones de Jesús, relatadas por Pablo, en el sentido de que fueron una pura visión espiritual, en contraposición formal e irreductible con los relatos pascuales de los evangelios, indudablemente realistas. Para estos autores es imposible defender que Pablo identificó simplemente al Cristo de carne y hueso, que había sido crucificado, con el Cristo glorioso y celestial, que se apareció a él y a los apóstoles. En esta misma Epístola a los Corintios (15, 50) recalcan ellos que Pablo declara sin embages que «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos». Por ello en la misma epístola responde a la pregunta: «¿cómo resucitan, con qué cuerpo se aparecen los muertos?» (15, 35), sirviéndose de la analogía del grano de trigo. Es un simple grano depositado en la tierra, en la que perece y muere por completo. La corporeidad que allí recibe es enteramente nueva y se debe únicamente a Dios. Por esto el cuerpo de Cristo glorificado, que, según Pablo, se apareció a los discípulos, debe entenderse como una


realidad enteramente nueva, tan diferente, celestial y espiritualizada, que Pablo se dirige al Señor «como a un espíritu» (2 Cor 3, 17). Este «cuerpo nuevo» no puede ser idéntico al cuerpo enterrado y resucitado. Y de esta afirmación se creen algunos poder concluir que el sepulcro vacío no forma parte del mensaje pascual de Pablo, quien incluso parece ignorar que exista. En cuanto al relato paulino, es el más antiguo y se apoya en el testimonio de los primeros apóstoles y sólo él puede proporcionar la inteligencia primitiva del mensaje pascual. Lo que los sinópticos cuentan del sepulcro vacío y, consiguientemente, de la identidad del resucitado con el crucificado, por ejemplo, su rara invitación: «palpad y ved, un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 39), los asombrosos relatos acerca de las heridas gloriosas del resucitado, su hablar y dar el aliento, sus actos de comer y beber, todas esas tradiciones sinópticas que destacan la corporeidad del resucitado, añaden, no son primitivas, sino que se deben a una segunda redacción y, evidentemente, deben su origen a la preocupación apologética de los primeros cristianos y al esfuerzo de los primeros misioneros para presentar lo más palpable e impresionantemente posible la resurrección de Cristo... Como estos relatos de los sinópticos se desarrollan en la Ciudad Santa, toda la «tradición de Jerusalén», que sólo habla de las apariciones de Cristo en dicha ciudad, según esta teoría, es sospechosa. Las apariciones de Cristo a los apóstoles tuvieron lugar, como suele aceptarse, sin excepción en Galilea, lo cual está, además, conforme con el encargo que, según Mateo, dieron los ángeles del sepulcro, y luego el mismo resucitado, al dirigirse a las mujeres: «Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea. Y allí me verán» (Mt 28, 10; cf. Mt 26, 32; Mc 16, 7). Así parece demostrado que la tradición primitiva sólo conoce las apariciones espirituales de Galilea; luego allí hay que colocar las apariciones de que habla Pablo. Sólo más tarde, a consecuencia de necesidades apologéticas, se formó en los círculos de la comunidad primitiva la leyenda según la cual Cristo se apareció repetidas veces a sus discípulos en Jerusalén. Dicha leyenda debe su popularidad principalmente a Lucas, el cual, en contradicción abierta con el mandato del resucitado ordenando a los discípulos partir hacia Galilea, pone en boca de Cristo glorioso una orden contraria: «Permaneced en la


ciudad (Jerusalén), hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24, 49). Y como, por otra parte, los primitivos relatos pascuales no hablan del sepulcro vacío, ni se ocupan en manera alguna de Jerusalén, y sólo conocen la aparición de una figura radiante y celeste en las montañas solitarias de Galilea, todo convida a la crítica moderna, familiarizada con la psicología y la parapsicología, a juzgar dicha aparición radiante como una simple visión o alucinación. Nada impide, además, que Dios produjese estas apariciones y que, de este modo, tengan fundamento objetivo y metafísico. En todo caso no eran más que vivencias subjetivas, representaciones o imágenes de origen psíquico, mero producto de la sensibilidad. Ninguna realidad exterior, celestial, diferente de los apóstoles se les manifestó a ellos. El mismo san Pablo favorece esta interpretación al describir lo que él experimentó como una «visión», esto es, como una impresión visual. En cuatro ocasiones usa el giro: «se hizo visible a ellos» (1 Cor 15, 5); delante del rey Agripa describe su vivencia como «visión» (οπτασια) (Act 26, 19), equiparándola sin más a la aparición a los apóstoles en la mañana de Pascua (cf. 1 Cor 15, 8). No tenemos necesidad, y aquí culmina la argumentación enemiga, de ser más apostólicos que los apóstoles mismos en la explicación del prodigio pascual. Lo que ellos describen son experiencias subjetivas, testimonios, revelaciones de su fe conmovedora en el poder victorioso de Cristo y, en el mejor de los casos, experiencias debidas a la dirección de Dios, que utiliza para el bien hasta las ilusiones de los hombres. Como puede verse, es la vieja teoría de las visiones de Strauss y Renan que renace en nuestros días, una vez fracasada definitivamente la hipótesis de un fraude, propuesta por Reimarius, y la de una muerte aparente, de Gottlob Paulus. Hoy esta teoría de las visiones alucinantes se reconstruye con mucha más seriedad y habilidad, apoyándola incluso no sólo con los conocimientos científicos actuales, sino también con argumentos bíblicos. ¿Qué debe pensarse de esto? ¿Es cierto que la Biblia se contradice a sí misma? Todas las dificultades opuestas a los relatos bíblicos de la resurrección se reducen a dos fundamentales. San Pablo, cuyo relato es el


más antiguo, ¿identifica a sabiendas el cuerpo glorioso de Cristo después de su resurrección con el cuerpo terreno, sepultado en el sepulcro? o bien la cristofanía ¿es realmente para él sólo una radiante aparición celestial? La gravedad de esta alternativa salta a la vista. Si se prueba que, según san Pablo, el cuerpo sepultado de Cristo es el mismo cuerpo glorioso, entonces el sepulcro vacío va implicado en su mensaje pascual, en cuyo caso es totalmente arbitrario pretender que la tradición de Jerusalén, para la cual el punto central es la identidad del cuerpo glorioso y del cuerpo sepultado, no es más que una creación de segunda mano. Por lo demás, es infundado e inmoral atribuir a la tradición de Jerusalén y a su historiador, el evangelista Lucas, una falsedad consciente. En segundo lugar, podemos preguntarnos: Las vivencias pascuales de los apóstoles Pedro, Santiago y Pablo ¿pueden interpretarse real y absolutamente como visiones subjetivas o alucinaciones? ¿Eran los apóstoles tan ingenuos como para tomar, sin más, sus visiones subjetivas como puras y simples apariciones objetivas de Cristo resucitado? ¿Estaban psíquicamente predispuestos en la mañana de Pascua a la alucinación? Estudiando ambas cuestiones fundamentales, tendremos ocasión de desarrollar en toda su extensión y profundidad el mensaje pascual de los apóstoles. Un examen sin prevenciones del relato paulino obliga a comprobar, en primer lugar, que el apóstol une íntimamente la resurrección de Cristo a su muerte y sepultura. Con el mismo trazo y con el mismo lenguaje solemne con que pone de relieve la resurrección en el tercer día y su muerte y sepultura, a saber, que ese Cristo «murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras y fue sepultado» (1 Cor 15, 3). Pablo no habla sólo de la muerte, sino también de la sepultura de Jesús, y es precisamente en referencia a esta muerte y sepultura que habla de su «despertar» (εγηγερται). A la luz de estas relaciones, precisa concluir que es imposible otra interpretación de ese «despertar» como no sea un despertar de la muerte y de la sepultura, es decir, que Pablo identifica el cuerpo glorioso con el cuerpo antes muerto y sepultado. Ciertamente, según el Apóstol, ese cuerpo


resucitado ya no es de «carne y sangre» ni de «carne (σαρξ) en el sentido paulino de verdadero instrumento del pecado» (cf. Rom 7, 14, 18). Pero permanece «cuerpo», σωμα, esto es, un organismo. Esencialmente, es el mismo cuerpo que fue depositado en el sepulcro y sólo ha cambiado su modo de ser al haberse convertido en celestial y glorioso. En relación a lo mismo, habla san Pablo de un «transformarse» (παντες δε αλλαγησομεθα) (1 Cor 15, 52). El sujeto de ese cambio no es, evidentemente, el espíritu glorificado, sino el cuerpo enterrado. «Es preciso que el cuerpo corruptible y mortal se revista de la incorruptibilidad e inmortalidad» (15, 53). Así pues, como lo deja suponer Pablo en el versículo 37 de ese mismo capítulo, la nueva vida que puja, proviene del grano sembrado en la tierra y corrompido. Evidentemente, no es el mismo grano sembrado el que nace (15, 36), sino un cuerpo nuevo que, conforme a la voluntad y ley divinas, nace del grano corrompido. La idea del Apóstol es, pues, que ese nuevo cuerpo proviene del grano sembrado. Y su demostración excluye precisamente la posibilidad de que esa nueva vida no tenga relación alguna con la anterior. Por el contrario, la voluntad de Dios es, justamente, que la nueva vida salga de la muerte y «así sucede», continúa el Apóstol (15, 42), «en la resurrección de los muertos». Se siembra en corrupción y el cuerpo resucita glorioso... se siembra un cuerpo terreno y resucita uno espiritual». Esta continua relación unitaria de «semilla» y «resurgimiento» demuestra cómo Pablo tiende a ligar la idea de resurrección a las de semilla y enterramiento, y que, según él, no existe otra resurrección que la de la muerte y del sepulcro. Naturalmente, el cuerpo salido del sepulcro no está ya, como la carne, bajo el yugo del pecado, sino del espíritu. Está de tal modo transfigurado y espiritualizado, que Pablo puede decir muy bien: «El Señor es espíritu» (2 Cor 3, 17). Pero ese ser espiritual no excluye la forma del cuerpo, la que Jesús tenía en el sepulcro y que es el sujeto de transformación. Esta relación esencial entre el cuerpo terrestre y el celestial es descrita claramente, sin ambigüedad posible, por Pablo en su epístola a los filipenses. «Y Él (Jesucristo) transformará el cuerpo de nuestra bajeza para hacerlo semejante al de su gloria, mediante el poder con que puede también sujetar a sí todas las cosas» (3, 21). Precisamente porque, según Pablo, el


cuerpo glorioso es esencialmente idéntico al cuerpo terreno enterrado, su fe en la resurrección de Jesús supone el conocimiento del sepulcro vacío, y si no lo menciona expresamente, al menos dice que Cristo fue «enterrado», y que resucitó de ese sepulcro. Ya anteriormente, en un sermón en Antioquía, habló del sepulcro (μνημειον) del Señor (Act 13, 29). La convicción del sepulcro vacío era, pues, como en los sinópticos, una parte esencial de su fe en los acontecimientos de Pascua. Los puntos de contacto de Pablo con los evangelistas van aún más lejos, ya que no sólo sabe de las apariciones en Galilea, sino también de las acaecidas en Jerusalén. Ello se deduce con suficiente claridad de la frase central de su relato, a saber, que Jesús, «conforme a las Escrituras», resucitó precisamente «al tercer día» (1 Cor 15, 4). Lo que el Apóstol debe probar a continuación no es simplemente que Jesús se apareció algún día, sino que realmente resucitó al tercero. Ahora bien, para que su demostración no sea insuficiente en un punto importante, es necesario que, por lo menos, algunas de las apariciones por él enumeradas hayan acaecido el tercer día. Pero, en tal caso, debe estar enterado de que dichas apariciones no pueden haber sucedido en Galilea, sino en Judea y Jerusalén, pues, como judío celoso de la ley (Gal 1, 14) y como antiguo discípulo de Gamaliel (Act 22, 3), estaba lo suficientemente familiarizado con las particularidades de Palestina para saber que en este corto espacio, del viernes por la tarde al domingo por la mañana, los apóstoles no podían llegar a Galilea. El mismo anuncio del ángel del sepulcro diciendo que el resucitado «precedería a sus discípulos en Galilea» implica que los discípulos estaban todavía en Jerusalén en la mañana de Pascua. Si san Pablo quería alegar las apariciones acontecidas el tercer día, el día de Pascua, debía referirse a las de Jerusalén. Lo que Pablo se limita a insinuar es confirmado expresivamente por la descripción pascual de los evangelistas. Según Mateo (28, 9), Jesús se apareció a las mujeres no lejos del sepulcro vacío. El final canónico de Marcos (16, 9) y Juan (20, 14) hablan de la aparición a María Magdalena en el huerto. Según Marcos (16, 12) y Lucas (24, 13), se apareció a dos discípulos en el camino de Emaús. Según Lucas (24, 36 y s), se apareció a todos los discípulos en una casa de Jerusalén. Todo parece indicar que esta última aparición de Jesús a sus discípulos es la misma que la hecha a los doce, de la cual habla Pablo (1 Cor 15, 5). Juan menciona dos apariciones


de Jesús resucitado a los apóstoles, señalando que Tomás estuvo ausente la primera vez (20, 24). Esta doble aparición, relatada por Juan, ¿no tiene acaso relación estrecha con la de Pablo que habla igualmente de dos apariciones a los apóstoles? Cristo se apareció a los «doce» (1 Cor 15, 5) y un poco más tarde a «todos los apóstoles» (1 Cor 15, 7). Si no se quiere admitir, cosa muy poco probable, que la expresión «todos los apóstoles», en oposición a los «doce», designa los setenta y dos discípulos que Jesús había reunido durante su vida pública, no puede menos de admitirse, en este modo intencionado de distinguir una doble aparición a los apóstoles, una notable concordancia entre Pablo y Juan. Podemos también alegar el pasaje de Lucas relativo a los discípulos de Emaús en favor de la estrecha concordancia entre el relato de Pablo y el de los evangelistas, al menos en el sentido de que algunas de las apariciones citadas por Pablo se realizaron en Jerusalén. En efecto, los discípulos de Emaús, a su vuelta a Jerusalén, fueron recibidos con exclamaciones de júbilo por los discípulos reunidos: «El Señor ha resucitado realmente, y se ha aparecido a Simón» (24, 34). Pocos pasajes del Nuevo Testamento dan, como éste de Lucas, la impresión tan viva de lo espontáneo y desprovisto de toda preocupación apologética. Pablo habla también de una aparición del Resucitado a Simón, a quien llama Cefas. Es la primera aparición de Cristo que él narra. Como parece que Pablo pretende observar un orden cronológico, esta aparición a Pedro debió de ser, por lo menos, una de las primeras de que tuvo él conocimiento. Con toda verosimilitud podemos identificarla con la aparición a Simón, citada por Lucas y que se realizó en Jerusalén el día de Pascua, lo que no excluye de ninguna manera otra nueva aparición personal a Pedro en Galilea, como parece indicar Marcos (16, 7). Así, de las cinco apariciones enumeradas por Pablo, tres, o al menos dos, pertenecen a la tradición de Jerusalén, y se realizaron no en Galilea, sino en la mencionada ciudad, precisamente al tercer día de la resurrección de Jesús. No se puede sacar la conclusión de que deben tomarse como secundarios los relatos de los evangelistas respecto al de Pablo. Por el contrario, tenemos ahí una tradición unánime, coherente, cuyos detalles se unen y completan.


No hay duda que algunas de las apariciones se efectuaron en Jerusalén, aunque la mayoría se realizaron en la patria de los apóstoles, en la pacífica Galilea, lejos del tumulto de la ciudad y de las agitaciones de sus mortales enemigos. Entre dichas apariciones debemos contar principalmente aquellas en que Cristo resucitado les «habló del reino de Dios» (Act 1, 3) y les confió la misión de enseñar por toda la tierra (Mt 28, 17 ss). Es evidente que el mensaje del ángel del sepulcro participándoles que Jesús precedía a los suyos en Galilea, tenía a la vista las apariciones en dicha región y repite su frase profética: «después de mi resurrección os precederé a Galilea» (Mt 26, 32) a sus discípulos mientras se dirigían al Huerto de Getsemaní y a la que ellos, en aquella hora decisiva, no habían prestado suficiente atención. Esto no contradice el encargo del Señor, referido por Lucas: «Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24, 49). La recomendación de permanecer en Jerusalén se refiere, no a la espera del Resucitado, sino a la del Espíritu Santo y a la tarea misional y ecuménica que se les iba a confiar al mismo tiempo. «He ahí que yo hago descender al que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Precisamente porque Jesús resucitado convocó a sus discípulos en Galilea para que aguardasen allí sus apariciones, era necesario exhortarlos a esperar la venida del Espíritu Santo, no en Galilea, sino en Jerusalén, que debía convertirse en el centro del nuevo reino de Dios. Y así se complementan, hasta en sus últimos detalles, san Pablo y los evangelistas. A primera vista sorprende notar que los evangelios, tomados aisladamente, no están exentos de ciertos detalles desacordes y aparentemente contradictorios y, comparados con el relato de Pablo, son muy incompletos. Considerando lo que hemos dicho hasta ahora, las divergencias más notables conciernen a Mateo, que sólo habla de una aparición a los discípulos en una colina de Galilea (28, 7, 16), mientras que Lucas (24, 36; cf. Ioh 20, 19) refiere sólo las apariciones del Señor en Jerusalén el mismo día de Pascua, dando, además, la impresión de que Jesús subió a los cielos en dicho día (24, 50), aunque en los Hechos de los apóstoles demuestra un conocimiento más exacto afirmando que: «el Señor, después de su Pasión, dio muchas pruebas de sí y se apareció a sus discípulos durante 40 días».


Todas las demás divergencias son secundarias, y la mayor parte, sin importancia. Desde el punto de vista de la confianza que merecen los evangelistas, importa poco que Jesús resucitado se haya aparecido primero a María Magdalena sólo (Mc 16, 9; Ioh 20, 14 ss) e igualmente a «la otra María» (Mt 28, 1, 9) y a las demás mujeres (Lc 24, 10); que las santas mujeres, después de encontrar el sepulcro vacío, no hablaran a nadie de lo que acababan de ver, «porque tenían miedo» (Mc 16, 8), o bien lo dijeran por lo menos a los «once y a los restantes», como dice Lucas (24, 9); y que, al anunciar los discípulos de Emaús a los de Jerusalén que habían visto al Señor, recibieran éstos la noticia sin creer en ella (Mc 16, 13) o con júbilo (Lc 24, 34). Se trata de detalles contradictorios sólo en apariencia. Todo parece indicar que se refieren a distintos momentos de un mismo hecho. En el conjunto de los sucesos de Pascua todos tienen su lugar, sólo que los relatos evangélicos no son lo suficientemente explícitos para que hoy nos sea posible reconstruirlos colocando cada detalle en su lugar propio. En su aparente incoherencia, son, por el contrario, la imagen fiel de la turbación y excitación de las primeras horas de la resurrección en que se acumulaban los sucesos alarmantes y se entrecruzaban las noticias más contradictorias. Esta misma incoherencia de los relatos evangélicos sirve precisamente para garantizarnos mejor su carácter primitivo y verídico, dejando ver claramente que no existe el menor arreglo artificial ni ensayo de armonización, y que únicamente pretenden reflejar la impresión sencilla y fiel de testigos oculares. La brevedad y aun las lagunas de los relatos favorecen también ese carácter de antigüedad y sinceridad. Si los evangelistas hubieran querido inventar, tenían materia admirablemente dispuesta en el fenómeno tan extraordinario de la resurrección de Jesús. No hay más que ver, comparativamente, el evangelio apócrifo de los hebreos y, sobre todo, el evangelio, también apócrifo, de Pedro, o el relato de la resurrección en la antigua traducción eslava de la Guerra judía, de Flavio Josefo; en ellos la resurrección se da como un acontecimiento cósmico que conmueve al universo ante los ojos de los romanos y judíos y los autores llegan a describir, hasta lo grotesco, los menores detalles [4]. Lo mismo se encuentra en los Diálogos de Jesús con sus discípulos,


conservados en etíope y copto, y que ponen en boca de Jesús resucitado una serie de sentencias y máximas que, manifiestamente, son producto de la elocuencia abundante y ampulosa de su autor. Nada parecido en los evangelios. Su narración es notable por su sobriedad, e incluso nada dicen de la resurrección misma, sino que hablan tan sólo del resucitado. Las palabras que ponen en sus labios responden perfectamente al estilo de su anterior doctrina, concisa, enérgica y discreta, y completamente adecuada al carácter trascendental del momento. A quien se extrañase de esta excesiva sobriedad respecto al modo más detallado con que los evangelistas describen otros sucesos de la vida de Jesús, se le puede advertir que éstos no intentan darnos, ni tampoco Pablo, un relato profundo y complejo de la resurrección. Más bien sólo hablan de ella en cuanto es el fin glorioso de una vida verdaderamente divina, el amén de Dios a la obra de Jesús en la tierra. Lo que verdaderamente les interesa como punto central no es tanto el detalle de las apariciones de Jesús como el hecho mismo de la resurrección. Sólo este hecho es para ellos la realidad nueva, el nuevo presente, la evidencia sublime de la cual viven, y precisamente porque viven de ella, no tienen, propiamente hablando, necesidad de probarla. Por lo tanto, es absurdo querer aplicar a los relatos de los evangelistas las mismas reglas de la historiografía moderna. Los evangelistas no intentaban escribir una historia en el sentido actual de la palabra, sino que perseguían una finalidad dogmática de la predicación misionera. Los Hechos de los Apóstoles prueban con claridad (Act 2, 24, 32; 3, 15, etc.) que los mismos apóstoles, en sus predicaciones, se ocupaban exclusivamente en poner de relieve el acontecimiento sublime de la resurrección, la feliz realidad de que Dios hizo resucitar a Jesús, no preocupándose de puntualizar detalles. Y lo mismo los evangelistas quieren, sobre todo, fijar y difundir este núcleo de la predicación apostólica. Si los primeros testigos apostólicos y los evangelistas conceden poca importancia a la descripción histórica, en el sentido actual, de los distintos incidentes, están, en cambio, muy atentos a la realidad del suceso mismo de la resurrección, pues saben perfectamente que todo su mensaje pascual se apoya única y exclusivamente en la certidumbre del hecho de que Cristo


resucitó real y verdaderamente. La esencia misma de toda su misión apostólica, según ellos, radica en ser testigos de la resurrección de Cristo. Con motivo de la elección del sustituto de Judas en el colegio apostólico, Pedro exige que se elija solamente a uno de «los que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue arrebatado. De entre ellos, uno debe ser testigo con nosotros de su resurrección» (Act 1, 21). La preocupación dogmática de los apóstoles no suprimía en manera alguna su interés histórico, por más que éste no era ni podía ser el de un historiador. Se daban perfectamente cuenta de que la voluntad de Dios y de Jesús era establecer sobre su experiencia, única, del día de Pascua, sobre la solvencia de su juicio, de su aceptación y de sus sentidos, la fe de todas las generaciones futuras, que no podrán ver y juzgar por sí mismas, sino que deberán fiarse de su experiencia y de su juicio. Y en esto se apoya justamente la conciencia grande que tienen de su misión y su piadoso orgullo de ser los apóstoles de Jesucristo, de que ellos, precisamente, con su experiencia pasajera y única, con su mirada y juicio, debían tener, según los designios de Cristo, un valor ultrahistórico y ultratemporal. No sólo serán testigos ocasionales, sino únicos, llamados por Dios, escogidos por Cristo, acreditados con señales y milagros renovados sin interrupción, para todas las generaciones futuras, los testigos «predestinados por Dios» (Act 10, 41) para la era nueva y para la nueva fe, no menos eficaces y básicos que Moisés y los profetas para los tiempos pasados, para la fe antigua. No puede apreciarse el testimonio apostólico de la resurrección en todo su valor absoluto de verdad, si se prescinde de la conciencia que los apóstoles tenían de su misión particular. Hasta parece que el historiador profano, acostumbrado a no estudiar y tratar más que cuestiones profanas, pueda correr el riesgo de no juzgar equitativamente al tratarse de la resurrección de Jesús, porque su mirada está falta, con frecuencia, de la suficiente penetración para percibir la pureza, la delicadeza y la entereza de una conciencia plena de Dios y de sus deseos.


Los apóstoles predican la resurrección de Cristo, no porque la conocen, sino porque deben y les empuja a ello un impulso interno. ¡Ay de ellos si no anunciaren el evangelio! (cf. 1 Cor 9, 16). En su testimonio de pascua está implícita no sólo su credibilidad absoluta como leales testigos oculares, sino también la conciencia tremenda que tienen de su misión, toda la responsabilidad de un llamamiento de Dios, de un profeta, de un confesor y de un mártir. Ello se debe no solamente a sus relaciones íntimas y personales con Cristo, al hecho de ser sus elegidos, sus discípulos y amigos, sino que se debe también a la manera particularísima con que el resucitado se les manifestó. Las narraciones bíblicas nos atestiguan dos cosas a ese respecto. Primero, que las apariciones de Jesús no acontecieron en plena calle, ante una multitud de espectadores, ni ante el foro de los doctores de la ley o del Sanedrín, sino que tuvieron lugar en la intimidad, ante los discípulos y sólo ante los que ya creían en él de algún modo. En la quietud del huerto de Getsemaní se apareció a aquella María de la cual había arrojado siete demonios (Mc 16, 9; Ioh 20, 14) y también a las atribuladas mujeres (Mt 28, 9). En el camino solitario hacia Emaús se apareció a dos discípulos (Lc 24, 15; Mc 16, 12), y en la misma intimidad a Simón (Lc 24, 39) y a Santiago (1 Cor 15, 7). A puerta cerrada (Ioh 20, 19, 20) y en la soledad de la cumbre de un monte, se apareció a todos los apóstoles juntos (Mt 28, 17), y en la orilla del mar apartada y solitaria a algunos discípulos muy allegados (Ioh 21, 1). Siempre son los discípulos a quienes únicamente se aparece, y siempre lejos de la muchedumbre y en intimidad. Sólo los discípulos son sus «testigos predestinados» (Act 10, 41). La segunda característica de las apariciones de Jesús, muy llamativa por cierto, es que los discípulos no quedaron convencidos inmediatamente. No sucedió como si los apóstoles reconocieran a primera vista la identidad de la nueva figura con el Jesús que durante tanto tiempo habían conocido y con el que estaban tan familiarizados. Fue necesario que comprobaran ciertos actos, determinados detalles característicos de la persona de Jesús, antes de reconocer esta identidad. Sólo cuando llamó por su nombre a la indecisa y confusa María, se dio cuenta ésta de tener ante sí no al hortelano, sino al Maestro (Ioh 20, 15, 16).


Tampoco «le reconocieron» los discípulos de Emaús (Lc 24, 16) porque se les apareció «bajo otra figura» (Mc 16, 12), y sólo cuando «tomó el pan, dio gracias y lo partió» según su manera acostumbrada, «se les abrieron los ojos» (Lc 24, 31). Tampoco sabían los discípulos en el lago de Genezaret «que era el Señor» (Ioh 21, 4), y sólo después de la pesca milagrosa le reconoció su discípulo amado (21, 7). Cuando Jesús se apareció en medio de sus discípulos en Jerusalén se levantaron dudas acerca de su corporeidad (Lc 24, 38), y algo parecido sucedió en la montaña de Galilea, ocasión en que «algunos dudaban» (Mt 28, 17). El cuerpo que se les aparecía no era como los demás, sujeto a las tres dimensiones y controlable por las leyes físicas. Jesús aparece y desaparece repentinamente, incluso a puerta cerrada, y está, por tanto, más allá de las leyes espaciales y de la naturaleza, y así podían sentirse inclinados los discípulos a creer que se les aparecía un «espíritu» incorpóreo, un fantasma, aunque evidentemente ello no excluye en absoluto que fuese perceptible y visible empíricamente. Santo Tomás de Aquino explica estas apariciones afirmando que el resucitado ejercía un influjo especial en los sentidos de los discípulos, en particular en el de la vista, haciéndoles así visible su cuerpo. Según la situación en que Jesús transfigurado se aparecía, tomaba distintas formas, a veces la de hortelano, otras la de caminante, y en ocasiones su aspecto ultraterreno, mientras que en otras era casi normal. «Estaba a su arbitrio producir a quienes lo miraban una impresión transfigurada o no, o bien intermedia» (Tohm. Sum. theol. 3, 54 ad 3). Lo que veían y atestiguaban los discípulos no era, pues, algo puramente natural y percibido por los sentidos, sino una vivencia sobrenatural producida por Jesús transfigurado, una acción personal sobre su cuerpo y su espíritu. Era una inspiración y una gracia en el mismo sentido que lo fue la aparición a Pablo en el camino de Damasco. Su visión no era una percepción visual en sentido estricto, sino que constituía una pura gracia, por lo cual, propiamente hablando, no es la resurrección el sujeto, el venturoso contenido de su fe pascual, sino el propio resucitado. El acontecimiento de la resurrección no tuvo testigos directos y solventes. Los guardianes vieron solamente al ángel cuando apartaba la piedra y se ponía sobre ella, y «temblaron de miedo y quedaron como muertos» (Mt 28, 2 ss).


