La Historia de Sara

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do era pequeña, me lo imaginaba enorme y cremo­ Historia de Sara Ana Alonso Javier Pelegrín ILUSTRACIONES

DE

MIGUEL NAVIA

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Oxford University Press es un departamento de la Universidad de Oxford. Como parte integrante de esta institución, promueve el objetivo de excelencia en la investigación y la educación a través de sus publicaciones en todo el mundo.

so como una tarta de cumpleaños, con esbeltas to­ Primera edición: abril 2014 Diseño de cubierta e interiores: Felipe Samper

Fotografías de cubierta: Tashatuvango/Shutterstock; Federico Rostagno/Shutterstock

© del texto: Ana Alonso y Javier Pelegrín, 2014 © de las ilustraciones: Miguel Navia, 2014 © de esta edición: Oxford University Press España, S. A., 2014 Publicado en España por Oxford University Press España, S. A. Parque Empresarial San Fernando, Edificio Atenas 28830 San Fernando de Henares (Madrid)


ISBN: 978-84-673-7322-6 Depósito legal: M-7564-2014 Impreso en España

rres de colores que resplande­ cían contra el cie­ Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su grabación y/o digitalización en ningún sistema de almacenamiento, ni su transmisión en ningún formato o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de Oxford University Press España, S. A., o según lo expresamente permitido por la ley, mediante licencia o bajo los términos acordados con la organización de derechos reprográficos que corresponda. Las cuestiones y solicitudes referentes a la reproducción de cualquier elemento de este libro, fuera de los límites anteriormente expuestos, deben dirigirse al Departamento de Derechos de Oxford University Press España, S. A. No está permitida la distribución o circulación de esta obra en cualquier otro formato. Esta condición debe imponerse y obliga a cualquier adquirente o usuario.

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lo de Los Ángeles, igual que si fue­ ran velas encen­ didas. Luego, en el colegio, empezaron a enseñar­ nos algunas grabaciones, y entonces me en­ teré de que el Palacio es aún más grande y extraño de lo que yo imaginaba en mis sue­ ños infantiles. Tiene trescientas puertas, una para cada distrito asignado al Consejo Mu­ nicipal de la ciudad. Y por dentro es un labe­ rinto de calles elegantes, con galerías de arcos de piedra para que la gente pueda


pasear al abrigo de la lluvia, y anchas plata­ formas flotantes cuyas cúpulas azules y dora­ das se sostienen sobre altas columnas. Por supuesto, he soñado con ver todo esto. Y, sin embargo, ahora que lo estoy viendo, no siento ningún entusiasmo; solo un leve dolor de estómago y unas ganas tremendas de que este día espantoso se acabe por fin. Por desgracia, para eso faltan unas cuantas horas. Ahora mismo son las nueve y media de la mañana. Acabamos de atravesar la puerta cincuenta y siete en nuestro autobús de zona. La gente se queda mirando el viejo vehículo cuando pasamos, y muchos sonríen. Puedo notar la mezcla de asombro, despre­ cio y compasión que reflejan sus caras. Hasta hoy, no se me había ocurrido pensar que nuestro flamante autobús amarillo, en el que he viajado cada día desde que tenía

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cinco años, pudiese resultar ridículo o pasa­ do de moda a los ojos de alguien. Pero cla­ ro, estamos en Palacio. Aquí la gente viaja en cápsulas de transporte teleprogramadas. He oído que algunas personas tienen cápsu­ las individuales. Suyas, de su propiedad. Pueden usarlas cuando quieran, sin pedir permiso a nadie. Algunas marcas de rango superior se las ofrecen a sus suscriptores como regalo de bienvenida al aceptarlos. Mi madre me habló de esas cápsulas hace unos días, cuando repasaba con ella los últi­ mos diez temas para el examen de Sweet Pink. —Si Sweet Pink te acepta como suscriptora, podrás tener tu propia cápsula de transporte, Sara —me dijo, y a continuación sonrió con la mirada clavada en el espejo del baño, como si estuviese viendo allí un pequeño vehículo de color marfil con el logotipo de la marca grabado en plata sobre el parabrisas, en lugar de su propio reflejo—. Es una de esas cosas que me habría gustado tener. Si consigues una, espero que me invites.


