Asia Sur - Edición 156

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«Soy un hombre receloso con sus objetos», reconoce Joaquín, quien ha convertido su taller en una galería de arte a puertas cerradas. Todo lo que allí tiene no lo ha diseñado tanto para mostrarlo al público, sino por el placer de vivir en un mundo a su medida

casa. «Me emocioné», reconoce. Eso sí: se ha asegurado de que el puño esté a buen resguardo: hoy lo atesora en un sagrario de madera tallada. «Soy un hombre receloso con sus objetos», reconoce Joaquín, un metro ochenta, nariz aguileña, 37 años. La anécdota con el puño no es un hecho aislado en la vida de este

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escultor con alma de recolector sentimental. En apenas tres años, desde que adquirió la casa contigua al estudio de su hermano, Joaquín Liébana ha convertido su taller -al inicio repleto de latas de pinturas y hollín en las paredes- en una galería de arte a puertas cerradas. Todo lo que aquí tiene -sus propias escul-

turas, arte popular y hasta una instalación psicodélica- no lo ha diseñado en un afán por mostrarlo al público, sino por el placer de vivir en un mundo a su medida. Joaquín Liébana es espontáneo, de risa fácil y relajado al vestir. Jean sin correa, polo largo y cabellos rubios

dejados a su suerte. Para ingresar a sus dominios, hay que atravesar un largo zaguán celeste de una casona barranquina. Parece un tobogán que te sumerge hacia un mundo submarino. En la pared de este estrecho corredor hay unas pinturas que son la perfecta metáfora de la vida: un pez que persigue a un calamar es perse-


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