Fue el ser divino y humano del resucitado lo que, en su carácter sobrenatural, atrajo a los discípulos y se les manifestó, incluso visualmente, en forma espacial. Le vieron, le tocaron y comieron con Él. Y así no sólo fueron sus «testigos predestinados», llamados por el Señor desde toda la eternidad para anunciar su mensaje de pascua, sino que también le vieron personalmente, en espíritu y cuerpo, y fueron aceptados en el círculo celestial del resucitado. Desde este punto de vista, de la acción directa de Jesús resucitado, se explica la seguridad absoluta con que, posteriormente, los apóstoles atestiguaron su resurrección y su glorificación. Mientras sólo ejerció su acción sobre ellos la figura externa de Jesús, permaneció su fe en la inseguridad y en la problemática propia de toda percepción por los sentidos. Era una mera fides humana, es decir, una certidumbre exclusivamente basada en opiniones humanas, idénticas a los «motivos de credibilidad» que puedan aportar el historiador o el filósofo mediante su ciencia. Por ello algunos de los testigos pudieron dudar de la resurrección, pero toda duda se disipó al contacto de la gracia del Señor, en cuanto el espíritu y el corazón de los discípulos, apegados a Jesús, desde un principio, fueron iluminados por la luz de la verdad eterna y quedaron penetrados de su fuerza arrolladora; sólo al contemplar directa y sobrenaturalmente al Señor, aunque a través de las oscuridades y asociaciones de su mentalidad terrena, sólo entonces desapareció toda duda. Su fides humana se transformó en fides divina, inquebrantable y absoluta, porque no descansa en lo humano, sino en la vivencia directa de la majestad de Dios y de la fuerza de su verdad. Y así la resurrección fue no sólo mero motivo, sino objeto próximo de su fe redentora, pues ésta comprendía, además de los testimonios de la resurrección, al mismo resucitado, y se convirtió en la fe que da la bienaventuranza, la fe en Cristo por Cristo, la fe en Dios por Dios. El hecho de que la fe de los apóstoles en la resurrección es, esencialmente, sobrenatural, causada por Dios, implica que dicha fe no habría podido salir de la indiferencia o de la aversión, sino que tan sólo pudo arraigar y prosperar en los corazones dispuestos hacia el Señor, donde con sencillez y humildad, y con consciencia de la insuficiencia de lo humano, se espera con


anhelo la energía redentora que irradiaba la figura de Cristo; en suma, sólo podía brotar la nueva fe en los corazones de los discípulos, «los testigos predestinados». Sólo los limpios de corazón y que tienen hambre y sed de justicia pueden ver a Cristo y creer en su resurrección. Siempre será la fe pascual precisamente porque es en su esencia obra de la gracia, y por añadidura un acto moral, y ésta sólo arraiga y permanece viva donde existe buena voluntad, en los corazones bien dispuestos. De ello resulta que el suceso de la resurrección no es un mero asunto de la investigación científica, y como además es, en su más profunda esencia, algo sobrenatural, queda abierto un vacío para el entendimiento humano, que sólo puede ser satisfecho por una vivencia plena de fe. Por este motivo el mensaje de pascua no se dirige exclusivamente al entendimiento investigador, sino al hombre en su totalidad, particularmente a su conciencia, a la misteriosa disposición de nuestra alma para el mundo de lo incondicionado, absoluto y santo, la cual, conociendo nuestra limitación y dependencia, se siente obligada a las inquebrantables normas de la verdad, de la bondad y de la belleza, en cuya posesión y sólo en ellas encuentra descanso y paz interior. En cuanto esta conciencia realiza, en la luminosa figura de Jesús glorioso, los más puros anhelos, tendencias y aspiraciones de los discípulos y parece estar tocada por el dedo de Dios, penetra con el contenido de su vivencia particular los testigos de pascua, previamente ganados y preparados por sus reflexiones, y eleva el «sí» del entendimiento a la categoría de una decisión moral, a un sí total, de la razón y de la conciencia. Por ello, la resurrección del Señor no tiene un carácter puramente científico, sino religioso, que interesa a toda nuestra esencia y despierta lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación óntica y ética hacia lo absoluto. Todo «pensamiento existencial» debe estudiar necesariamente la cuestión del ser eterno de Cristo y del cristianismo. Desde aquí se vislumbran ciertas perspectivas que, sin embargo, deben esclarecerse. En verdad, los discípulos iban subjetivamente de buena fe, pero ¿no pudieron ilusionarse ellos mismos y ser víctimas de visiones y audiciones puramente subjetivas? En esta segunda hipótesis se apoya la teoría de las visiones. ¿Es verosímil que los apóstoles y el mismo Pedro


quisieran solamente y desde un principio contar sus vivencias visionarias en Galilea y que fueran tan simples como para creerlas realidades? ¿Es posible que las apariciones del resucitado no proviniesen de la más pura objetividad, del Logos omnipresente y sujeto de la naturaleza humana de Jesús, al revelarse a nosotros mortales de un modo incomprensible para nuestra razón, como revelaciones objetivas de su ser divino y humano en el espacio y en el tiempo, de modo visible y comprobable?, ¿es posible que no fueran más que delirios nacidos de las profundidades del ánimo conmovido y excitado de los discípulos? Digamos abiertamente que no. Dios no podía permitirlo. No es concebible que toda la buena voluntad tan pura y tan seria, toda la fuerza moral y el entusiasmo del sacrificio y del amor a Dios, que con ocasión de los acontecimientos de Pascua nació en los corazones de los hombres y perennemente sigue renovándose, no es concebible, decimos, que todo ello sea el producto de una ilusión oscura y fatal. Habría que convenir entonces que esa ilusión recaería sobre el mismo Dios, y entonces no sería posible la fe en una voluntad de Dios omnisciente y llena de bondad. En tal caso, tras la realidad no se ocultaría el espíritu, sino la fatalidad; no la inteligencia, sino la ausencia absoluta de razón y de lógica; es más, el absurdo, algo diabólico. Pero nosotros creemos en un sentido último y grandioso de toda la historia, en las relaciones y armonías finales entre el cielo y la tierra, entre las fuerzas del espíritu y las de Dios, y creemos, en definitiva, con la misma fuerza con que creemos en nosotros mismos, y porque, según el instinto de nuestro propio sentimiento vital más primitivo, no podemos admitir que el sentido del mundo y de todas sus realidades sea el nihilismo y el absurdo, mejor dicho, algo diabólico. Nuestra fe en el mensaje de pascua es ciertamente un hecho vital, una manifestación de nuestra voluntad sana de vivir. Y, por el contrario, el negarse a creer ha sido y es, en todas partes y siempre, la expresión de una voluntad torcida, decadente y desengañada. Nuestra fe en el mensaje de pascua no es sólo un acto del entendimiento, es también voluntad y acción, cimentadas en nuestra necesidad existencial de que el mundo, nuestro


mundo, tenga un sentido, y que en el principio exista el «Verbo», el Verbo de Dios, es decir, Dios mismo. Sin embargo, no queremos ni debemos, en el examen de la teoría de la visión alucinadora, contentarnos con esta consideración a priori, por más que esté arraigada en lo más profundo de nuestro ser. Pasemos al estudio crítico propiamente dicho. Notemos, en primer lugar, que en las apariciones de la resurrección a los apóstoles se trataba (según la mencionada teoría de las alucinaciones) de judíos visionarios, de judíos contemporáneos de Cristo. Y aquí está precisamente el defecto capital de toda esta teoría, defecto imperdonable a los ojos de un historiador, consistente en trasladar, forzándolos, los conceptos e ideas occidentales de una filosofía racionalista y de la «ilustración», a la mentalidad del primitivo judaísmo oriental. El judaísmo tenía en tiempo de Cristo, contrariamente al pensamiento griego, un concepto monista y no dualista respecto a las relaciones del alma con el cuerpo. Según los judíos, el alma y el cuerpo eran un todo único, y el espíritu sólo podía ejercer sus actividades mediante el cuerpo. Un judío no podía imaginarse que el espíritu de un difunto, separado de su cuerpo, pudiese por sí mismo ejercer actividad alguna. Las almas en el sheol son a modo de sombras sin esencia ni acción. Los discípulos de Jesús nunca habrían podido tener la impresión de que había resucitado verdaderamente y vivía, si al mismo tiempo no hubiesen visto su cuerpo obrando sus funciones naturales. El espíritu de Jesús sin su cuerpo hubiese sido para los apóstoles de mentalidad judía algo enteramente anormal, un «fantasma», como así pensaron en un principio, hasta que comió y bebió con ellos (cf. Lc 24, 37). Síguese de aquí que los apóstoles, como verdaderos judíos, podían sólo creer en una aparición completa de Jesús resucitado, lo cual implicaba que su cuerpo no podía encontrarse en el sepulcro y que, por consiguiente, éste debía estar vacío. Su fe en la resurrección involucraba necesariamente con necesidad psíquica el conocimiento del sepulcro vacío. Si los apóstoles hubieran tenido las apariciones sólo en Galilea, en el sentido de la teoría de las alucinaciones, sin haber visto al mismo tiempo el


sepulcro vacío, muy pronto dichas apariciones habrían perdido toda importancia para ellos, reduciéndose a un fenómeno extraño, un fantasma parecido al que, un día de tempestad, creyeron ver flotando en las aguas del lago de Genesaret. Lo que los discípulos vieron en la resurrección, contenía en todo caso un elemento objetivo, visible, exterior, evidente y fácil de probar y controlar con exactitud: el sepulcro vacío. Sin este hecho, la fe tan firme y tan viva de los apóstoles en la resurrección sería del todo inexplicable, dada su mentalidad. Toda teoría que cree poder hacer abstracción y hablar sólo de apariciones puramente subjetivas en Galilea, prescindiendo del sepulcro vacío, demuestra precisamente con ello que es tan sólo el producto estéril de una mentalidad «ilustrada», en oposición con las más elementales normas de la historia. Muchos críticos modernos y de nuestros días admiten, sin más, dichas afirmaciones. En su teoría de las alucinaciones entra también el sepulcro vacío; mejor dicho, hacen del mismo el punto de partida y el verdadero origen de todas las alucinaciones de los discípulos. Éstos, dicen ellos, encontraron efectivamente vacío el sepulcro en Jerusalén. Tal vez manos desconocidas robaron el cuerpo de Jesús o fue arrojado quizá a la fosa común, para que no se le pudiera reconocer. En cualquiera de los casos, los discípulos no encontraron el cuerpo en el sepulcro, lo cual excitó su imaginación e hizo nacer en ellos el convencimiento de que Jesús debió resucitar, y una vez admitido esto, son fáciles de explicar las alucinaciones. Casi no hay necesidad de llamar la atención sobre el cúmulo de dificultades y absurdos de semejante hipótesis. ¿Quién logró hacer desaparecer el cadáver? ¿La autoridad judía o el Sanedrín, con la finalidad, sin duda, de impedir que los discípulos diesen culto al cadáver? Pero advirtamos que un culto de este género a un cadáver, o reliquia, era completamente extraño a la mentalidad judía y, consiguientemente, nada podía temerse de los discípulos en este sentido. El culto de las reliquias, que debía desarrollarse más tarde en el cristianismo, no se debe a concepciones judías, sino a ideas específicamente cristianas, principalmente a la fe viva en la resurrección de la carne, que supone precisamente lo que se intenta negar: la resurrección


de Cristo. Además, si las autoridades judías hicieron desaparecer por sí mismas el cadáver de Jesús, ¿cómo no lo mostró cuando los apóstoles llenaban toda la Judea y la conmovían predicando en todas partes: «Ha resucitado, no está allí»? Nada más fácil y más elocuente para oponerse a la agitación creada por esta novedad y ahogarla en sus principios que tomar simplemente el cadáver de Jesús y mostrarlo en público. Se dirá tal vez que dicho cadáver fue arrojado a la fosa reservada a los criminales, explicándose así que los apóstoles no diesen con él. Pero esto es afirmar con osadía y sin ninguna prueba la falacidad de las fuentes bíblicas, ya que todas, sin exceptuar a Pablo, hablan de una «sepultura» de Cristo. Se olvida, además, que Jesús fue condenado y ejecutado según las leyes del derecho romano, el cual no conocía una fosa común reservada a los criminales, sino que dejaba el cadáver a disposición del juez. Pero aun en el caso de haber sido arrojado a la fosa de los criminales, se le hubiera podido encontrar. ¿Por qué no se le sacó de allí, o al menos, por qué no se señaló dónde estaba? De ese modo podía ahogarse en su raíz la superstición naciente. ¿Por qué la autoridad judía prefirió arrojar a la cárcel y azotar a los testigos de Pascua? Enigmas y más enigmas, mejor dicho, un cúmulo de imposibilidades se presentan en todo esto al pretender que manos extrañas retiraron el cuerpo de Jesús ignorándolo los discípulos. Sólo queda el recurso de hacer responsables a los discípulos mismos de su desaparición, y, efectivamente, la autoridad judía empezó a propagar que éstos habían robado el cadáver (Mt 28, 13) y todavía hoy puede leerse en el Talmud esta explicación. Pero así queda destruida la hipótesis de las alucinaciones, pues es psicológicamente imposible que gentes capaces de engañar de esa manera se hayan dejado fascinar por su propio engaño hasta el punto de tomar por verdad la ilusión por ellos mismos fabricada y morir por ella. La vida y el alma de esos pretendidos falsarios nos son, por otra parte, suficientemente conocidas. Los evangelios nos descubren su sencillez, rectitud y lealtad, y los Hechos de los Apóstoles y sus Epístolas nos enseñan que desde el primer día en que comenzaron a predicar la resurrección, se encontraron frente a la contradicción, los ultrajes y la muerte, lo que no les impidió continuar predicando a todo el mundo la


resurrección de Jesús. Todavía no han sido vistos impostores que lo sean a sabiendas de que su impostura sólo les va a traer, en vez de ventajas, desprecios, pobreza, castigos y la muerte, ni impostores que, apoyados en su falacidad, lleven una vida de renunciamiento y abnegación. Por eso está hoy enteramente abandonada la hipótesis de la impostura de los discípulos ideada por los fragmentistas de Wolfenbüttler. Volvamos a la teoría de las alucinaciones. Acabamos de ver que para los discípulos, de mentalidad judía, las simples visiones sin la prueba del sepulcro vacío jamás les habrían dado una convicción duradera de la resurrección de Jesús. A lo más les habrían dejado la impresión de un fantasma. Además, hemos advertido que es del todo insostenible la hipótesis de un secuestro del cadáver, ya sea por manos extrañas, sin saberlo los discípulos, ya por estos mismos. Queda, por lo tanto, el sepulcro vacío, que precisamente fue la prueba visible y evidente para los apóstoles en el curso de los sucesos del día de pascua, que constituiría un enigma perpetuo siempre que se intente explicar a modo de mero fenómeno natural de la psicología subjetiva, la fe de los primeros discípulos en la resurrección. Los obstáculos y las dificultades se acrecientan todavía más, en la teoría de las alucinaciones, al pretender hacer de este enigma sin solución el fundamento y el punto de partida de las visiones que, en tal supuesto, se habrían originado por la impresión que en ellos causó el sepulcro vacío, sugiriéndoles la idea de la resurrección de Jesús. Aquí nos encontramos frente a esta pregunta: ¿Cómo pudieron los discípulos caer en la idea misma de una posible resurrección? En tiempo de Cristo los judíos no creían, como lo harán más tarde los cristianos, en una resurrección particular de cada uno de los justos inmediatamente después de su muerte. Sólo creían en la resurrección general de los muertos al fin de los tiempos. ¿Cómo, pues, partiendo de esas ideas, hubieran podido esperar y precisamente para Jesús la resurrección inmediata? Para los críticos racionalistas, la cuestión es tanto más embrollada y desagradable cuanto que no quieren admitir que Jesús hablase claramente de su futura resurrección durante su vida. Pero, estudiando más de cerca los


textos evangélicos a ese respecto, se llega precisamente a una comprobación totalmente contraria: la vista del sepulcro vacío en modo alguno sirvió para inflamarlos y excitar su fe. Los evangelios nos enseñan, por el contrario, que la primera impresión de las santas mujeres y los discípulos ante el sepulcro vacío fue deprimente y desalentadora, Tanto Lucas (24, 4), como Marcos (16, 8) y Juan (20, 2) nos dicen que el sepulcro vacío turbó y desconcertó a las mujeres, y su primer pensamiento no fue que Jesús había resucitado, sino que habían llevado el cadáver a otro lugar (Ioh 20, 2, 13). Los apóstoles consideraron el anuncio del sepulcro vacío y del ángel como «habladurías absurdas» (Lc 24, 11) y no creyeron el relato de las mujeres hasta que luego Pedro (Lc 24, 12, 24) y Juan (20, 3 ss) se hubieron convencido personalmente de ello. En consecuencia, no puede sostenerse que la sola vista del sepulcro vacío fuese capaz de despertar en los apóstoles esperanzas entusiastas en la resurrección. Por el contrario, habrían caído en una incertidumbre angustiosa si a la primera parte del mensaje del ángel: «No está aquí», no se hubiese añadido en seguida: «Resucitó». En suma, la base de la teoría de las alucinaciones es indefendible y no constituye más que ficciones sobre ficciones. Pura ficción es que el cadáver de Jesús fuese robado del sepulcro por una mano extraña, y pura ficción es también que, a la mera vista del sepulcro vacío, se inflamase la fe de los discípulos en la resurrección. * Y estamos ya en la tercera y última cuestión. Examinando las apariciones a los apóstoles en sí mismas, esto es, en el modo como se produjeron y en su contenido, podemos preguntar: ¿no encontramos en ellas razones para poderlas explicar como visiones subjetivas? Independientemente del hecho histórico del sepulcro vacío, que constituiría un enigma inexplicable, ¿no presentan esas apariciones por sí mismas un carácter de alucinación? En la respuesta a estas preguntas veremos el desarrollo del contenido especial del mensaje de la resurrección.


Lo primero que debemos examinar es si los apóstoles estaban predispuestos a las visiones. No se puede dudar que los dos apóstoles principales, que son al mismo tiempo los dos fiadores más importantes de la tradición respecto a la resurrección, Pedro y Pablo, ambos habían experimentado visiones. Los Hechos nos refieren (10, 10) que Pedro cayó en arrobamiento, en «éxtasis», a la hora sexta, cuando se encontraba en la terraza de su casa para orar. Vio abrirse el cielo y que de él bajaba una cosa como un gran lienzo en el que había animales impuros; y una voz le gritó: «Levántate, Pedro, mata y come». En cuanto a Pablo, no sólo tuvo visiones en sueños (Act 16, 9), sino que presenta, como Pedro, fenómenos de éxtasis. He aquí cómo lo dice él explícitamente en la 2.ª Epístola a los corintios (12, 2 ss): «Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo». Luego, el estado de la visión estática no fue desconocido de los principales apóstoles. Pero precisamente porque las conocían estaban en mejor situación para distinguir las experiencias reales y auténticas de las simples visiones. Ambos las distinguían claramente. Cuando Pedro fue libertado de la cárcel de Herodes Agripa por un ángel (Act 12, 9), Pedro se preguntó expresamente si lo que le acababa de suceder era real (αληθες) o pura imaginación o visión (οραμα). La visión es, pues, para él, algo irreal, opuesto a lo objetivo. Nunca funda Pedro su fe en la resurrección en este género de visiones. Conoce y da testimonio (Act 2, 16 ss) de que, con la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, se va a derramar en la nueva comunidad gran abundancia de señales interiores y experiencias místicas, según la profecía de Joel. Sin embargo, no intenta apoyar su mensaje pascual sobre estos hechos extáticos que no se pueden controlar. Se mantiene exclusivamente sobre aquello que es fácil comprobar y es evidente para todos, en el terreno de la historia: «Varones de Jerusalén, oíd estas palabras: a Jesús de Nazaret, probado, acreditado por maravillas, prodigios y señales, que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis...; Dios le resucitó, libre de los dolores de la muerte» (Act 2, 22). Esto que acaba de decir en su


primera predicación, el día de Pentecostés, se encuentra como proposición lapidaria y como punto culminante de todos sus sermones: «Dios le resucitó de entre los muertos. Nosotros somos todos testigos de ello» (Act 3, 15; cf. 2, 32; 10, 41). Pablo, al igual que Pedro, no apoya su predicación del mensaje pascual en las «visiones y revelaciones del Señor», que él conoce muy bien (2 Cor 12, 1). Si habla del éxtasis con que fue favorecido catorce años antes, lo hace con cierto temor y porque los continuos ataques de sus adversarios le obligaron a ello, pero se abstiene expresamente de dar juicio sobre este caso particular. Si eso fue «en el cuerpo» o «fuera del cuerpo», es decir, si fue un hecho puramente psíquico o un fenómeno exterior, él no lo sabe, sólo lo sabe Dios. En cambio, respecto a lo que sucedió en su camino de Damasco, su afirmación es clara y rotunda. Aquí no tiene la menor duda de que realmente «vio a Cristo Jesús Nuestro Señor» (1 Cor 9, 1), y que una luz le rodeó en el camino de Damasco, mientras una voz le decía: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien persigues» (Act 22, 8). Es significativo que en su relato de la resurrección, el verbo «ver» (ωφθη) está empleado en su voz pasiva y referido al dativo para demostrar que la «visión» de la realidad nueva de Jesús le fue como impuesta a pesar suyo. Nada subjetivo hay aquí. Pablo habla de este encuentro con el Cristo glorioso más o menos explícitamente seis veces como mínimo (1 Cor 9, 1; 15, 8; Gal 1, 12, 16; Act 9, 1 ss; 22, 4 ss; 26, 9 ss). Esta experiencia de la resurrección le coloca en la misma línea que a los primeros apóstoles, y hace de él un testigo de Pascua, un apóstol con el mismo título que los demás. Con ardor vehemente advierte también él ese fundamento, único y decisivo, de su calidad de apóstol: «¿Acaso no soy yo apóstol? ¿No he visto yo a nuestro Señor Jesucristo?» (1 Cor 9, 1). A la luz de las fuentes está fuera de duda que Pedro y Pablo conocen esos estados visionarios y tanto el uno como el otro ponen una línea de separación precisa entre sus visiones y su experiencia de Pascua. Este testimonio de los dos apóstoles está confirmado y ratificado por otras fuentes del Nuevo Testamento, que garantizan tres hechos que excluyen el origen puramente subjetivo de las apariciones de Pascua y toda posibilidad


de ver en esa fe de los discípulos un producto de las profundidades de su subconsciencia. En primer lugar, nos muestran que los discípulos no prestaron nunca, durante la vida mortal de Jesús, seria atención cuando anticipadamente hablaba de su crucifixión, sepultura y resurrección al tercer día. Durante la vida de Jesús se había extendido sin duda el rumor de su resurrección al tercer día, no sólo entre el círculo de sus discípulos, sino también entre sus enemigos (cf. Mt 27, 63). Sólo que los discípulos no comprendían ni querían comprender dicho rumor porque no eran capaces de comprender la pasión y muerte ligadas necesariamente con la resurrección. Pedro se atrevió a «increpar» a Jesús porque habló de tales sufrimientos (Mt 26, 22; Mc 8, 32). Por otra parte, los evangelios nos enseñan que, aun después de su muerte, los discípulos de Jesús no se acogían esperanzados a su profecía de resucitar, más bien desfallecían. Su proceder no es el de quienes, a pesar de todo, están seguros del éxito final. Por el contrario, se los ve huir y ocultarse (cf. Ioh 20, 19). Estaban tristes y lloraban (Mc 16, 10). Y aun al tercer día no se les hubiese ocurrido ir al sepulcro si las mujeres no les hubieran dado la noticia del sepulcro vacío y del mensaje del ángel. Es más, tomaron al principio esta nueva por «habladurías absurdas» y «no les dieron crédito» (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11). Semejante actitud de los discípulos sería psicológicamente incomprensible, por poco que hubieran confiado, incluso en lo más hondo de su subconsciente, en la resurrección. Los relatos del Nuevo Testamento (Mt 28, 17; Lc 24, 37, 41; Ioh 20, 19) nos enseñan finalmente un tercer detalle realmente concluyente: incluso cuando Jesús resucitado se presentó a ellos, los discípulos dudaron todavía. Creían ver un «espíritu» (Lc 24, 37) y su desconfianza y sus dudas sólo se disiparon al ver las heridas de sus manos y pies y del costado, y sobre todo al verle comer con ellos (Lc 24, 41; Ioh 21, 10; Act 10, 41). Semejante duda en el instante de la aparición del resucitado es del todo incomprensible, o más bien imposible, según la teoría de las alucinaciones [5]. Las apariciones de Jesús, o según esta teoría, sus alucinaciones, deberían, en efecto, su origen exclusivamente a la sólida fe y confianza absoluta de los apóstoles, puesto que serían la realización de dicha fe y dicha confianza. Estas


apariciones debieran haber sido recibidas, por lo mismo, con alegría y aun con un desbordante entusiasmo, en vez de provocar la desconfianza y la duda. Y menos aún que de los demás apóstoles puede decirse esto de Pablo; según las fuentes del Nuevo Testamento, no hay lugar para suscitar la cuestión del origen puramente subjetivo de su encuentro con Cristo resucitado. Efectivamente, antes de esta aparición, reinaban en su alma no sólo la duda, la desconfianza y la inquietud, sino un odio profundo. En muchas ocasiones, nos dice Pablo que antes de su conversión «perseguía con saña a la Iglesia de Dios y deseaba aniquilarla» (Gal 1, 13; cf. Act 22, 4 ss; 26, 9 ss), Ciertamente, no tenía entonces fe ni un amor secreto hacia Jesús que hubiese preparado su conversión. Las palabras de Jesús resucitado: «Dura cosa te es dar coces contra el aguijón» (Act 9, 5) no aluden evidentemente a combates interiores del Apóstol, que habrían precedido a su conversión, sino a lo que hay de triste en la situación del momento, puesto que se esfuerza vanamente en resistir a la gracia de Cristo que lo invade. Ahí está precisamente su gran dolor interior, que será también el objeto de su alegría y de su reconocimiento, que irán acrecentándose a lo largo de su vida: haber sido el aborto del pecado, apartado a última hora, por una increíble misericordia de Dios, de su odio contra Cristo. Toda la doctrina de la justificación y de la gracia en san Pablo está fundada en este hecho que fue Dios, y Dios sólo, quien fue a su encuentro en Damasco y nada, absolutamente nada de su parte, le había preparado, ni llevado en modo alguno a ese cambio. Así, de cualquier lado que orientemos nuestras investigaciones acerca del origen de la fe pascual de los apóstoles, no encontramos el menor indicio que justifique una explicación puramente psicológica y natural. Su actitud psíquica antes de las apariciones era tan reservada, tan vacilante y escéptica, y la de Pablo tan abiertamente hostil, que sólo un hecho exterior, cierto e innegable que se les impusiese, arrastrándolos con la fuerza de una realidad palpable, era capaz de producir en ellos esa nueva fe. La resurrección va a quedar definitivamente confirmada al estudiar su contenido, esto es, el objeto propio de esa fe de los discípulos. Según los supuestos de la teoría de las visiones, el concepto de los discípulos acerca


del resucitado no era otro, en sus elementos esenciales, sino el que anteriormente tenían del Mesías, o sea, que el resucitado sería el primitivo ideal mesiánico, conservado por los apóstoles en lo más profundo de su subconsciencia y que pasaba a ser consciente. Conocemos ya ese ideal mesiánico. Era el de un rey, tal como parecían representarlo los profetas, ceñido de justicia, sentado sobre el trono de David, su padre, y que tenía a todos sus enemigos por escabel de sus pies. Éste es el Mesías soñado por los apóstoles y por Pablo. Todavía en la última Cena trajeron los discípulos dos espadas para realizar este ensueño con violencia. Entonces llegó la mañana de Pascua y de repente el sueño se desvanece y se les presenta una imagen enteramente nueva, un nuevo Mesías y una fe inesperada. La primera reacción producida por la aparición del resucitado en los apóstoles fue esa experiencia nueva y revolucionaria: Es el «Señor». «El Señor resucitó realmente y se apareció a Simón», exclamaron los once a los discípulos a su regreso de Emaús (Lc 24, 34). «Es el Señor», exclamó Juan, al reconocer al resucitado a orillas del lago (Ioh 21, 7). «Señor mío y Dios mío», confiesa el apóstol Tomás al ver las heridas de Cristo resucitado (Ioh 20, 28). «¿Quién eres, Señor?», pregunta Pablo en el camino de Damasco (Act 9, 5). «Kyrie» (Señor), ésa fue la primera respuesta de la nueva fe al mensaje de Pascua. Solemnemente lo proclamaba Pedro en su primer sermón del día de Pentecostés: «Sepa toda la casa de Israel que este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo» (Act 2, 36). En las lenguas judía y griega el «Señor» (χυριος) es el mismo Dios que se revela en todo su poder. Si antes de su experiencia de Pascua, los discípulos vieron en Jesús ante todo su carácter humano y en cuanto al divino sólo lo percibieron algunas veces, cuando con alguna señal o palabra levantaba el velo de lo humano, ahora que el resucitado se encuentra en medio de ellos, lo divino es el punto central de su fe y sólo consideran su humanidad en cuanto está unida a su esencia divina.


