200 años de vida cotidiana en Bogotá. 2ª Subasta.

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[un cuarto de siglo, un cuarto de ciudad: algunas anécdotas del Mercado de Pulgas San Alejo] La cotidianidad en el Mercado de Pulgas San Alejo está salpicada de sucesos cargados de humor, ironías, contradicciones y novatadas que han quebrantado su normalidad tal y como sucedió un domingo cualquiera de 1993. Ese día, al caer la tarde, una pareja de extranjeros preguntaba afanosamente a uno de los asociados del Mercado por un pedazo de hierro que tenía exhibido en horas de la mañana y que ellos habían visto y fotografiado. Éste, buscando despacharlos rápidamente pues estaba ocupado en recoger su mercancía, les contestó que ya lo había vendido. Ante la respuesta, la ansiosa pareja insistió en obtener más información sobre el comprador ofreciendo inclusive una significativa recompensa para quien lo encontrara. Sin embargo, pese a los esfuerzos, no lo ubicaron. Inicialmente, se resistieron a explicar las causas de su urgencia, pero en vista del fracaso, confesaron que aquel “pedazo de hierro” era en realidad un cinturón de castidad que databa de algunos años antes de Cristo y que por lo tanto su valor histórico y por supuesto comercial, era extraordinario; ellos se habían tomado el día para corroborar su sospecha y regresaban para negociarlo con el expositor propietario. Aún hoy no sabemos si el desconocido comprador conocía el origen de esta antigüedad y su valor económico. Algunos domingos se recuerdan más que otros porque parecen signados para entrar en la memoria como aquel en el que entró al Mercado un personaje buscando objetos especiales para llevar a su país de origen y venderlos. Sin embargo, su forma de comprar no fue para nada habitual e inauguró el estilo que los asociados del Mercado denominaron “compra al barrer”, el cual consiste en que el comprador ofrece un valor determinado por todos los objetos que en ese momento se encuentren en el puesto del expositor - a excepción claro está, de la carpa incluyendo hasta la basura. Encontrarse con estos personajes es un golpe de suerte para los expositores, ya que pocas veces sucede (pero sucede). También es de fácil recordación el día en que el “chamo” - uno de los expositores más conocidos del Mercado- compró un cuadro de un pintor para él desconocido, por $30.000 y lo ofertó por $180.000 tanteando su suerte. Casi al cerrar las ventas del día, una señora propietaria de un anticuario y cliente reconocida del Mercado, lo observó con detalle y de inmediato le ofreció $150.000, el “chamo” lo entregó convencido de que había hecho un buen negocio. Pocos días después, se enteró por la prensa, que dicha señora lo había vendido en $12.000.000. Al domingo siguiente se la encontró y consideró adecuado solicitarle una comisión extra por esta buena venta de la cual algo tenía de autoría: ella lo miró, se sonrió y le aseguró que le reconocería algo. Hasta el momento el “chamo” no ha recibido su comisión. Anécdotas como estas ocurren de vez en cuando en este espacio considerado como el “cuarto de san Alejo” de Bogotá que sin pretenderlo inicialmente, se ha convertido en un importante lugar depositario de objetos, cuya facultad principal es la de estimular la memoria para transportarnos

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