buenanueva nº 15

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n f a m i l i a d e N a z a re t bn Yo guardaba silencio, sin separarme del paciente que, gracias a Dios, parecía responder a la medicación. No paraba de pensar en la sencilla petición de aquella madre y de su argumento: “Cuídemelo, doctor, ¡es mi hijo!”. Entre medias escuchaba los comentarios que sobre la precaria calidad de vida del paciente hacía el personal auxiliar, y me puse a pensar en las innumerables veces que esa pobre madre habría visto a su hijo en una situación similar; probablemente alguna vez habría tenido que escuchar alguno de esos comentarios sobre la baja calidad de la vida de su hijo. Fue entonces cuando empecé a entender el profundo sentido de aquella sencilla frase. La persona que más cansancio debería tener era la que más ardientemente pedía poder seguir ocupándose de su hijo. Precisamente quien mejor conocía hasta qué punto su hijo era un minusválido era quien rogaba que salvase su precaria vida. Sin embargo, los que más indiferencia sentían por la vida de Roberto eran sus cuidadores circunstanciales por turno; los que juzgaban su vida de minusválido como indigna de ser vivida, eran los que la veían tan sólo de lejos.

LA MEDIDA DEL AMOR E S AM AR S I N M E D I D A

Aquella madre me estaba avisando para que viese más allá de la fragilidad física de Roberto, para que viese a una persona y por ese motivo un ser querido, un hijo que lo era todo para su madre, incluso en su miseria física. El amor de aquella madre por su hijo reclamaba de mí en ese momento el profundo respeto por la vida de esa persona, por encima de la debilidad de su enfermedad. La madre de Roberto parecía haberme dicho: “Sé que es un paciente especial, una piltrafa humana; sé que no es motivador cuidar trabajosamente de una persona así, tan poco útil…; pero ¡es mi hijo!…” Creo que aquella mujer resumió en aquella simple frase todo un tratado de humanidad. El motor de la vida es el amor, el que damos y el que recibimos. Aquella mujer amaba a su hijo de verdad, como aman las madres siempre. Lo amaba por encima de sus enormes carencias físicas e incluso por ellas mismas más todavía. Para ella, cuidar de su hijo con entrega era un suceso natural, fruto del amor. Para nosotros esa situación, sin tener el vínculo filial, era un trabajo especialmente complejo y duro. Aquella madre gritaba la dignidad de su hijo, a pesar de su enfermedad y de su dependencia y lo hacía invocando al amor, ese sello que hace grande y diferentes a los seres humanos: “Cuídelo, es valioso, es mi hijo, es una persona querida”.

Dios es la madre que está en la cabecera de la cama de todos los abandonados


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