Orsai Número 4

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GUIDO CARELLI LYNCH

última novia, treinta años menor, lo dejó por otro, a quien él llama “el maromo”. —Diga —contestó Adolfo. —Hola tío —devolví sin identificarme. —¿Qué hacés, rigatone? —Escucháme, vos que sabés todo, ¿de dónde vienen los celos? La pregunta era sencilla y directa. Así nos entendemos siempre. Adolfo, que está realmente convencido de que lo sabe todo, largó un bufido o una exhalación con balbuceos. —Los celos no vienen de ninguna parte: están allí porque somos seres finitos. Hay que aceptarlos con resignación, tener la nobleza de sentirlos y, al mismo tiempo, contenerlos, para no enloquecer al objeto de nuestros celos. Su serenidad y mesura me dejaron perplejo. El que hablaba como Adolfo no sonaba para nada al Adolfo que conocía. —A veces no se trata de que uno tenga celos, sino de que la mujer es una perra —dijo al fin, rompiendo el hechizo—. Y otras veces son proyecciones de nuestras propias faltas. Por cierto, mi experra es muy celosa. Un monstruo. Porque está loca. Así que cuidado con los celos —me advirtió antes de terminar abruptamente la llamada. Entre las locuras de “la loca”, que no es loca sino bipolar, hay que considerar sin dudas el haberse enganchado con un delirante como Adolfo.

Es difícil, pero es posible morir de celos. Mi perro Valentino, un cocker spaniel negro y el animal más neurótico y entrañable que jamás conocí, enfermó por mi traición. Un mastín napolitano llegó a casa y tuve que repartir el cariño que antes era solo para él. En dos semanas le apareció un tumor en el hígado, con metástasis: no hubo nada qué hacer. Enseguida comenzaron a fallarle las funciones neurológicas. Valentino, hasta el último día, en el que ya no podía mantenerse en pie, ladraba con alegría cuando le enseñaba la correa para pasear. Se murió un doce de abril, él tenía doce años y yo dieciocho. Nunca había llorado tanto. Odié al veterinario homeópata, que quiso combatir el cáncer con globulitos, y me odié a mí, por la culpa que todavía siento. Lo cierto es que Valentino no murió por el tumor ni por la casualidad. Lo mataron los celos. Yo no pensaba correr la misma suerte. No quería perder a Beatriz ni a mi salud, que con los nervios de la sospecha empezó a fallarme. “No sé si es una gripe o estoy somatizando”, le dije a Ariel. Ariel fue mi compañero de banco durante todo el secundario, pero nos dejamos de ver por culpa de sus celos. Le gustaba Eva. Yo lo sabía y no hice nada por impedir que se fuera con Fernando, otro amigo. “Son cosas de chicos”, me dijo la tarde que nos reencontramos varios años después, luego de contactarnos vía Twitter. Ariel es programador de sistemas y lo más parecido a un hacker que conozco. Además, es pícaro y travieso. Es la clase de gente que en la escuela volaba inodoros. —Escucháme, ¿podemos reventar una casilla de mail? A Ariel se le iluminó la cara. —Me quiero cargar al tipo que se quiere levantar a mi novia. ¿Podemos hacer eso? ¿Podemos quemarle la computadora con troyanos? Se la buscó, no pasó nada, pero se la buscó. Que sufra, yo estoy peor. ¿Podemos? —Podemos. —¿Podemos hacerle mierda su Twitter? ¿Quedarnos con su cuenta? —Podemos —sonrió. El corazón me latía rápido. Cosas así ocurren todo el tiempo y la mayoría de las víctimas se resigna a llamar a un técnico sin saber nunca por

LOS CRÍMENES SEXUALES DEBERÍAN SER CASTIGADOS CON LADILLA ELÉCTRICA.

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