Por consiguiente, los acontecimientos pascuales trajeron a los discípulos un ahondamiento y esclarecimiento grandes en su concepto de Cristo. Las primitivas impresiones motivadas por la figura humana de Jesús fueron envueltas y asimiladas por el nuevo efecto de su divinidad. Ahora por vez primera tuvieron esta certidumbre evidente: Jesús hombre es en lo más profundo de su ser «su Señor y su Dios». Y precisamente porque es el Señor, a quien contemplan en figura humana, se les evidencia muy bien que su verdadera patria es el cielo y que su verdadero sitio está a la diestra del Padre. El mismo resucitado ratificó esta idea al decirles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Ioh 20, 17). Por ello se alegraban en sus sermones diciendo: «Dios le ha ensalzado hasta su diestra» (Act 2, 33; 5, 31; 7, 55). En adelante, nunca desaparecerá el sedet ad dexteram Patris del símbolo cristiano. A esta certidumbre se sigue otra como consecuencia: en adelante toda vida y espíritu, toda gracia y perdón, todo poder y fuerza sobre los hombres vendrá de ese «Señor» resucitado que se sienta a la diestra del Padre. Siempre nueva resonará en sus oídos la expresión de la misma boca de Cristo: «He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). «He aquí que yo os envío mi Espíritu que mi Padre os ha prometido» (Lc 24, 49). «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Ioh 20, 22). «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18). «Pedro, ¿me amas más que éstos? Apacienta mis corderos» (Ioh 21, 15). La fuerza bienhechora de Cristo resucitado, desde las alturas y cimas del espíritu, penetró también hasta las raíces más profundas de su ser, allá donde salta la vida en mil fuentes y donde la muerte está acechando. La impresión más aguda y más clarividente que el encuentro del Resucitado produjo en la conciencia de los discípulos fue que en la nueva vida de Cristo estaban seguros de encontrar su propia vida eterna. La resurrección del Señor fue también para ellos un acontecimiento de verdadero interés para todo el mundo. En efecto, fue la prenda de su propia resurrección, de la


resurrección de todos los muertos, de la resurrección del mundo entero. El hecho de que «Dios le ha resucitado de entre los muertos y no vio la corrupción» (Act 13, 37) implicaba el conocimiento de que en Cristo resucitado está incluida la resurrección de todos. «Así como la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 21). Pablo no tiene deseo más ardiente que «conocerle a Él, la virtud de su resurrección y la participación de sus sufrimientos» (Phil 3, 10). El apóstol Pedro reconoce «que ha sido regenerado en esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Petr 1, 3). Aquí, más que en ninguna otra parte, la experiencia pascual de los apóstoles sobrepasa todas las ideas tradicionales de los judíos acerca del Mesías. Jesucristo no es sólo el que redime del pecado y de las culpas; es, además, el redentor de los muertos a quienes vuelve la vida. «Dios nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Eph 2, 6). Gracias a esta luz, los discípulos lograron comprender toda la profundidad de las palabras de Jesús ante el sepulcro de Lázaro, poco antes de su pasión: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque estuviere muerto» (Ioh 11, 25). «Marta, tu hermano resucitará» (Ioh 11, 23). Comparando este contenido de las experiencias pascuales de los discípulos en que hasta entonces habían creído, resulta evidente que se les han abierto perspectivas espirituales enteramente nuevas que antes habían presentido y experimentado en algún que otro momento, pero sin tener nunca una fe viva en ellas. Estas nuevas perspectivas sobrepasan de tal modo las antiguas, que no pueden explicarlas en modo alguno. No podían provenir de los apóstoles, era necesario algo exterior, la experiencia de una realidad que se les imponía como algo nuevo, inesperado e irresistible que los transformó por completo. De cualquier lado que volvamos nuestra mirada al sepulcro vacío, a la mentalidad judía de los discípulos o al origen particular y contenido de sus experiencias de Pascua, por todas partes salta a nuestra vista lo sobrenatural e inexplicable de ese acontecimiento. Si alguna vez apareció en la historia, aquí está ciertamente lo trascendente, lo sobrenatural, la revelación y la acción de Dios.


Lo que daba también a la fe de los apóstoles en Cristo una solidez inquebrantable y lo que ellos trataban de hacer resaltar, era el hecho de que el mismo Dios puso un sello irrompible en la vida de Jesús con ese milagro de la resurrección. Los primeros sermones se hacen eco constantemente de esta confesión: «A ese Jesús, Dios lo resucitó» (Act 2, 32; 3, 15; 4, 10; 10, 40, 30, 37; 1 Cor 15, 15). «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su Hijo Jesús» (Act 3, 13); «Dios le elevó a su diestra como Señor y Salvador» (Act 5, 31). «Dios, al resucitarle de entre los muertos, le acreditó delante de todos» (Act 17, 31). Ciertamente el Padre celestial había dado a conocer que tenía puestas sus complacencias en su Hijo «muy amado» primero al entrar en la vida pública (Mt 3, 16 ss) y después cuando se encontraba en la cumbre de su actividad (Mt 17, 5). Pero entonces sólo fue una «voz del cielo», una señal evidente de la proximidad de Dios que, exteriormente, no se distinguía de las muchas acreditaciones concedidas a otros hombres del Antiguo Testamento, por ejemplo, a Jonás, a Elías y hasta al fratricida Caín. Pero aquí, en el resucitado, el Dios de los milagros se manifestó con una sublimidad y un poder absolutamente únicos y excepcionales, no ya por símbolos y señales ni por intermedio de criaturas, sino que Él mismo es quien habla, y no sólo con la palabra y obra de Jesús, mas también con una acción inmediata y avasalladora, haciendo brotar de Jesús muerto una vida gloriosa. Con ello afirma Dios que no sólo resucitó al Crucificado, sino que le glorifica y le comunica la vida eterna y hasta la divina, colocándole a su diestra. No se trata aquí únicamente de la resurrección de un hombre ordinario, sino de la de Cristo, no de despertar la vida humana que se extinguió; se trata de una especie de irrupción creadora de la vida divina, que Jesús conocía desde el principio, aunque estaba en la frágil envoltura de su cuerpo mortal. Es más, esa vida divina era Él mismo, y ahora, al tercer día después de su muerte, uniendo su cuerpo y alma, revestía, iluminaba y glorificaba la naturaleza humana con el resplandor de Dios. Al mismo tiempo, durante cuarenta días, Jesús resucitado se apareció a sus discípulos; comió y bebió con ellos de un modo misterioso del que no podemos formarnos idea (cf. Lc 24, 30, 43; Ioh 21, 12 ss; Act 10, 41); una y otra vez la realidad de Dios


apareció a los discípulos bajo una forma nueva, la del misterium tremendum et fascinosum. Con la fuerza avasalladora de una inmediata evidencia, sus ideas y sentimientos se dirigieron de la tierra hacia el Cristo celeste y hacia «la fuerza de su resurrección» (Phil 3, 10). El espacio y el tiempo perdieron su valor para ellos y del mismo modo perdió todo lo terreno su atractivo y exigencias. Todo ello pasa a ser secundario. El reino de Dios se mostró tan cerca bajo la sencilla forma del Hijo del hombre que, sin notarse apenas, arraigó en el suelo de Palestina, y se desarrolla ahora con esplendor en Cristo glorificado, como reino de Dios, en el sublime sentido de los videntes del Antiguo Testamento, como reino del cielo, prodigio deslumbrante y revelación victoriosa de las fuerzas divinas. Su centro de gravedad queda desplazado de la tierra al cielo. Si la muerte de Jesús echó por tierra las esperanzas terrenas y egoístas de los discípulos respecto a un inminente imperio político y terreno, las repetidas apariciones de Jesús resucitado y el carácter esencialmente sobrenatural de su reino borraron hasta el más mínimo recuerdo de ellas. A medida que Cristo resucitado les «hablaba de los asuntos del reino de Dios» (Act 1, 3) durante los cuarenta días, su evangelio perdía a sus ojos más y más todos los velos terrenos y todos los lazos temporales y limitaciones judías. Ya no se plantean más discusiones con los fariseos, ni se trata de saber en qué consiste la perfección o el testimonio del Hijo del hombre; ahora lo importante es la resurrección y la vida eterna, la venida del Espíritu Santo, el perdón de los pecados, el bautismo, la verdad y la gracia. Su espíritu no se limita a Israel, a su templo y sus ceremonias o al sumo sacerdote. Claramente ven dibujarse el nuevo redil mesiánico que Pedro, vicario del Mesías pastor, está encargado de dirigir y apacentar, la comunidad de Dios, la Iglesia que comprende a todos los pueblos. Es el tiempo grandioso en que los apóstoles entienden de modo completamente nuevo el antiguo Evangelio del Maestro, traducido en lenguaje espiritual y sobrenatural, a modo de mensaje de vida para todos los pueblos. Ahora ven las relaciones y comprenden perfectamente lo que, en otras ocasiones, les


había dicho el Señor acerca del «Hijo del hombre», del «Hijo», de su oficio de juez universal del mundo, de su pasión y muerte. Desde este punto de vista escribió Juan su vida del Señor; es la hora crítica en que nace el cristianismo y en la que Cristo resucitado descorre del todo el verdadero contenido espiritual de sus verdades directrices y plenos poderes, dados ya en germen durante su vida terrenal y, en suma, se revela el cristianismo como la religión del espíritu. Es también la venida del Espíritu Santo a la que el Señor hace marcada referencia: «Dentro de unos días seréis investidos del Espíritu Santo» (Act 1, 5; cf. Lc 24, 49). Y ese Espíritu Santo será quien va a confirmar el evangelio de Pascua, el evangelio de los «cuarenta días», y hacer de él una realidad viva. Es muy comprensible psicológicamente que los discípulos, antes de recibir toda la plenitud de esa novedad, que les invade con la majestad del Resucitado, estuviesen como deslumbrados e instintivamente buscasen en su antigua mentalidad y pasada experiencia un punto de apoyo que les permitiera explicar las impresiones y conocimientos nuevos. Y así volvían a sus esperanzas en que habían sido educados desde su juventud como buenos hijos de Israel y preguntaron a Jesús: «Señor, ¿levantarás de nuevo el reino de Israel en este tiempo?» (Act 1, 6). Era una posibilidad humana, que nuevamente les atraía, una tentación producida por lo humano, lo judío y carnal que había en ellos. Jesús les libró de este último lazo mundano y nacional y, con la superioridad de aquel a quien «todo le fue dado por el Padre», les apartó de las miras humanas para llevarlos por los caminos de Dios. «No toca a nosotros saber los tiempos y plazos que el Padre en su omnipotencia dispuso. Mas recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Act 1, 7 ss). Jesús libraba así a los discípulos de los últimos lazos de su egoísmo y de los últimos ardides mundanos, colocando su porvenir, su vida y su actividad únicamente en las «grandes obras de Dios», que debían extenderse por todo el mundo con su resurrección.


Cuando subió a los cielos, dejó discípulos cuyos pensamientos, deseos y su ser todo estarían sumergidos y enraizados en el milagro de su resurrección, teniendo, además, plena conciencia de haber sido elegidos para constituir el eje de la historia humana y dar testimonio de las fuerzas nuevas que, a modo de resurrección de vida eterna, debían en adelante transformar la humanidad. La ascensión de Jesús significaba, por tanto, para sus discípulos, más que el fin de su historia humana, el comienzo de una vida y actividad nuevas, a la diestra del Padre. Era la solemne confirmación y el cumplimiento de todo lo que ya se había manifestado en la resurrección, es decir, que Él y sólo Él es el Señor, el Rey de majestad, en quién y por quién y de quién todos los hombres, y aun todos los seres, reciben el ser, su vida y su destino. La ascensión de Jesús fue para sus discípulos la aurora del día sin noche durante el cual es preciso trabajar hasta el retorno del Señor (Act 1, 11). La creencia en aquel que acababa de ser ensalzado y que debía volver un día, era para ellos el punto central de su nueva fe, la fuente fundamental de su nueva esperanza y de su nueva alegría. «Con gran alegría retornaron a Jerusalén... alabando y bendiciendo a Dios» (Lc 24, 25 s). Confesando de este modo al Señor murió el primer mártir: «Veo los cielos abiertos», exclamó san Esteban, «y el Hijo del hombre sentado a la diestra de Dios» (Act 7, 56). En adelante, la alegría de los apóstoles estará con Él: «Bendito sea Dios, Padre de N. S. Jesucristo, que, según su gran misericordia, nos regeneró por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos en esperanza viva» (1 Petr 1, 3). «Está sentado a la diestra de Dios, después de haber devorado la muerte, para que nosotros seamos herederos de la vida eterna» (1 Petr 3, 22). Dios lo ha ensalzado dándole un nombre que está sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y que toda lengua confiese que Jesucristo N. S. está en la gloria de Dios Padre (Phil 2, 9). * La jubilosa confesión de los apóstoles respecto de aquel que está ensalzado a la diestra del Padre era, en el fondo, la de la victoria de las fuerzas de la


vida del resucitado, que debían invadir el mundo y renovarlo. Su alegría pascual incluía al mismo tiempo la espera del día de Pentecostés, como el mismo Jesús, durante su vida mortal, para las horas de persecución, les había prometido el Espíritu del Padre (Mt 11, 20), «el Espíritu Santo» (Lc 12, 12), el «Espíritu de verdad» (Ioh 15, 26). Después de su resurrección, les encargó que permanecieran en Jerusalén «hasta ser investidos con la fuerza de lo alto» (Lc 24, 49). El milagro de Pascua encontraba de este modo su complemento en el de Pentecostés. Apareció la «fuerza de lo alto» en la acción del viento impetuoso que conmovió toda la casa y en las lenguas de fuego que bajaron sobre los apóstoles (Act 2, 2 s). «Y fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas según el Espíritu que les inspiraba» (Act 2, 4). Como una fuerza nueva e impetuosa que los inflamó, les obligó a salir de sí mismos y trasladarse a ese mundo de la sobreabundancia divina, donde sólo el Espíritu de Dios vive su vida santa y sus actividades sublimes e incomprensibles, semejante al viento «del que no sabes ni de dónde viene ni adónde va» (cf. Ioh 3, 8). Todas las impresiones recogidas al lado de Jesús, en su vida mortal y en su vida de resucitado, se vieron despojadas por esta sacudida del Espíritu de su centro de gravedad mundano y se elevaron entonces a tal altura de vida, a tal fuerza de voluntad y a claridad tal de pensamiento, que desaparecieron todas las mezquindades de la tierra, las limitaciones humanas y todo cálculo y preocupación. Su alma quedó penetrada, plena de las «fuerzas» de aquel que subió a los cielos, tanto, que en adelante vieron con sus propios ojos y comprendieron en toda su fuerza y alcance las grandes obras de Dios actuando en ellos con la absolutividad de su eficacia y con su validez supratemporal para los hombres de todas las regiones y lenguas del mundo. Llegó el momento en que el «Consolador» les enseñó y recordó todo lo que Jesús les había dicho (Ioh 14, 26). Lo sobrenatural se había apoderado de ellos y embargado sus corazones y se volcaba en sus labios para derramarse sobre los hombres en lenguas y acentos siempre nuevos y extraños. Ya no son simplemente receptores pasivos y agradecidos como en el momento de la resurrección y ascensión del Señor, sino que ellos mismos son ahora los poderosos distribuidores y


creadores de la vida que comunicaban, trayendo a los hombres, en virtud de la plenitud del Espíritu que se les dio, el mensaje de aquel que subió a los cielos. «Haced penitencia y que cada uno se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de sus pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2, 38). Ha desaparecido también todo miedo a los hombres y toda timidez. No se ocultan ya en la casa de Marcos, afrontan la ciudad entera de Jerusalén y el Gran Consejo, al que lanzan la más terrible de las acusaciones: «Habéis matado al príncipe de la vida (αρχηγον της ζωης), pero Dios le resucitó de entre los muertos. Nosotros somos testigos» (Act 3, 15). Cuando se les prohíbe hablar, responden con santa osadía: «No podemos menos de hablar de lo que hemos visto y oído» (Act 4, 20). «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29). Cuando los azotan, van «llenos de alegría por haber sido juzgados dignos de sufrir por el nombre de Jesús» (Act 5, 41). En ellos se ha originado un nuevo hombre que es quien manda, el hombre de la fe inquebrantable y ardiente, el hombre sobrenatural, de la abnegación y del sacrificio, el mártir, «el testigo». Nada hay que acredite con más fuerza la resurrección y ascensión como el milagro de Pentecostés, pues Cristo ensalzado «derramó sobre sus discípulos el Espíritu Santo que había recibido de su Padre» (Act 2, 33). En esa fuerza del Espíritu Santo, como el Señor anunció, fueron testigos del resucitado «en Jerusalén y toda Judea, y desde Samaria a los confines del mundo» (Act 1, 8). Ciertamente su testimonio fue bautizado en escarnios, privaciones y penalidades indecibles, como el mismo Pablo en una penosa hora escribió a los Corintios (1 Cor 4, 9 ss): «yo creo que Dios a nosotros, apóstoles, nos ha puesto en el último sitio como condenados a muerte, pues constituimos un espectáculo para los ángeles y para los hombres. Somos locos en Cristo..., y hasta que llegue la hora padeceremos hambre, sed y estaremos desnudos; nos golpean y andamos errantes y nos atormentamos con nuestra tarea. Somos escarnecidos y bendecimos, perseguidos y lo soportamos, calumniados y consolamos. Nos hemos convertido en basura para todo el mundo, la escoria de todo lo visto». Pero de estas amargas y duras miserias se ha elevado siempre el victorioso y sobrenatural grito de


júbilo: Él ha resucitado, somos testigos de ello, tan cierto no sólo como que vivimos sino que también morimos.


VIII. La Cruz de Cristo La buena nueva de la resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, la buena nueva de su muerte redentora. La luz de Pascua cae sobre el Gólgota y sobre la cruz para darles esplendor, y esta claridad es la única que nos permite descorrer el velo y explicar el misterio de la cruz, que para los judíos fue un escándalo, y una locura para los gentiles (1 Cor 1, 23). No se trata sólo del acto heroico de un hombre santo que obedeció hasta la muerte al Padre que está en los cielos, sino de la muerte de un hombre que es Dios, Señor nuestro, y juez del mundo: se trata de un acontecimiento que sobrepasa nuestra razón, de un hecho tan inaudito y pavoroso, que el sol palidece, la tierra tiembla y el velo del templo se rasga (Mt 27, 45 y 51). En un acontecimiento cósmico, una catástrofe universal. Muere un hombre que es Dios. Bien sabemos que Dios no puede morir y no es Dios quien muere, ni tampoco el Verbo eterno, pero sí un hombre substancialmente unido al mismo, un hombre que es Dios. Esto nos prueba precisamente cuán absurdo es rechazar el misterio de la cruz con el pretexto de que, en el fondo, por lo que se refiere a la expiación del pecado, se encuentra la primitiva y sangrienta concepción que hace del Padre el verdugo de su propio Hijo para buscarse una satisfacción digna. Pues no es el Padre quien realiza el sacrificio, sino el mismo Hijo es quien se ofrece en sacrificio, realizándolo con un acto heroico y con la más pura libertad que pensarse pueda, en honor del Padre y para la salvación de los hombres. Jamás hubo en la tierra acto interno alguno más libre, ni producido de modo tan exclusivo por la voluntad personal como el sacrificio de Jesús sobre el Gólgota. «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por propia voluntad; y soy dueño de darla y de recobrarla» (Ioh 10, 18). Por otra parte, lo que el Hijo de Dios consagra al Padre con su libre sacrificio no es precisamente a sí mismo, ni la propia naturaleza divina, sino


una naturaleza extraña y creada que, por una bondad incomprensible, tuvo a bien tomar: la naturaleza humana. Es la misma naturaleza que, en autodivinización blasfema, fuera violentamente desviada de su fin primero y sobrenatural por Adán, su primer representante y padre del género humano. Y desde entonces subsistió la mácula del apartamiento de Dios y del pecado original y, a modo de terreno ponzoñoso, sólo produjo culpas y más culpas, pecados y más pecados. Esa naturaleza humana, tal como se recibió de Adán, con su desequilibrio en la sensibilidad, en la inteligencia y en la voluntad, fue en la tierra la sede y fuente de toda concupiscencia y el órgano siempre dispuesto a oponerse a Dios; y por ende, el objeto directo de la cólera divina, el auténtico reo y el auténtico culpable. Era, pues, justo que sufriese el juicio de Dios y que su Hijo la tomase, excepto el pecado, como vestidura de sacrificio con toda su fragilidad, flaqueza y su condenación a la muerte, para así satisfacer en ella y mediante ella. Tan cierto como que al morir el Hijo de Dios no fue su naturaleza divina sino la humana la que sufrió y murió, es que el Hijo se sacrificó en el Gólgota. No fue un hombre que lo sustituyera, ni tampoco un mero hombre unido al Verbo divino por comunicación constante de amor. Fue un hombre que era Dios, Dios que se había hecho hombre y apropiado la naturaleza humana de una manera tan íntima, tan indisoluble, tan esencial, que carecía de subsistencia propia. Su conciencia, libertad y entereza humanas fueron asumidas por la unidad personal con su naturaleza divina, con su entendimiento y voluntad. Renunció a la «forma divina» para tomar en su lugar la de «esclavo» (cf. Phil 2, 6, 7). Su libertad era la de Dios, incondicionada y absoluta: se despojó de su majestad y omnipotencia propias para hacerse como uno de nosotros. Por ello el drama del Gólgota tiene su último y eterno fundamento en el cielo, allí donde el Hijo procede del Padre. Puesto que aquél lo ha recibido todo de éste, su naturaleza divina, su omnipotencia, sabiduría y amor, sus más íntimos secretos y, ante todo, el libre decreto divino de su sacrificio por los hombres, se encargará Él de ejecutar ese decreto y por eso es «enviado» por el Padre.


La misma libertad divina con que el Hijo acepta su «misión» del Padre, le hace aceptar su encarnación y los dolores redentores que lleva consigo. Por lo cual, al entrar en este mundo, dijo: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has preparado un cuerpo; heme aquí, yo voy a cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr 10, 5 ss). El sacrificio voluntario de Jesús en la tierra no es más que la ejecución en el tiempo de ese decreto eterno de redención, pronunciado en el cielo y salido de los abismos infinitos del amor divino. El drama del Gólgota, por tanto, no es un casual suceso histórico, un hecho del pasado, sino que tiene su primer y último fundamento en los actos libres de la vida íntima de Dios, siendo la voluntad y obra de la Trinidad realizada por el Hijo. Entonces es evidente que su finalidad fundamental, la más excelente, no puede ser otra que Dios mismo, su gloria y la manifestación de su poder esencial. Cuando la palabra creadora de Dios llamó los mundos, de la nada a la existencia, cuando revistió la tierra de belleza y magnificencia creando mil formas de vida, se mostró como Dios lleno de poder, de sabiduría y majestad. Cuando formó a los primeros seres humanos a su imagen y semejanza, depositando en sus almas la nobleza de la filiación divina, se manifestó como Dios paternal y amoroso, como la sabiduría, la magnanimidad y la santidad que, sobreabundantemente, regala de la plenitud de sus riquezas y hace partícipes gratuitos a los hombres de su propia vida. Pero aquí, en la cruz, refulgen un nuevo poder, una sabiduría y un amor nuevos, una omnipotencia que cede, una sabiduría que se rebaja hasta la locura y un amor que se sacrifica. La perfección de Dios es de tal modo incomprensible, tan por encima está de lo que puedan imaginar los hombres, que no se limita a crear libremente desde toda la eternidad, ni a regalar bondadosamente una plenitud de bienes creados, sino que llega a hacer donación de sí misma, hasta entregarse. La Trinidad es, desde toda la eternidad, libre acción creadora y no menos también, con la misma fuerza infinita de su voluntad libre, es entrega absoluta. Esta oblación libre del Hijo de Dios se funda, por su parte, en ese amor esencial y misterioso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que eternamente constituye el Espíritu Santo. Porque precisamente en la persona del Espíritu


Santo, en su yo sustancial, resplandece aquel carácter inefable, extático, de la voluntad del ser divino, que, siendo propio de la naturaleza de Dios, rebasa el ser personal de aquél y trasciende todas las fronteras y medidas imaginables. Cuando el Hijo, esencialmente igual al Padre, tomó nuestra naturaleza, su conciencia y su voluntad humanas extrajeron los más decisivos motivos de este tesoro inagotable de la entrega a Dios. Su vida humana estuvo enteramente animada por la abnegación más absoluta al Padre y por una obediencia a su voluntad llevada hasta sus últimos límites. Y como él dio dicha vida para reparar la falta de la humanidad caída, alcanzaron el punto culminante en un sacrificio pleno de renunciamiento y de dolor. Pero, en su esencia, ese sacrificio no por ello dejó de ser el reflejo en la tierra del amor infinito que, desde toda la eternidad, se realiza en Dios con la pureza más absoluta. El misterio de la cruz se relaciona, pues, íntimamente con el misterio de la Santísima Trinidad, y en particular con el Espíritu Santo. Estamos en presencia de los misterios más insondables del ser divino y de su vida, así como de los libres decretos que de él misteriosamente dimanan. Ninguna inteligencia humana puede comprenderlos y sabemos sólo que su último sentido y finalidad debe buscarse en Dios. En efecto, Dios, la soberana perfección, no puede querer como fin último nada fuera de sí, por debajo de sí, por tanto, sin bajar de su altura propia y absoluta. Esto sería una falta en Dios. El sentido último y más profundo de la muerte de Jesús en la cruz, no puede ser otro que Dios mismo, y la revelación de la magnificencia de su amor. La abnegación voluntaria del Hijo de Dios es, en sí, la glorificación más sublime del ser divino y el acto más excelente de adoración, crean o no los hombres en él y queden o no redimidos. Pero realmente fueron rescatados por esta abnegación y sacrificio voluntario del Hijo de Dios, y precisamente porque constituye la más alta glorificación del amor divino, procura al mismo tiempo la más indecible felicidad a los hombres. Al entrar en el tiempo, en la historia humana, al hacerse visible en el sangriento sacrificio del Calvario, se ha convertido en la víctima de nuestra redención. En él culmina la obra redentora de Jesús


por los «pecadores», por los «enfermos», por la «muchedumbre». Es el acto final de Cristo, donde se muestra por excelencia Salvador de los hombres. El mismo Jesús no dejó de subrayar y hacer resaltar expresamente este carácter sublime de su sacrificio. La fe en la muerte redentora de Jesús no se originó en manera alguna en el seno del cristianismo helenístico [1]. Desde el instante en que Pedro, en nombre de los discípulos, proclamara solemnemente: «Tú eres el Cristo», empezó Jesús a probar a los apóstoles «que era preciso ir a Jerusalén... donde le iban a dar muerte» (Mt 16, 16, 21). Se ve que tiende a completar la confesión de su discípulo al señalar que ese Cristo en el que creían debía ser un Cristo que sufre y muere, y que precisamente su pasión y muerte constituían su misión querida por Dios. Tanta importancia concedía Jesús a ello, que, al oponerse Pedro (designado poco antes como piedra sobre la cual sería edificada la iglesia) a la idea de un Cristo que sufre, fue rechazado por Jesús con la misma rudeza e indignación con que arrojó de su lado en otro tiempo al demonio (Mt 4, 10): «Apártate de mí, Satanás; me eres escándalo: porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16, 23). ¡Tanta era la importancia que concedía a esta cuestión! Según Jesucristo, hay algo diabólico en menospreciar o negar la misión dolorosa de Cristo. El sufrimiento es para Él una parte esencial de su misión, por lo cual habla de ello en tres de sus profecías más importantes (cf. Mt 16, 21; 17, 22 s; 20, 17 ss). En la parábola de los viñadores homicidas, que asesinan, primero, a los «servidores» enviados por el Padre de familia y, finalmente, «al propio hijo muy amado», prueba claramente que su muerte forma parte de la obra de salvación (Mt 21, 33 ss). «Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, del mismo modo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado» (Ioh 3, 14 s). «Con un bautismo debo ser yo bautizado y estaré anhelante hasta que se cumpla» (Lc 12, 50; Mc 10, 38). Ese deber no es resultado trágico debido a las circunstancias históricas, ni un destino cruel; es un deber impuesto por el Padre, una necesidad para la salvación de los hombres. Por lo cual está «escrito» (Mc 9, 12; Mt 26, 24, 54). Según Lucas (22, 37), Jesús se refiere expresamente a la profecía de Isaías acerca del Siervo de Yahvé (cf. Is 53,


12) que «fue reputado entre los criminales» y cita con predilección ese pasaje de Isaías (cf. Mt 8, 11; con Is 49, 12; Mt 11, 5 con Is 61, 1; Mt 21, 13 con Is 56, 7). Jesús se aplica precisamente a sí mismo, para hacer más intuitiva su misión redentora, todos los rasgos del Siervo de Yahvé en Isaías, no casualmente, sino por la conciencia que tenía de que Dios quería su pasión. «El Hijo del hombre no vino para hacerse servir, sino para servir y dar su vida como rescate para muchos» (Mt 20, 28; Mc 10, 45). La palabra «rescate» no es exclusiva de Isaías, sino que es empleada en todo el Antiguo Testamento (Ex 21, 30; Num 35, 31). Designa la suma de plata por la que un condenado a muerte rescataba su vida. Al decir Jesús que quiere dar su vida en rescate por los hombres, prueba claramente que atribuye a su muerte un valor de salvación, satisfacción, reconciliación y substitución. Es vano discutir el carácter antiguo de esta revelación significativa que Jesús hizo de sí mismo, e intentar ver en ella de modo exclusivo un efecto de la influencia paulina, esto es, concepciones helenísticas en último término. La expresión «rescate», aunque se encuentra aisladamente en el lenguaje evangélico, responde perfectamente en su sentido preciso y en su contenido a lo que Jesús afirmó constantemente, después de la confesión de Pedro, acerca de los sufrimientos de Cristo y de su necesidad para la salvación de los hombres. Dicha palabra, «rescate», se limita a resumir breve, certera y asequiblemente lo que, desde un principio, tuvo Jesús como objeto y afirmó de la misión de su pasión redentora. Históricamente, remonta a una tradición que nos garantizan san Mateo y san Marcos. A primera vista puede parecer raro que el tercer evangelista, Lucas, no hable de «rescate», ni del sacrificio de la vida de Jesús «por muchos», siendo así que conocía perfectamente y usó la expresión paralela empleada por Jesús «servir» (Lc 22, 27). Este silencio no es, ciertamente, intencionado; Lucas no intentó negar el significado redentor de la muerte de Jesús puesto de relieve por Mateo y Marcos. En efecto, algunos versículos antes, en su relato de la última Cena, se refiere expresamente, como lo hace Pablo, a ese valor redentor.


