12 minute read

Airs de Provence

Clara entró en la cafetería en la que, desde hacía seis años, solía pasar, de lunes a viernes, las mañanas y las tardes. Sus tres novelas habían nacido en aquel bar de esquina, porque no dejaba de ser un bar, por mucho que sus propietarios —poniendo todo su cariño, eso sí— le hubiesen lavado la cara pintando las paredes, retirando las botellas de alcohol del aparador de la barra y rebautizándolo como Cafetería Provenza en lugar de Bar Provenza.

Montse Pérez Martínez

Advertisement

Mi cabeza monta historias. Algunas veces, supongo que por algún sortilegio tramado por las musas, las traspaso rápidamente al papel. Hay otras ocasiones, en las que tengo que darles mil vueltas para que se adapten a las páginas en blanco. Y, otras veces —las que más—, no consigo convencerlas para que salgan al exterior, y se me quedan dentro. Con ellas convivo.

Su carta también contribuía a replantearse su denominación: bocadillos calientes y fríos; las típicas tapas; los vermuts acompañados de aceitunas, torreznos o boquerones en vinagre; la bollería industrial y lo más básico en cafés —el cortado con leche condensada era lo más atrevido que podías encontrar—. Pero esas eran las viandas que solicitaba la clientela, fieles al lugar desde mucho tiempo antes de que se realizase el traspaso a los actuales propietarios: Sergio y Max. Ellos, pese a no ser la línea de establecimiento que tenían en mente, quisieron continuar con la tradición culinaria del local para así, seguir complaciendo a sus parroquianos, además de asegurarse la necesaria concurrencia. Pero todo esto estaba a punto de sufrir un drástico cambio, y Clara solo era conocedora de una ínfima parte. La escritora se sentó en la mesa del rincón, la que siempre le tenían reservada, y abrió el portátil para continuar escribiendo su cuarta novela que ya tenía a punto de terminar. Sabía que poco podría adelantar, pero quiso aprovechar los veinte minutos que faltaban hasta que llegase su abuela contrastando algunos detalles. Era viernes por la mañana, y, como cada viernes desde que la anciana empezó a necesitarlo, Clara la acompañaba a comprar al mercado y después la ayudaba a colocar la compra, no sin antes desayunar juntas en la Cafetería Provenza. —¡Buenos días, Soledad! ¿Cómo está nues- tra yaya favorita? —saludó Sergio, exagerando la entonación y alargando la última «a» de la frase. —Pues ya mes ves, nene… —alzando la muleta que la ayudaba a caminar—. Estas rodillas, que se han hecho viejas antes que yo. Sergio salió de detrás de la barra, la cogió por la cintura y, entre halagos, la acompañó hasta la mesa del fondo donde la esperaba su nieta, que se levantó para saludarla con un beso.

—¿Qué van a desayunar mis princesas? — les preguntó, desbordando su desparpajo habitual. —Nene, yo lo de todos los viernes: un pepito de lomo y una cervecita sin alcohol —res-

