EL ZOO DEL ZOO

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por qué nos maleducan entre algodones evitando la caída del columpio o el dolor de una decepción; por qué nos anestesian cuando todavía ignoramos el peligro. En cada cruce vuelvo a digerir este inconformismo de lejanas quimeras pero Anura me alienta al no albergar en su corazón la posibilidad de perder. Para ella no existen las utopías porque todo es posible, así lo demostró con el juego de las estatuillas en Tabo, durante nuestra encerrona en el frío Himalaya. Aún sigue empecinada en no dejarme marchar y me pregunto si lo hace por pasión o por un reto íntimo que ella misma se ha marcado desde el comienzo. Mis sentimientos se alimentan lejos de los falsos compromisos por esquivar la soledad y el ocio. Aquí no hay vicios gratuitos ni hobbies de relleno, aquí el tiempo más que un enemigo es un riesgo beneficioso para la salud. –Mira eso Baba Gabi, ¿estás ahí?– Interrumpe de repente Muktab al señalar una caravana funeraria con cientos de personas enfiladas entre agudos cantares. –Queda uno inmune a la muerte después de visitar Varanasi–, digo aparentando que ya no me sorprenden las costumbres. –¿Cómo son los entierros en España? –, pregunta Neide con intención de acercarse a mí. Se presentan al archivo cantidad de imágenes con cipreses, nichos, mujeres enlutadas en cabalgatas, lágrimas y lápidas de mármol con el rótulo “tus equis no te olvidan. RIP”. España está tan lejos… –Allí los entierros son tristes porque la gente piensa que después de la muerte no hay nada. – Explico como un autómata. –¿Pero no hay siquiera un cielo o un purgatorio?, –se extraña Muktab, al conocer las creencias cristianas por su experi-


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