Taggert 04

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frugal, siempre consciente del valor de los alimentos y de que al día siguiente podían faltar. — Sí, es cierto — dijo con firmeza — En casa podríamos aprovechar todo esto. Bronwyn le miró cálidamente. Alargó una mano y le apartó un rizo del cuello. Ese pelo largo y el intenso bronceado le sentaban muy bien. Echó un vistazo por la habitación y vio que una ayudante de cocina, de generosas curvas, miraba con interés los muslos musculosos de Stephen, en ese instante muy expuestos. pues él había apoyado una de sus largas piernas en el asiento de una silla. Le cogió de la mano. — Ya estoy harta de estar aquí. ¿Salimos? Stephen se mostró de acuerdo y salió con ella, sin haber reparado en la joven ayudante. Fue la tormenta lo que les impidió abandonar la casa de Hugh, llegó de súbito, con violentas lluvias. Los cielos parecían despejados, pero un momento después amenazaban con repetir el diluvio de Noé. Bronwyn rogó a Stephen que continuaran la marcha, asegurando que un poco de lluvia no era nada para una escocesa. Pero él no le prestó atención. No quería que cogiera una fiebre pulmonar si era posible evitarlo. Por lo tanto, se prepararon para pasar la noche en casa de Hugh. El suelo del salón grande estaba cubierto de jergones de paja, listos para los invitados y los sirvientes. Stephen trató de hallar un rincón apartado, pero no lo había. Cuando estuvo junto a Bronwyn le deslizó una mano por debajo de la falda para tocarle la rodilla. Ella le chistó, diciéndole con toda firmeza que no daría un espectáculo en semejante lugar. El suspiró; en el fondo estaba de acuerdo. Se arrebujaron juntos y en pocos minutos ella estuvo dormida. Pero Stephen no podía conciliar el suelo. Se había habituado al aire libre y ahora las paredes parecían cerrarse sobre él. Cambió de posición una y otra vez, pero la paja seguía pareciéndole demasiado blanda. Rab llegó a gruñirle, porque se movía demasiado. Él se puso las manos detrás de la nuca para contemplar las vigas del cielo raso. Recordaba sin cesar las miradas que Hugh había echado a Bronwyn. ¡Maldito hombre! Creía poder apoderarse de todas las mujeres que le gustaran. Sin duda lo alentaba el hecho de que Meg se le hubiera entregado. Cuanto más pensaba en la mala pasada de Hugh, más se enfurecía. Pese a las advertencias de Bronwyn, quería que Hugh se enterara de su presencia allí. Se levantó en silencio y ordenó a Rab que permaneciera junto a la muchacha. Sin hacer ruido se encaminó hacia la puerta que se abría hacia el este. Cuando eran niños, él y sus hermanos habían visitado con frecuencia la finca de Lasco. Un día, siendo muy niños, él y Hugh habían descubierto un pasadizo secreto que llevaba a la planta alta. Cuando llegaron al tope de la escalera, donde se abría la segunda puerta, ambos estaban temblando de entusiasmo. Les sorprendió que la portezuela estuviera bien aceitada. Sin ruido alguno, salieron a una habitación por detrás de un grueso tapiz. No supieron con certeza dónde estaban hasta que oyeron ciertos ruidos que provenían de la cama. Entonces era ya demasiado tarde. Allí estaba el abuelo de Hugh, con una criada muy joven, y ambos parecían estar pasándolo de maravilla. El anciano no encontró motivos para divertirse cuando, al levantar la vista, se encontró con los dos niños de siete años, que lo observaban con los ojos dilatados de interés. Stephen aún hacía una mueca de dolor al recordar la paliza que el abuelo de Hugh les había dado y la que les había prometido, por añadidura, si revelaban la existencia del pasadizo. El anciano ya no existía. Stephen había llorado en su funeral, cuatro años antes. Al recordado pensó: "Ojalá yo pueda aún complacer a las muchachas a esa misma edad." El pensamiento le hizo reír; era una suerte que Bronwyn no pudiera percibirlo. Se deslizó tras un biombo, en la antesala del salón grande. Una vez junto al asiento de la ventana, sacó su puñal para introducirlo en la juntura del entramado de madera que había debajo de los almohadones. Había sido gracias a una violenta pelea con almohadones que el panel se había abierto, aquella primera vez. Stephen tuvo que hundir el brazo a través de dos centímetros de telarañas antes de divisar el contorno de la escalera. Una vez dentro volvió a poner el panel en su lugar. El pozo de la escalera estaba totalmente oscuro; por doquier se oía el escurrir de patitas que correteaban. Nuevas telarañas le rozaron la cara y él lamentó no llevar su espada para poder apartarlas. En vida del anciano, ese pasadizo había estado en uso constante, por lo tanto, siempre limpio. Puesto que Hugh vivía solo, no había motivos para que disimulara sus aventuras. La puerta de arriba se abrió sin hacer mucho ruido, pero Stephen no tuvo tiempo de extrañarse por eso. Como su vista se había acostumbrado a la oscuridad de la escalera, aquel cuarto parecía inundado de luz, aunque sólo ardía una única vela. Stephen sonrió ante tanta suerte; Hugh dormía en la cama, sin 96


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