ocho:treinta revista literaria
ocho:treinta
ocho:treinta fue la hora acordada para encontrarnos
ocho:treinta
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Bongó
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El regreso
sebastián cubides salazar antonio hernández
10 El escritor andrés londoño
12 Casa vieja karina
16 Una lágrima negra macabea
20 Poemas
josué cabrera s.
24 Alba
zulma rincón
Ilustración jhonatan garzón
Diseño y diagramación andrés londoño y karina
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ocho:treinta Quedamos a eso de las ocho:treinta. Las ocho y treinta es una hora muerta en que la noche se quiebra en dos y uno queda en toda la grieta: deshecho, atravesado, tirado en la cama en pantaloneta y medias hasta el tobillo, con la vista en el reloj mientras la noche guarda un silencio de azotea, para después soltar en tambores, olas, risas con esmalte de ron en los dientes, toda la estridencia del bongó de Jota en la habitación de al lado. Hay reportes meteorológicos en la televisión. Dicen que aquí llueve. Miro por la ventana y me parece que afuera se podría fritar un huevo sobre el pavimento. De vez en cuando una brisa salina hace golpear la puerta del balcón contra la pared. Taz. Taz. Quedamos a las ocho:treinta con Jota. Miro el reloj, siete:cuarenta. El tiempo en Cartagena es un reloj de arena cargado con cada puto grano de las playas de Marbella. Uno podría, por ejemplo, bajar a comer hígado en el restaurante, saludar —incluso hablar— con el mesero que me da la mano cada que quiero sentarme en la mesa. Subir las escaleras con afán porque se hará tarde para lo de Jota, y al mirar el reloj, encontrar que apenas son las siete:cuarenta y uno. A mí las etapas de la vida me cogieron con las rodillas juntas y las manos en el suelo —Jota diría que con el culo al aire —yo preferiría decir que llegaron con una lentitud de buey. Solté el tetero a los doce, la marihuana la fumé a los treinta, y ahora el alcohol y el sexo me llegan a los cincuenta, cuando ya tengo las cejas encrespadas, la cabeza llena de telarañas, y el humo de un Lucky aferrado en la garganta. También está el sueño. Ese viejo puto que es el más viejo de todos los viejos. El sueño que llega cuando se mira el reloj y quieres que las manecillas marquen ocho:treinta para levantarte de la cama, pero 3
ocho:treinta hasta ahora son las siete:cuarenta y dos. Ponerte una camisa blanca —siempre oliendo a alcanfor —y salir, como si fueras un balde desocupado, a huir de la tronamenta de tu vecino. Caminar con la mirada en las puertas: “201”, “202”, “203”, sentir la brisa y el olor de las algas podridas del mar, hasta llegar a la “215”; y regresar. Que el volumen suba de nuevo, “215”, “214”, para terminar clavado frente a la puerta de Jota. ¿Golpear? ¿Entrar? Escuchar en las vibraciones del mar y el cuero un ruego y una oración a Nzamé. Imaginar las faldas y el colorete, la piel negra, el secreto que uno de los invitados pronuncia en un tímpano cansado del aliento arrugado del ron. Y solo hasta entonces comprender que las canas me aprietan tanto la cabeza como los cáncamos al bongó, que, en aquel hotel, y en esta mi vida, el sueño es la única esperanza y el único descanso.