Acabamos de probar que Lucas nos ha transmitido precisamente una cita literal de Jesús relativa al «Siervo de Dios» de Isaías (Lc 22, 37). Muestra así, por su parte, con independencia de los demás evangelistas, cuán conscientemente se identificó Jesús con el «Siervo de Dios» de Isaías que sufre y reconcilia. Si el tercer evangelista no nos ha transmitido la palabra «rescate», sino sólo la de «servir», ello se explica por la conexión de esta última con su relato, tan personal y distinto de los demás apóstoles, de la última Cena. Era contrario a su estilo usar y añadir otra expresión de Jesús sobre el significado redentor de su muerte para un mismo acontecimiento que culminaba en el sacrificio del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. El silencio de Lucas no debilita en lo más mínimo el testimonio de Mateo y Marcos. Ambos garantizan que el primero en juzgar su muerte como redención es el mismo Jesús, y no Pablo y otros. Ciertamente, es san Pablo, quien, ante todo, insiste en la fuerza reconciliadora y redentora de la muerte de Cristo y habla expresamente del «precio elevado» con que fueron rescatados los cristianos (1 Cor 6, 20; cf. 1 Cor 7, 23). Por más que estas expresiones y otras semejantes se acercan mucho a las mismas palabras de Jesús, sin embargo, no coinciden completamente. Difieren no sólo en el sentido estricto, sino también en su carácter polémico e histórico. Otros apóstoles, Pedro y Juan particularmente, hablan, en general, del poder reparador de la pasión de Cristo, y especialmente del «rescate» por la sangre de Jesús (1 Petr 1, 18; Apoc 5, 9). Precisamente la palabra principal del mensaje de la redención, la de «siervo de Dios», se repite con frecuencia en los sermones de los primeros apóstoles (Act 3, 13, 26; 4, 27, 30). Así, aun desde este punto de vista, la línea tradicional remonta por Pablo y los primeros apóstoles hasta el mismo Jesús. Por otra parte, Pablo ratifica expresamente esta continuidad de la tradición al incluir en la primera Epístola a los corintios (15, 3) [2] la confesión de la muerte redentora de Cristo entre las enseñanzas que él mismo «recibió» y transmitió «en primer lugar», Al hablar él, antiguo discípulo de las sectas rabínicas, de la «tradición» de su mensaje, sirviéndose intencionadamente de una de esas expresiones técnicas (ο χαι παρελαβον) «usadas en las


escuelas palestinenses para indicar la tradición fiel de la Torá», asegura así enérgicamente la fidelidad de su tradición, descartando toda sospecha de haber utilizado alguna fuente anónima, tal vez las creencias de los misterios helenísticos de su tiempo. ¿Existe la menor probabilidad de que Pablo y los primeros apóstoles, educados desde la niñez en la oposición y odio al mundo pagano, hayan tomado precisamente de éste y no del mismo Jesús, uno de los misterios más delicados e importantes de la nueva fe? Y a pesar de eso, durante toda su vida habrían estado en oposición violenta con la religión pagana, en oposición tal, que, para su época y siglos siguientes, implicaba los más sangrientos martirios. Los legendarios relatos de los misterios helénicos se pierden en la noche de los tiempos y fuera de la historia. Se trata de intereses de orden material y sensible, de combates salvajes y homicidas y de groseras aventuras de amor, y ya resaltamos en otra ocasión (p. 52 ss) y a otro respecto, cómo era totalmente distinto el campo espiritual donde radicaban. Para la mentalidad pagana de los griegos, la divinidad era sólo una parte de la naturaleza y, en el mejor de los casos, la expresión y exponente de sus fuerzas creadoras. Los dioses, como asimismo los hombres, estaban, por tanto, sometidos en su ser y acción a las leyes ciegas de la naturaleza y, en último término, a la ley del destino, del cual nadie se libra. Las divinidades redentoras del helenismo, en particular, no eran en un principio más que las divinidades de la fecundidad, variables en consecuencia, compenetrándose unas con las otras como la naturaleza misma de que formaban parte. Dolores, muerte y resurrección eran soportados fatalmente y, por lo mismo, como algo involuntario, como una necesidad trágica impuesta desde fuera y contra la cual se resistían. En todas esas leyendas de los antiguos misterios es inútil buscar una persona comparable a Jesús, que con libre y pleno consentimiento toma sobre sí una muerte redentora para los hombres. En esas religiones de misterios, la salvación no se obra precisamente por esas divinidades, sino más bien en ellas, imitando el creyente, de manera puramente exterior con ritos y ceremonias, a modo de magia imitativa, los sucesos del dios a quien adora. Todo se realiza exclusivamente en una


esfera cultural y estética. Su eficacia y efecto nada tienen que ver con un renacimiento del hombre interior, no se ve una unidad con el Dios del misterio, unidad que se conservaría por la fe, la penitencia y el amor. Es una apoteosis inmediata y mágica. El iniciado se convierte en Isis, Osiris o Mitra. En este conjunto de ideas más o menos panteístas, más o menos teatrales y exteriores en su origen, que terminan en groseros desórdenes y no tienen en vista más que una divinización personal y egoísta, es imposible encontrar lugar para un mediador y especialmente para el sacrificio cruento de un Dios hecho hombre, sacrificio destinado a reconciliar al hombre pecador con Dios. Compárense esas concepciones mezquinas con la cruz, con este misterio, impresionante por su sublimidad, del sacrificio voluntario de un Dios por los hombres; préstense oídos a esas innumerables voces llenas de piedad y amor que, llevadas de su devoción a este misterio, repiten la palabra del apóstol: «Para mí el vivir es Cristo, y morir es ganancia» (Phil 1, 21); piénsese finalmente en la nueva realidad de una fe enteramente divina, de inmaculada pureza, de amor sacrificado que, con aquel sacrificio por excelencia, se ha extendido sobre la pobre humanidad, y se tendrá, mejor que nunca, la impresión de la distancia o mejor de la irreductibilidad que media entre la idea helénica de redención y el dogma cristiano. Es la irreductibilidad absoluta entre la carne y el espíritu, la tierra y el cielo, el mundo y Dios. ¡Qué desconocimiento tan grande de la esencia misma de la fe cristiana y de su carácter interior y espiritual denota la pretensión de atribuir a influencias paganas el misterio más sublime, el de la muerte redentora de Cristo! Ninguna afirmación de Jesús es más esencial ni salida de lo más íntimo de la conciencia que tenía de su misión y de lo más hondo de su corazón, como la de que Él, el Hijo del hombre y juez del mundo, el Hijo único del Padre, no vino a este mundo más que a servir y sacrificar su vida en redención para muchos. En último término, si vino a la tierra no fue para curar enfermos u obrar milagros, ni siquiera para predicar el reino de los cielos. Todo eso era lo


exterior o el lado visible de su actividad mesiánica; el verdadero punto central de su obra redentora fue el rescate de nuestra vida mediante su muerte. Fue en la hora de la separación, durante la última Cena, cuando esa voluntad de sacrificarse por los hombres le presionó con particular vehemencia, revelándose hasta la evidencia más sensible, actualizando sus aspiraciones, sus más tiernos e íntimos deseos y sus designios más sublimes, con la institución tan misteriosa, única e incomparable en toda la historia, que trasciende toda humana ponderación y revela una realidad verdaderamente divina, de donde brotó la acción redentora de Jesús. «Y Jesús tomó el pan, lo bendijo y partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad, éste es mi cuerpo. Después tomó el cáliz y dando gracias lo entregó a sus discípulos con las palabras: ésta es mi sangre de la nueva alianza, la cual será derramada por muchos» (Mc 14, 22 y ss). En la sencilla forma del pan dividido en trozos y del vino distribuido, anticipó Jesús con su poder creador el sacrificio de sí mismo, su propia entrega en la cruz; ofreció su cuerpo desgarrado y su sangre derramada; lo hizo presente y lo dio a sus discípulos para que lo sumiesen, para que así pudiesen participar de su sacrificio y de su gracia. Al hacer esto y pedir a sus discípulos lo renovasen en memoria suya (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24), introdujo en el presente actual y en forma incruenta su sacrificio en la cruz, haciendo del mismo la fuente verdadera y única de toda redención y bendición. No es, propiamente hablando, el sacrificio cruento de la cruz el que nos permite comprender el incruento sacrificio de la cena, sino precisamente la inversa; de la Cena salen, para nosotros, hacia la cruz las verdaderas y definitivas luces. Al anticipar el sacrificio del Calvario y sus frutos de salvación mediante la donación de su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y de vino, pronuncia Jesús la palabra realmente decisiva acerca del sentido redentor de su muerte cruenta. Desde este punto de vista, el cristianismo es el mensaje de nuestra redención por la cruz del Señor, por la muerte redentora de Cristo y por su sangre reparadora.


Tal es, también, el sentido de la primera confesión de Cristo que conocemos, la que por labios de Juan Bautista fue transmitida del Antiguo Testamento al Nuevo: «He ahí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Ioh 1, 29). Esto mismo predicó san Pedro: «Ya sabéis que habéis sido rescatados, no con cosas corruptibles, con oro o plata..., sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin defecto y sin mancha» (1 Petr 1, 18 s). San Pablo dice igualmente: «En Él poseemos el rescate mediante su sangre» (Eph 1, 7) y lo mismo san Juan: «La sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado» (1 Ioh 1, 7). Y éste será el cántico que entonarán eternamente los bienaventurados en el cielo: «Salve a nuestro Dios, que está sentado sobre el trono, y al Cordero» (Apoc 7, 10). * Pero, ¿por qué fue menester que se ofreciese por nosotros el sacrificio de Cristo, y cómo pudo realizarse? ¿Exigía, efectivamente, y de modo indispensable, este sacrificio de Cristo la situación espiritual de la humanidad? ¿No era posible una autorredención? ¿Cuál es el último fundamento y sentido de la reparación por otro, de esa satisfactio vicaria efectuada por el Hombre-Dios? Al preguntarlo nos situamos ante el sublime arcano en que confluyen el misterio del hombre y el de Dios, y que únicamente puede ser penetrado por la luz de la revelación. El misterio del cristianismo se abre únicamente al iniciado, al creyente, al verdaderamente «sabio». ¿Qué es el hombre en sí mismo, el hombre de la pura naturaleza? En el torbellino de miles de mundos, arrojado en un diminuto planeta, cual gota en la inmensidad es, sin embargo, distinto entre todos los seres visibles, el ojo de la creación, captando y dominando las relaciones de las cosas. Espíritu consciente, forma parte del mundo y, no obstante, está por encima de él. Sin el hombre, ¿qué sería del mundo sino un juego mudo de las fuerzas de la naturaleza, un eterno vibrar de ondas invisibles y una caótica danza de electrones? El entendimiento humano es capaz de descorrer el velo que encubre ese juego y descubrir el sentido de sus movimientos. En medio de este mundo visible le está reservada una función unitaria y superior, la de darle un sentido convirtiendo la noche en día y el caos en


cosmos, y así el hombre es el intérprete de las cosas visibles, su rey, dueño y señor. Y, sin embargo, por otra parte está sujeto a esas mismas cosas como un esclavo, doblemente encadenado en cuerpo y alma. Forma parte de lo material, o más bien, resume y condensa en sí los diferentes grados del ser. Es un mundo en pequeño, un microcosmos. Las fuerzas de la tierra, con su movimiento impetuoso y ciego y su ardor apasionado, su inconstancia y su debilidad, su necesidad y locura, en suma, toda su fragilidad está en él; más aún, es la fragilidad misma. Esas potencias son su patrimonio y ponen a prueba su dignidad real y la alteza de su espíritu. Considerado en cuanto puramente material, esto es, en lo que tiene de tierra, el hombre no es más que naturaleza desencadenada, pero tampoco en definitiva se reduce a eso. Por más que esté arraigado con mil raíces a la tierra, «no sólo de pan vive el hombre». Su espíritu, aunque adherido a lo terreno, no deja de ser por eso espíritu. La verdadera patria, el mundo originario de ese espíritu, está más allá de las apariencias, donde las esencias brillan. En todas las cosas y a través de ellas, tiende siempre a captar lo invisible y metafísico. Del mismo modo como percibe las cosas sensibles en particular, es también capaz de buscar y descubrir su conjunto y el fundamento y sentido del mundo visible. La tendencia a descubrir las últimas causas del ser es innata en el hombre. La agudeza de su espíritu trabaja por alcanzar lo inmutable a través de lo pasajero, lo incondicionado y eterno, más allá de lo temporal y, en suma, la perfección absoluta, esto es, Dios mismo. Sólo en este esfuerzo para llegar hasta Dios, la parte natural del hombre encuentra el punto de apoyo sublime y decisivo que eleva sus energías a las alturas y al moderar su tendencia a lo terreno le proporciona equilibrio. No hay duda que, en el estado de pura naturaleza, el hombre sólo divisa a Dios en una lejanía infinita y jamás podría esperar llegar hasta Él por sí mismo con solas las fuerzas de la naturaleza. Sin embargo, incluso así, continúa Dios siendo para él la finalidad suprema y última, que excita y dirige su ser, preservándole del peligro de permanecer como «el animal más descastado» [3]. La aspiración hacia Dios es la


herencia natural de toda alma, su joya inmortal, la luz más brillante del amor divino infundida en la naturaleza humana. Aun dejando a un lado la vida sobrenatural, el hombre está compuesto de materia y espíritu. Nada terreno puede satisfacerle totalmente, más bien es un aguijón hacia Dios, del cual necesita para ser verdadero hombre. En sí mismo es incompleto e insuficiente, y nunca podrá poseer el equilibrio y la paz. Jamás será autónomo; las fuerzas de la naturaleza amenazan absorberle y cae repetidamente en el caos, siempre que intenta la independencia absoluta. El hombre es un enigma; situado en la línea divisoria entre dos mundos, necesita de ambos para la plenitud de su ser. La tierra y el cielo, el tiempo y la eternidad se unen en él, que constituye ese punto de la realidad terrena, donde lo creado tiene conciencia de su fragilidad, donde a su través conoce a su Creador, al cual se orienta atraído por el llamamiento del amor divino. El hombre moderno, ¿es quizá el anteriormente descrito? El Libro de los libros nos da la respuesta. Adán, el primer hombre y padre de la humanidad, fue constituido, por voluntad de Dios, solo y único representante y portador de la humanidad entera con todas sus posibilidades. Su determinación, en el momento de la prueba, arrastraría consigo la suerte de todo su ser corporal y espiritual. Desde el instante de su creación fue elevado a un estado que sobrepasaba todas las exigencias humanas y las de toda criatura, al estado sobrenatural, estado de acercamiento a Dios que, de por sí, no pertenece a criatura alguna, ni siquiera al más alto serafín. Era una gracia pura, gratuita, sobreabundante de Dios todopoderoso e infinitamente bueno que, desde el principio, fue el fin sublime de Adán, que debía dar la verdadera norma y consagración a sus tendencias naturales, pero que, cual lucero de la tarde, se le manifestó a una distancia infinita e inaccesible. Dios estaba junto a él y hasta en él mismo, derramando abundancia de gracia y amor, mostrándose Padre misericordioso y depositando en su alma la nobleza de la filiación divina. Desde un principio estuvo el hombre fuera de la estrechez y limitación de su naturaleza, y fue admitido gratuitamente a las incomparables grandezas de Dios. En consecuencia, se vio libre también


de todo impedimento material y de toda humana fragilidad. La concupiscencia, el dolor y la muerte fueron suprimidos de su vida. Adán, en el instante de su entrada al mundo, era un hombre perfecto con una armonía y equilibrio completos, hermoso y feliz, un superhombre en el más alto sentido, un hijo de Dios. Tan maravillosa fue esa época de la fe y del amor primeros, que dejó imborrable huella, tanta, que todos los pueblos y leyendas nos hablan todavía de una edad de oro de la humanidad, que fue destruida para siempre con la caída de Adán, y fue sustituida por la nuestra, con la concupiscencia, el pecado y la muerte. Al nacer, recibimos la naturaleza caída de nuestro primer padre, naturaleza alejada y enemiga de Dios, con la mácula de la ambición de ser como Él, que provocó la caída de nuestros primeros padres, quienes pretendieron poseerse en absoluto y «desdivinizar», por así decirlo, a Dios. En dicha naturaleza hay una secreta tendencia contra la ley divina, un instinto siempre presto a divinizarse, una oculta insolencia de esclavo, que considera a Dios como una carga y se rebela contra Él. Esa predisposición echa a perder la finalidad intrínseca de todos los actos, la tendencia natural hacia el creador y el normal desarrollo del ser humano, cuyas acciones más brillantes, por tanto, son con frecuencia «más bien vicios que virtudes» [4]. Siempre que el hombre se deja llevar conscientemente por esa naturaleza descarriada, siguiendo sus inclinaciones desordenadas, la falta de la naturaleza se convierte en personal. Ese fondo emponzoñado induce a pecados y más pecados, hasta recurrir la humanidad con una sucia capa de egoísmo, falsedad, mentira, impureza y criminalidad. La primera culpa de Adán continúa sin interrupción extendiéndose en la humanidad como pecado original y cual sutil veneno se infiltra para sembrar la desolación hasta lo más íntimo de nuestra naturaleza espiritual y corporal. Y por ello, esa naturaleza caída, así como el primer padre pecador, está bajo la cólera y la maldición de Dios, quien necesariamente los odia, porque le son esenciales la oposición al mismo y la complacencia en el propio endiosamiento. Con la infinita energía de su voluntad implicada en su: «Yo


soy el que soy», reaccionó Dios contra ella, y su respuesta fue: «Morirás de muerte». Si antes de la caída del primer hombre, la naturaleza humana había sido introducida en la magnificencia de la vida personal de Dios, «hecha partícipe de la naturaleza divina» (2 Petr 1, 4), en adelante yacerá en la tierra de donde salió, en su propia nada. Perdió a Dios, la vida de su vida, y con Él, también los demás privilegios preternaturales, que habían resguardado su ser espiritual y corporal de las exigencias y violencias de la naturaleza. Así, se despertó la concupiscencia ardiente y desordenada y la ciega tendencia que conduce al error. La carne, no imbuida ya por la orientación hacia Dios, se rebela contra el espíritu, y el Logos es ahogado por el apasionado abrazo del Eros. Las fuerzas de la tierra se desenvuelven en su juego cruel, obligando a salir de su seno la enfermedad y el dolor y engendrando la vida para luego suprimirla. Al mismo tiempo cayó la muerte sobre el hombre, y a modo de vampiro extingue toda esperanza y toda confianza en la vida. En adelante, el hombre ha quedado solo consigo mismo y su único reino es su propia naturaleza caída, su debilidad, su pecado y su muerte. Al apartarse inicuamente de Dios para buscarse a sí mismo, halló el castigo en su propia culpa y quedó entregado a la divina justicia y al castigo eterno. Con trazos severos señala san Pablo cómo en el hombre caído, la carne, el pecado, la ley y la muerte llevan a efecto su triste trabajo, y cómo estas potencias destructoras, en último término, están sujetas a las potestades demoníacas, a «los príncipes de este siglo» (cf. 1 Cor 2, 6, 8). Él más que nadie conocía por propia experiencia lo que era esa esclavitud: «Desgraciado de mí; ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 24). Es algo pavoroso el pecado original y todas sus consecuencias. ¿Cómo fue posible semejante cataclismo? ¿Por qué la falta de nuestros primeros padres había de pasar a su descendencia? Estas cuestiones nos colocan otra vez en presencia de los inescrutables designios de Dios. «¿Quién conoció jamás el pensamiento de Dios?» (1 Cor 2, 16). Ignoramos si a los ojos de la


omnisciencia los lazos corporales y espirituales de las generaciones son más íntimos de lo que podemos imaginar. Lo cierto es que, como hombres, no somos considerados aisladamente en el plan de Dios, sino en nuestra relación esencial con la humanidad, o mejor dicho, somos vistos por Dios en dicha relación en la que nos dirige y conduce, nos recompensa o castiga. Cuando Dios creó a Adán, fuimos creados todos en él, y nuestro destino natural y sobrenatural debía correr la misma suerte que el del primer padre. Se puede considerar a la humanidad como el primer hombre que continúa desarrollándose en el tiempo; no es realmente una yuxtaposición o sucesión más o menos accidental de individuos, sino una unidad, un todo orgánico, un «nosotros» único. Aunque, evidentemente, la comunidad de vida y destinos no implica en sí también la comunidad de la falta, resulta así el arcano del pecado original. Pero si éste es misterioso e indescifrable para la inteligencia humana, es clarísimo y fácil para la sabiduría y voluntad de Dios. Porque precisamente este acto, realidad primaria de nuestra unidad psicosomática, supone el decreto redentor de Dios, pues no sólo la comunidad de nuestra falta, sino también la de nuestra redención descansan sobre la mencionada comunidad. «Así como por el delito de uno solo vino la condenación a todos los hombres, así también por la justicia de uno solo vino a todos la justificación que da la vida» (Rom 5, 18). Al rasgar el pecado original la unión de vida y amor entre los hombres y Dios, hirió simultáneamente su ser natural, destruyendo lo que ordenaba y regulaba su acción, es decir, la orientación natural hacia Dios. Y así, la carne y el espíritu fueron entregados a la rebelión brutal de los sentidos y, en suma, la naturaleza humana caída resultó desquiciada y enferma, no pudiendo salvarse por sí misma. Es incapaz de ello porque, al desviar sus fuerzas de Dios para volverlas sobre sí misma, carece de punto de apoyo y, consiguientemente, sólo puede obrar de modo imperfecto y enfermizo, y porque las raíces de su mal llegan hasta el mundo de lo trascendente, allí donde se libertó del destino de su vida rebelándose contra Dios. Su pecado es su infinita ofensa a Dios, y su enfermedad, ese mismo Dios ofendido, irritado y justiciero. Su redención dependerá, por tanto, exclusivamente del perdón de la misericordia divina.


* Sabemos que Dios pronunció esa palabra de perdón mediante su Hijo hecho hombre. Es la «revelación del misterio oculta desde la eternidad» (Rom 16, 25), «el misterio de su voluntad» (Eph 1, 9), a saber, que en la plenitud de los tiempos reuniría todas las cosas en una sola cabeza, Cristo..., así las que están en la tierra como las que están en los cielos (Eph 1, 10). Cristo se manifestó para librar a la humanidad caída de la esclavitud del pecado, derivada de la culpa de Adán, y para hacer de ella, incorporándosela, una unidad nueva y una nueva comunidad. «Cristo nos ha sido hecho por Dios, sabiduría y justificación, santificación y redención» (1 Cor 1, 30). En Él «se manifestaron la bondad y amor de Dios» (Tit 3, 4; cf. Eph 2, 7). ¿Por qué en Cristo y por qué en un Dios hecho hombre y crucificado? ¿Por qué no nos perdona Dios en virtud de los tesoros abundantísimos de su misericordia, con una sencilla palabra de su omnipotencia creadora? ¿Por qué, después de habernos perdonado, no nos da nuevas fuerzas sobrenaturales suficientemente eficaces para que, como nuestros primeros padres, le amemos y sirvamos a Él sólo? Ahí está todo el misterio de nuestra redención por Cristo. Sabemos ciertamente que la acción redentora de Cristo se apoya en la entrega eterna y libre del Hijo al Padre, y que su último y más profundo significado es Dios mismo, o sea la revelación de su amor soberano sobre la tierra. Pero como esta revelación se manifestó a los hombres en el tiempo, podemos así juzgarlo no sólo en cuanto a Dios y su majestad, sino también desde el punto de vista de los hombres y de la necesidad que tenían de salvación. Vamos a considerar, pues, el sacrificio voluntario de Cristo desde el punto de vista de nuestra redención. Nuestra pregunta es: ¿Por qué eligió Dios ese camino para salvarnos? No deja de ser un atrevimiento querer indagar las razones de Dios y corremos el peligro de tomar como pensamientos divinos los nuestros humanos. Cuando san Pablo comienza a hablar de los designios de Dios respecto a nuestra salvación, se le vuelca pleno de admiración este cántico de alabanza: «¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos!, porque ¿quién entendió el pensamiento del Señor?, ¿quién fue su consejero?» (Rom 11, 33 ss).


Dios es completamente distinto de nosotros y está esencialmente más allá de las posibilidades humanas, es humanamente incomprensible, un misterio... ¡Cuán distinto habría trazado el hombre el camino de redención! Los demasiado numerosos representantes de la época de la «ilustración» soñaban y describieron un Mesías según las ideas humanas, como hombre lleno de gracias, sonriente, maestro sabio, filántropo indulgente, majestuoso señor ante el cual se desvanecen el error y el pecado. De modo semejante rehuyeron los judíos durante siglos la figura del «siervo de Dios» que padece, vaticinado por su profeta. Se habían imaginado un Mesías de poder y majestad enteramente materiales. Y hasta los mismos discípulos, ¡cuántas veces sucumbieron a la tentación de considerar la vida de Jesús a través de sus esperanzas puramente humanas! Así pues, nuestro deber es escuchar con humildad y respeto lo que Dios mismo ha hablado y reproducir lo que su mano ha escrito de modo indeleble en la historia de la humanidad. La majestad y el temor de su justicia, el escalofrío del «misterio tremendo» se ciernen sobre el camino de la redención y le dan ese aspecto tan particular. En todo el Antiguo Testamento oímos hablar de la «cólera de Dios», del Dios incomprensible, insondable e irritado, y ni siquiera en el Nuevo Testamento han desaparecido por completo esas expresiones. En más de una de esas parábolas y principalmente en los discursos sobre la justicia se las encuentra con toda su energía. Ciertamente, Dios es nuestro Padre amoroso, pero su amor es «completamente distinto» del de los hombres. Dios ama como un padre ceñido de justicia. Su amor penetra hasta lo esencial, hasta el fondo de los hombres y de las cosas; quiere la conservación, la consolidación y el restablecimiento de las relaciones primitivas existentes entre la criatura y el Creador, que son las únicas que dan la plenitud de vida y de fuerza, la alegría y la felicidad. Es un amor santo y creador. Aun al encontrarse con la miseria y el pecado, esto es, con el hombre caído, y manifestarse como un amor misericordioso que perdona, aun en estas ocasiones, no es un perdón vacío, un mero pasar por alto una no imputación de nuestra falta, sino que dicho perdón es, al mismo tiempo, creador, esto


es, un perdón que suprime y repara la infinita malicia del pecado, el desprecio voluntario del valor de Dios, la apostasía encerrada en el endiosamiento de la pura criatura, y establece al hombre en perfecta pureza y vigor, así como también las repercusiones infinitas del pecado y las penas eternas merecidas. Desde el instante en que bendice misericordiosamente no puede quedar ni sombra de la anterior indignidad, ni el menor rastro del desorden que no debe existir en las primitivas relaciones establecidas entre Dios y el hombre. En otros términos: si Dios quiere restablecer, elevar, en sentido pleno y completo la naturaleza humana caída, su acción redentora no debe limitarse al perdón de la falta, ni a la renovación del hombre tal cual era, sino que debe abarcar también la reparación y reconciliación completas, el cumplimiento pleno del deber de satisfacción que el hombre pecador debía a Dios. Siendo así, y queriendo la perfección de Dios que su amor posea la más estricta justicia (secundum vigorem justitiae), el camino de la redención no podía ser el del perdón gratuito, con mayor razón, además, si estaba en los designios libres de Dios el manifestar, aun exteriormente, esa perfección de su ser. De alguna manera era necesario que el camino de la redención lo fuese también a la vez de justicia, satisfacción y reconciliación creadoras. Ahora bien, ¿cómo iba a satisfacer un simple hombre, tan indeciblemente limitado, débil e imperfecto, a un Dios infinito y perfecto? Aunque Dios hubiese preparado un hombre sin pecado, santo y lleno de gracia, y le hubiese llamado a un sacrificio reparador para sus hermanos, esa acción reconciliadora, por más heroica que hubiera sido, dentro de los límites de lo humano, sería siempre imperfecta y limitada, y necesariamente estaría al lado de acá del infinito abismo entre Dios y el hombre. Pero aun cuando el mismo Dios, el Señor, hubiese transformado por un acto creador e invisible hasta lo más profundo a toda la humanidad obligándola a hacer penitencia con cilicio y ceniza, no por eso las relaciones de esa humanidad con Dios dejarían de estar fundamentalmente desordenadas, tanto antes como después, por ese resto infinito de deuda no pagada, debida por el pecado de Adán que se perpetuaría a través de toda la humanidad.


