Diplomacia nº 65

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40 años después, Barack Obama ha sido el político que mejor ha identificado el golpe en el pecho del personaje de Mahfuz como un gesto que reclamaba entonces y pide hoy una “democracia genuina”. Pero la revolución popular que ha desatado el descontento en los países árabes, que ha laminado a los dictadores de Túnez y Egipto, y que ha provocado una guerra civil y una intervención militar en Libia y la represión en Yemen, Siria, Bahrein..., no puede derivar en un “gatopardo” árabe con un cambio de generalato en El Cairo, una reforma cosmética del Reino de Marruecos y un baño de sangre entre facciones libias. Por si la parálisis social y el inmovilismo de los regímenes que se han hecho con las riendas de muchos países del Norte de África y Oriente medio desde la guerra fría no fueran suficiente motivo para provocar el estallido social, los analistas se han esforzado en encontrar más argumentos para explicar la situación. Éstos se pueden resumir en tres: el cambio generacional de unas poblaciones mayoritariamente jóvenes; el activismo generado en unos entornos digitales difícilmente controlables por los poderes; y el respaldo otorgado por los nuevos paradigmas diplomáticos de la administración norteamericana expresados en programas y discursos como el del Presidente Obama en El Cairo. Pero si los factores que han permitido abrir las puertas de la esperanza están llenos de claridad, el contexto en el que se van desarrollando los procesos de cambio oscurece las perspectivas del futuro. La intervención en Libia ha vuelto a hacer visibles los intereses contrapuestos de las potencias, la falta de unidad europea y la deficiente capacidad de gestión multilateral de

la seguridad. Y de igual manera ha desvelado algunas oscuras intenciones. Así, el desmedido intento de liderazgo de Sarkozy y, en menor medida de Cameron, parece responder más a un deseo de actualizar las prácticas del neocolonialismo que a un proyecto modernizador, mientras la distancia que ha tomado Alemania sólo se entiende desde una visión nacional y no europeísta del Mediterráneo y sus recursos energéticos. De forma más nítida si cabe, la respuesta populista o represora de las dictaduras árabes ha confirmado la voluntad de los clanes gobernantes de mantener sus patrimonios mediante el soborno social o a tiro limpio. Y, tristemente, el apoyo incondicional a la intervención armada de los mismos políticos e intelectuales que se hicieron famosos por su rechazo a la guerra, ha exhibido una vez más el rostro de la hipocresía occidental en la región. Recientemente el columnista de Time Fared Zakaria también se refería a los hechos como “el genuino despertar del pueblo árabe” y equiparaba esta revolución norteafricana con la europea de 1848. Pero las revoluciones que históricamente han triunfado tenían objetivos muy premedi-

tados: los procesos de independencia, la creación de estados soberanos; la comunista, la destrucción de la sociedad burguesa; las liberales, la construcción de un estado basado en los derechos del ciudadano. Y más recientemente las revoluciones de la Europa del Este no se quedaron en un mero derrocamiento de las élites gobernantes porque era el propio sistema de gobierno el que se había manifestado como un fracaso. Progresar en un mundo abierto. Éste puede ser el deseo que ha movilizado a los pueblos del Magreb. Pero progresar de la mano de la intolerancia religiosa, al margen de la equiparación de la mujer o sin intención de avanzar en la integración nacional de minorías y etnias se antoja como un camino que no conduce a otra cosa que no sea la vuelta atrás. Cualquier proyecto de progreso y democracia, por muy “genuinos” que puedan parecer, están condenados al retroceso y la tiranía si tras el golpe en el pecho de los pueblos no hay una luz que guíe las intenciones en el camino de la transformación profunda de las conciencias y las instituciones. ● *Profesor Titular de Comunicación y Relaciones Internacionales Facultad de Artes y Comunicación UEM Suplemento especial

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