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ocho:treinta La madre iría a Bogotá por negocios. Esperaba volver en dos semanas. Era la primera vez que se alejaba de Anita, por eso imaginó un abismo separándolas. Tuvo miedo, pero le bastó con mirar a Franco para tranquilizarse. Él sacrificaría todo por Anita aunque ella no fuera su hija. Estarían bien. La madre sonrió. Luego se fue. El televisor estaba encendido, se trasmitía un documental sobre la elaboración de ataúdes. Franco decidió apagar el aparato. Anita aún lloraba, pese a que la madre se había despedido de ella dos horas antes. Tenía los ojos irritados. ―No llores más, nena, que mamá vuelve pronto. Anímate. En ese momento Charles, el gato de la familia, se sentó junto a Anita. Ella se entretuvo acariciándolo y pareció tranquilizarse. El animal ronroneaba con fuerza. Entonces Anita le contó a Franco un secreto. ―Mamá dijo que los gatos ronronean cuando están felices. Así se ríen ellos. Franco miraba a Anita con una sonrisa en el rostro. Deseó que fuera su hija. También quiso impresionarla, dejarle un secreto que la acompañara durante el resto de su vida. No supo qué decirle. Lo único que se le ocurrió fue una competencia. Tomó a Charles, le dio vuelta y le dijo a Anita que el primero en matar una pulga se ganaría un helado. Así, veinte dedos recorrieron la barriga del gato, persiguiendo puntos negros en su pelaje gris. Franco ganó. Después soltó a Charles, quien saltó por la ventana y no regresó. ―Nena, mamá llamó. Te mandó muchos besos. Dijo que la carretera estaba feísima y hubo varios accidentes por los derrumbes, pero ella 7
ocho:treinta está bien. Manda a decir que te ama mucho mucho. Mañana te la paso para que la saludes. Transcurrieron varios días. Anita se concentraba en mirar por la ventana, a la espera de la madre y de Charles; sus ojos abandonaron el televisor para perderse en los cristales y las cortinas. Nadie llegaba. Tras preparar el almuerzo, Franco jugaba al escondite con ella para distraerla. En cierta ocasión, mientras buscaba un buen sitio, Franco abrió un armario y encontró ropa de mujer. Anita lo descubrió sentado en el suelo, mirando las blusas de la mamá. ―Nena, nena, mamá viaja hoy. ¡Ya volveremos a verla! La mañana siguiente, dos semanas después de la partida de la madre, Franco encendió el televisor. En las noticias se hablaba de un derrumbe en la vía Bucaramanga-Bogotá. Franco tuvo miedo; quiso llamar a la madre, pero el grito de Anita se lo impidió. ―¡Volvió, volvió! Juguemos a sacarle pulgas, Franco. Charles estaba de nuevo junto a Anita. Ella era feliz. Franco apagó el televisor y le dio un abrazo a la niña. Luego suspiró. No deseaba jugar, no esta vez. La madre regresaría pronto del abismo, encerrada en una caja de madera.
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ocho:treinta Se encontraba un escritor cualquiera, en un cuarto inexistente, en un momento atemporal, en medio de la novela más importante de todas. No sabía cuánto tiempo llevaba presionando las teclas de su vieja máquina de escribir. Sus dedos se deslizaban por las hileras metálicas de letras. Letras que se organizaban en su cabeza y formaban palabras. Palabras que se transmitían impulsivamente en el papel. Papel que perdía poco a poco su blancura. El timbre marginal sonaba a intervalos precisos. La palanca bajaba dando inicio a un nuevo renglón; la mirada se mantenía fija en el papel. El semblante decidido. Una gota de sudor salpica la obra. Se retira la página. Una pequeña pausa. Un breve respiro. Un rápido repaso a lo escrito. Un par de tachones. Una nueva hoja: aumenta el ritmo. La situación se prolonga indefinidamente. El tiempo no fluye, el tiempo no existe. Y finalmente, un punto. Veintisiete mil trescientas setenta y cinco hojas esparcidas por el lugar, algunas arrugadas, rasgadas, sucias, manchadas. La perfecta obra imperfecta. Un tronar de dedos, un suspiro infinito, un escritor satisfecho. La visión se vuelve borrosa… Oscuridad… Y una luz cegadora. El llanto de un bebé.
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ocho:treinta El hombre y sus dos hijos empacaron lo necesario y se fueron antes del alba, como indicaba la carta. La casa todavía dormía. Cuando despertó, un frío inusual le recorría el piso y se dio cuenta de que estaba sola. Se sentía más ligera, un poco más vacía, así que revisó los cuartos y advirtió que faltaba poco. Seguro volverían. Pero llegaron primero las arañas y los ratones. Se fueron alojando con paciencia en el techo palomas, gorriones, murciélagos, y pronto la casa se llenó otra vez de cantos y lamentos de crías hambrientas. Pensó que, mientras tanto, podían ser buenos huéspedes. La mantendrían cálida. La huerta creció en un pequeño bosque y se entró por la ventana trasera; la casa sentía cosquillas mientras las ramas de los tomates se iban extendiendo por las paredes. Ciertas noches, en los pasillos se paseaban algunos recuerdos de sus antiguos habitantes. Unas sombras azules se escurrían por los marcos de las fotos, se despertaban los dibujos pintados en la pared del cuarto de los niños, y brotaban ruiditos desde todos los rincones. La casa cerraba las puertas para cuidar que todos quedaran en su sitio al amanecer. Pasaron los años, las tormentas, y la casa vieja reverdecía. Un día llegaron unas personas que vestían de verde. Quiso cerrarse, pero los hombres forzaron fácilmente la madera humedecida. Irrumpieron con paso fuerte y la recorrieron. Arrancaron las cosas de su sitio, pisotearon la huerta, revolcaron armarios, quebraron vidrios y retratos. Quemaron los pisos con sus cigarrillos y orinaron las habitaciones. Afuera la pintaron con aerosoles negros. Antes del atardecer se llevaron en un carro lo que les cupo. La casa quedó callada. Esa noche el frío se coló hasta las tuberías por los agujeros que le habían hecho los hombres. A la noche siguiente, la casa revisó los cuartos por segunda vez. Salvo las fotos, algunos utensilios de cocina y el colchón roído que usaban de guarida los ratones, había quedado vacía por dentro. Mareados por el golpe, los pocos 13