Dios podía, desde luego, perdonarle misericordiosamente y renunciar a la reparación, pero entonces, por toda la eternidad quedaría irreparada una ofensa a Dios y desde las profundidades del ser surgirían las tristes sombras de algo que no debió quedar así, apareciendo como una mancha en el manto de aquél que sólo existe por sí mismo y no deja empañar su honor y que, con tono amenazador, por boca del profeta dijo: «Si yo soy vuestro Padre, ¿dónde está mi honra?, y si soy el Señor, ¿dónde está el temor que me debéis?» (Mal 1, 6). De este modo, la justicia de Dios excluye, pues, hasta la posibilidad de que un simple mortal pueda dar una satisfacción suficiente. Entonces, a falta de toda posibilidad de satisfacción por parte del hombre, recurre el amor de Dios, a la que sólo la misma sabiduría y poder sumos pueden pensar y realizar, consistiendo en que aquel que tiene la forma divina «no retuvo ávidamente su igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Phil 2, 6). Si la justicia divina exige un castigo infinito, su amor pagará una infinita reparación, y así, el amor y la justicia se unieron en la encarnación del Hijo de Dios. Dios es tan diferente de todo lo creado, tan incomprensible, tan Dios, por así decirlo, que guarda su honor entregándose al castigo y nos alcanza la vida muriendo por nosotros. De esta manera se traduce en el tiempo, bajo la forma humana, el sacrificio eterno del Hijo único. De la infinitud de su vida divina, el Hijo de Dios, esencialmente igual al Padre, entró en lo infinito y condicionado, en la fragilidad de la criatura y en la limitación de la naturaleza, vida, pensamiento y sensibilidad del hombre. El que podía decir a su Padre celestial: «Yo soy igual a ti», se ha hecho como uno de nosotros, nuestro hermano. Desde luego, su naturaleza humana es pura e inmaculada y tan perfecta como pueda serlo una criatura, pero es naturaleza humana. Así, Cristo es al mismo tiempo verdadero Dios y hombre verdadero, uniendo en sí mismo los extremos del ser, el de allá, y el de acá, el cielo y la tierra. Él es el mediador nato entre Dios y el mundo. Puede apropiarse todas las miserias, responsabilidades y culpas humanas, puede tomarlo todo sobre sí, puesto que es hombre. Y puede sobrellevarlo y hacerlo desaparecer de


modo infinitamente perfecto porque es Dios. En el misterio de la Encarnación encontró la redención su base y punto de partida. ¿Cómo se realizó? Oigamos la respuesta severa, dura y sombría de la predicación apostólica: «Se humilló hasta la muerte y muerte de cruz» (Phil 2, 8). «Él mismo tomó nuestros pecados en su cuerpo, sobre el madero, para que nosotros, libres de culpa, viviésemos en justicia; por sus heridas habéis sido sanados» (1 Petr 2, 24). San Pablo, principalmente, nos describe grado por grado y paso a paso ese camino de expiación recorrido por Cristo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29) que quiso ser en todo semejante a nosotros, a excepción del pecado (cf. Hebr 4, 15), que, en su amor infinito a los hombres, libérrimamente tomó sobre sí y llevó la miseria, que gravitaba sobre la pobre humanidad por la justicia de Dios. Sometió a todos los poderes maléficos que trabajaban por la perdición del hombre. El inocente y puro tomó «la carne del pecado» (Rom 8, 3). «Al que no conoció pecado, lo hizo Dios pecado por nosotros» (2 Cor 5, 21). Y porque llevaba la carne de pecado, cayó bajo la autoridad de la ley (cf. Gal 4, 4), y bajo su maldición (Gal 3, 10, 13) y debió morir, siendo herido hasta el más profundo grado de dolor humano, hasta la separación del alma y del cuerpo. En su muerte triunfaron los poderes del infierno, porque ellos verdaderamente fueron los que clavaron al Salvador en la cruz (cf. 1 Cor 2, 8). San Pablo llama la atención de los cristianos sobre las duras consecuencias implicadas en la encarnación de Cristo. No se le ahorró ninguna de las miserias humanas. Todo lo que los evangelistas nos dicen con tanta exactitud acerca de la pobreza, tentación, hambre, lágrimas, sufrimientos y muerte del Salvador, es visto por san Pablo a la luz de la obra redentora de Cristo. El Salvador se apropia interiormente, cual nuevo Adán, todos sus dolores en lo que tienen de más amargo, a fin de ofrecerlos en libre sumisión al Padre celestial, como sacrificio de infinita alabanza, acción de gracias y expiación en nombre de la humanidad. Dos rasgos caracterizan estos dolores redentores de Cristo, que sólo se descubren a una meditación atenta: en primer lugar, el aislamiento y el


desamparo de Jesucristo en su pasión. Ciertamente, no es el Verbo divino quien padece, sino la voluntad humana de Jesús la que acepta esos dolores, radicando el acto eterno de libre oblación divina por el cual el Hijo exclamó: «Heme aquí, yo voy a cumplir tu voluntad» (Hebr 10, 9). Sin embargo, todo el sufrimiento expiador lo sufrió sólo la naturaleza humana. Ahí encontramos toda la flaqueza, toda la oscuridad y el abatimiento característicos de lo puramente humano. La pasión es de una soledad y desamparo escalofriantes. No hay duda que, desde un principio, conocía muy bien la conciencia humana de Jesús su estado de unión esencial con Dios; es más, hubo instantes en que esta unión divina llegó a manifestarse exteriormente en destellos de gloria. Pero precisamente en ello consiste su desprendimiento, su anonadamiento y su desnudez (Phil 2, 7), en que puso todo su sufrimiento expiador en los límites estrechos y humillantes de lo humano. Fue una lucha, un combate, entre tormentos y lágrimas. «Él fue quien, en los días de vida temporal, oró y suplicó con grandes clamores y lágrimas al que podía salvarle de la muerte». Tan grande fue la angustia de su alma en la hora de su muerte, que llegó a exclamar en voz alta en el colmo de su anonadamiento: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). A decir verdad, aun en lo profundo de estas angustias brilla siempre la conciencia que tiene de ser el Salvador y el Cristo. Porque el grito de dolor que se escapa de sus labios es una oración, tomada precisamente de ese salmo que anuncia la Pasión del futuro Mesías (Ps 21, 2). Jesús profirió ese grito como una llamada y una oración mesiánica, pero no deja, por eso, de tener una confianza ilimitada, aunque conmovida por el espanto del que se siente desechado, maldito y «herido de Dios» (cf. Is 53, 4). El abandono de Dios en que estaba la naturaleza humana, fue puesto sobre Él, y su alma se acongojó tanto más cuanto más cerca e íntimamente unido estaba con el Padre. Por una parte se encontraba junto a Dios, y por otra, tan alejado, que «se le llevó cual cordero al lugar del sacrificio» (Is 53, 7). Añadamos a esa nota de aislamiento y abandono de Dios, como característica de la pasión redentora de Cristo, la forma cruel e inhumana con que se desató sobre Él. No fue entregado al poder de una razón moral o de una ley, ni a una conciencia que se sintiera responsable, sino a una


violencia salvaje, al juego cruel de las pasiones humanas. «Abren sus fauces contra mí, como león que ruge, ansioso de sangre» (Ps 21, 14). Conocemos las fuerzas que consumaron el drama de su pasión: la avaricia y la envidia, la insensatez y la estrechez de espíritu, el orgullo y el odio, la cobardía y la bajeza de alma, la crueldad y la sed de sangre. Desde Judas, el traidor, y la muchedumbre innoble con su griterío, hasta el ladrón que blasfema a su lado, todo lo que hay de más triste en el hombre se dio cita, desencadenándose desde los más tenebrosos fondos. Y en esa hora espantosa no hay ni el menor rayo de esperanza. ¡Ah!, sin duda que Jesús no tenía más que pedirlo al Padre y al punto le habría «enviado más de doce legiones de ángeles» (Mt 26, 53). Pero, ¿cómo iban a cumplirse entonces las Escrituras, según las cuales debía suceder todo eso? (26, 54). Le está prohibida cualquier ayuda del Padre aun en la angustia más extrema. Sólo hay desgracias en el camino del crucificado y su propio fin es un desmoronamiento total. Jesús muere como un criminal y hasta su mismo sepulcro cae también bajo las rachas del odio, de la calumnia y de la infamia. El sacrificio de Jesucristo se nos presenta con la más viva claridad al juzgar su muerte a la luz de los hechos que acabamos de señalar, muerte en el aislamiento y abandono de Dios, causada por los golpes de todas las pasiones humanas desencadenadas. Jesús se encuentra totalmente aislado, rechazado y reducido a sí mismo, negándosele la ayuda del Padre interna y exteriormente, y es entregado a todas las consecuencias horribles del pecado original, a todo lo que hay de más terrible en la parte natural, en lo humano, y esto, tanto en los sufrimientos interiores, como en la historia exterior de su pasión. El pecado de la humanidad culmina en el hecho de que el hombre caído quiso ser sólo para sí mismo, y no otra cosa sino hombre exclusivamente. Y ahora toda la violencia desencadenada de lo puramente humano hiere al Salvador, que quiere sacrificarse como rescate por ese pecado de la humanidad. Las fuerzas de la tierra, como bestias feroces desgarraron su cuerpo, y el temor y la angustia penetraron hasta la región sensible de su alma procurando confundir y desalentar su apetito natural (voluntas ut natura).


Se desencadenaron sin freno para conturbarlo, mas no lograron penetrar hasta lo más íntimo de su ser, hasta la región donde su espíritu y su voluntad racional (voluntas ut ratio) ejerce su dominio. Y por más conturbada que se quedara de angustia y dolor, sin poder adelantar a no ser con tanteos y como en la oscuridad, esa voluntad persevera inquebrantable en su obediencia al Padre. Hay en ella una «impecabilidad», una firmeza inconmovible como no las tuvo jamás voluntad humana alguna. Jesús se entrega al Padre con un acto de libérrima obediencia. «No como yo quiero, sino como tú» (Mt 26, 39). «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). «Y aunque era Hijo, aprendió la obediencia de su Pasión» (Hebr 5, 8). «Cuando le injuriaban, no devolvía la ofensa, sino que se entregaba al juez inicuo» (1 Petr 2, 23). En Él obraba la voluntad más perfecta y más pura, vencedora de todas las fuerzas de la naturaleza caída, sometiéndolas heroicamente y consagrándose hasta la última gota de sangre y hasta su postrer aliento a la voluntad del Padre. Sin embargo, era una voluntad que brotaba completamente de la naturaleza humana, su flor más hermosa, y su más noble revelación, y consagrada al hombre hasta el extremo de «llevar sus pecados en su cuerpo sobre la cruz» (1 Petr 2, 24). Algo nuevo apareció, el sacrificio sin mancha y sin defecto de un hombre, que se eleva sobre el frágil fondo de la condición humana, y, sin embargo, traspasa toda limitación con un «sí» a Dios, tan claro y tan absoluto, que toda resistencia, toda negativa del hombre desaparece en él. He aquí el sacrificio por excelencia, el más alto, espiritual y libre acto de adoración y expiación, tan incomparable por su contenido y su valor, que seguirá siendo la glorificación más pura y perfecta de la divina majestad, aunque el mundo se obstinase en la incredulidad y el pecado. Pero este sacrificio fue el medio redentor de la naturaleza entera y de su actividad plena de Dios, y la fuente inagotable de toda emoción santa y de todo heroísmo sublime. Fue la causa meritoria de nuestra redención. Jesús, al realizar por los hombres este acto de obediencia en el dolor con la libertad moral más alta, dio, investido con lo humano, la satisfacción que la humanidad debía a su Creador. Y como fue el Hijo de Dios quien por los hombres tomó sobre sí esos sufrimientos, posee este sacrificio un valor expiatorio que sobrepasa


todo cuanto la humanidad pueda dar de más perfecto, un valor superabundante e infinito, que ningún otro pecado humano podrá jamás suprimir ni disminuir. He aquí por qué sirve para todos. Así como al principio de la historia no fue un hombre aislado, un simple particular el que cayó en el destierro del pecado por la culpa de Adán, sino la comunidad humana, la unidad de todos los hombres, así también estaba en las miras de la sabiduría y del amor de Dios que estuviese representada también en Cristo, el hombre nuevo, la humanidad entera de la cual Él es la cabeza y nosotros su cuerpo. Se puede decir del cristianismo que es la unidad, la comunidad de elegidos, la Iglesia. En la misma cruz, donde van a estrellarse los rigores terribles de la justicia divina, refulgen al mismo tiempo el amor y la misericordia infinita de Dios. «Dios amó tanto al mundo, que le dio a su Hijo unigénito para que todos los que crean en Él no perezcan y posean, en cambio, la vida eterna» (Ioh 3, 16). «Dios no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32). Nos encontramos ante la revelación de un amor divino, tan superabundante e incomprensible, que sobrepasa toda ponderación, y ante esta locura divina la ciencia humana se desvanece y debe callar. Realmente, el lenguaje de nuestra fe debe ser un silencio respetuoso, la atención emocionada a la expresión santa y grandiosa que, desde lo alto de la cruz, fue dirigida a la humanidad: «Estáis salvados». Una vez que Cristo murió por nosotros, desaparecieron la maldición y la cólera de Dios, el horror de una falta infinita e imperdonable, que implicaba la desesperación de la humanidad. La naturaleza humana fue efectiva y definitivamente arrancada de sí misma, redimida de su parálisis y despertada para el orden sobrenatural y sus riquezas. Pertenece a Dios. Ciertamente, no por eso han desaparecido las huellas de su antigua esclavitud del pecado. Le quedan todavía las secuelas del mismo, la concupiscencia, la enfermedad y la muerte, pero han perdido toda inquietud y desesperación. Ya no son estigmas del pecado, sino heridas de la redención que, por voluntad divina, exhortan a humildad y penitencia. Sirven para preservarnos y, en su flaqueza, se manifiesta nuestra fuerza (2 Cor 12, 9). Un día serán los testigos de nuestra victoria, como las llagas gloriosas del Resucitado. Nos quedan las heridas, pero su raíz fue


arrancada, esto es, nuestra falta, nuestro gran pecado. La naturaleza humana ya no está al lado de acá, sino en el más allá del abismo abierto por el pecado de Adán. Más todavía. En Cristo resucitado fue elevada radicalmente, en principio, hasta la vida misma de Dios. Su verdadera patria está en adelante allá donde se encuentra Dios hecho hombre, esto es, a la diestra del Padre. Porque Cristo no se ha limitado a quitarnos el peso de nuestra culpa, dejándonos con ello el camino abierto para que nosotros mismos podamos ir al encuentro de Dios. En realidad, nuestro encuentro con Él ya se realizó de una vez por todas, en Dios hecho hombre, crucificado y resucitado. No se contentó con trazarnos el camino. Él mismo es ese camino (Ioh 14, 6). «Por la sangre de Jesucristo tenemos alborozada seguridad de entrar en el santuario, por el camino nuevo y vivo que Él nos consagró... por su carne» (Hebr 10, 19 ss). Al mismo tiempo que aniquilaba en nosotros la culpa, nos comunicaba su vida. Así que no vino sólo para perdonar nuestros pecados, sino también «para nuestra justificación y santificación» (1 Cor 1, 30). Sólo en virtud de esta justificación pueden los hombres seguir «el camino del Señor» (cf. Mt 3, 3), en el camino de la justicia «perfecta» (Mt 5, 20) que Jesús señaló en el sermón de la montaña. Jesús no se contentó, pues, con procurarnos los medios y las condiciones que nos permitieran volver a Dios, sino que nos dio también la energía para una nueva vida, o mejor, nos dio dicha vida. Todo hombre, cualquiera que sea, está orientado a esas nuevas relaciones que ha adquirido nuestra redención. Para los judíos y paganos y hasta para el insensato que dice en su corazón: no hay Dios, aun para esos la redención es un hecho cumplido una vez por todas. Todavía más, su valor se extiende también a las generaciones más distantes del pasado; en cualquier tiempo y país que hayan vivido, todas están comprendidas en la bendición de la cruz. Brilla hasta sobre la naturaleza inanimada y sobre la creación entera «que gime hasta el día de hoy». ¡Qué seguridad tan consoladora para los apóstoles y misioneros saber que esa «espera de la creación» es «una espera de la manifestación de los hijos de Dios»! (Rom 8, 19), y que vendrá el día en que aun «la misma creación será librada de la dominación del pecado en la libertad de la gloria de los


hijos de Dios» (Rom 8, 21). Es el último y más reconfortador espectáculo del vidente del Nuevo Testamento: «Vi un cielo abierto y una tierra nueva. El primer cielo y la tierra pasaron y el mar ya no es. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, una nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo. Y oí una gran voz que desde el trono decía: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres» (Apoc 21, 1 s). Estamos redimidos. * El hecho histórico de la salvación, es decir, el acto por el que Cristo, con su sacrificio voluntario del Gólgota, ha satisfecho a la justicia de Dios y ha pagado efectivamente de una vez para siempre el rescate de la humanidad, constituye la base de toda la piedad cristiana subjetiva. ¿Cómo surge ese cristianismo personal? ¿Cómo puedo yo apropiarme subjetivamente el hecho objetivo del rescate de la humanidad? ¿Cómo un acontecimiento fuera y por encima de mi persona puede convertirse en una realidad personal, la redención de cada uno? Contestaremos a esta última cuestión, la principal y decisiva para cada uno, pero sólo Dios con la luz de su revelación puede dar la respuesta. Nada brilla tanto en esa luz como la real y divina libertad de su amor y de su misericordia. Ese amor es el que derrama la lluvia y hace salir el sol sobre malos y buenos, y no tiene preferencias (Rom 2, 11; cf. Eph 6, 9; Col 3, 25), no dejándose limitar por ninguna valla humana, extendiéndose inmediatamente a las conciencias, y en cada una de ellas «porque no hay distinción entre judíos y griegos. Él mismo es el Señor de todos. Rico para cuantos le invocan» (Rom 10, 12). Así, en la infinita riqueza del amor y de la providencia de Dios, hay una inmensidad de caminos extraordinarios de gracia por los que se acerca el Señor a quienes viven aisladamente, fuera de la Iglesia y del cristianismo, sin sentir su influencia. Las «semillas» del Verbo divino de que hablan los padres, que caen en todas partes, aun en los corazones de los incrédulos y de los no cristianos, son también gérmenes vitales de la gracia redentora, nacidos y alimentados con la sangre de Cristo. Estas visitaciones de la gracia son también tan individuales e innumerables en la tierra como los


mismos hombres. Acontecen invisibles, aun envueltas en leyendas y ritos extraños, entre supersticiones y conceptos erróneos, entre costumbres e interpretaciones absurdas, pero apoyadas en su aspiración seria hacia la verdad, hacia la virtud y hacia la felicidad supremas. «Me he manifestado a los que no pedían por mí, y me he hecho encontradizo a quienes no me buscaban» (Is 65, 1; cf. Rom 10, 20). ¡Cuán variadas y ricas son esas sendas extraordinarias de la gracia de Dios!, pero les falta, sin embargo, ya que sólo obran invisiblemente y en el interior de las almas, no ya la fuerza externa que solicita y arrastra, sino también la infalibilidad de la salvación que da la paz al alma. Por ello, ese amor de Dios, incorporado visiblemente en el Salvador, nos dio la gracia de salvación rodeada de señales sensibles, esto es, de palabras que se oyen y de sacramentos que se ven. Palabras y sacramentos constituyen el camino ordinario, habitual y dispuesto por Dios, mediante el cual Cristo nos salva. A medida que la palabra revelada de Cristo por boca de la Iglesia repercute en nuestros oídos, penetra su gracia santificante en nuestra alma, en la medida dispuesta por la justicia y el amor divinos, desligándola de sus apegos terrenos y abriéndole los horizontes del nuevo reino de lo sobrenatural. Nos hace creyentes. «Reconocemos de palabra al Señor Jesús y de corazón creemos que Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom 10, 9). Con un acto de la inteligencia aceptamos firmemente las realidades sobrenaturales, pero dicho acto está embargado por el sentimiento de nuestra responsabilidad y de nuestra culpa, por el temor respetuoso de Dios y de su justicia y está también excitado por el deseo ardiente de la salvación. Es la fe del arrepentimiento y de la penitencia más perfecta, hambrienta de justicia, fe que, desde lo más profundo de la impotencia humana, clama con los varones de Jerusalén: «¿Qué debemos hacer: hermanos?» (Act 20, 37). Tal fe es el fundamento y la raíz de nuestra justificación y salvación. Elevados a la luz de los misterios de Dios, únicamente por ella estamos capacitados para recibir el sacramento de nuestra salvación, el bautismo, festivo don de Cristo resucitado a su joven esposa la Iglesia (cf. Mt 28, 19).


Por ello fue, desde un principio, el objeto inmediato de toda misión cristiana y uno de los puntos centrales del culto cristiano (cf. Hebr 6, 2). Con el simbolismo sencillísimo de la purificación exterior se cumple, en nombre y por el poder de la Santísima Trinidad, este prodigio nuevo y celestial: la purificación de la mancha del pecado original. La redención objetiva de la naturaleza humana pasa a ser subjetiva para cada uno de nosotros desligándonos del lazo de naturaleza con el pecado de Adán y elevándonos a una unión nueva y sobrenatural con Cristo y su vida. Llegamos a ser miembros de Cristo y por medio del Espíritu Santo nos unimos a Él, y en Él y por Él a todos los hombres que recibieron el mismo Espíritu Santo en el bautismo. «Todos somos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, judíos y griegos, siervos y libres» (1 Cor 12, 13). Se ha creado una nueva comunidad, una humanidad nueva, a saber, el hombre rescatado de la opresión de la naturaleza pecadora, el hombre unido a Dios y que renace a la vida eterna, el cristiano. El bautismo es, por tanto, el sacramento fundamental de la fe cristiana, porque nos une definitivamente a Cristo y a través de Él, al Padre. Somos separados de lo profano y consagrados santos en el primitivo sentido de la Biblia. Por lo cual, todas las demás señales de la gracia se apoyan en el bautismo, y el cristiano recibe precisamente del mismo su sello y contenido característicos, hasta el punto de que la vida del cristiano puede ser considerada como un bautismo continuado en Cristo. San Pablo se vierte en expresiones que ponen de manifiesto este hecho. «Por el bautismo somos sepultados en su muerte» (Rom 6, 3), «enterrados en su muerte» (6, 4; cf. Col 2, 12). «Porque si fuimos injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rom 6, 5). La mística del bautismo domina, pues, toda la vida del cristiano. «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido investidos de Él. Ya no hay judío ni griego, siervo ni libre, hombre o mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo» (Gal 3, 27). Por el bautismo hemos sido hechos a semejanza de Cristo, tan real y profundamente, que en esta nueva semejanza y unidad desaparecen todas las diferencias naturales de nuestro ser, elevado enteramente así al estado


sobrenatural y consagrado a Cristo. Por la digna recepción del bautismo hemos sido injertados en Cristo con todas nuestras potencias de un modo tan real y eficaz, que toda nuestra actividad, nuestra vida y muerte están absorbidas en la comunidad de vida con Cristo. «Entre tanto, llevamos siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús para que su vida se manifieste también en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10). En la vida y en la muerte del cristiano se renuevan y manifiestan, en virtud de nuestro bautismo, la vida y la muerte de Cristo, como se cumplirá también un día su resurrección en nosotros. * Así, la vida del cristiano redimido es vida en Cristo y por Cristo, que sale de una unión sacramental y sobrenatural con Él convirtiéndose en fe y amor. Nuestra vida con su actividad natural y vulgar de todos los días, el comer el beber, con sus risas y sus lágrimas, con sus pensamientos y actividades y, finalmente, con sus sufrimientos y la muerte, aceptado todo dentro de sus relaciones misteriosas en Cristo, al quedar absorbido en el espíritu de Jesús, podemos decir verdaderamente que vivimos y morimos «en el Señor» «en la plenitud de Cristo, en la dicha de los redimidos». Nada más sencillo que esta vida de redención. Desde luego, la amorosa Providencia puede llamar de tanto en tanto algunos cristianos a una perfección particular y a tareas extraordinarias a través de un escarpado camino salpicado de renunciamiento y grandes sacrificios. Pero, al mismo tiempo, derrama sobre estas almas abundantes gracias que las ayudan, fortalecen y consuelan, de modo que, a pesar de todo, el yugo de Cristo resulta suave y su carga ligera. Esos renunciamientos y deberes se insertan de tal modo en la vida y circunstancias del momento, que parecen algo natural en el camino de la vida, y el cristiano las recoge a su paso como florecillas que le recuerdan al Señor. No hay que ver, pues, en el cristianismo una virtud rígida y envarada, ni una mortificación continua y antinatural, y menos todavía una lucha espectacular o explosión neurótica. Es una vida oculta en Cristo, vita abscondita cum Christo in Deo (Col 3, 3). «Y ya no vivo yo, es Cristo


quien vive en mí; y mientras viva en la carne estará mi vida en la fe del Hijo de Dios que me ama y se entregó por mí» (Gal 2, 20). Puede suceder que en esta vida sencilla y oculta haya preocupaciones e incluso inquietudes atormentadoras y las más violentas luchas, porque el redimido conserva aún las heridas de la concupiscencia y continúa expuesto a la tentación. Pero incluso cuando titubea y cae, tanto antes como después, pertenece a Cristo, y continúa vinculado en un sentido particular a la redención, y antes y después está ya pagado el rescate de su culpa. A pesar de sus caídas está cerca del corazón de Dios, infinitamente más cerca que lo estuvo el hombre caído en el pecado original. Puede creer y esperar, pedir y orar, y su petición y su oración no serán aisladas porque dondequiera que ora un cristiano, allí se encuentra también Cristo, su cabeza. Y siempre que «padece un miembro, todos los miembros se duelen a una» (1 Cor 12, 26). Confesando su fe y haciendo penitencia en unión con la cabeza y los miembros, se le manifestará la seguridad reconfortante de que «la sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado» (1 Ioh 1, 7).


IX. Cristo eterno Los grandes acontecimientos de la resurrección, ascensión y venida del Espíritu Santo arrojan una clara luz no sólo sobre la obra de Jesús, sino también sobre su persona, y constituyen el solemne amén a la revelación que hizo acerca de sí mismo. Así como los apóstoles, únicamente después de haber visto a Jesucristo resucitado y después de haber vivido el milagro de Pentecostés, acertaron a desprenderse de sus tradicionales conceptos terrenos, pudiendo contemplar el ser divino de Jesús con toda claridad (cf. p. 108 ss), así también nosotros, nacidos posteriormente, sólo con una fe entusiasta en aquel que está sentado a la diestra del Padre, conseguiremos ver las misteriosas profundidades de su ser divino y humano y comprender en toda su grandeza y en toda su arrolladora gloria la majestad del Señor que envuelve su figura. La gran tarea de la Iglesia postapostólica fue explicar y hacer comprender y sentir al hombre en el más alto grado el misterio de Cristo, descrito a grandes rasgos por las narraciones bíblicas. Cuando la fe en la resurrección, saliendo de Palestina, empezó a introducirse en el mundo greco-helenístico, fueron precisamente los descendientes de aquellos griegos que una vez se habían dirigido a Felipe con el ruego: «Señor, desearíamos ver a Jesús» (Ioh 12, 21), quienes a su manera vinieron a pedir lo mismo. A su manera, pues ya no pertenecían al número de los felices testigos primitivos que «habían escuchado las palabras de la vida y tocado a Jesús con sus propias manos» (cf. Ioh 1, 1). La época del primer entusiasmo cristiano del arrollador espíritu de Pentecostés había pasado, y la corriente de la fe discurría por cauces más tranquilos. Vino el tiempo en que el creyente comenzó a reflexionar y a cavilar. Frente a las objeciones de los judíos, de los paganos y de los primeros herejes, la tarea apremiante de los Padres de la Iglesia y de los teólogos fue aclarar racionalmente, en cuanto es posible hacerlo, el misterio de Cristo con los medios de su tiempo, esto es, con los conceptos de Platón, Aristóteles y otros filósofos, explicando su realidad histórica y su estructura interna en fórmulas claras y unívocas.


