EL ZOO DEL ZOO

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nietos; sólo el maravilloso mundo de las creencias les permite reencarnarse lejos en el tiempo–, aseguré con la voz tomada mientras compraba leche en polvo para los más pequeños. Luego me enteré que la revenden al mismo tendero a mitad de precio y así salen todos ganando en el negocio. –Ellos no creen en nada, no salen porque están muy dentro. La pena es pertenecer a una casta inhumana y haber sufrido la desgracia de una sequía en sus pueblos de origen para llegar a este estercolero. Salen de su tierra creyendo que la gran ciudad es un lugar de oportunidades y luego caen en el engaño. –De alguna manera nos pasa lo mismo, ¿no crees?–, dije. –¿Por las ciudades? –Más bien por la mentira o la verdad que cada cual hace de su vida–, aclaré en tono trascendental pero sin intención de serlo. –Ah, ya–. Contestó el canario, ahora con una sonrisa cómplice que animó la explicación. –En fin, que para saber donde estamos hace falta mirar la situación desde lo alto y admirar a las águilas, ellas se pasean a sus anchas por los cielos sabiendo que nunca pueden ser devoradas por ningún otro predador, en la cima de la cadena. –Nosotros sí que estamos en la cima y, ¿para qué? Para destruir lo de abajo–. Dijo a punto de pegarle una patada a un cachorro que le mordía el pantalón. –No es para tanto. La maldad es una enfermedad arraigada en el corazón de los hombres y se cura no haciéndole mucho caso. El bien es todo lo que tiende a desordenarse, el libre albedrío de la materia dentro de su orden; el mal por el contrario es todo aquello que trata de poner orden a la naturaleza–. En cuanto vi que el canario se había perdido dejé de palabrear y esperé una respuesta deshonesta, bien merecida


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