Revista HUELLAS - Año 1, Volumen 1 (2014)

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En ese momento mi madre revivió los años de infancia. Los ojos de la pequeña Julia vieron la luz en el valle de la Noriega, en plena primavera. Toño era mayordomo de una hacienda de caña, pero vivía en Añasco. Sus hermanos Chembo y Pepe residían en Las Marías. Julia se ocupaba de la pequeña y de los quehaceres de la casa, atendiendo a los empleados de la hacienda.

Abuela Aña, mi bisabuela paterna.

Julia, mi abuela materna.

Todo ocurrió demasiado rápido. Mientras miraba las nubes aglutinarse en los Cielos, Julia recordaba cómo que en par de días su primogénita cumpliría cinco meses sin saber que pronto el País iba a ser impactado por el peor huracán en la historia de Puerto Rico, San Felipe. Fue el tío Chembo quien llevó entre sus brazos a la pequeña por las aguas turbulentas de lo que se conocía como los siete pasos del Río Grande de Añasco. Julia se apoyaba de su hombro como quien se amarra a la vida. Las cosechas quedaron totalmente destruidas. Había que empezar de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos, sus padres se habían divorciado. Luego ocurrió el secuestro de la pequeña Julia por parte de sus tías gemelas. El Universo, Julia, la abuela Aña y sus hijas gemelas conspiraron para lograr arrebatarle a la pequeña de manos de Toño. Julia, se fue a vivir al barrio Anones en Las Marías donde al tiempo estableció su nuevo hogar en compañía de Pareja. Al igual que Toño, Pareja era mayordomo de una hacienda, pero en ésta se cultivaba y procesaba café: la Hacienda La Hernández. Allí creció la pequeña Julia, acumulando vivencias de la vida en el campo en compañía de sus primos y nuevos hermanos como quien protege el más rico tesoro del Planeta. A cuatro años de San Felipe, San Ciprián se encargó de destruir todo lo que encontraba a su paso, incluyendo las cosechas. De santo no tenía nada, tal parecía que le seguía el rastro a Felipe. A mal tiempo, buena cara. Con una economía en decadencia, había que levantarse otra vez.

La pequeña Julia, mi mamá..

La muerte súbita de Pareja, obligó a Julia, ahora cargada con más hijos, a regresar a La Quinta en Mayagüez. Para la pequeña Julia, ésta pasaba a ser otra etapa de su temprana vida, pero marcada con el sudor de haber trabajado en el cafetal desde pequeña para ayudar a su mamá. Aún recuerdo el momento cuando encontraron las ruinas, aunque mi mente me traiciona para precisar qué edad tenía en ese momento; debe haber sido a finales de los sesenta. La búsqueda no terminó ahí, faltaba la escuelita, la iglesia y Mamá Pepa. Con el pasar de los años, a finales de la década de los ochenta adquirí mi primer auto, un Honda Accord en segundas manos y, por supuesto, nos dimos a la tarea de retomar los viajes “al campo”. Así fue que encontramos la escuelita y la iglesia, pero no había rastros de Mamá Pepa.

El gran Tío Chembo.

Las manecillas del reloj continuaron dando vueltas y vueltas; habían transcurrido diez años de estos viajes cuando comencé a tomar el curso para certificarme como Guía. Un año más tarde ya había establecido el negocio. Era lógico pensar rendirle tributo a la historia de una familia que había experimentado en carne propia lo que era vivir en una hacienda cafetalera.

Empezamos a reconstruir esa historia. 38 Disfrutando del Río Casey durante uno de los numerosos viajes al “campo”.


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