En cuanto la Iglesia sometía a prueba y daba su fallo respecto a esas fórmulas, se originaron los dogmas cristológicos de la época postapostólica, y el primitivo mensaje cálido e inspirado por el Espíritu Santo fue sustituido por una cristología abstracta y estática, por una doctrina teológica. Entonces se hizo patente la enorme diferencia entre la relación directa de Dios y la palabra de la Iglesia que, aunque preservada del error por la asistencia del Espíritu Santo, permanece, sin embargo, humana. Ya tendremos ocasión de observar y lamentar esto en las páginas siguientes. Pero esa irrupción de la Iglesia en las cuestiones y métodos de la filosofía de aquella época de transición fue necesaria, no sólo para evitar toda deformación y adulteración de la figura de Cristo, sino para hacer comprensible y familiar el Evangelio, explicado al principio según la mentalidad semítica. Las líneas trazadas por los evangelistas y los apóstoles fueron tomadas de nuevo a la luz de la infalible enseñanza postapostólica y formaron la imagen del Cristo eterno que en todo tiempo constituye la fe y el corazón de la Iglesia. Ya el modo sobrehumano, grandioso y verdaderamente divino como Jesús vivió, indica una profundidad misteriosa de su existencia, una realidad que no es de este mundo. Lo que Él sintió y por lo que se esforzó, luchó y sufrió, estaba, como pudimos ver, iluminado y vivificado por la claridad con que, desde su infancia, se sabía Hijo muy amado de su Padre celestial. La realidad que en Él radicaba y que se revelaba en sus palabras y obras, dimanaba de la vivencia de su relación única con el Padre, en el cual vivía como ningún ser de la tierra o del cielo. Se sentía tan íntimamente ligado con aquél, que expresó esa unión inefable afirmando que sólo Él es el Hijo, y todos los demás hombres únicamente siervos del Padre. Esa conciencia de su filiación tenía para Él un carácter absoluto, trascendiendo toda limitación temporal, pues sólo Él «ha salido del Padre» (Ioh 10, 30) y sólo Él forma «uno» con aquél (10, 30) y nadie conoce al Hijo sino el Padre (Mt 11, 27). Y porque es su «Hijo unigénito» (Ioh 3, 16; cf. 1, 18) se percibe durante todos sus días en la tierra el soplo de la eternidad. Antes de Abraham, ya existía Él (cf. Ioh 8, 58). Se conoce como preexistente, suprahistórico, y tan pronto como habla del Hijo del hombre se exterioriza su conciencia de que su patria y su puesto está a la


derecha del «Anciano de los días» (p. 109 ss), y en cuanto se siente como «venido» (cf. p. 63 ss), se sabe a la diestra del Anciano de los días, de donde Él ha venido. «Nadie ha subido al cielo sino el que del cielo vino, el Hijo del hombre que está en los cielos» (Ioh 3, 13). San Juan y san Pablo se proponen precisamente destacar esa esencia supratemporal en la que radica, por otra parte, su poder creador, porque sólo desde ahí se manifiesta su esencia divina. Con acento enérgico y claro, que resuena en el cielo y en la tierra, lo anuncia Juan y no sólo le sirve de introducción, sino que constituye el fundamento de todo su Evangelio: «En el principio era el Verbo y el Verbo está en Dios y Dios era el Verbo... todo ha sido hecho con Él y sin Él nada ha sido hecho» (Ioh 1, 1, 3). Y para Pablo es inquebrantable certidumbre que Jesús antes de su encarnación tenía «forma divina» y que «no consideró apropiación ilícita tenerse por igual a Dios» (Phil 2, 6), y que «en Él todo ha sido creado, todo lo que hay en el cielo y en la tierra, lo visible y lo invisible» (Col 1, 16). El motivo de ser considerado por los antiguos «un hombre divino», por la mentalidad greco-helenística, igual a Pitágoras y Platón (θειος αυηρ), fue no sólo el esplendor de su actividad terrena [1]; su exigencia divina radicaba no en la tierra y en el culto de sus creyentes, sino en su Padre celestial, allí donde el Hijo sale del Padre, donde Él dijo: hágase. Esta filiación divina es la que da a las narraciones del nacimiento de Jesús, según Mateo y Lucas, su último sentido. En la hora sagrada en que la Virgen concibió del Espíritu Santo, no era esta concepción la que hacía a Jesús Hijo de Dios, sino su eterno nacimiento en el seno del Padre; en efecto, sólo la filiación eterna (filiatio aeterna) puede explicar la filiación terrena en el seno de María (filiatio temporalis; cf. S. Thom. Sum. Th. 3 qu. 32 ad 3) [2]. Esta filiación eterna es la que prueba que el hijo de María, que según su figura terrena (χατα σαρχα) descendía de David, según su ser celestial (χατα πνευμα αγιωσυνης) es el verdadero Hijo de Dios. Cuanto más penetraban San Pablo y San Juan, y con ellos los primeros discípulos, en las profundidades del misterio del Hijo de Dios, tanto más conmovedor y arrebatador debió ser para ellos la inversa: este Hijo de Dios es hombre, el Verbo divino se hizo carne.


De la sublimidad del Dios uno y único recibió la encarnación su inefable grandeza y su arrolladora fuerza, que conmueve incluso los cielos. Podemos aún percibir la enorme impresión con que San Juan recordaba al Hijo del Hombre cuando asegura: «nosotros hemos visto su gloria, la gloria del Unigénito del Padre» (1, 14); «os anunciamos lo que nosotros hemos oído y visto con nuestros propios ojos del Verbo de la Vida» (1 Ioh 1, 1). Fue una embriagadora realidad el hecho de que con Cristo vino realmente a la tierra el reino del cielo, apareciendo en verdad el reino de Dios, la vida de la vida, la plenitud de la gloria, de toda sabiduría y santidad, de todo amor y gracia. En Él, Cristo, lo poseemos todo y en Él desaparece toda la pequeñez, fragilidad y limitación humanas. Por otra parte, si el misterio de la encarnación impresionaba el corazón humano, en cambio, originaba indecibles antinomias al entendimiento y a la mentalidad laboriosa de aquella época. Para los cristianos judíos, educados en la rígida fe monoteísta de los rabinos, ¿cómo debía interpretarse el mensaje cristiano del Hijo de Dios, si éste es único y uno, hasta el punto que entre ellos se decía literalmente: «Yahvé no tiene mujer ni hijo»? ¿Es más bien su divinidad (del Hijo) la misma que la del Padre, un aspecto distinto de la misma persona, de modo que se pueda preguntar: ¿ha padecido Dios Padre?, como defendían los llamados patripasianos? ¿O bien es Cristo tan sólo Hijo en sentido figurado y en realidad únicamente el elegido y el llamado en la gracia?, como esperaban, los rabinos, del futuro Mesías. Otras opiniones procedían no del concepto judaico de Dios, sino de la doctrina helenística del Logos. Cuando san Juan denominó «Verbo» al Señor que, desde un principio, estaba con Dios, ¿debe entenderse acaso en este término, solamente una fuerza de espíritu propia de Dios, unas dotes que distinguían a Cristo de todos los santos? Así opinaba ante todo el obispo Pablo de Samosata. ¿O debe identificarse este Verbo divino con el Logos de la filosofía neoplatónica, mediador entre Dios y el mundo y que, como divinidad de segundo orden, fue creado desde toda la eternidad por el supremo Dios (que está estrictamente en el más allá), para que crease a su vez el mundo? Arrio, siguiendo la corriente neoplatónica de su época,


defendió esta doctrina y por ello atribuyó a Cristo no una igualdad con Dios, sino únicamente cierta similitud. Ambas teorías encontraron partidarios y creyentes y llegaron a formar sendas sectas, el arrianismo en particular, que, además, era favorecido por la política imperial. Ello constituye un testimonio de la profundidad que alcanzó el movimiento cristiano y del apasionamiento con que se estudiaba el misterio de Cristo, y al mismo tiempo demuestra la invencible energía de la predicación apostólica que, conducida por el magisterio de la Iglesia, se impuso victoriosa a través de los siglos y de aquel caos, asegurando la auténtica filiación divina de Cristo frente a todas las deformaciones. Inspirados en la cristología de san Pablo y de san Juan, en particular en la doctrina apostólica de la preexistencia de Cristo y de su poder creador, numerosos concilios orientales y occidentales ratificaron y trajeron a nueva luz la primitiva verdad de que Cristo no es un mero hijo adoptivo de Dios, sino Hijo en el sentido propio de la palabra y no idéntico al Padre, sino formando una persona distinta. Y como, según la revelación, la divinidad es fundamentalmente de una sola y única naturaleza, declaró solemnemente el concilio de Nicea en el año 325, que la persona divina de Jesús tiene la misma esencia común con el Padre, al cual no está subordinado ni forma tampoco una divinidad de segundo rango, y es realmente Dios de Dios y luz de luz. Si para el creyente quedó suficientemente explicado el misterio de la divinidad de Jesús, sus relaciones intradivinas con el Padre, permaneció, sin embargo, la no menos inquietante pregunta: ¿cómo se compagina esta divinidad del Señor con su humanidad? Es la cuestión del secreto del Hombre-Dios. Allí donde el cristianismo penetró en ambientes gnósticos en los que, según la doctrina platónica, se admitía un irreductible dualismo entre espíritu y cuerpo, al que consideraban algo indeseable, la cárcel del alma, no tuvo aceptación la fe en la encarnación del Hijo de Dios. ¿Cómo podía Dios, espíritu de todo espíritu, ser absolutamente trascendente, unirse por toda la eternidad con la débil carne? Y así se llegó a la conclusión del docetismo, considerando como mera apariencia la encarnación de Jesús.


Según las teofanías paganas, no fue considerado Jesucristo un verdadero Dios hecho hombre, sino una divinidad bajada a la tierra y que suprimió todo lo terreno. Frente a este docetismo recalcó con énfasis san Juan: «y el Verbo se hizo carne». Deliberadamente eligió el fuerte término «carne» para asegurar la verdad de que el eterno Verbo divino bajó hasta lo más profundo de la naturaleza humana, hasta la parte animal, para así liberarla. Es la total humanidad del Señor de la que parten, en su visión de fe, los evangelios y las epístolas apostólicas, y con el mismo enérgico acento con que anuncian el divino misterio de Jesús hablan también de su auténtica humanidad, que participó absolutamente de todo lo humano, excepto del pecado. La gran paradoja de la fe cristiana, lo increíble, la maravilla de maravillas consiste en que aquel que tenía forma divina, fue encontrado como un hombre, siendo el Hijo de Dios, a la vez hijo de María, y, por tanto, «nacido de mujer y sometido a la ley» (Gal 4, 4). Y si bien el delirio gnóstico no consiguió amenazar seriamente el pensamiento cristiano, sin embargo, planteó el amenazador interrogante de ¿si Cristo es Hijo de Dios y de María al mismo tiempo, hay en Él quizá dos hijos, dos personas, dos yos? Nestorio y sus partidarios llegaron a esta conclusión y, consiguientemente, el ser de Cristo quedaba internamente escondido y formando no una unidad física, sino moral, unidad no consistente en dos naturalezas radicadas sobre un mismo sujeto, sino en la unidad formada y sostenida constantemente por la obediencia amorosa del yo humano de Cristo al yo divino. Es fácil ver cuán cerca está esta posición de las herejías condenadas por la Iglesia que defendían una filiación divina puramente gratuita. Según esta teoría, la encarnación de Cristo consiste únicamente en que el Logos habría tomado su morada en Cristo cuando, mediante la acción creadora de la Trinidad en el seno de María, habría constituido a dicho Logos en una persona humana absolutamente perfecta, en cuyo caso María sería sólo la madre de ese hombre Cristo, no Madre de Dios. Si esta solución halagaba por una parte a una posición racionalista, estaba en total desacuerdo, por otra, con el Cristo descrito por los evangelistas y por los apóstoles y aceptado por la Iglesia. Precisamente su más pronunciada característica era la unidad perfecta, no meramente exterior, sino fundamentada en lo más íntimo de la persona de Jesús, en su unidad


esencial con el Padre. Tal como narran los evangelistas su vida, ésta resulta no la de un hombre constantemente unido con Dios, sino la vida santa del Hijo de Dios hecho hombre, que conmueve cielos y tierra. San Pablo habló, en verdad, de su figura de siervo y de que «exteriormente fue encontrado como un hombre», pero seguidamente añadía que su forma propia y auténtica era divina y que «no tuvo por una usurpación tenerse por igual a Dios» (Phil 2, 6). Y así, la encarnación podía acontecer únicamente tomando el Hijo de Dios supratemporal una naturaleza humana en el seno de María mediante la virtud creadora del Espíritu Santo, naturaleza que implicaba un cuerpo humano con todos sus sentidos y un alma humana con todas sus facultades. Esta esencia humana no se fundaba en sí misma sino exclusivamente en el Logos, con otras palabras, en el Encarnado había una sola persona, un yo, el del Logos, y como María dio a luz a un hombre que era al mismo tiempo el Logos divino, así también en realidad fue ella la Madre de Dios, y lo es según la humanidad (secundum humanitatem), empleando la expresión de Santo Tomás (S. Th. 3, 35, 4). Del seno de María no surgió la misma divinidad, sino la naturaleza humana que estaba unida personalmente con Dios. Fue el concilio general de Éfeso en 431 el que esclareció en fórmula breve y concisa el misterio del Hombre-Dios, en el sentido de que Cristo era único, no dividido en dos personas, y que esta unidad está fundamentada en la persona de Dios, que tiene la naturaleza divina y la humana. Y como este Logos es divino, es también por ello estrictamente sobrenatural y, por ende, invisible y más allá de toda posible experiencia; es el objeto de nuestra fe, no de nuestro saber, pues nosotros, hombres, no tenemos ningún acceso directo a lo divino. Pero en la medida en que lo divino de Jesús se revela en su ser y actividad histórica, y en la medida en que ésta nos descubre su divinidad, tenemos por esta otra parte un acceso directo a la divinidad de su persona, y así, a pesar de todas las oscuridades que pueda implicar nuestra fe en el Hijo de Dios, no es una fe ciega. El concilio de Éfeso definió con estricta objetividad que «Cristo es una persona divina con dos naturalezas». Desde luego, no por ello quedó aclarado el misterio del Hombre-Dios, pero sí asegurado contra toda grosera


adulteración. Tampoco se dio una respuesta definitiva a la importante cuestión del modo como se da la unidad de Cristo en una de las personas divinas. Los conceptos de persona y naturaleza, que no tienen su origen en el cristianismo, sino que fueron tomados de la filosofía greco-pagana, especialmente del estoicismo, no estaban suficientemente definidos para poder ser aplicados sin más a la figura de Cristo, que, por lo demás, en su ser sin igual, excluye cualquier analogía en la historia. En último término, el Concilio sólo solucionó la cuestión de la unidad de Cristo de modo meramente formal, terminológico, y debieron transcurrir siglos hasta que la comprensión de los términos naturaleza y persona quedasen distintamente deslindados. Fueron siglos de ardorosas luchas en torno a Cristo, duros y hasta brutales, desde ciertos puntos de vista de la lucha interna, pero, por otra parte, conmovedores y majestuosos, al reflejar cuán enormemente en serio se luchaba para la comprensión de Cristo en toda la cristiandad, desde el Papa y el emperador hasta el simple aldeano o ciudadano. Ya mucho tiempo antes del concilio de Éfeso, Apolinar, obispo de Laodicea, había intentado asegurar la gran cuestión de su época, la de la unidad del Cristo de dos naturalezas, preservándola de toda interna escisión. Para ello, puso el divino Logos en la parte más noble y superior del alma humana de Cristo, en el entendimiento, quedando, en consecuencia, el alma del Señor reducida a la categoría de alma sensitiva y vegetativa, pues los actos espirituales del entendimiento de Jesús tendrían por sujeto al Logos y serían, por tanto, divinos. Por ello no podría hablarse de una conciencia humana de Jesús, sino del Logos divino. Ciertamente, según esta teoría queda asegurada una unidad muy íntima y hasta natural entre las naturalezas divina y humana de Cristo (Apolinar fue el primero que habló de una unidad «natural» de lo divino y lo humano en Cristo), pero no es menos cierto, también, que tal doctrina es inaceptable para la Iglesia. ¿Podría rebajarse el alma humana de Jesús a la categoría de alma sensitiva? Además, si, según la doctrina general de los Padres de la Iglesia, la naturaleza humana fue redimida precisamente por el hecho de ser aceptada y sustentada por el Verbo eterno en su divinidad, ¿cómo podía hablarse de la redención del espíritu humano, si, según Apolinar, tal espíritu no había existido en el alma de Jesús, sino que había sido substituido por el Logos?


Los Evangelios demuestran, por lo demás, con toda claridad la auténtica humanidad de la parte espiritual de Jesús; sus dichos y parábolas brotan directamente de sus vivencias concretas y temporales y conservan el aroma de la tierra y de la historia de Galilea. Y el modo ordinario como Jesús pensaba –prescindiendo de casos excepcionales y de vivencias sobrenaturales, de las que más adelante hablaremos– ostenta el sello característico del pensar humano, que tiene por base la experiencia. Por ello los teólogos nos hablan de un saber experimental y progresivo del Señor (scientia experimentalis) que, si tuvo una vida espiritual puramente humana, debió también poseer la suprema y más perfecta de las potencias psíquicas, una conciencia humana. En cuanto a la doctrina de Apolinar, si tuvo poca aceptación respecto al alma desespiritualizada de Jesús que postulaba, permaneció muy viva, sin embargo, su intención fundamental de asegurar la unidad natural entre la naturaleza divina y la humana en Jesús, creyéndose que sólo así podía conseguirse tal cosa. Y como, desde el concilio de Nicea, la cuestión de la unidad esencial del Hijo con el Padre dominaba el pensamiento teológico, se creyó así encontrar el punto de unión tan buscado, en la infinita majestad y en la omnipotencia de la naturaleza divina de Jesús. Según esta doctrina, la naturaleza divina del Señor tenía una influencia tan decisiva sobre la humana, que, a pesar de ser ésta verdaderamente humana antes del acontecimiento de la encarnación, en el momento de la misma quedó totalmente absorbida, compenetrada y, por así decirlo, divinizada en aquélla, es decir, en la naturaleza divina. Por consiguiente, en el Encarnado ambas naturalezas sólo se distinguirían con distinción de razón, y propiamente la humanidad de Jesús habría sido divinizada ya en la tierra y sólo a través de ella habría vivido y ejercido sus actividades. En consecuencia, Jesús no habría sido Dios y hombre al mismo tiempo, sino sólo la aparición visible de la naturaleza divina única, la aparición del Hijo de Dios. Como, según esta teoría, en Cristo sólo hay una naturaleza, la divina, sus partidarios fueron denominados monofisitas. Desde luego, el problema de la unidad de Cristo quedaba radicalmente resuelto, pero a un precio aún mayor, el máximo, al tener que renunciar a la figura de siervo que hay en Jesús y a la realidad y a la verdad de su redención en la tierra, al Cristo


«que se anonadó a sí mismo y tomó forma de siervo» (Phil 2, 7). Pues, precisamente, la esencia del mensaje de redención consiste en que en Jesús se ofreció como víctima reparadora la naturaleza que, en Adán, ofendió a Dios y fue la culpable. Únicamente porque el Verbo se hizo carne, nuestra carne pudo penetrar así, por muy puro e inocente que fuera, en la miseria y necesidad de la humanidad caída, superándolas con su vida y muerte, obedeciendo heroicamente al Padre y amando sin medida a todos, con su energía, con la fuerza de su voluntad humana y de su humana libertad, obrando libremente con su conciencia ligada sólo a Dios. Con énfasis recalca la Epístola a los Hebreos que Jesucristo compartió con nosotros «la misma sangre y la misma carne» (2, 14), y que «se hizo igual en todo a sus hermanos» (2, 17) y que Él «sufrió la tentación, para ayudar a los que eran tentados» (2, 18). Y así no hemos sido redimidos por una humanidad divinizada, sino por nuestra propia carne terrena y que está expuesta a la tentación. Y precisamente porque Cristo superó «la carne pecadora» en la bajeza de nuestra carne, precisamente por ello, Dios «le ha elevado y dado un nombre superior a cualquier nombre» (Phil 2, 9). En suma, la transfiguración de Cristo, su divinización total no es la premisa y la causa de su servitud, sino al contrario, su consecuencia, su efecto y su recompensa. El concilio de Calcedonia, en el año 451, por los motivos anteriormente citados y apoyándose en una encíclica de León I rechazó al monofisismo y elevó a dogma la verdad de que en la misma persona de Dios hay dos naturalezas completamente distintas e inmutables y que, por tanto, Cristo, el Señor, fue verdadero Dios y Hombre verdadero, con cuerpo y alma, siendo no sólo igual al Padre, sino también idéntico a nosotros. Con ello fracasó el intento monofisita de explicar la unidad de Cristo por la omnipotencia de su divinidad. Pero el problema no quedó resuelto en manera alguna, sino más bien agudizado, con la pujante acentuación de la imposibilidad de una transacción y mezcla entre ambas naturalezas. En los círculos monofisitas, (cf. Zachar. Rhet 3, 1) se habló sarcásticamente de «un ídolo de dos caras» erigido por el Concilio.


Y así continuaron los esfuerzos en torno a una verdadera comprensión de Cristo. Un paso importante en la cuestión de la unidad del mismo, al menos desde un punto de vista lógico, fue dado por el monje Leoncio de Bizancio ( † 543) definiendo claramente y haciendo notar, según la lógica de Aristóteles, la polisemia de los términos «persona» y «naturaleza», destruyendo así una fuente de errores, que había llevado a la vez al nestorianismo y al monofisismo. Sus explicaciones dialécticas pusieron al descubierto la posibilidad de que también una persona divina podía tomar una naturaleza extraña en su infinita esencia. Sobre esta base, el segundo concilio de Constantinopla en el año 553 pudo explicar con más precisión el principio de unidad en Cristo, declarando que la naturaleza humana del Señor en el milagro de la encarnación no fue asumida en la naturaleza divina y la plenitud de sus perfecciones, sino simplemente en la segunda persona de Dios. Con ello se imposibilitó de antemano el error de considerar, sin más, la encarnación del Logos como una proyección de las infinitas perfecciones de la naturaleza divina sobre la humanidad del Señor, como si la omnipotencia, omnisciencia y santidad de Dios se hubieran comunicado a la naturaleza humana de Jesús, de modo que pudiera hablarse de una humanidad de Cristo omnipotente, omnisciente y santísima. Lo que en realidad recibe del Logos la humanidad de Jesús es, según el concilio, sencillamente el ser aceptada y admitida en el yo, en la persona de dicho Logos, nada más ni nada menos. Desde el primer instante de la concepción su humanidad entró en la más íntima relación que pensarse pueda con la persona del Logos divino, en relación tal que, metafísicamente hablando, sólo puede compararse a la existente entre los accidentes y su substancia. En virtud de la mencionada relación, recibe su unidad substancial en el Logos la naturaleza humana de Jesús, su cuerpo y su alma con todas sus potencias y actos, y de ella resulta la humanidad de dicho Logos. Es imposible que agotemos el profundísimo contenido, estudiado por la Iglesia, en el concepto estoico de persona, pero a todo trance debía quedar asegurada la verdad de que la naturaleza humana de Cristo radica de modo inefable y único en Dios. Ciertamente que todos los seres, desde los minerales y plantas hasta el más elevado serafín, están en Dios, del cual no podrían desligarse en absoluto sin caer en la nada. Y cuanto más elevado es


un ser a la perfección de consciente, tanto más profundamente radica en Dios, y, en consecuencia, el más alto grado a este respecto corresponde a los ángeles y santos. Pero ese arraigamiento de las criaturas en el Creador no alcanza nunca la intensidad del modo como la humanidad de Cristo está en Dios, pues los seres creados están sólo, en cuanto criaturas, en la voluntad divina, y en cuanto redimidos, en su amor, pero la humanidad de Cristo no radica únicamente en la voluntad de Dios, sino en su ser más íntimo, en «el seno del Padre», allí donde el Hijo se origina del Padre. Y así su relación con el ser divino es substancial, esto es, creada y sostenida por la substancia del Logos divino, resultando, pues, que la humanidad de Jesucristo está fundamentada en el «Yo» de dicho Logos, y en cuanto se personifica en Él (el Logos), pierde, evidentemente, su ser propio, esa entidad suprema y más perfecta que poseemos nosotros los hombres y que nos distingue unos de otros. Pero esa pérdida, en realidad, es ganancia, pues lo divino, al subsistir lo humano, no sólo supera como valor absoluto los valores de todo lo creado, sino que desde ahí, en unidad esencial con el Padre y el Espíritu Santo, como persona de personas, forma el fundamento creador de nuestra propia personalidad. Así pues, no es algo extraño lo que, desde fuera, se añadió a la naturaleza humana de Jesús, sino el infinito poder creador de vida, que ha dado el ser y sostiene a nuestro propio yo en toda su hondura metafísica. En cuanto la humanidad del Señor pierde su característica propia en el infinito autopoder del Logos, la gana de nuevo por otra parte en el hecho de que, liberado de toda imperfección y elevado a un valor infinito, sin embargo, se da y está contenida en lo divino (eminentiori modo). Y así no puede hablarse propiamente de un menoscabo de la personalidad, de una pérdida del ser propio, en cuanto no ha sido absorbida sin más, sino admitida en la inconmensurabilidad de lo divino. El concilio de Constantinopla afirmó que la encarnación de Cristo no suponía que su humanidad fuese tomada en la naturaleza divina, sino únicamente en su divina persona, y con ello quedó radicalmente rechazada la solución monofisita, pues no se trataba en manera alguna de referir esa unidad a la omnipotencia de la naturaleza divina, que transfiguraría y


divinizaría las energías humanas del Señor; en una palabra, la naturaleza humana de Jesús no es tomada por la omnipotencia del Logos, sino por su subsistencia. A la luz de este dogma se debió plantear nuevamente la antigua cuestión: entonces, ¿descansan las potencias humanas del Señor pura y exclusivamente sobre sí mismas, sin unión interior con las de su naturaleza divina? Y así, ¿acontece la vida interna de Jesús en dos órdenes totalmente independientes, cuyo único punto de contacto es que pertenecen al mismo yo divino? Y en tal caso, ¿no podría pensarse que ambos órdenes estarían en conflicto, y hasta que pudiese pecar la voluntad humana de Jesús? Tan espantosa era la posibilidad de tal pecado, y tan profunda y viva era la fe en la impecabilidad de Jesús, que incluso el papa Honorio sólo se atrevió a hablar de una voluntad en Cristo, porque «la divinidad no tomó nuestro pecado, sino nuestra naturaleza». Evidentemente, en este punto sólo consideraba una unidad moral en la voluntad de Cristo, el hecho de que en Jesús sólo podía existir una posición fundamental, la de cumplir la voluntad divina. El patriarca Sergio de Constantinopla y sus adeptos penetraron más profundamente en el núcleo de esta cuestión y defendieron que en Cristo sólo debía aceptarse una voluntad y una actividad volitiva, la divina, y así se originaron los errores de los monotelistas y de los monergistas. Cierto que según esta teoría quedaba solucionado el problema de la unidad de Cristo, en tanto que la unidad de la voluntad divina en Cristo garantizaba también la unidad de su vida espiritual. Esta concepción tenía el grave inconveniente de que estaba en abierta oposición a las decisiones de los dos últimos concilios, pues cercenaba la humanidad de Cristo, precisamente en una parte esencial, la capacidad de decisión de su libre voluntad. En el fondo, era una vuelta al monofisismo, en cuanto, éste, aunque parcialmente, atribuye a la naturaleza divina lo que corresponde a la humana. Estas tendencias monofisitas se delataron incluso cuando, para evitar entrar en conflicto con el dogma eclesiástico, se concedía la existencia de una voluntad humana en Cristo, pero siguiendo al Pseudo-Dionisio se negaba tuviese una decisión completamente libre, considerándose su voluntad como una potencia o a modo de capacidad pasiva, que sólo actuaba, mejor


