—Tenemos que capturar a los que lo han hecho —siguió Kurt Wallander—. No podemos dejar sueltos a desquiciados de esa calaña. Se hizo el silencio en la habitación. Rydberg tamborileaba con los dedos en el respaldo de la silla. Se oyó reír a una mujer en el pasillo. Kurt Wallander los miró. Eran sus compañeros. Ninguno era un amigo del alma. Pero estaban unidos. —Bueno —dijo—. ¿Qué hacemos? Tenemos que empezar. Eran las once menos veinte.
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