Invisible

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― Catrina consideró que alguien como yo, que había estado en contacto con la muerte y había juzgado a tantas Parcas, no podía pasar al otro lado sin una redención. ― Entonces existe una redención ―exclamé esperanzada. Me incorporé en la mesita, ahora todavía más atenta. Por alguna razón quería ayudarle, deseaba que fuera… libre. ― Si la hay… nadie la ha conocido jamás. Pero se dice que existe un modo de liberar tu alma. ―Ese sería un buen momento para un encogimiento de hombros―. Pero no importa mucho. Después de esto… creo que lo único que voy a conseguir será perder mis privilegios. ― Bueno. Puede que no. Esa tal Catrina parece que te tiene… mucho afecto ―dije desviando la mirada. Algo absurdo dado que de todos modos no podía verle. ― Precisamente por eso quiero encontrarme con ella. Sé que al menos va a escucharme. Al fin y al cabo, mientras la ayudaba fuimos amigos… Más o menos… ―murmuró. ― Oh, entonces seguro que te concede lo que sea. ―Sin venir a cuento, suspiré y dejé escapar una frase que habría deseado callarme―. Y seguro que es preciosa, tiene el tipo de nombre de belleza sobrecogedora. Dylan se acercó donde yo estaba y se paró a pocos pasos de mí. ― La verdad es que sí lo es. Es muy bonita. La Muerte es bella, todo el mundo lo sabe ―dijo de forma siniestra. ― Por supuesto… lo que yo decía. Una belleza sobrecogedora… ―murmuré girando la cabeza para mirar por la ventana. ― ¿Qué pasa? ―preguntó inocentemente acercándose a mí―. ¿No estarás… celosa? Sonrojada hasta la raíz, me volví imaginando perfectamente su rostro divertido frente a mí. ― ¿Qué? ¿Celosa? ¿Estás loco? ―exclamé―. ¿Te crees que me importa lo más mínimo lo hermosa que sea o lo bien que os llevéis? ―dije con cierta frustración. ¿Qué me pasaba? Incluso yo podía distinguir los celos en esa pregunta. Era incluso más vergonzoso negarlo. ¿Por qué estaba celosa, para empezar? No es que Dylan me gustara… Él era Edahi, una Parca, un mensajero de la muerte. Era quien debía llevarse mi alma. Quien tendría que haberse quedado con mi cuerpo de haber recordado quién era. No podía… no estaba… ¡Joder, no podía estar celosa! Pero al ver cómo se reía de mí otra vez, cómo se burlaba de mis evidentes celos, supe que sí lo estaba. Estaba celosa de la maldita Muerte. ¿Acaso había algo más patético? ― No sé de qué te ríes ―murmuré. 150


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