ocho:treinta recuerdos que habían quedado ilesos se sacudieron el polvo. La casa temió que se escaparan por los agujeros y comenzó a crujir de impotencia. Pero no se fueron. En cambio, sintió cómo se le metían por dentro de los muros y le hacían cosquillas en el cemento. De repente, a la casa le temblaron los armazones que la sujetaban a la tierra. Sus huesos de acero la fueron impulsando hasta que pudo levantarse. Las vigas gastadas tiritaron con el esfuerzo. Comenzó a caminar. La casa se dejó llevar varias semanas. Había perdido toda su vieja pintura y estaba rasguñada por el camino. Por fin, llegó a un pequeño claro entre montañas, y al pie de un arbusto encontró a medio enterrar los cuerpos fríos de tres hombres. Creyó reconocer en sus rasgos envejecidos el vago recuerdo de una presencia cálida y amable. La casa se acomodó, clavó sus huesos en la tierra. Con el tiempo se asentaron otra vez las palomas, gorriones y murciélagos. Al piso le nació un tapiz suave de musgo y hongos. Una hiedra la abrazó por la puerta trasera. Los fantasmas dejaron de despertarse en las noches. Sobre las tejas comenzó a florecer un cerrajón amarillo.
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ocho:treinta Entre todos ellos, el Tirador tenía la mejor vista. Podía ver a través de las cosas, localizar el punto en que el viento cambiaba de dirección y distinguir el calor de vida de todos los animales que caminan sobre la tierra. Un sexto sentido, sí, que le permitió verse claramente en las pupilas del enemigo justo cuando el cañón de la pistola liberaba su última bala. Contrario a lo que esperaba, el impacto sobre el hueso de la frente fue tenue, grácil; entró como una gota de tinta que penetra el agua y la marca. Se palpó la mejilla y sintió el toque tibio de la sangre. Una v invertida que se dibujaba por su cara, con líneas tan delgadas como los hilos de una telaraña. Cualquiera hubiese pensado que se había tropezado con una. No pasaron más que un par de segundos y la sangre comenzó a brotarle fría, muerta como él mismo. Se secaron en el cuello antes de tocar la tierra. Qué extraño era ser asesinado por un niño. Llamarle enemigo, en todo caso, ya iba en contra de todos los principios de la guerra. No había nada natural en huir y ser atrapado por uno de ellos. En algún momento los roles de la víctima y el victimario se habían invertido. El universo trágico reemplazado por el cómico. Y él como único espectador. Una de las pocas cosas que el Tirador alcanzó a comprender es que quizá lo tenía merecido. No se puede esparcir tanta maldad en el mundo sin alguien que custodie las balanzas y detecte los desequilibrios. Tarde o temprano Eso que todos desconocemos envía a un niño y todo vuelve estar dentro de las lógicas de la paz y el orden. El Tirador escuchó sus últimos latidos y sintió las débiles corrientes eléctricas de sus neuronas. Intentó sentir odio, pero era un odio frío, como la sangre que se había secado en su cuello. Quizá la muerte no solo se llevaba la vida, sino también la humanidad. Se esforzó por percibir algo más que la bala del cráneo, pero no pudo. El esfuerzo era demasiado grande.
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ocho:treinta —¿Por qué te mueres tan lento? Ah, la última voz, la tembladera de las cuerdas vocales. El enemigo que lucha para contener las lágrimas. No entendió por qué no se sentó a llorar con él. Si estaba muriendo tan lento podía arrodillarse y extender los brazos, pero tuvo la impresión de que al niño le asustaría la cercanía de la sangre. Se imaginó entonces pidiéndole perdón por ser tan malo. Pretendió, al menos con su mirada, que entendiera esa ley inalterable que hace a algunos adultos perversos. “Algunos tenemos la profesión de ser malos.” Luego, posiblemente, un encogimiento de hombros. Y ahora, sin nada ya por pensar ni sentir, abrió la boca y dejó que el vacío empujara su sombra dentro de él. El Tirador inclinó la cabeza hacia adelante y cayó de bruces besando bruscamente la tierra. El niño inclinó también la cabeza. Pasó el viento y se llevó su pesadumbre. Eso que envía a los niños de cacería le exigía una prueba del mal que había sido erradicado del mundo, así que caminó unos pasos al frente y con una sola mano volteó la cabeza del cuerpo. Allí estaba. El mal que se arrepiente al final, cuando se sabe ido, extrae de sí el arrepentimiento de sus acciones. Pero dicho pesar no sale de forma pura, como en todos los buenos humanos, sino corrompida por la sombra, por la vileza, por la crueldad. Con su dedo índice recogió una lágrima negra.
