Querido Zufre tu eres

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de todos nuestros miedos. Mientras los niños lloraban asustados ante la escatológica presencia del caballo agonizante, un grupo de hombres rodearon al animal, y, con un cariño sobrehumano, comenzaron a reanimarlo. Unos lo acariciaban, otros le echaban agua fresca sobre su cuello, otros le susurraban cosas hermosas al oído, y como si de un milagro se tratara, el animal se puso en pie mientras sus temblorosas patas recordaban el incidente con sus espasmos. Todos volvimos al rincón del baile mientras observábamos al animal que, a duras penas, intentaba recuperarse acompañado por su séquito de amigos. “¿Serán estos hombres tan buenos, los mismos que otro día en el pasado castraron al caballo sin piedad y sin compasión?”, pensé. Al formular aquella pregunta en mi mente, volvía a recordar a aquella señora que, quince minutos antes, había encendido una vela en el candelero utilizando la vela de otra persona. Mientras me dirigía al interior de la ermita, comencé a creer en la bondad del género humano, y observando la hornacina de la Virgen, ya vacía por su ausencia, le formulé con firmeza la siguiente petición encendiendo con entusiasmo mi vela: “Virgen del Puerto, te pido de corazón, que si algún día tropiezo y caigo en el duro camino que es la vida, que las primeras manos que vengan a socorrerme, sean las mismas que en otros tiempos me han hecho daño”.

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