dicho, era movida por la voluntad divina. Más que monotelistas eran monergistas, pero, incluso así, la dirección y la iniciativa correspondía a la voluntad divina, quedando reducida la humana a calidad de mero órgano. Esta opinión semi-monofisita se manifestó de modo particularmente nociva a la doctrina eclesiástica de la redención. Pues si la decisión ética y religiosa correspondía a la voluntad divina de Cristo, ¿qué podía representar para nosotros su vida humana y su muerte? Y, sobre todo, ¿qué valor podía atribuirse seriamente al mérito de su redención? En el sexto concilio general de Constantinopla, en el año 680, confirmado por el papa Agatón, fue declarada herética la doctrina que admitía en Cristo una voluntad y una sola actividad voluntaria y se proclamó el dogma de la existencia de dos voluntades (duas naturales voluntates) y de dos actividades (et duas naturales operationes). Pero, a pesar de que ambas voluntades son independientes, no se interfieren entre sí, y no queda impedida en absoluto la unidad moral, ya que la voluntad humana de Jesús se somete en todo a la divina, y así se llegó hasta las últimas consecuencias del concilio de Calcedonia acerca del carácter completo e intacto de su naturaleza humana. En cuanto el concilio habló no sólo de dos voluntades, sino también de dos actividades o funciones «ininterferidas» de ambas voluntades, no sólo salió con ello al paso al grosero monotelismo de Sergio, sino también a su forma más refinada que, si bien admitía una voluntad humana en Jesús, negaba su libertad completa y atribuía la dirección, exclusivamente, a la voluntad divina. Mediante esta posición contra el monotelismo y en particular contra el monergismo, aclaró definitivamente la Iglesia que la encarnación, la sustentación de la humanidad de Jesús sobre la subsistencia del Logos, no producía un influjo inmediato ni sobre el ser ni sobre la actividad de su naturaleza humana, y que el flujo de sus sentimientos, como asimismo el de su pensamiento y voluntad, aunque formando una unidad substancial con el Logos, no quedaba divinizado en manera alguna, sino que conservaba sus características humanas. Es ciertamente el Yo divino del Logos el que en Cristo siente, piensa y quiere, pero ello ocurre según las leyes fisiológicas y psicológicas; y en particular la energía íntima del obrar humano y del sufrimiento, la voluntad humana de Jesús, se pertenece a sí misma tanto


antes como después, y todos sus actos acontecen con aquella espontaneidad y libertad que, por naturaleza, pertenecen a la voluntad humana. Por ello, la humanidad de Jesús no es en manera alguna algo abstracto, sino concreto e individual, hasta los más íntimos pensamientos, alcanzando el máximo de una personalidad única, y, en consecuencia, debe ser posible y fructífera una investigación psicológica de la vida y la obra de Jesús, que bien entendida y practicada, proporciona un conocimiento íntimo del mismo, que escapa a un método puramente histórico y filológico. En realidad, nuestros santos han empleado este método psicológico para penetrar en el misterio de la vida y de las actividades de Cristo. Estudiando las directrices de los primeros concilios acerca del misterio de Jesucristo, resaltan en seguida dos características: primera, que los concilios de Nicea hasta el de Éfeso defendieron, con el máximo ardor y hasta rudeza, la verdadera divinidad de Jesús y su relación personal con su humanidad, pero también, y ésta es la segunda característica, defendieron con idéntico celo los siguientes concilios de Calcedonia hasta el de Constantinopla, el carácter íntegro e intacto de su naturaleza humana. La tarea de estos concilios, frente a los mitos paganos que no creían en una encarnación de Dios, sino en fabulosas divinizaciones de hombres, fue sacar a luz la verdad de que Cristo no es un hombre divinizado, sino un Hombre-Dios; ningún milagro sobre la tierra, sino un hombre de carne y hueso, un hombre cuyo ser y cuyo obrar se puede percibir y comprender en el terreno de lo empírico, y un hombre, por otra parte, que es verdadero Hijo de Dios, Dios de Dios y luz de luz, allí donde empieza el reino de lo inexperimentable e invisible, allí donde sólo la fe tiene la palabra. Si seguimos estudiando las primeras decisiones dogmáticas de la Iglesia primitiva, descubrimos, además de lo anteriormente mencionado, que parecen contraponer rudamente las dos naturalezas en Cristo, y rechazar radicalmente todo intento de explicar la unidad funcional de ambas mediante un menoscabo en la humanidad de Cristo, y que también parecen prescindir de fundamentar más profundamente dicha unidad. Al limitar el concilio de Constantinopla en el año 553 de modo radical, la función del Logos en el acontecimiento de la encarnación a un aceptar la naturaleza humana en su ser divino, parece rechazar la posibilidad de


explicar la unidad de la actividad de Jesús exclusivamente por el Yo del Logos, pues la opinión de estos concilios tiende claramente a demostrar el carácter estático de las relaciones del Logos con la naturaleza humana, y en manera alguna desde un punto de vista dinámico, como si los sentimientos, la voluntad y la actividad intelectual de Jesús fuesen exclusivamente fecundados y producidos por el Logos. Según la doctrina de la Iglesia, la actividad de las personas divinas acontece en lo intradivino, no fuera de él. La acción exterior de Dios no tiene lugar jamás debido a una persona sola, sino que procede del Dios trino, cumpliéndose siempre en la más completa libertad, según los juicios del Dios eterno. Y así, en cuanto debe aceptarse una influencia divina en la humanidad de Jesús, sólo puede ésta acontecer a través del Dios trino y siempre en libertad absoluta y según los libres designios de su sabiduría eterna. Como la dotación externa de la humanidad de Jesús, tanto respecto al cuerpo como al alma, no es el resultado directo de la acción del Logos, sino de la del Dios trino en el seno de María, así también los influjos de la gracia experimentados por Jesús según el libre y amoroso designio del Dios vivo pueden equipararse a las gracias concedidas a otros hombres. El agudo espíritu del franciscano Duns Escoto llamó poderosamente la atención sobre esta verdad. En consecuencia, la piedad de Jesús en su esencia fue semejante a la nuestra, y fue una vida del Padre en el Hijo a través del Espíritu Santo, y por ello el temor de Dios tiene en la misma un lugar preeminente, aquel profundo temor ante el tremendum misterium que es el distintivo más característico de nuestra calidad de criaturas. Considerando nuestra unidad solidaria con Cristo, puede afirmarse que la piedad de los cristianos viene a ser una prolongación de la de Cristo, cuya vida vivimos. Pero, por otra parte, por mucho que la vida de gracia de la humanidad de Jesucristo se parezca a la nuestra por su origen y por su esencia, y hasta, en cierto modo, sea igual, sin embargo, difiere por la plenitud y por la fuerza con que brota en su alma. Esta plenitud es tan rica y tan eficaz esta fuerza, que no hay vida humana alguna en la tierra que pueda comparársele a este respecto, y también su riqueza de gracia sobrepasa a la de los espíritus


bienaventurados. Esto sucede porque Cristo no es un simple hombre, sino Hombre-Dios, pues en Él el Verbo se hizo carne. Entonces, ¿tiene el Logos un determinado influjo sobre la humanidad de Jesús, especialmente en su vida de gracia, en la elevación de sus fuerzas psicosomáticas hasta el máximo que una naturaleza creada pueda recibir de Dios? Llegados aquí, podemos contemplar la insondable profundidad del misterio de la encarnación y estamos en el punto donde parece poder resolverse este problema de problemas que a tantas herejías ha conducido, el problema, a saber, de cómo, a pesar de la dualidad de ambas naturalezas en Cristo, y a pesar de su unión sólo personal, se da, sin embargo, una unidad en su vida y actividades. La sublime verdad de la encarnación del Hijo de Dios implica que en Cristo la naturaleza humana ha sido tomada en unión personal con el Logos y, además, que mediante este Logos la naturaleza divina está unida a la humana. Y como la naturaleza divina es realmente idéntica a la Trinidad, es doctrina de la Iglesia que, con la presencia del Logos, va implicada también la del Dios trino en la humanidad de Cristo. Sería radicalmente equivocado suponer que las propiedades divinas y las energías del Logos irrumpen en la humanidad de Cristo como la savia y la energía de un árbol tienen su fuente y origen en las raíces, pero, por otra parte, es completamente seguro que la unión substancial del Logos con la naturaleza humana de Jesús es la suposición y base de que la Santísima Trinidad penetra y envuelve de modo inefable la humanidad del Señor, y coopera con ella según la libre decisión de su sabiduría y de su amor, sin menoscabo de su esencia. La causalidad divina se caracteriza ante todo porque nunca destruye lo humano, sino que lo eleva y transfigura. Para presentar de modo intuitivo esta compenetración de la naturaleza humana de Jesús por la divina, los Padres nos ponen por ejemplo el cristal iluminado por el sol, que no por ello pierde sus propiedades. Hablan de una «pericoresis», de una misteriosa compenetración de ambas naturalezas. Desde luego, la Santísima Trinidad está presente en todas partes en toda su esencia (per substantiam), incluso en la naturaleza «muerta», pero esta omnipresencia tiene sus grados, según la intensidad con que actúa la voluntad omnipotente y amorosa de Dios, la cuál se manifiesta en toda su


plenitud en la humanidad de Cristo, en cuanto lo humano es capaz de ser sujeto de la misma. Ello ocurre no de modo necesario, sino según la libertad soberana, propia de la actividad externa de Dios, pero acontece en virtud de las inagotables riquezas de la voluntad que, desde la eternidad, decidió la encarnación del Hijo. Y así, según la fe cristiana, en la encarnación del Hijo de Dios resulta también que la humanidad tomada por el Logos, y que es una maravilla de su creación, está también, por otra parte, agraciada con dones y privilegios sobrenaturales como jamás han sido concedidos a ningún hombre en la tierra y a ningún ángel en el cielo. Desde el primer instante, la Santísima Trinidad ha preservado al alma de Jesús del pecado original y de cualquier pecado personal, concediéndole al mismo tiempo lo más precioso que un hombre pueda poseer, la gracia santificante con todas sus radiantes consecuencias, con las virtudes divinas y morales. Con lo cual, la humanidad de Jesús resulta la encarnación de todo lo sublime y puro, la realización de los más nobles ideales del corazón humano. A la misma superabundante voluntad amorosa de la Santísima Trinidad debe la humanidad de Jesús los poderes y dotes extraordinarios que le caracterizan como Redentor de la humanidad. Por ello enseñó como uno que tiene «todo poder», y por ello su verdad es inquebrantable e imperecedera, absoluta como Dios mismo. De ahí que el cristianismo se afirme como la única religión verdadera. El hálito de la Trinidad se traduce en los milagros de Jesús y en todos aquellos fenómenos que realzan su vida histórica. Cuando Jesús perdona los pecados, cura enfermos o resucita muertos, sus palabras de perdón y su mano que concede la salud son el órgano del Dios vivo y único, que, como nunca, está presente en la humanidad del Señor, porque es la humanidad de su Hijo unigénito. Esa acción divina se patentiza al máximo en la resurrección de Jesús y constituye el canto triunfal de la primitiva Iglesia: «Dios le ha resucitado de las tinieblas del reino de los muertos» (Act 2, 24). «El Dios de Abraham, Isaac y de Jacob, el Dios de vuestros padres; ha glorificado a su Hijo Jesús» (3, 13). Por tanto, la grandeza y el poder, la santidad y la sublimidad, que hacen de la vida de Jesús una vida sobrehumana y verdaderamente divina, son obra de la acción de la Santísima Trinidad, y esta acción trinitaria descansa en el proceso de la encarnación del Logos. La maravilla de la vida


de Jesús no puede separarse de la maravilla de su encarnación, que, en el fondo, vienen a ser lo mismo, en cuanto obran tanto aquí como allá como Logos y como Dios trino, cada cual a su manera. Desde este punto de vista se arroja una clara luz sobre la santísima vida de Jesús, sobre el punto donde su alma humana clama: «Abba!, ¡Padre!», y donde se produce el intercambio de vida y amor entre su naturaleza humana y Dios. ¿De dónde sabe Jesús, el Hijo de María, que Él es el Hijo unigénito del Padre, en los cielos, al cual el Padre todo se lo ha entregado y al que nadie sino Él lo conoce?, ¿y cómo es que este conocimiento no resalta sólo en los puntos culminantes de su misión, sino que embarga todo su interior desde su infancia y domina todas sus sentencias y exhortaciones, sus milagros y maravillas, su vida, su muerte y su resurrección? No es ninguna deducción que se impone a su entendimiento debido a ciertas vivencias, es la visión clara y directa de su Padre, visión propia del Hijo. «Decimos lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto» (Ioh 3, 11). «Yo digo lo que he visto en mi Padre» (8, 38). Es un saber infinitamente fructífero y productor de vida, un saber que se adentra hasta la misma esencia del ser divino. «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Ioh 16, 15). «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo el tenerla en sí mismo» (5, 25). «Felipe, quien me ve a mí, ve también al Padre» (14, 9). Jesús se sabe, por tanto, en la más íntima unión esencial con el Padre, y ese conocimiento no está, por así decirlo, en la corteza de su conciencia, forma más bien, al contrario, su núcleo más íntimo, y no de otro modo se ve Él a sí mismo, sino en el Padre y a través del Padre. ¿De dónde proviene esta conciencia que tenía Jesús acerca de la divinidad de sí mismo, que superó todo conocimiento y toda vivencia humanos? No es posible otra solución, sino que la libre voluntad amorosa de la Santísima Trinidad dotase al espíritu humano de Jesús con el conocimiento sobrenatural propio de los bienaventurados en el cielo, la visión directa de la esencia divina. Debieron originarse en la naturaleza humana de Jesús fuentes de conocimiento y de vivencias que transformaron la receptividad pasiva (potentia oboedientialis), propia, por naturaleza, de toda criatura, elevándola a la categoría de capacidad activa. Jesús pudo experimentar así, en todo, su sublimidad en su entendimiento humano y en su sensibilidad y


voluntad humanas, la infinitud de la potencia, sabiduría y amor divinos, y, ante todo, el eterno origen del Hijo del seno del Padre, con lo cual quedó plena y embargada por dicho conocimiento la existencia humana de Jesús, conocimiento que, por otra parte, proviene evidentemente y de modo directo de su estar en Dios y no deducido a través de impresiones y opiniones humanas. De esta visión debió originarse en su conciencia un sentimiento del ser y de la vida totalmente nuevo, que elevaría todos sus actos humanos, en cuanto humanos y finitos, a la luz de la divina esencia inaccesible a nosotros, mortales; de modo que Él pudo contemplar el infinito mar de las fuerzas divinas que embargó toda su vida, prestando a sus actos aquella pureza, sublimidad y plenitud perfectas propias de lo divino y que faltan siempre a lo humano y a todo lo de este mundo. Como el Hijo encarnado tenía la visión directa de la Santísima Trinidad, estuvo desde el primer instante de su existencia no sólo en comunidad esencial con el Padre, sino que lo conocía y daba testimonio del mismo. Tanto su conciencia divina como la humana estaban embebidas, en virtud de aquella visión, de la trascendental vivencia de que su naturaleza humana estaba asumida en el divino Yo del Logos, y de que sus actos humanos, en cuanto conservaban su calidad de tales, son, en su profundidad metafísica, actos del Logos; y es precisamente de esta relación personal con dicho Logos que reciben su dirección y finalidad, su altura y su tensión interior. Es, pues, en lo psicológico donde se hizo posible y real la unidad funcional de su obrar y de su ser divino y a la vez humano. Su unidad estructural fue producida por el Logos, y su unidad psicológica, la unidad de su vida, por su visión inmediata de Dios. Y así la ordenación objetiva de su naturaleza humana al Logos divino se convirtió a causa de ello en consciente y subjetiva, creando aquella entereza de su persona, aquella unidad individual, en torno a la cual se habían preocupado en vano tantas herejías, desde el docetismo hasta el monergismo, en vano, porque habían tomado la falsa senda de negar o menoscabar la humanidad de Jesús. En consecuencia, tan cierto como que la relación del Logos con la naturaleza humana de Jesús era y permaneció estrictamente estática y que la presencia del Logos en la humanidad del Señor no empezó sin más su


acción, no menos cierto es, por otra parte, que puede ser considerada esta relación en cierto modo activa y dinámica, porque, a causa de la visión directa de Dios, penetró en la conciencia humana de Jesús en su entendimiento y en su voluntad y se convirtió con necesidad psicológica en la idea dominante y directriz. El término «personalidad» abarca la totalidad de todo hombre y, por tanto, también de Jesús, y así, en vista a la unión psicológica de lo divino y humano en Cristo, puede aventurarse el juicio siguiente: la persona de Cristo era divina; su personalidad, divina y humana al mismo tiempo. A partir de fines del siglo VI, y, a propósito de la cuestión de si Jesús supo el día final, empezaron los Padres y los teólogos a tratar expresamente de esa visión directa de Dios tenida por el alma humana de Jesús (scientia visionis). A ese respecto concluyeron que, así como en el espíritu infinito de Dios se fundan todas las posibilidades, y en su voluntad libre y creadora todas las realidades, debió, en consecuencia, tener el conocimiento de todo lo posible implicado en la visión directa y, según la libre decisión de la voluntad divina, tuvo también el conocimiento de todo lo real. Por ello no dudaron que el entendimiento humano de Jesús «en cierto modo lo supo todo» (quodammodo omnia, S. Thom., S. Th. 3, 10, 2), y, desde luego, el tiempo del día y del juicio final que el Padre había entregado a su poder (Ioh 5, 27, 30). Por otra parte, no olvidaron llamar la atención sobre las limitaciones de un conocimiento perfecto de Jesús durante la temporalidad y condicionalidad de su naturaleza humana, exigidas en parte por su tarea de redención y pasión. Su entendimiento humano, por su carácter condicionado y finito, no podía abarcar simultáneamente las verdades que irradiaban de la esencia de Dios, sino sólo en sucesión de actos (successive et partialiter), y como Cristo debía redimir a los hombres por el camino libremente elegido del sacrificio y de la pasión, su visión de Dios no podía ser igual a la de los espíritus bienaventurados y de tal modo arrolladora y arrobadora que limitase su libertad humana o debilitase su capacidad de pasión, pero en todo caso poseyó el conocimiento de los bienaventurados en la medida que correspondía a su situación temporal.


Así se prepararon en su vida terrena los grandes acontecimientos futuros, su transfiguración y glorificación, que se manifestaron gloriosamente en el Tabor en su figura exterior y en su visión de Dios mediante la claridad y diafanidad divina de su conocimiento acerca de sí mismo y del Padre de que procede. Con ello, su mensaje de alegría tiene la majestad de lo decisivo, de lo totalmente bueno y de lo absoluto, lo cual presta a su vida la unidad interna, distintivo de la verdad. Puede parecer raro que la Iglesia y su teología necesitasen muchos siglos para poner en claro las líneas generales de la imagen evangélica de Jesucristo y para concretar sus relaciones, consecuencias y supuestos ideológicos y psicológicos frente a las deformaciones heréticas. Pero no se olvide que se presentaron a la investigación humana las tremendas aporías de la figura de Cristo, el misterio de la unión personal entre lo finito y lo infinito, entre la naturaleza humana y la divina, y sólo después de un largo camino, con el constante peligro de desviaciones, se acertó a desbrozar una formulación cada vez más clara. Pero, evidentemente, no se pudo descorrer el último velo, y ni siquiera hoy se han terminado las especulaciones acerca del misterio de Cristo que ocupan las escuelas teológicas. Y tan lisa y llanamente como hoy y en todo tiempo se confiesa y defiende la fe en el mensaje de Cristo, la verdad de que en Él tenemos el camino hacia el Padre y de que constituye el «sí» de Dios a nuestra redención, por otra parte, siempre estará en tensión y ante enigmas el pensamiento creyente siempre que pregunte e investigue las insondables riquezas del misterio de Cristo. Puede aplicarse a la cristología lo que a la teología, aquello de que es una docta ignorancia, y que nuestro no saber es mayor que nuestra ciencia y que el camino más corto hacia Cristo es el de la fe callada, respetuosa e infantil. «Ahora vemos a través de un espejo y en enigmas. Después, cara a cara» (1 Cor 13, 12). * Hasta ahora hemos considerado al Cristo histórico según la fe de la Iglesia, al Hijo de Dios encarnado, que andaba por los campos de Galilea y murió en la cruz, pero, por sublime que sea su figura, tanto interna como


externamente, no es el Cristo completo, glorificado y transfigurado que constituye nuestra salvación y al que dirigimos nuestras oraciones. Es el Cristo, en expresión de Pablo (Phil 2, 7 s), en «forma de siervo», que «fue semejante a los demás hombres y encontrado como ellos en lo exterior». En cuanto hombre, fue como nosotros, con su cuerpo y con su alma expuestos al «príncipe de este mundo», a las fuerzas del demonio que han envuelto a la tierra por el pecado de Adán, a sus necesidades y desgracias, a sus peligros y tentaciones y, finalmente, a la muerte, y muerte de cruz. Fue una vida de rebajamiento. En los evangelios quedan bien patentes, junto a los rasgos gloriosos, la limitación, debilidad e impotencia de su parte humana. A Jesús se le hace pesada la carga de su existencia, la incomprensión de los discípulos, la incredulidad de la multitud, el odio de sus enemigos. Se ve expuesto a los influjos diabólicos que le «tientan» (Lc 4, 1 ss). Le invade el temor ante el cáliz de la pasión (Mt 26, 37), y su sudor fue como gotas de sangre, que corrían hasta la tierra (Lc 22, 44). En la cruz es atormentado por la sed (Ioh 19, 28) y siente toda la agonía de un moribundo abandonado de Dios (Mc 15, 34). Su cuerpo está desgarrado y cubierto de heridas y dio «un gran grito al entregar su espíritu» (Mc 15, 37). Los evangelios no callan que ese rebajamiento era como una sombra que obscurecía su figura divina. Y Él reconoce que «el Padre es más grande» (Ioh 14, 28) y hasta se pone a distancia tal del mismo que rehúsa llamarse «bueno»: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios» (Mt 26, 39). «En los días de su vida mortal oró y rogó con sollozos y suspiros al que podía salvarle de la muerte» (Hebr 5, 7). Y su entendimiento está sometido, como su voluntad, a rebajamiento y a calidad de siervo. Aunque su conocimiento es ilimitado a causa de su visión de Dios, rehúsa elevar su poder saber a un querer hacerlo, pues «no corresponde a los discípulos saber el día y hora del día final, que el Padre ha reservado a su poder» (Act 1, 7). Por ello «nadie sabe esa hora, ni los ángeles en el cielo, ni siquiera el Hijo, tan sólo el Padre» (Mc 13, 32). Igualmente su poder milagroso puede sufrir limitaciones cuando encuentra falta de fe o de penitencia, por ejemplo, en Nazaret, donde no «pudo» obrar maravillas, «excepto curar unos pocos enfermos al imponerles las manos» (Mc 6, 5).


Menos puede aún, a causa de su calidad de siervo, reservar los sitios de honor del reino futuro, como le pidió la madre de los hijos de Zebedeo, al rogarle que pusiese uno a su derecha y otro a su izquierda, él contestó: «No me toca a mí conceder la derecha ni la izquierda, sino que pertenece ello a quienes mi Padre ha elegido» (Mt 20, 23). Sólo al Padre corresponde, pues, la suprema y decisiva elección. Y el juicio ha sido entregado al Padre en el sentido de que su testimonio es lo que decide ante aquél. «A todo el que me confiesa ante los hombres, le reconoceré ante mi Padre» (Mt 10, 32). En suma, mientras vivió Jesús en figura de siervo, en estado de rebajamiento, su entendimiento y su voluntad, así como su poder, estaban limitados por el Padre. No se puede hablar en el mismo sentido de la santidad suprema, de la omnisciencia y omnipotencia de Jesús como de las del Padre. Una de las mayores faltas del monofisismo fue no distinguir entre el estado de Jesucristo antes y después de su transfiguración y glorificación, atribuyendo sin más al primero lo que en realidad sólo corresponde al segundo. Pues al rebajamiento siguió la glorificación. Propiamente hablando, sólo el Cristo glorioso es objeto del culto y adoración cristianos, y la devoción que podamos tener a su vida terrena y especialmente a su pasión y muerte, recibe su sentido total y auténtico, desde el punto de vista de la glorificación. San Pablo distinguió expresamente el estado de rebajamiento del de glorificación y hace resaltar que sólo a partir del segundo «le fue concedido un nombre sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se arrodillen todos, en el cielo, en la tierra y en el mismo infierno, y que cada boca exclame en honor de Dios Padre: Jesucristo es el Señor» (Phil 2, 9 ss). Sólo después de la resurrección, el Hijo de Dios, «Hijo de David según la carne», «según el espíritu de santidad», fue convertido en «Hijo de Dios en poder» (εν δυναμει, Rom 1, 4). Por ello, el mensaje de san Pablo culmina en la predicación de Jesús y de su resurrección (Act 17, 18; cf. 26, 23). No de otro modo dieron los apóstoles «testimonio con gran energía de la resurrección de Cristo, nuestro Señor» (Act 4, 33). En su resurrección está la causa de que Dios le «ha hecho Señor y Cristo» (2, 36) y de que le ha


«elevado a Rey y Redentor» (5, 31) y de que «no hay ningún otro nombre bajo el cielo por el que podamos ser salvados» (4, 12). La primitiva Iglesia, en la primerísima época en que aún no estaban escritos los Evangelios y las Epístolas, consideraba de modo tan exclusivo la resurrección y la glorificación de Cristo, y de modo tan exclusivo atribuyeron los apóstoles la fuerza y bendición redentora del Señor a su resurrección y a su glorificación, que la preexistencia de Jesús y su ser suprahistórico como Hijo de Dios pasaron a un plano subconsciente. En el centro de su predicación no está el Logos «prehistórico», sino el Cristo glorificado y con acción sobre la historia [3]. Por ello exige Pedro que en lugar de Judas, que acabó suicidándose, sean elegidos en el círculo de apóstoles sólo «aquellos que estuvieron en nuestra compañía durante todo el tiempo en que el Señor permaneció con nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue arrebatado» (Act 1, 21; cf. 10, 37 ss). Desde luego, no ocurre como si el ser divino y «prehistórico» de Cristo hubiera caído por completo fuera de la consideración de los primitivos apóstoles, pues el Cristo glorioso tiene rasgos inconfundiblemente supraterrenos y divinos. Ya en su primer sermón advierte Pedro que Cristo glorioso ha infundido sobre ellos el Espíritu Santo (2, 32) y que él perdona los pecados mediante el bautismo hecho en su nombre (3, 19; cf. 13, 38). Cristo es el «príncipe de la vida» para esta época (3, 15), del cuál proviene toda bendición (3, 26) y al cuál se dirigen las oraciones (7, 58); es la piedra angular en la que se dividen los espíritus (4, 11), el Señor de todos (10, 36), y un día será el juez sobre vivos y muertos (10, 42). Por ello tiene un nombre «sobre cualquier otro nombre» y que, según expresión de la Biblia griega, sólo es propio de Dios: Él es el «Señor» (χυριος). La fe en el Cristo glorioso es la fe en el «Señor» (16, 31; 20, 21). El Dios único, al que confesaban los primeros cristianos desde su juventud como antiguos judíos, está presente en toda su esencia y con todo su poder y magnificencia en Cristo glorioso. La confesión de la prístina comunidad hacia Cristo glorioso tenía por base y supuesto la fe de que éste no era un mero hombre, sino «el Señor», y que, por tanto, tenía naturaleza divina. Si la predicación primitiva y presinóptica no puso este ser divino del Señor al principio de la historia de Jesús ni en la esfera pre y suprahistórica, fue


debido a que la misión de los primitivos apóstoles al principio sólo iba dedicada a los judíos, quienes se preocupaban por el Jesús histórico y por su calidad de Mesías, y más profundamente, porque en el primer plano de la primitiva fe y del culto cristiano no estaba la divinidad de Jesús como tal, sino el hombre Dios, la arrolladora realidad de que entre ellos salió un hombre que, mediante su resurrección y glorificación, se mostró como el verdadero Mesías, como el redentor de la humanidad. Puede decirse que la divinidad en Cristo fue para la primera comunidad el motivo, por así decirlo, pasivo, la premisa necesaria de su fe en el Redentor, pero el motivo impulsor que encendió el entusiasmo fue y siguió siéndolo únicamente la figura de Cristo glorioso. Sólo después que la prístina misión cristiana hubo penetrado en el mundo helenístico y pagano, se manifestó plenamente a las conciencias el carácter divino de la figura de Cristo, pues entonces llenaba los corazones no como entre los judíos, el Mesías siervo de Dios (παις του θεου), sino la divinidad bajada a la tierra (υιος του θεου). Comenzaron las disputas en torno a su divinidad y durante siglos el espíritu helenístico tendió a acentuar desmesuradamente el carácter divino en menoscabo del elemento humano. Y si la Iglesia nunca tomó esos falsos derroteros, sino que en los concilios de Calcedonia y Constantinopla proclamó dogma la integridad de la humanidad de Jesús, lo hizo a la luz y por la fuerza del primitivo mensaje cristiano del Señor glorificado. Hoy y siempre es el Cristo que está «a la derecha del Padre» (ad dexteram Patris) al que nos referimos cuando hablamos del mismo. La resurrección no es el mero acontecimiento final y glorioso de la historia del Señor, ni tampoco el mero sello divino de su vida pletórica de Dios; es, en un sentido más elevado y sublime, no fin, sino principio, pues de ella se originó el movimiento revolucionario que deshizo en sus fundamentos el antiguo mundo judío y pagano y, a través de luchas y sufrimientos, de penitencia y renunciación, en amor y entrega completa, en agradecimiento y júbilo, produjo el hombre nuevo, el cristiano. Si se quiere definir en su esencia el cristianismo, no basta hablar del Padre en el cielo o del Hijo encarnado, pues ello no son sino premisas preciosas y misteriosas, partes importantes de lo que plena y perfectamente poseemos en Cristo resucitado y glorioso. En Él se juntan la inclinación y


acercamiento de Dios a los hombres, y el anhelo de éstos hacia aquél, el grandioso acontecimiento que pone en movimiento cielos y tierra, y conduce a la luminosa plenitud y al «sí» incondicionado y eterno que excluye cualquier negativa (cf. 2 Cor 1, 19). «No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y poseo las llaves de la muerte y del infierno» (Apoc 1, 17). La revelación de san Juan, el vidente del Nuevo Testamento, a diferencia de los evangelios, nos presenta a nuestra vista, en atrevidas imágenes, no la vida y actividades terrenas de Jesús, sino las del Cristo transfigurado y glorioso. Es, propiamente hablando, el evangelio de Jesús glorioso. Ningún escrito del Nuevo Testamento está tan compenetrado por la seguridad victoriosa de que con la glorificación de Cristo ha empezado para los hombres una nueva época, su redención y su salvación, pero también su crisis y su juicio. Cristo glorioso es Señor y rey del nuevo eón. San Juan nos pinta con vivísimos colores la figura de Cristo glorioso, que despierta en el creyente temor y esperanza, fe y confianza, deseos de lucha y la alegría de la victoria, amor y odio. Jubilosamente anuncian «poderosas voces en el cielo»: «Ha venido el reinado de nuestro Señor, el Mesías, que reinará por eternidad de eternidades» (11, 15). «En su vestido y en su cintura está escrito: Rey de reyes y Señor de señores» (2, 27). Si los evangelistas describen al Jesús terreno como sencillo y pobre rabino, que no tiene dónde reclinar su cabeza y que anda por las llanuras de Galilea, los ojos de Juan ven, al contrario, a «uno parecido a un hijo del hombre, llevando un vestido talar y ceñido el pecho con un cinturón de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; y sus ojos como llamas de fuego, y sus pies parecían azófar, como azófar incandescente en el horno, y su voz como la de una corriente impetuosa. Tenía en su diestra siete estrellas» (Apoc 1, 13 ss). Si los evangelistas hacen todo lo posible para describir al Jesús terrenal como la encarnación misma de la dulzura, humildad y amor, como el cordero de Dios, que por amor a su Padre toma sobre sí todas las persecuciones y sufrimientos, como el mártir que clama en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», san Juan ve, en contraposición,