—Déjalo ya, mamá, por favor. Sabes lo difícil que es. Nadie de este distrito ha sido acep­ tado por Sweet Pink en los últimos seis años. —Pero tú eres especial. Los estudios neuroló­ gicos que te hicieron al nacer dieron unos resultados espectaculares. Te lo he dicho mu­ chas veces. Lo que no entiendo es por qué te empeñas en no creerme. El recuerdo de la conversación con mi ma­ dre ha empeorado mi dolor de estómago. De pronto, siento ganas de vomitar. Tengo que ponerme una mano en la boca y cerrar los ojos para controlar las náuseas. Miro de reojo a mi compañera de asiento, Mae, para ver si se ha dado cuenta de lo que me pasa. Pero Mae no ha notado nada; está demasiado ocupada con sus propias emocio­ nes. Tiene la frente pegada al cristal de la ventana y no se pierde un detalle de lo que pasa a su alrededor. Seguramente, se estará fijando, sobre todo, en la ropa de las mujeres. Mae va a presentarse al examen de Sun­ flower, una filial secundaria de la marca Sweet Pink. Si no aprueba, sus padres le pagarán la matrícula del máster de Diseño

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y Moda del Gobierno, y volverá a intentarlo el año que viene. Pueden permitírselo, porque su madre es funcionaria del Ministerio de For­ mación del Consumidor, y eso significa que conseguirá una buena rebaja en el precio de la matrícula. Mi caso es diferente. Mis padres ya han gastado en mi educación más dinero del que podían permitirse. Como consumidores de marcas inferiores, no han podido aho­ rrar mucho a lo largo de su vida. Con lo que ganan, apenas les llega para pagar los gastos de vivienda, alimentación y trans­ porte de la familia. Desde el día en que les entregaron los resultados de mis pruebas neurológicas iniciales, se han pasado la vida ahorrando para este momento. A mi madre se le metió en la cabeza que tenían que intentarlo, que yo podía aspirar a una de las veinte grandes marcas. Y aquí estoy, a punto de examinarme para ser admitida como suscriptora de Sweet Pink. Se supone que doy el perfil idóneo para ellos. Físicamente pertenezco al tipo A2, belleza rubia de estatura superior a la media y simetría facial 9,75. Mi tono de voz y mis capacidades


comunicativas encajan con las exigencias de la marca, y mi cociente intelectual supera, se­ gún creo, la media de sus suscriptoras, aunque el Gobierno nunca facilita datos cuantitativos en relación con la inteligencia, para que nadie se sienta discriminado. Así que mi madre, después de todo, podría haber acertado con su alocada apuesta. Es posible que, a partir de mañana, la pobre se libre de los reproches mezclados con sus­ piros de mi abuela paterna, y de las indirec­ tas de las vecinas sobre la gente que no sabe aceptar su sitio en la sociedad. Quizá un día no muy lejano, esas mismas vecinas se queden con la boca abierta cuando la vean aparecer en su cápsula personal, salu­ dándolas desde el aire con la mano. Quizá entonces deje de llorar por las noches, cuando cree que nadie la oye. Y quizá mi padre no tenga que volver a echarle en cara que, al gastarse todo ese dinero en mi edu­ cación, está poniendo en peligro el futuro de mi hermana Helena. —Helena no tiene el talento de Sara —contesta mi madre siempre—. ¿Es que no lo entiendes?

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Si Sara triunfa, el futuro de Helena está asegu­ rado. Y, si esto sale mal, no habrá nada que hacer. Nada que hacer. Si esto sale mal, los dieci­ séis años de sacrificios continuos de mi fami­ lia no habrán servido de nada. Por eso, y solo por eso, tiene que salir bien. Tengo que hacer el examen lo mejor posible. Debo conseguir que Sweet Pink me acepte como suscriptora. Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta: contestaré a sus preguntas, me pondré sus vestidos y desfilaré para ellos, me tomaré la dosis precisa de regulador cosmético para que el pH de mi piel armonice a la perfec­ ción con sus perfumes. Recitaré la historia de la compañía, el organigrama corporativo y el catálogo de sus productos. Los conven­ ceré de que he soñado toda mi vida con lle­ var los vaporosos vestidos de color rosa de su gama alta. Ahora mismo voy vestida de rosa de la cabeza a los pies, igual que cada día de mi existencia desde los cinco años.


Espero que los escáneres cerebrales no detec­ ten lo que me hace sentir este color. Tengo tanta práctica con ellos, que estoy segura de que también hoy podré engañarlos. Aun así, esta vez tengo que ser especialmen­ te cuidadosa. No debo cometer ningún error. Ninguna cara de burla, ninguna sonrisa fue­ ra de lugar. Ni siquiera un pensamiento. Hasta cierto punto, los pensamientos tam­ bién pueden monitorizarlos. Hoy es el día en que me lo juego todo, y tengo que aprobar. Tengo que conseguir el certificado de suscriptora de Sweet Pink como sea. Y para eso, debo estar perfecta. Nadie debe saber la verdad. Nadie debe descubrir cuánto odio los pro­ ductos de Sweet Pink, ni llegar a sospechar siquiera cuánto detesto su maldito color rosa.

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