pondió sonriente, Soledad. —A mí me pones una Coca-Cola y una hamburguesa con todo, ya tú sabes… —haciéndole un guiño—, y también me traes un café con leche y una palmera de chocolate —pidió Clara dándole las gracias. —Ay, niña, qué lástima que a este hombretón no le guste el pescao —susurró mientras el camarero se alejaba. —¡Yaya! —con tono recriminador. —Que no, niña, si yo no digo nada… Al contrario, si a mí me parece muy bien que él y el cocinero estén liados. —Yaya, el cocinero se llama Max, están casados y se quieren con locura; lo sabes perfectamente —intentando zanjar el tema. —Que sí, que sí, ya sé… Y yo estoy contenta de que lo hayan podido hacer. En mis tiempos, hubiesen tenido que esconderse y mantener su relación en secreto. Seguramente se habrían casado con mujeres, para disimular, y hubiesen terminado haciéndolas unas desdichadas. Menos mal que hemos prosperado y ahora somos más abiertos… En fin, que me alegro por ellos dos. Que son muy majos. Y ya sé que sois muy amigos, perdona… Ayns, ¡pero es que mira que es guapo, el jodio! »¿Y cómo llevas la novela? —Dando un toque al portátil de su nieta. —¿También es de amor, como las otras? ¿Y cómo puedes escribir tú sobre el amor? ¿No te sientes una impostora, nena? —interrogó. —Sí, yaya, es de amor. Y no, yaya, no me siento una impostora, ya te lo he dicho otras veces —contestó molesta, aunque tampoco demasiado porque ya estaba acostumbrada a este tipo de preguntas por parte de su abuela—. Poquito, me falta muy poquito para terminarla. —No te enfades, hija. Lo digo porque vas para los cuarenta y no te has comido una rosca… Así, no puedes saber tú mucho del tema amoroso, creo yo… — Intentando resultar condescendiente. —Yaya, ¿los escritores que escriben novela negra son asesinos? —Arqueando las cejas y acercando la cara a la de su abuela. —Bueno… —Aliviada de librarse de responder al ser interrumpida por la llegada del camarero. Las dos mujeres comieron con avidez sus sendos desayunos y antes de marcharse se asomaron a la cocina para despedirse también de Max, puesto que durante dos meses la cafetería cerraría por reformas, como ya se anunciaba en un cartel a la entrada, y ellas bien sabían. Cuando ya hubieron salido por la puerta, el matrimonio se miró, ambos con el gesto compungido, y Max reprochó a Sergio: —«Solo actualizar los baños, la fontanería y echarle una capita de pintura» —hacien- do mofa al repetir las palabras con las que su esposo se había dirigido a Clara—. ¡¿Pero cómo le has dicho eso, alma cántaro?! Quedamos en que hoy se lo íbamos a explicar. —Y se quitó la cofia para atusarse el pelo, gesto que hacía cuando algo le preocupaba. Clara tuvo que adaptarse al cierre temporal de su espacio habitual de trabajo y buscar otro lugar donde escribir durante esos dos meses. Empezó intentando mantener su rutina diaria acudiendo a otro establecimiento similar, pero no se encontraba a gusto. El local le resultaba frío y desangelado, a pesar de su decoración recargada, y la comida dejaba mucho que desear, así que, al cuarto día de no haber escrito ni un solo párrafo de su novela, decidió que se quedaría en casa, sentada en la cocina, cumpliendo el mismo horario que llevaba cuando acudía a la cafetería de sus amigos. Así, hizo acopio de víveres y rellenó despensa y frigorífico con los ingredientes con los que prepararse comidas similares a las que tenía por costumbre consumir en la cafetería. Pasaron las horas del primer día en casa y después los días de la primera semana, y la novela no había avanzado ni una página. Nada

