Revista 2384 - Número 4

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MATERIA OSCURA MOJCA KUMERDEJ

Traducido por Florencia Ferre

Atrabiliario De haberlo sabido antes, jamás habría firmado aquel formulario. Pero como especialista de la vida —pues qué otra cosa es la biología, sino la ciencia de la vida— me había ocupado de las posibilidades de la vida de ultratumba, aunque de ninguna manera me había aventurado a predecir nada sobre este tema —excepto en alguna alegre reunión de amigos, por broma, se entiende—. Lo que me interesaba era el organismo vivo, lo que ocurre con él al cesar las funciones vitales, cuando a causa de ácaros comienza el proceso de licuefacción del cuerpo o, más simplemente expresado, la putrefacción, lo cual está claro para cualquier tonto. Para esto no hace falta ser ni un científico ni un especialista. Y como no quería licuarme, firmé —habida cuenta del inapreciable valor potencial del tejido vivo— para donar después de mi muerte todo lo que de mis restos fuera de valor y utilidad; con lo que quedara, en unas dos horas, harían lo suyo las llamas del crematorio. Después de la muerte, se entiende; pero esto de ahora no es la vida, y tampoco es la muerte. Podría escribirse una obra científica brillante acerca de mi exacto estado actual y de lo que significa. Se llevaría todos los premios. Pero así como antes habría sido prematuro escribir sobre algo semejante, así también ahora es demasiado tarde, pues mi estado es tan delicado y ha cambiado en forma tan radical, que ya no sé bien qué me ha ocurrido y por ahora he elaborado tan sólo hipótesis acerca de todo. Fue así: iba de camino a un simposio internacional de ciencia con mi contribución científica, visionaria pero no capciosa, directamente genial, para la cura del cáncer con la reprogramación de células madres. Estaba muy nervioso porque se acercaba el momento de revelar ante un público científico los resultados de las investigaciones a las cuales había dedicado mi carrera y mi vida. Además de yo mismo, autor y creador, sólo conocían mi descubrimiento científico los dos técnicos del laboratorio, que habían jurado silencio hasta mi revelación pública: el primero, hipocondriaco, dijo que si llegaba a abrir la boca sus células sanas se volverían locas y empezarían a dividirse como locas; el segundo, miembro de la Iglesia Bautista, apoyó su mano derecha en el forro de cuero vacuno negro del Nuevo Testamento. En la comunidad científica la celeridad es de capital importancia; puesto que tenemos acceso a la misma información y que las redes neuronales funcionan de manera similar, puede ocurrir que lleves a término la investigación, que los datos obtenidos en ratas de laboratorio y cobayos, y tal vez en tejido celular humano, estén corroborados, que todo lo que falte sea revelar la investigación tan celosamente guardada y que, cuando no, aparezca de la nada alguien con resultados similares, si no exactamente con los mismos. Y ¡puf! En un instante revienta el globo inflado con tanto cuidado, y con él caen en el olvido años, si no décadas de experimentos y análisis extenuantes, noches en vela, cuya consecuencia es un sistema inmune deteriorado, un estado de salud endeble, por no mencionar las discusiones familiares y de pareja que aparecen como daños colaterales a la entrega absoluta a la ciencia. Y he aquí que cuando tu cansada cabeza científica se inclina humilde para recibir los laureles del descubrimiento de la civilización de tu tiempo, recibes un codazo de la nada, cuya mano se extiende codiciosa y te arrebata ante los ojos la corona que tu rival se calza en la crisma. Y así serás para siempre el segundo, o dicho de otro modo, el perdedor,


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