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bendita María potente: “¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque vuestro es el Reino de Dios! ¡Bienaventurados los mansos, porque poseeréis en herencia la tierra! ¡Bienaventurados los que ahora lloráis, porque seréis consolados! ¡Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados!...”. Ni la más leve alusión a castigo alguno a los que se saben pobres: “Venid, benditos de mi Padre, alegraos y regocijaos, porque hay más alegría en el Cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan perdón”. La Palabra que anuncia la llegada del Reino y que ha nacido en el Cielo, brota ahora de la tierra rompiendo todos los esquemas, eliminando todos los límites a la posibilidad y a la capacidad de amar. Es nuestra propia carne la que en Él va a vivirlo ahora en primera persona: “No os resistáis al mal, antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra”. Queda roto el círculo cerrado y agobiante de desear amar y no poder hacerlo, de contemplarse uno a sí mismo como címbalo que suena a hueco y que dentro no haya nada, solo vacío e insatisfacción. Una Palabra que cae en tierra ávida cambia toda la vida y si encuentra donde enraizar crece por sí sola: “Amad a vuestros enemigos, rogad por los que os persigan, para que seáis dignos hijos de vuestro Padre, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos”. Y para dar buen fruto la semilla se hunde en la tierra, clavándose en ella la cruz y elevándose hacia el cielo para atraer a todos hacia Él: “Padre, no saben lo que hacen, perdónalos”… “A tus manos encomiendo mi espíritu”. En ese momento, el velo se rasgó en dos para no separar por más tiempo al templo del Santo de los Santos, a la tierra de los Cielos. Ambos lugares han quedado definitivamente unidos por el Único Sacerdote.
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