«el cielo abierto y un caballo blanco, y el que cabalga encima se llama fidelidad y verdad, y en justicia juzga y dirige la guerra. Está vestido con un hábito teñido en sangre y su nombre es Verbo divino, y las huestes celestiales le siguen sobre caballos blancos y vestiduras de lino puro y también blanco. De su boca sale una aguda espada, con la que derribará las naciones a las que gobernará con vara de hierro, y él mismo pisa la prensa de uva de la furia, de la ira de Dios, todopoderoso» (19, 11 ss). El Cristo glorioso se nos presenta como una figura nueva, ya no como el mártir callado, sino como el guerrero y victorioso vencedor. No salen ya de su boca finas parábolas y palabras de vida, sino la sentencia llameante y ardorosa del juicio y de la muerte eterna. Ya no están a su lado flores, niños y pecadores, sino las milicias celestiales sobre caballos blancos y refulgentes estrellas. Aquellas grandes y gloriosas fuerzas y pasiones que envolvieron su corazón humano y que estuvieron sometidas al servicio de la bajeza, del rebajamiento, del egoísmo y del odio a Dios, están ahora transfiguradas en lo supraterreno y divino, formando el Cristo glorioso, que arrollará toda bajeza y «dominará, hasta poner todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 24). ¿Cómo se llegó a esa transformación de Jesús?, o más exactamente, ¿qué es, propiamente, lo que le da el carácter glorioso?, ¿en qué consiste su transformación? Como Dios es absolutamente perfecto y no puede ser la naturaleza divina del Señor sino la humana, la transfigurada, y como la humanidad de Jesús, por sublime que pueda ser, permanece en su calidad de humana en la limitación de lo creado, no se puede hablar propiamente, a la manera de los monofisitas, de una divinización. El ser creado y finito no puede nunca ser transformado en el ser infinito de Dios. Dios y la criatura pertenecen a dos órdenes esencialmente distintos del ser, pues Dios existe necesariamente y en virtud de su propia esencia, y la criatura existe solamente por la voluntad de Dios, y por naturaleza es una imagen de la nada y, en suma, Dios y el ente creado se distinguen como el ser de la nada. Del mismo modo que un cero, por más que sea multiplicado millones de veces, jamás llegará a valer lo que vale la unidad, menos aún podrá la humanidad de Jesús tener la naturaleza divina, aunque sus perfecciones se


aumenten hasta el máximo posible. Por ello hablan los teólogos no de una «divinización», sino de un «endiosamiento» de la humanidad de Jesús, con lo cual quieren significar que el cuerpo y el alma de Cristo glorioso han sido hechos parecidos a la naturaleza divina, hasta el punto que no podía aumentarse un ápice más esta glorificación sin menoscabo de las limitaciones de lo creado. Y así, la humanidad de Jesús está lo más cerca posible de Dios. El propio Jesús, en disputa con los fariseos, había referido al Mesías la promesa del salmo 109, de que Dios pondría «a su derecha» al vástago de David (Mc 12, 36). Pedro, en su primer sermón, refiere también el mismo salmo a Cristo y habla de «que estará sentado a la diestra de Dios» (Act 2, 34), y desde entonces prefieren los apóstoles este símil para hacer intuible el poder de salvación y dominación de Cristo glorioso; y así, dice Pedro: «Dios le ha hecho dominador y salvador sentándolo a su diestra» (Act 5, 31; cf. Rom 8, 34; Eph 1, 20; Hebr 1, 3; 8, 1; 1 Petr 3, 22). Envuelto por el furor de los judíos, vio san Esteban, el protomártir, «lleno del Espíritu Santo, la gloria de Dios y a Jesús a la derecha de Dios» (Act 7, 55). Y si por una parte, según esta representación, la humanidad de Jesucristo no se confunde con la esencia de Dios, por otra resulta que Cristo glorioso está allí, donde, según la mentalidad judía, está la plenitud del poder divino a la derecha. Dios le «ha colocado a su derecha por encima de dominaciones, potestades y principados, dándole un nombre no sólo en este tiempo sino en todo futuro» (Eph 1, 20 s). Tan cerca de Dios está Cristo glorioso, que, según la revelación de Juan, si bien distingue a Dios del «Cordero sacrificado desde la creación del mundo», sin embargo, nunca los separa (13, 8). Y así, habla de «la corriente de agua de la vida que brota del trono de Dios y del Cordero» (22, 1), y entona el cántico de alabanzas «Salve a nuestro Dios, sentado en el trono, y al Cordero» (7, 10; cf. 5, 13; 6, 16). San Juan aclara también que el trono en el que se sienta Cristo glorioso es el del Padre (3, 21) y su aproximación a Dios se llega a convertir en una participación directa de la dignidad y poder divinos, aunque tampoco deja de resaltar que esa participación es una gracia de Dios que, en cierto aspecto, es también concedida a los bienaventurados que salen victoriosos de la lucha con el dolor.


Si Cristo glorioso está junto a Dios en el más profundo sentido de la palabra y si hasta es semejante al mismo, ¿cómo se traduce esa semejanza en su naturaleza humana?, ¿cómo debe imaginarse la divinización de su vida corporal? San Pablo es el único apóstol que plantea la cuestión. A la luz de la fe en la resurrección no puede dudar de que haya sólo un cuerpo terrenal y sensitivo, sino también otro celestial y espiritualizado (1 Cor 15, 44), pues «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios» (15, 50), y como Cristo no es de la tierra, como el primer hombre, sino del cielo, por eso es precisamente «espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45). Desarrollando hasta el fin el pensamiento del Apóstol, la naturaleza celestial y divina de Jesús encarnado es la que presta dicha espiritualización también a su vida corporal, y lo terreno está tan embargado por las fuerzas celestiales que llega a perder su carácter. Por ello puede llamar san Pablo al crucificado «Señor de la gloria» (1 Cor 2, 8). Pero esa glorificación espiritual sólo se manifiesta plenamente en la resurrección. Y, poco después, pasa a adscribirla también al cuerpo de resurrección de todos los que con Cristo «llevan el carácter de lo divino» (15, 49). «Se siembra en corrupción y resucita incorruptible. Se siembra en ignorancia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder» (15, 42 ss). En esta fe del apóstol, en la posibilidad de «una transformación del cuerpo de nuestra vileza» (Phil 3, 21) está la base y premisa de la afirmación de que «la carne y la sangre» son sólo la forma terrena de nuestro cuerpo, pero no su esencia propia. Esta opinión tiene cierto punto de contacto con la afirmación de la física actual de que la corporeidad no pertenece a la esencia de la materia, sino que sus elementos últimos son transfísicos e invisibles y que, en último término, descansan en principios metafísicos. Sea como fuere, lo cierto es que las apariciones de Jesús resucitado, según narran los Evangelios, no tuvieron lugar según las leyes de la materia de la gravedad y del espacio. En el monte de la transfiguración, como ya se había mostrado anticipadamente a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, se manifestó la gloria del Resucitado y también que su cuerpo era un «cuerpo glorioso» (Phil 3, 21) como posteriormente lo vio Pablo. Y así, Jesús glorioso es el único hombre que ha sido tomado en cuerpo y alma en la máxima cercanía de Dios, en su más íntimo reino de luz y poder,


y ha sido de tal modo divinizado, que lo único que le distingue de Dios es la característica exclusiva de éste, la absolutividad, la propia posesión del ser divino. En la humanidad gloriosa del Señor, el grandioso movimiento que envuelve a todo el universo incluye la más elemental de todas las ordenaciones del ser, la misteriosa tendencia a lo absoluto, el misterioso «hacia Dios» del que habla san Pablo en la Epístola a los Romanos, cuando dice «toda la creación hasta ahora gime y siente dolores de parto» (8, 22), y ha encontrado en Cristo glorioso su fin propiamente dicho y su punto de apoyo. Por toda la eternidad está erigida en Cristo glorioso la forma prístina de todos los seres creados, la última, suprema y completa forma de ser, que desde la eternidad estaba en el plano divino, como recalca san Pablo (Eph 2, 11), y a la que tienden los seres creados de muchas maneras y por diferentes caminos, según la finalidad. El hombre es el que tiene la más íntima relación con Cristo glorioso, pues éste, «como primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), comparte con los hombres la misma naturaleza y como «primogénito de los muertos» (1 Col 1, 18; Apoc 1, 5) y como «primero de los que se han dormido en el Señor» (1 Cor 15, 20), saca una nueva humanidad de la noche de la muerte: los resucitados, los transfigurados y santos. Por ello ha sido colocado como «cabeza de toda la Iglesia» (Eph 1, 22). Él es «la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1, 18), la cual recibe su ser del mismo y también sus poderes y su organización. Su humanidad gloriosa es el órgano mediante el cual Dios, tres veces santo, derrama su lluvia de gracias sobre la humanidad, y no hay otro órgano. Dicha humanidad es el sacramento de sacramentos que concede la virtud y eficacia a todos los medios que procuran la gracia. Es el mismo Cristo glorioso y su bendición redentora que viene a nosotros en estos sacramentos. Como el «que lo acaba todo en todos» (Eph 1, 23) concede la «plenitud» de todo lo grande, santo y divino que hay en su cuerpo y en la Iglesia viva, hasta que llegue «el grande y radiante día del Señor» (Act 2, 20). El Cristo eterno está, además de en el ambiente de la Iglesia, dondequiera que encuentra corazones sedientos de salvación. Está en todos los enfermos y moribundos de todo el mundo y en los rincones más míseros de las grandes ciudades, en todas las prisiones y en todo campo de batalla, producto del egoísmo y del delirio humano. Su figura alba y radiante pasa


por encima de los glaciares, las solitarias palabras y alejadas estepas, por encima del río atronador y del ancho océano... y siempre que hombres atormentados claman al cielo, allí está Él, próximo, muy próximo, colocando su suave mano en la ardorosa frente del oprimido, infundiendo energía y confianza a su alma fatigada. «¡No temas! ¡Soy yo! ¡Confía, hijo mío! ¡Confía, hija mía!». Sí, ése es Él: el Cristo glorioso, eterno, y constituye la patria de los hombres, su esperanza única y su última felicidad. Nuevamente el Apocalipsis de san Juan nos describe en ricos cuadros la nueva salvación aparecida en el resucitado. «Y yo oí una voz como de un gran rebaño, como el murmullo de muchas corrientes, como el ruido de un gran trueno, que decía: aleluya. El Señor nuestro Dios es rey, el todopoderoso. Alegrémonos y celebrémoslo y démosle el honor, pues ha llegado la boda del cordero y se ha preparado la esposa, a la que se le concedió vestirse con lino puro y deslumbrador... y él me dijo: escribe, bienaventurados los que han sido invitados a la boda del cordero» (Apoc 19, 6 ss). * Pero el mismo Apocalipsis de san Juan habla también de «la ira del cordero» (16, 16), de que Cristo glorioso «tiene poder sobre todos los pueblos y los gobiernos con cetro de hierro» (2, 26). «De su boca sale una aguda espada con la que derriba las naciones» (19, 15). No acontece como si a la derecha de Dios permaneciese con la humildad y dulzura de su vida terrena, soportando ser de nuevo atormentado y crucificado en su cuerpo, la Iglesia, y que las puertas del infierno prevaleciesen contra ella. Ciertamente siempre habrá cristianos «que sufrirán persecución a causa de su justicia» (Mt 5, 10) y siempre sucederá que «se enviarán sus discípulos a juicio y por la causa de Jesucristo ante tiranos y reyes» (Mt 10, 17). En este mundo la Iglesia llevará perennemente el signo de la cruz, no el de la gloria y del esplendor. Pero incluso ahora claman ya poderosamente las voces de aquellos que fueron muertos por la causa de Dios y por el testimonio que de Él dieron: «¿hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los habitantes de la tierra?» (Apoc 6, 9 s). Y ya en esta nuestra época resuenan las trompetas (cf. Apoc 8, 6 ss) y


ya ahora vierten los siete ángeles sus conchas de la ira en la tierra corrompida (Apoc 16). Cierto que habrá un último juicio, el final. Cuando Jesús glorioso vendrá sobre las nubes con sus ángeles, se manifestará la ira del cordero en toda su furia. Pero así como su creación, su conservación del mundo, su providencia no se reducen a un solo momento, sino que se desarrollan a través de grandes movimientos, eones, así también su juicio tiene su misterioso prólogo en las catástrofes de la historia. Pues para Dios «mil años son como un día» (2 Petr 3, 8). El Cristo eterno será siempre no sólo el «Señor» de los creyentes, sino también el de los incrédulos. Y siempre tendrá en su mano la salvación y la condenación, la bendición y la maldición. «Pues el final vendrá cuando Cristo devuelva el reino a Dios Padre, cuando haya suprimido todos los poderes y fuerzas. Pues Él deberá reinar hasta haber puesto todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 2 s 4). * El hombre y Cristo: ambos vienen a ser como pregunta y respuesta, como el deseo y la realización. Sólo aquel que en Cristo encuentra la solución a su problema y la realización de sus anhelos está redimido. No hay en el cielo ni en la tierra otro nombre por el que podamos salvarnos, excepto el de Jesús. Desde hace casi dos mil años se está anunciando esta buena nueva de Cristo, Redentor del mundo, de generación en generación. Pero es imposible sustraerse a la impresión aterradora de que en la actualidad, como en ningún otro período de la historia, se ha proclamado tan escandalosamente el abandono de Cristo y lo sobrenatural y al mismo tiempo la divinización del hombre y de la naturaleza, con las organizaciones más audaces y las más bárbaras persecuciones. La hora de la serpiente parece estar cerca y hasta parece oírse su voz: «Seréis como dioses». Entonces, ¿ha muerto Cristo inútilmente? ¿Es su obra de redención una grandiosa tentativa frustrada? ¿Es la serpiente el amo del mundo, y el pecado más fuerte que el Redentor? Pueden los hombres pecar inicuamente, pero «Aquél que está en los cielos, el Señor, se ríe de ellos» (Ps 2, 4).


Sí, hay una risa de Dios, más terrible que su cólera. Es la contrariedad infinita del amor despreciado. Es la risa que endurece los corazones y hace imperdonable su pecado. «Pues es imposible que los que fueron una vez iluminados y hechos partícipes del Espíritu Santo y gustaron el don celestial, y asimismo la dulce palabra de Dios, y las maravillas del siglo venidero y, no obstante, volvieron a caer, sean otra vez renovados para arrepentirse, ya que crucifican de nuevo y vituperan al Hijo de Dios» (Hebr 6, 4 ss). No, Dios no consiente que se burlen de Él. La redención no significa anonadamiento de Dios, hasta el punto de ser ciego esclavo de su amor: redención no significa tampoco que, porque un hombre sea inagotable en su maldad, debe Dios serlo igualmente en su amor redentor, hasta el punto de obligar a una voluntad obstinada en el pecado con una sobreabundancia irresistible de amor. Siempre habrá, desgraciadamente, hombres que están sentados a la sombra de la muerte, que no aceptaron su redención, que abandonarán las nuevas relaciones de nuestra naturaleza con Dios basadas en Cristo y renunciarán a su condición personal de hijos de Dios, obtenida en el bautismo por una búsqueda insensata hacia la divinización de sí mismos, entregándose a la naturaleza caída, al mundo y a sus placeres. En ellos se encarnará el espíritu del anticristo, porque «el anticristo es el que niega al Padre y al Hijo» (1 Ioh 2, 22). La lucha de la fe contra la incredulidad será siempre el tema fundamental de la historia humana. El cristianismo no es la reconciliación, sino la división de los espíritus, no la pacificación del mundo, sino su purificación. Es la sal de la tierra. En toda vida pura del cristiano, dicha sal es siempre activa, pues contiene la virtud de la redención y de la salvación que, discreta e invisiblemente, va realizando su obra. No puede preguntarse: ¿Dónde está?, porque no está «ni aquí ni allí» (Lc 17, 21), sino en los corazones de los hombres, allí donde el Espíritu del Hijo clama: «¡Abba, Padre!» (Gal 4, 6). Pero son fuerzas de victoria, de vida y de eternidad.


Cuando un día venga el Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, entonces se manifestarán estas fuerzas y vencerán al mundo. Porque Jesús es el Cristo.


Notas Notas de la Parte I [1] RENÉ FÜLÖP-MILLER y FRIEDRICH ECKSTEIN, Der unbekannte Dostojewski. Unbekannte Fragmente und ausgelassene Kapitel aus dem Roman «Die Dämonen», Munich 1926, p. 214. [2] ALBERT SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung. Zweite, neu bearbeitete und vermehrte Auflage des Werkes “Von Reimarus zu Wrede”, Tubinga 1921, p. 631. [3] GERHARD KITTEL, Der historische Jesus. Mysterium Christi. Christologische Studien britischer und deutscher Theologen. G. K. A. Bell y Adolf Deissmann, Berlín 1931, p. 64. [4] ÉTIENNE GILSON, Der heilige Bonaventura, trad. al. por Philotheus Böhner, O. F. M., pp. 142 ss.

Notas de la Parte II [1] WILLIAM BENJAMIN SMITH, «Der vorchristliche Jesus» nebst weiteren Vorstudien zur Entstehungsgeschichte des Urchristentum, Giessen 1906. [2] ALBERT KALTHOFF, Die Entstehung des Christentums. Neue Beiträge zum Christusproblem, Leipzig 1904. [3] JOHANNES WEISS, Jesus von Nazareth. Mythus oder Geschichte? Tubinga 1910, p. 105, nota.

Notas de la Parte III


[1] Cf. ADOLF DEISSMANN, Der Name Jesu (Mysterium Christi, l. c.), pp. 15 ss. [2] ARTHUR DREWS, Die Christusmythe, t. I-II, Jena 1910/11. [3] P. JENSEN, Das Gilgamesch-Epos in der Weltliteratur, Estrasburgo 1906. Cf. JOHANNES WEISS, Jesus von Nazareth. Mythos oder Geschichte? l. c., p. 58. [4] TÁCITO, Anales XV, 44. [5] SUETONIO, Nerón XVI. [6] PLINIO, Ep. X, 96. [7] HERMANN L. STRACK, Jesus, die Häretiker und die Christen (Schriften des Institutum Judaicum in Berlin, Nr. 27), Leipzig 1910. [8] FLAVIUS JOSEPHUS, Antiquitates Judaicae XX, 9, 1. [9] Es favorable, en parte, a la autenticidad del testimonio sobre Jesús en las Antigüedades Judías la obra del biógrafo judío de Jesús JOSEPH KLAUSNER, Jesus von Nazareth, Berlín 1930. Por el contrario ha perdido predicamento el pasaje de la traducción eslava de la Guerra Judía, en el que se habla de Jesucristo, y que tanto se ha discutido en estos últimos años, porque no se remonta, como al principio se había creído, a la primitiva edición aramaica de la Guerra Judía, sino que parece ser una interpolación muy posterior. Cf., además y especialmente: SALOMON ZEITILIN, Josephus on Jesus. Wit particular reference to the Slavonic Josephus and the Hebrew Josippon, Filadelfia 1931. Véase también: RICHARD LAQUEUR, «Hist. Zeitschr.» 1933, pp. 326 ss. Para bibliografía, v. «Bibl. Zeitschr.» 19, 302 s, 20, 177. [10] EDUARD NORDEN, Josephus und Tacitus über Jesus Christus und eine messianische Phophetie (Neue Jahrbücher für das klassische Altertum, Geschichte und deutsche Literatur. Herausgegeben van Johannes Ilberg, 16. Jahrgang. Leipzig 1913), pp. 637 ss.


[11] FLAVIUS JOSEPHUS, Antiquitates Judaicae XVIII, 3, 3. [12] Cf. MARTIN LIBELIUS, Urchristentum und Kultur (Heidelberger Universitätsreden 2), Heidelberg 1928, p. 25. [13] CHANOCK ALBECK, Untersuchungen über die Redaktion der Mischna, 1923, p. 80; cf. GERHARD KITTEL, Die Probleme des palästinischen Spätjudentums und das Urchristentum, Tubinga 1926, pp. 68 ss. [14] CH. C. TORREY, The Four Gospels, A New translation. Nueva York y Londres 1933, pp. 262 ss; cf., además, el profundo artículo de E. Littmann en «Zeitschr. f. NT. Wissensch.» t. 34, 1935, pp. 20 ss. [15] F. v. EDELSHEM, Das Evangelion nach Markos. Psychologisch dargestellt, Leipzig 1931, p. 2. [16] Cf. C. TORREY, A possible metrical original of the Lord’s prayer («Zeitschrift für Assyriologie und verwandte Gebiete», t. 28, 1914), pp. 312 ss. [17] EDUARD SIEVERS, Der Textaufbau der griechischen Evangelien klanglich untersucht (Des XLI. Bandes der Abhandlungen der phil.-hist. Kl. der sächs. Akademie der Wissenschaften, Nr. 5), Leipzig 1931, p. 56. [18] GERHARD KITTEL, l. c., p. 52. [19] D. H. MÜLLER, Das Johannesevangelium im Lichte der Strophentheorie (Sitzungsberichte der phil.-hist. Kl. der kaiserl. Akademie der Wissenschaften. 161. Band, 8. Abhandlung), Viena 1909, p. 1. [20] C. K. BURNEY, The Aramaic origin of the Fourth Gospel. Oxford 1922. [21] A. SCHLATTER, Die Sprache und Heimat des vierten Evangellisten («Beiträge zur Förderung christlicher Theologie», 6. Jahrgang, 4. Heft), Gütersloh 1902.


[22] ALBERT EHRHARD, Urchristentum und Katholizismus (I Bond der Schríften der Gessellschaft für christliche Kultur in Luzern), Lucerna 1926, p. 124. [23] E. C. HOSKYNS, Jesus der Messias (Mysterium Christi, l. c.), pp. 93 ss.

Notas de la Parte IV [1] Cf. O. GERHARDT, Das Datum der Kreuzigung Jesu Christi («Astronomische Nachrichten», Band 240. Nr. 5745/46), p. 136 s. Otros autores no admiten, ciertamente, ese cómputo astronómico y llegan a determinar otras fechas para la muerte de Cristo, que oscilan entre el año 30 y el 33. [2] Cf. G. A. MÜLLER, Die leibliche Gestalt Jesu Cristi, Graz-Viena 1909, p. 36; D. S. MERESCHKOWSKY, Jesus der Kommende, FrauenfeldLeipzig 1934, pp. 7 ss, 35 ss. [3] O. BORCHERT, Jesus. Wer war er? Ein Wort der Aufkläarung für jedermann, Brunsvick 1929, p. 17. Cf. F. M. WILLAM, Das Leben Jesu im Lande und Volke Israel, Friburgo de Brisgovia 1933, p. 213. [4] FRIEDRICH NIETZSCHE, Jenseits van Gut und Böse (III Hauptstück, Nz. 60 aus «Nietzsches Werken». Taschenausgabe. Leipzig 1906, Band VIII. p. 85. [5] ORÍGENES (en Mt 13, 2, P. G. 13, 1097) nos transmite un Logion que, caso de que no deba ser considerado como una paráfrasis del Evangelio, ha de ser tenido como palabras del Señor transmitidas por la tradición: «por los débiles fui débil y he padecido hambre por los hambrientos, y sed por los sedientos».

Notas de la Parte VI [1] Cf. Josephta Hullin 11, 21-23.


[2] Cf. PAUL FIEBIG, Jüdische Wundergeschichten des neutestamentlichen Zeitalters unter besonderer Berücksichtgung ihrer Verhältnisse zum Neuen Testament. Ein Beitrag zum Streit um die «Christusmythe», Tubinga 1911, p. 72. [3] G. K. CHESTERTON, Der unsterbliche Mensch, trad. al. por C. Thesing, Brema 1930, p. 265.

Notas de la Parte VII [1] EDGAR HENNECKE, Neutestamentliche Apokryphen 21924, p. 59. [2] J. PICKL, Messiaskönig Jesus in der Auffassung seiner Zeitgenossen, Munich 1935, p. 34, 63, 181. [3] J. HOLZNER, Paulus, Friburgo de Brisgovia 1937, pp. 37 ss (trad. esp.: San Pablo, Herder. Barcelona 41956). [4] CARL SCHMIDT, Gespräche Jesu mit seinen Jüngern nach der Auferstehung (Texte und Untersuchungen), Leipzig 1919. [5] El hecho de que el resucitado «comiera y bebiera» con sus discípulos se explica mejor fijándonos con santo Tomás (Summ. theol. 3, 54, 1 ad 3) en que Jesús no se les apareció en su figura gloriosa (in specie gloriosa), sino que más bien su vista produjo en los discípulos impresiones puramente terrenas (como, sobre todo, la de la figura humana que tenía cuando vivía entre ellos, la de caminante, hortelano, etc.), que su «comer y beber» debe ser considerado como una impresión sensorial que los discípulos experimentaron de manera inmediata y que debía darles intuitivamente testimonio de la verdadera presencia del maestro. In potentia eius erat, ut ex eius aspectu formaretur in oculis intuentium vel forma gloriosa, vel non gloriosa vel etiam commixta vel qualitercumque se habens. Cf. B. BARTMANN, en «Theologie und Glaube» 1937, fasc. 4, pp. 452 s.

Notas de la Parte VIII [1] RUD BULTMANN, Jesus, Berlín 1926, p. 196.


[2] G. KITTEL, l. c., p. 64. [3] FRIEDRICH NIETZSCHE, Der Antichrist (I. Buch Nr. 14, Band X), p. 371. [4] SAN AGUSTÍN, De Civ. Dei 19, 25.

Notas de la Parte IX [1] W. GRUNDMANN, Die Gotteskindschaft in der Geschichte Jesu und ihre religionsgeschichtlichen Voraussetzungen, Weimar 1938, pp. 24 ss. [2] M. J. LAGRANGE, Évangile selon Luc, París 31927, p. 36. [3] ANSGAR VONIER, Der Sieg Christi: Graz-Leipzig-Viena 1937, pp. 35 ss.


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