de lo que escribía le parecía bueno. Le costaba encontrar las palabras con las que formar las frases y cuando por fin conseguía formar un párrafo resultaba un compendio de estereotipos. Las escenas románticas que describía parecían sacadas de un culebrón mañanero. No lograba mostrar en su relato esa naturalidad con la que trataba el amor, y que caracterizaba sus novelas. Hasta ahora, cualquier diálogo, cualquier escena era traspasada desde sus dedos al teclado con tanta espontaneidad como respirar. «¿Qué me pasa?», se preguntaba para sus adentros. «¿Tanto me va a afectar el cambio del entorno de trabajo? ¿Por cambiar cuatro paredes…? ¡Venga ya! Qué va, si yo me concentro en cualquier parte; esto debe de ser otra cosa…». Y pasaron las semanas del primer mes, y lo intentaba, seguía sentándose en la cocina ante el portátil, pero más y más paja era lo que escribía y lo que eliminaba al acabar la jornada que se había autoimpuesto. «Si tendrá razón mi abuela… ¿A santo de qué iba a tener yo esa labia para hablar del amor? Yo, que no sé lo que es eso. Casualidad, me salieron de carrerilla y por casualidad… Ya suele pasarle a muchos escritores, que escriben su primera novela del tirón y luego se quedan secos de por vida. ¡Jolín, pero son tres, yo escribí tres! Pura chiripa debió de ser mi éxito… O cosa del marketing… ¿Y ahora, qué? Va a tocar dejarlo, o seguir el plan de mi abuela: poner a San Antonio cabeza abajo y esperar que surta su efecto y me salga un novio del que me enamore y pueda experimentar las mieles del enamoramiento». Y en esa sequía de inspiración y de palabras, replanteándose su carrera como escritora y sin haber sido alcanzada por las flechas de Cupido —recurso en el que confiaba, en última instancia, para recuperar su habitual producción literaria—, fue avanzando un segundo mes, que concluyó con la decisión de Clara de abandonar la escritura. —Que viene, que viene —avisó Sergio, con nerviosismo, a su esposo—. Que Dios nos coja confesaos. —Y, cogidos de la mano con los dedos entrelazados, se plantaron ante la entrada del Airs de Provence, su recién reformado local, para recibir a Clara. —¿Cómo está nuestra escritora favorita? —preguntó Sergio casi canturreándolo, mientras los tres se saludaban con un abrazo —. Bienvenida. Pasa, pasa, que te va a encantar cómo hemos dejado este antro. Nada más penetrar en la estancia, Clara soltó una exclamación. No podía creer que fuese el mismo lugar que durante tiempo había frecuentado, no pensaba que fuesen a realizar una reforma de semejante magnitud. Nada quedaba de aquel bar de esquina de los setenta; había sido trasformado completamente con una elegancia y exquisitez digna de ser alabada.

—Es maravilloso —dijo, al fin, a sus amigos, que esperaban expectantes su opinión—. Todo está tan lleno de detalles, hay tantas cosas bellas: las molduras de las paredes, los artesonados, esta iluminación tan cálida, los cua- dros, los centros con lavanda… Es, es… No sabría definirlo, pero ¡es tan vosotros! —Ay, ay, ¡menos mal! Qué bueno que te guste. —suspiró Sergio juntando las manos a modo de rezo. —Vamos —añadió Max pasándole su fornido brazo por los hombros y guiándola hasta el rincón donde siempre solía instalarse—. ¿Qué te parece? Formaban aquella acogedora estancia una estantería de madera decapada que albergaba una pequeña colección de libros anti- guos, además de los tres escritos por Clara; una cómoda silla giratoria tapizada en color crema; una mesa nacarada tipo escritorio con una plaquita dorada en la que se leía «Reservada» y un florero rebosante de peonías en el centro. —Siéntate, es solo para ti —le indicó Sergio, pletórico.

—Pero… ¡Cómo sois! Es un rincón precioso —abrazándoles, visiblemente emocionada y sin atravesarse a hablarles de su determinación de no volver a escribir—. No teníais por qué hacer esto… —¡Pero si eres nuestra clienta más famosa! Y te queremos, lo sabes. Anda, siéntate ya y dinos qué quieres desayunar —sentenció Sergio entregándole temeroso la nueva carta, impresa en papel apergaminado, y escondiéndose tras la espalda de su marido. —Me vais a hacer llorar, chicos. —Sí, sí… llorar, dice… Llorar, va a llorar — musitó Sergio acercándose al oído de su pareja. El rostro de Clara se iba ensombreciendo a medida que avanzaba en la lectura de los platos que incluía la carta. Al llegar al final, levantó la cabeza y clavó la mirada en Max, la trasladó a Sergio y después la devolvió a la carta. Pasados unos segundos, que al matrimonio se les antojó una eternidad, volvió a mirarles y con gesto aturdido pronunció, al fin: —Pero…pero… ¿Esto qué essss? ¡¿Qué comida es esta?! ¿Dónde están los bocadillos? Mis hamburguesas… la carne… ¡las tapas! ¡¿Qué voy a comer yo ahora?! ¿Qué habéis hec-

