“¿Voy a morir acá?”, volvió a interrogarse.
Catriel le apuntaba otra vez con el revólver. Los ojos de Toto se cerraron. Esperó el tiro del final.
Pero el tiro no llegó y Tomás se despertó en cuestión
de segundos. No podía haber pasado mucho tiempo, por-
que al fondo del túnel se veía la luz que se alejaba hacia la salida y se oía el rugido de la moto de Catriel, cada vez más apagado.
Se tocó la cabeza en el lugar que le ardía. El contacto
de los dedos con la carne viva hizo que la herida le quemara todavía más, mientras el escape y el motor le freían la pierna.
Como pudo, se quitó la moto de encima, separó la
tela chamuscada de su pantalón para que no siguiera
crepitando sobre su piel y volvió a palparse la cabeza. Sin
ser médico, hizo su propio diagnóstico y dictaminó que el
hueso estaba entero. No había fractura. No había agujero. Había sido un raspón. Dolía y sangraba como en una película de terror, pero estaba vivo y debía hacer lo posible –y lo imposible también– para rescatar a Lula.
Gritó. Insultó. Aulló para darse fuerza y buscó ponerse
de pie. Pensó que iba a lograrlo, pero entonces el mundo se le dio vuelta y cayó otra vez.
Los mareos, los malditos mareos, regresaban del
pasado y lo hundían en el pozo más negro y profundo.
De nuevo gritó. Insultó. Aulló para darse fuerza y
buscó ponerse de pie. Sin embargo, lo único que consiguió fue que su mente se llenara de pantallazos con lo más angustiante de su vida.
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