Revista del ICP, Tercera Serie, Núm. 13

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Alguien vio al vecino fallecer. Y alguien también narró cómo el agua sacó su boca, sedienta de camino y de casas. Alguien vio su hogar ceder. Alguien ayudó a cruzar a alguien y otro alguien rescató a las hermanas, los primos, el tío y la abuela que llevaban desde los vientos sin dormir. Alguien cocinó lo que reunieron en el barrio y alguien dejó prendida la planta, aunque no descansaba ni siquiera con el abanico en high. Hubo máquinas y medicinas pereciendo, botellas de agua caducas y ratas e insectos festejando la reproducción en masa de su especie. Se propagaron las enfermedades, la debilidad en el andar y las ganas de apagarle la voz al mundo de un gatillazo, un asfixie, cualquier objeto punzante que permitiera no volver atrás. Hubo gente que hizo el adiós de múltiples maneras, y en las redes sociales, días más tarde, cada vez que se veía el mensaje alguien ha visto a mi hermano sabido de mami pasado por casa ido al pueblo escuchado de cruzado el bajado a una imaginaba que ese alguien seguramente tenía piel y huesos, medios de transportación y conexión, que contestaría al pedido desesperado de informar del paradero u condición de lo preguntado, mientras que la angustia se ajustaba al cuerpo de quien preguntaba y se quedaba quietecita en su lugar. La realidad fue que descubrimos cuán amorfa y volátil la ansiedad puede manifestarse. Todavía quedan remanentes. (Hacernos el adiós, Serie Literatura Hoy, ICP, 2019, 52-53.) 61


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