ho? —Ya cogiendo carrerilla y cada vez más acalorada—. ¡Esto es comida para conejos! —Ay, ay, si es que lo sabíamos… Temíamos este momento. ¡Virgen del amor hermoso! —se lamentaba Sergio, afectado por la reacción de su amiga y añadiendo gestos melodramáticos a la situación, como era propio de su carácter—. Explícaselo tú, cariño, que ha-

blas mejor. —Poniendo sus dedos en los labios de su esposo. —Clara, necesitábamos hacerlo, tienes que entendernos… Teníamos ya el olor a fritanga incrustado en las narices, los poros saturados por el humo grasiento, rezumábamos pringue hasta por las orejas… Sabes que no es lo que teníamos proyectado cuando adquirimos este lugar; ahora ya ha pasado mucho tiempo ya nos hemos consolidado y es hora de arriesgar y hacer lo que realmente nos hace ilusión: queremos servir a nuestros clientes platos cocinados de forma saludable, con ingredientes naturales de la máxima calidad y, sí, ya lo has visto: ofrecer cocina vegana. —Pero, pero… Yo… A mí, esto no…—Intentando aplacar su rabieta. —Lo siento, cariño. Sabíamos que no iba a ser de tu agrado… No queremos perderte — concluyó Max agarrando del brazo a Sergio. Clara, que, intentando encajar el disgusto, les había cogido de las manos, con cara de derrota dejó ir un suspiro y pronunció: —Está bien, traedme lo más calórico y grasiento que haya en este menú y uno de esos batidos, lo menos verde posible; después, lo más dulce que encontréis entre todo este manojo de hierbas que llamáis comida. Los dos hombres alzaron sus brazos al aire en señal de victoria gritando «¡Sí, sí, sí!» y culminando la acción con un choque de caderas. Clara, los observaba con regocijo y así continuó haciéndolo mientras la pareja realizaba sus quehaceres. «Qué felices son, tan naturales, tan sinceros, cuánto amor irradian». Y así, de pronto, como si alguien hubiese corrido el tupido velo que escondía la explicación del porqué de su sequía literaria, concluyó para sus adentros: «Son ellos, mi inspiración son ellos». Y unas semanas después, en su acogedor rincón del Airs de Provence, la escritora terminó su novela. Era un día de abril imitando a uno de junio. Clara se sentía exuberante, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien, y no es que antes estuviese mal de salud, pero sí que se encontraba más cansada y con una inexplicable apatía hacia todo. Hoy, tenía cita con su editora y le apeteció abandonar su atuendo habitual formado por unos tejanos y cualquier camiseta y ponerse un vestido ibicenco que definía su cintura y dejaba asomar sus rodillas. Ante el espejo, mirándose de arriba abajo, se sintió guapa: «Estos dos y sus verduras…», pensó. Esperando encontrarse al entrar en el despacho de la editorial con la avinagrada recepcionista habitual, su mirada quedó colgada en la del hombre que la sustituía, y la de él en la de ella. En ese instante, sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies, que toda la sangre de sus venas se concentraba en sus mejillas, que el corazón le latía con tal fuerza que se podría apreciar bajo su vestido, y lo del estómago… mariposas no, allí dentro estaba volando una enorme bandada de pájaros. «¡Ay, San Antonio, que te dejé bocabajo!». Salió de allí agitada tras haber aceptado la invitación del nuevo recepcionista, de ir a tomar un café el próximo sábado. En su móvil, un mensaje de Sergio le decía que se pasase a verlos, y así lo hizo antes de regresar a casa. —¡Mira! Por fin ya está todo el papeleo resulto, ya se acabó tanto trámite —le explicaba emocionado Max, enseñándole la foto de una niña de cabello ensortijado, sonrisa perlada y ojos de azabache. —Es ella: nuestra niña, nuestra hija. —Visiblemente enternecido, Sergio. Y, Clara, contagiada de la dicha que desprendía la pareja y embriagada por los nuevos sentimientos que había empezado a sentir aquella mañana, supo que su próxima novela iba a fluir por sí sola.

This article is from: