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4 | Rayuela No. 154

Péndulo de Chiapas | Domingo 26 de febrero de 2012

No sabía leer aún, pero ni falta que hizo con esas ilustraciones

Otra ilustración de Oski, en el Quillet.

que él sumó a nuestro patrimonio fueron desde intocables de la estirpe de Introducción al Estudio del Derecho, hasta los muy recordados (en posteriores noches que duraron años) Carrie y Poltergeist. Como es fácil suponer, mis padres no le hacían el feo a nada. Y nosotros, dignos herederos de sus genes, tampoco. Con todo, de vez en vez –hay que decirlo también–, se lucieron con pequeñas maravillas. Libros que inspiraron desde exploraciones científicas que casi nos mataron, hasta nuestros primeros actos de romántico heroísmo y las pueriles canalladas de siempre. Milagros secretos: libros que –sin darnos cuenta– daban otro sentido a las sensaciones y misterios con que la vida nos traía y revolcaba contra todo y por todo. Y todos los días. DOS Entre esos primeros libros que tuve entre las manos, hubo una enciclopedia infantil que habría de influir poderosamente los acercamientos al mundo que nos rodeaba. Una enciclopedia que amé y disfrute hasta lo indecible: El quillet de los niños, editada en Argentina por la genial –ahora lo sé– Beatriz Ferro. Se trataba de seis tomos en

y Poltergeist, dos de los inquietantes títulos agregados por mi padre a la modesta biblioteca familiar.

Carrie

los que había un poco de todo: biología, física, matemáticas, geografía, historia, juegos ópticos, experimentos, regionalismos y un montón de esas cosas que fascinan a los pequeños del mundo y que los adultos no saben o han olvidado casi siempre: cómo hacer tinta invisible, qué palabras usan los marineros en altamar, cómo funciona una cámara fotográfica, cómo se componen los colores, cómo creía la gente hace siglos que era la Tierra, quiénes eran el Gordo y el Flaco. De todo un poco. Una maravilla de juguetería en seis tomos enormes y a color. El otro encanto de la enciclopedia eran sus ilustraciones, a cargo de tres grandes: Ayax Barnes, Enrique Breccia y, mi favorito, Oski. Claro, por ese tiempo yo aún no sabía qué tan grandes eran esos tres y ni siquiera tenía claro cómo hacía un ilustrador para ganarse la vida. A decir verdad, ahora que lo pienso, tampoco hoy tengo muy claro eso último, pero agradezco al azar infinito que haya puesto a esos tres en mi camino. No sabía leer aún, pero ni falta que hizo con esas ilustraciones. Y en todo caso, el trabajo de esos tres tipos me dio alegría, pero también

LA LECTURA EN MÉXICO (fragmento)

A sabiendas de su propensión a gesticular, la cifra 2.8 demuestra que a ese mexicano promedio la pura idea de leer libros le resultó a tal grado misteriosa que aun creyendo exagerar, no exageró. Es decir: desde su punto de vista exageró muchísimo, pues la posibilidad de tener un libro en las manos, y además leerlo, le pareció algo tan descomunalmente raro y remoto que, de inmediato, coligió que

sólo alguien muy especial podría leer uno al año. De ahí a ponerse guapo ante el entrevistador y adjudicarse la lectura de 2.8 libros anuales sólo hubo un acto de exhibicionismo. No quiero decir con esto que todos los encuestados hayan mentido, pero sí que la gran mayoría de la minoría que no mintió mete por igual en la categoría “libro” al directorio telefónico y al manual del usuario de

su licuadora. E incluso los que con toda buena fe y limpia conciencia dijeron la verdad y efectivamente leyeron 2.8 libros en un año, de haber sido más interrogados, habrían confesado que los libros eran El libro vaquero y la fotonovela porno La pierna de Carolina... Guillermo Sheridan Letras Libres, No. 100, abril de 2007

curiosidad por saber qué tenían esos libros que decirme a mí, otro pobre curioso analfabeto de cuatro años de tantos como tenía el mundo. Años más tarde, con el silabario, otros libros y revistas en abundancia (Clásicos ilustrados, Vidas ilustres, Grandes viajes, Joyas de la mitología y publicaciones semejantes para niños), llegó también la ansiada casa propia familiar. La geografía de nuestra infancia cambió y, quizá, pasamos desde entonces menos tiempo con un libro en la mano que con una resortera. Y cómo no, si el territorio, antes limitado, se tornó de pronto inmejorable: un patio enorme, un barrio casi rural (en aquel tiempo) de pocas familias pero todas con muchos niños, y hectáreas enteras alrededor de monte y un barranco que nos parecía enorme. Pero el daño estaba hecho y en las noches, en la cama, el viejo hábito lector hacía de las suyas. Y siempre volvía al Quillet, como volví mucho más tarde –luego de esas crisis idiotas que traen consigo ciertas edades– a Las mil y una noches, al rocanrol y –ni modo– a la añoranza del hogar dejado atrás y reencontrado tantas veces.


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