Invisible

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contra la guantera del coche, la profesora misterios y/o psicópata, y finalmente a Dylan gritándome mientras yo me alejaba. Me habían secuestrado. Abrí los ojos de par en par y me incorporé apresuradamente encima de un… ¿sofá? ¿Estaba en un sofá? Sin poder creer que no estuviese atada de pies y manos, amordazada y sujeta en una incómoda silla o metida en una fría celda, me levanté del sofá con movimientos mecánicos. No solo me dolía la cabeza, también las piernas, los brazos, la mejilla izquierda ―cortesía de la profesora bruta― y alguna parte más que no quise inspeccionar muy a fondo. Me froté los ojos para poder ver mejor, la telilla de sueño e inconsciencia empezaba a desaparecer dejando paso a la visión de un pequeño apartamento muy normal. ― Veo que ya has despertado ―dijo una voz entrando por la puerta―. Siento lo del sofá, no tenemos muchas camas en esta casa. La propietaria de dicha voz se acercó a mí con una taza humeante. Era una mujer aparentemente más joven que la profesora psicópata, y parecía más agradable también. Llevaba el cabello negro recogido en una cola medio desecha y me miraba con unos ojos azules imposibles. Me ofreció la taza sin decir nada más, y aunque de todas formas no iba a aceptarla, no fue por eso que no alcé la mano para recibir lo que me ofrecía. Todavía seguía aturdida. La mujer no insistió, dejó la taza amablemente encima de una pequeña mesa redonda que había al lado del sofá. ― ¿Cómo te encuentras? ―me preguntó. ¿Acaso se trataba de una nueva forma de tortura? ¡Haz creer que no ocurre nada! ¡Convéncete de que todo va bien! Y en cuanto te sientas a gusto, entonces caerá la máscara. Como es lógico, no me fié. No conocía a esa mujer, pero lo último que recordaba era a la profesora psicópata. Así que no, de ninguna manera iba a pensar que estaba a salvo. Aquello era una trampa, y tenía que pensar las cosas detenidamente para no meterme en más líos… ―¡Ja! ¡Imposible! ― ― Todavía estás aturdida, ¿no? ―dijo la mujer sentándose en el reposabrazos del sofá―. Cuando mi mujer te trajo a casa me asusté. Debiste pasar mucho miedo ―comentó comprensivamente. ¿Su mujer? ¿Que pasé miedo? ¿De qué narices estaba hablando? Y aunque todas esas preguntas pasaron por mi adormecida mente, la mujer no pareció percatarse de mi confusión. Se acercó a una mesa grande con sillas alrededor y cogió una manta gruesa que estaba sobre una de las sillas. Luego me la dio.

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