PENUMBRIA 39

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quedaba a unas calles de donde vivía. Pasaba horas escuchando la suave melodía que provenía de aquel enorme órgano. —¿Te gusta? —preguntó un hombre regordete. Erik se arrinconó en la banca— Tranquilo, no debes temerme. Yo puedo enseñarte a tocarlo. El rostro de Erik se iluminó ante la propuesta. Hacía años que deseaba aprender a tocarlo. —¿De verdad? —Por supuesto, ¿cómo te llamas? Desde ese momento, entre ambos nació una gran amistad. Erik recibió de ese extraño el cariño y la atención que siempre había deseado recibir de su padre. En cuestión de días, y tras la sorpresa de su nuevo amigo, Erik dominó el instrumento. Lo hacía con tal gracia que las notas se convertían en una dulce melodía que acariciaba los oídos de los presentes. Cierta ocasión, una joven de cabellos dorados y piel blanca llamó su atención. Su corazón palpitó con fuerza. Ella lo miró curiosa de saber por qué razón un genio de la música escondía su rostro detrás de una máscara blanca. —Hola —saludó. La voz débil de aquella bella mujer le erizó la piel. La observó con descaro. Su belleza y ternura lo enamoraron al instante. Todas las mañanas Christine asistía a misa, no sólo por devoción sino porque sentía urgencia de ver y escuchar las melodías que Erik interpretaba. Christine lo acompañaba por horas. Le maravillaba escucharlo, la pasión que ponía en cada nota le hacía brincar el corazón de emoción. —Te quiero —dijo Christine para después sorprenderlo con un beso en la mejilla. Erik dejó de tocar, se puso de pie y emprendió la huida. —¡Erik, espera! —gritó mientras corría detrás del hombre que amaba. La falta de concentración en el camino le impidió observar un auto que se aproximaba. Tarde cayó en cuenta de ello. El auto la golpeó con fuerza. —Resiste, Christine, la ayuda llegará pronto —dijo Erik mientras sostenía su cabeza entre sus brazos. Sus manos temblaban al ver cómo la vida de la mujer amada se consumía. —Te amo, Christine —dijo despojándose de la máscara que lo había mantenido cautivo por años.

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