2 Querido dexter, Jeff Lindsay

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Querido Dexter

Miró sus dos muñones, y dio la impresión de que se desmoronaba un momento y se encogía un poco de tamaño. —No pasará nada —dijo, y se enderezó un poco—. Vámonos. Parecía tan cansado y triste, que no tuve valor para decir otra cosa que «de acuerdo». Volvió cojeando a la puerta del pasajero de mi coche, apoyado en mi hombro, y cuando le ayudé a sentarse los pasajeros del Buick antiguo salieron provistos de cervezas y cortezas de cerdo. El conductor sonrió y cabeceó en mi dirección. Yo le devolví la sonrisa y cerré la puerta. —Crocodilios —dije, y señalé a Chutsky. —Ah —dijo el conductor—. Lo siento. Se puso al volante y yo di la vuelta para subir a mi coche. Chutsky no dijo gran cosa durante el trayecto. Sin embargo, después del paso elevado de la I‐95, se puso a temblar como un poseso. —Oh, joder —dijo. Le miré—. Los calmantes —dijo—. Se está pasando el efecto. Sus dientes empezaron a castañetear y cerró la boca con fuerza. Su respiración era sibilante, y vi que su rostro empezaba a perlarse de sudor. —¿Quieres pensarte lo del hospital? —pregunté. —¿Tienes algo de beber? —preguntó, un cambio de tema bastante brusco, pensé. —Creo que hay una botella de agua en el asiento trasero —dije. —Bebida —repitió—. Vodka o whisky. —No suelo llevar en el coche —dije. —Joder —dijo—. Déjame en mi hotel. Lo hice. Por motivos que sólo Chutsky conocía, se alojaba en el Mutiny de Coconut Grove. Había sido uno de los primeros hoteles rascacielos de lujo de la zona, y en otro tiempo lo frecuentaron modelos, directores de cine, traficantes de drogas y otras celebridades. Todavía era muy agradable, pero había perdido algo de su prestigio cuando el Grove, en otro tiempo rústico, había sido invadido por rascacielos de lujo. Tal vez Chutsky lo había conocido en sus tiempos de gloria y se alojaba ahora por motivos sentimentales. Tenías que ser muy suspicaz para creer sentimental a un hombre capaz de llevar un anillo en el meñique. Salimos por la 95 a Dixie Highway, giré a la izquierda en Unity y descendí hacia Bayshore. El Mutiny estaba un poco más adelante, a la derecha, y frené delante del hotel. —Déjame aquí —dijo Chutsky. Le miré. Quizá los calmantes habían afectado su mente. —¿No quieres que te ayude a subir a tu habitación? —Ya me las arreglaré —dijo. Quizá fuera su nuevo mantra, pero no tenía buen aspecto. Estaba sudando mucho, y no conseguí imaginar cómo pensaba que llegaría a su habitación. Pero no soy la clase de persona que brinda ayuda a quien no la quiere. —De acuerdo —me limité a decir, y le miré mientras abría la puerta y bajaba. Se sujetó al tejado del coche y se apoyó en precario equilibrio sobre una pierna durante un momento, hasta que el portero le vio oscilando. El portero frunció el ceño ante aquella aparición de mono naranja y cráneo reluciente. —Eh, Benny —dijo Chutsky—. Échame una mano, colega. —¿Señor Chutsky? —Preguntó el hombre, vacilante, y después se quedó boquiabierto al reparar en las partes ausentes—. Oh, Señor —dijo. Dio tres palmadas y un botones salió corriendo. Chutsky me miró. —Ya me las arreglaré —dijo.

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