Cuadernos Hispanoamericanos (nº 805-806, julio y agosto 2017)

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a fondo aquello de que habla, va mostrando los pros y contras de cada una de las ideas examinadas al tiempo que denuncia la mezcla de determinismo y optimismo que exhiben los transhumanistas más radicales. Una cosa es afirmar que no podemos renunciar a la tecnología y otra, olvidarnos de sus efectos reales en nuestras existencias para pensar únicamente en un futuro fantástico en el que, a tenor de sus eufóricos pronósticos, lo perderemos todo o lo tendremos todo a la vez. Omne ignotum pro magnifico, todo lo desconocido es magnífico, escribió Tácito. Los tecnoutópatas, abandonados a los delirios de la fantasía, parecen no ser conscientes de que sus predicciones se sustentan a menudo en datos incorrectos, historias circunstanciales o meros juicios de valor. La realidad cuenta para ellos menos que el deseo. Las críticas de Diéguez, a pesar de su encomiable esfuerzo por presentar la mejor cara de todos los argumentos, terminan por eso suscitando la impresión de que el transhumanismo guarda menos relación con la ciencia a la que apela una y otra vez que con la teología, incluida naturalmente aquí esa moderna modalidad suya que es la utopía revolucionaria. Que alguno de sus seguidores haya proclamado que «la religión es una forma prematura de transhumanismo» no constituye, desde luego, ninguna casualidad. El capítulo consagrado al biomejoramiento concluye con una pertinente reflexión acerca de cuáles son las ventajas de abandonar el prejuicio de una supuesta naturaleza humana si luego, al renunciar a ella, es inevitable encontrarse con el problema de que alguien, individuos o grupos, tenga que tomar decisiones sobre lo que se va a hacer con nuestro ser que, irremediablemente, descansan en prejuicios sociales igual de

y al pensamiento utópico deja a las claras desde el principio que, a pesar de sus vínculos con el mundo de la ciencia, estamos ante un movimiento escatológico con un pie en lo real y otro en lo imaginario. Esta doble vertiente se vuelve más clara en los capítulos siguientes («Máquinas superinteligentes, cyborgs y el advenimiento de la singularidad» y «El biomejoramiento: eternamente jóvenes, buenos y brillantes»). Trata en ellos las dos grandes vías de transformación en las que confían los transhumanistas: la fusión con la máquina y la mejora genética. La llegada de una época dominada por máquinas cada vez más inteligentes, tanto como para que acontezca eso que Vernor Vinge denominó «singularidad» («Ese punto en el que los antiguos modelos quedan descartados y se impone un nuevo orden»), lleva a los transhumanistas a creer al mismo tiempo en una previsible extinción de la especie humana, sometida al poder de sus criaturas, como en la posibilidad, incongruente con lo anterior, de sortear la muerte preservando la mente individual tras el declive del cuerpo en las propias máquinas. Quizá la inmortalidad se ha convertido, como dice Pattie Maes, en una idea muerta, pero de lo que en cualquier caso no cabe duda es de que, vista así –o sea, como inmortalidad computacional– resulta muy poco atractiva. Algo muy parecido ocurre con el mejoramiento del organismo humano basado en criterios estrictamente tecnológicos como los que se exponen en el capítulo tercero del libro. Diéguez no sólo examina con amenidad y sentido del humor el trasfondo de estos pensamientos, sino que pone de manifiesto sutilmente lo difícil que es mantenerlos en pie sin incurrir en contradicciones flagrantes. Excelentemente bien informado, ecuánime, con la claridad de quien conoce 225

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