AGUILAS DE LA ESTEPA

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Aguilas de la estepa

Emilio Salgari 67

-Aquí estamos como en nuestra casa; nadie vendrá a molestarnos mientras los rusos no regresen a Samarkanda -dijo Karawal-. Es un puesto excelente para vigilar a los prisioneros. Sacaron galletas de maíz de sus alforjas de cuero y unos trazos de carnero asado; comieron, dieron a los monos algunas granadas y se tendieron sobre la hierba encendiendo sus "cibuc". Cuando cayó la noche, el de mayor edad se encaramó al muro y dio un vistazo al campamento que se hallaba alumbrado por grandes fogatas; se aseguró de que todo estaba en calma y fue a ocupar su lugar al lado del compañero. El sonido estridente de un clarín despertó a hombres y cuadrumanos cuando recién aparecían en el horizonte los primeros tintes del alba. -¡En marcha! -dispuso Karawal-. Vamos a enterarnos de lo que sucede en Bukara. Tirando de sus monos se dirigieron al campo de los prisioneros, los cuales habían sido sujetos en grupos de veinte mediante una larga cadena que pasaba por sus cinturas y guardados por caballería usbeka y bukara. Se trataba de los más comprometidos en la insurrección a los cuales el emir quería interrogar y devolver luego vivos a los moscovitas sin tener derecho a imponerles otro castigo que el de multas pecuniarias, las que, naturalmente, serían ruinosas. En el cuarto grupo se hallaban Hossein y Tabriz atados uno junto al otro con doble cadena. El gigante estaba furioso y lanzaba miradas de exterminio sobre los guardianes; su señor, en cambio, parecía como si el último golpe lo hubiese aniquilado. -¡Uhm...! -hizo Karawal, tirándose de la barba-. Creo que no tendremos necesidad de emplear nuestros "cangiares"… ¡No quisiera encontrarme en la piel de nuestros esteparios, te lo aseguro! ... -¿Piensas que el emir los matará? -Tal vez no se atreva a ello porque es muy vigilado por los rusos, pero tiene a sus órdenes excelentes "arranca ojos” ¡ese querido príncipe! -Lo sé -confirmó el joven Dinar-. El año pasado vi dejar ciegos a unos cincuenta bandidos que habían asaltado a una de sus caravanas. Me produjeron una impresión terrible. -Te creo... ¡Ahí salen los últimos..., pongámonos a la cola! La caravana, compuesta de unos trescientos cautivos y casi doscientos guardianes bajo el comando del representante del emir; se había puesto en movimiento y los dos fingidos saltimbanquis la siguieron sin que a nadie le llamase la atención. Descendió las últimas pendientes del Sarset-Sultán y entró en la estepa de Karnak-Tschul, que divide las tierras de Kitab de las de Bukara. No era ésta una planicie como la habitada por los sartos, en que crecían hierbas y flores, sino un páramo interminable quemado por el sol y sin más vegetación que algunas gramíneas tan duras que apenas los camellos podían tolerarlas. A pesar de la tranquilidad del aire, se veían numerosas cortinas de polvo que a la hora del crepúsculo tomaban un tinte color azul oscuro y producían la impresión de un extenso mar al fondo del horizonte. El que levantaban los cascos de los caballos cubría a la columna de una ligera nube como de humo que secaba la garganta e irritaba los ojos de los prisioneros. -Este es un país maldito -dijo Tabriz a Hossein-. ¿Has visto alguna vez, mi señor, una estepa más árida que ésta? Si llegara a soplar la "burana" pasaríamos un mal cuarto de hora. -.Qué es la "burana"? -preguntó el joven distraídamente. -Un terrible huracán de arena que a" 'Veces resulta fatal a muchas caravanas. -¡Ojalá se produjera para terminar de una vez! -murmuró Hossein con voz sorda. -No debes descorazonarte, señor; debes vivir para la venganza. -Ya no espero nada... Además, no saldremos vivos de la mano del emir. -Yo creo lo contrario. -¿Quién nos defenderá de la formidable acusación que pesa sobre nosotros? Mi tío nos creerá muertos y no podrá intervenir para ayudarnos. -Desgraciadamente eso es verdad -reconoció el servidor-. Tu despreciable primo le habrá hecho creer que nos mataron los moscovitas. 67

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