La carrera de la modernidad. Construcción de la carrera Décima. Bogotá (1945-1960)

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> La Carrera de la Modernidad

López Pumarejo, que no eran socialistas sino tendientes a crear un más amplio mercado para el desarrollo capitalista, fueron rechazadas por la corriente conservadora de todos los partidos y así se definió el rumbo del país para el resto del siglo XX. El ingreso y la propiedad se concentraron, y los beneficios que generaría para la nación la protección dirigida a la sustitución de importaciones, se volvieron una falacia pues muchos quedaron por fuera de esa nación que ahorraba divisas y consumía productos de la industria nacional (Guillén, 1979, p. 475). Guillén señala cómo se convirtió la élite hacendaria exportadora en industrial merced a la confluencia entre la estructura hacendaria tradicional del centro del país y la mentalidad negociante antioqueña. Esta aportó pulsión mercantil y capacidad de ahorro, aquella, “las fuerzas políticas que garantizan el sistema y mantienen el privilegio como forma normal de apropiación del poder y de la riqueza” (1979, pp. 478 y 497). Las zonas cafeteras fueron escenario primordial de la guerra partidista. Sin embargo, el recrudecimiento de la violencia no afectó tanto las grandes ciudades, desde donde la élite industrial y comercial propició y se benefició de un crecimiento económico continuo y constante, guiado por parámetros capitalistas y que dejaba en un segundo plano las diferencias políticas. Aunque ya el café no era el único producto nacional, pues habían surgido nuevos cultivos comerciales más los beneficios del proceso industrial que consolidaban el desarrollo económico. Este desarrollo notable fue ante todo aprovechado por la clase alta, pero también generó una clase media, cada vez más numerosa y que en algo se benefició de estos avances. Pequeños propietarios con disponibilidad de dinero representaron un incremento notable de la clase media, sobre todo entre quienes no eran empleados sino que tenían pequeñas fincas o eran comerciantes menores con relativo éxito y que pudieron dar educación y mayores comodidades a sus hijos. Por eso, la población de los años cuarenta era ya, según Henderson, diversa, individualista y más abierta al munista mundial, con apoyo al dominio de las potencias económicas. Concibe que la riqueza es creada por los emprendedores y luego las fortunas, merecidas por sus méritos, irrigarán beneficios en todos los sectores, ya sea por crecimiento del empleo, por surgimiento de empresas menores o por la asistencia a los pobres, donde la práctica de la caridad se compatibiliza con las creencias católicas.

do (2006, p. 368), primaban ya el individualismo propio del capitalismo y la ética mercantil, lo que los llevó a distanciarse de las pugnas partidistas, concentrarse en su caso particular y su entorno familiar, a la vez que se sumergían de modo anónimo en la muchedumbre de la ciudad (2006, pp. 182-188). La economía pasó, pues, de ser rural a urbana entre 1945 y 1985, en un proceso de desarrollo que permitió la acumulación de capital privado y social más importante de la historia del país. Se construyeron grandes fábricas y surgieron empresas agroindustriales, aumentó el nivel de la educación y la capacitación de la fuerza de trabajo. Este proceso propició una gran movilización de la población hacia los núcleos urbanos (Ocampo, 1987, p. 26). Pero la abrumadora presencia de la pobreza, no sólo en el campo sino también en las ciudades, lastró ese proceso de desarrollo y redujo sus beneficios a una parte de la sociedad, afectando de manera estructural ese mercado nacional. Mientras que en algunas áreas rurales se democratizaba la propiedad, en otras crecía el latifundio o cambiaban los dueños –muchas veces por medio de la violencia– y el sector industrial y financiero se concentraba y enriquecía de manera exponencial. La bonanza había beneficiado a muchos colombianos, pero esto sucedió ante todo en las áreas cafeteras, o sea, en algunas tierras templadas, pues en las frías o muy calientes, no se dio un proceso semejante. Lo que ignora Henderson –y que nos lleva a retomar sus postulados pero a ubicarlos un poco más en la realidad del país, entonces y ahora– es que las desigualdades estructurales de nuestra sociedad se hacen cada vez más dramáticas, la pobreza continúa en el campo, y las barriadas y tugurios rodean las ciudades hasta hacerse más grandes que el resto de ellas. La inflación y el costo de vida afectan sobre todo a los pobres y nuestra creciente industria no puede ofrecer trabajo a tan altas cantidades de población; entonces sobreviene la informalidad que caracteriza nuestro subdesarrollado tercer mundo. Es el mundo de la informalidad en la vivienda, en el trabajo, en el transporte y en toda la vida de la sociedad, que así delinea con mayor precisión nuestra peculiar modernidad.

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