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Bajar al río Bajar al río: mojarse el cabello y, desde el temblor de húmeda esmeralda, mirar a los grandes beber de botellas de vidrio sentados en la orilla. Bajar al río: enfrentar la resistencia del agua con las extremidades marcadas por el verdor de la inexperiencia. Practicar el afán de las alas del colibrí sin la gracia que lo alza en el aire. Bajar al río: ver libélulas entre los bañistas, entre los árboles que acarician el agua con sus ramas. Bajar al río: mirar a los otros niños que nunca se ponen de acuerdo a la hora de decidir qué jugar. 21
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Bajar al río: ver una pareja de jóvenes que se arriman, torpes, a un rincón más oscuro. Juntan sus labios, los pechos trémulos y las pestañas húmedas. Bajar al río: sentir la luz quebrada del sol pasar por entre las hojas de los árboles y del monte.
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Dormir Estar sobre la cama como una palabra mal borrada. Un grupo de símbolos antes coherentes, coordinados: sólo queda una masa de tachones de cuya apariencia se sospecha una palabra bonita. Algo como “ukelele” “columpio”, o “guanábana”. Una palabra gentil que por alguna razón acabó desdibujada sobre la superficie que antes la sostuvo con esmero, con orgullo.
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Glosario de errores y un feliz fracaso ***
Un día, mi tía me pidió que me presentara al reinado del amasijo y la parranda, era un favor para el alcalde. “Es fácil”, me dijo… No mayor de 18 años, culo y tetas bien firmes, cabello hasta la cintura, lisa si es churca, churca si es lisa, tintura en el cabello, nada natural, por favor. Tacones obligatorios de 15 centímetros, cintura de avispa, porte y elegancia, estilista, maquillador y asesor de modas de acompañantes. Aparente ser feliz todo el tiempo, disfrute la fiesta porque después tendrá que volver a la dieta, entre más arrabalera, pueblerina e ignorante mejor, disfrute del pueblo, pues va a estar todo el día en contacto con él. No tiene que ser inteligente, pero tiene que aparentarlo. Sea cautelosa, una sola mueca de desagrado le bajará puntos, no baje la guardia, la estamos observando, por favor use varias capas de maquillaje, no queremos ver su piel natural. Le quedan 5 años de carrera, haga el esfuerzo, recuerde que si duele es porque sirve. ***
No soporto esto, es hora de volver a la realidad, voy a buscar un trabajo serio. ***
Con gusto señorita, lea las condiciones por favor: - Proactiva, sociable, trabaja en equipo, nunca se molesta por nada, no protesta, sigue órdenes, sus sueños deben ser los mismos que los de su jefe, no piense diferente, no tenga nuevos proyectos, si va a innovar que sea acorde a la anticuada empresa, y no espere que le paguen horas extras por esto ni por ningún otro trabajo por fuera de oficina, sirva para algo diferente a su cargo, uno nunca sabe cuándo se va a necesitar de sus servicios gratis, entre menos gaste la empresa mejor.
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ocho:treinta Trate al cliente como se debe, recuerde que el cliente siempre tiene la razón, no grite, no se desespere, no sude, no llore, los fluidos son desagradables y antihigiénicos, así que tampoco vaya al baño, no hay tiempo para vanidades, en lo posible no coma, una parte de su cerebro está concentrado en la digestión esto lo distrae del cliente. Hágase su amigo, pero sea su policía, exíjales, pero nunca los haga perder el tiempo en cosas que les disgusten. No supere la inteligencia del cliente, sólo dele lo que le pida, y si no le pide nada, dele lo que nosotros le pedimos, ni se le ocurra cambiar el currículo a menos que sea una petición por escrito del cliente. Compre ropa todos los días si no quiere ser juzgada, no pida permisos, está prohibido tener vida personal o problemas humanos. Trabaje como si fuera el último día, pues siempre puede ser el último. En lo posible no cuente el tiempo. Cuando menos se dé cuenta ya estará vieja y no tendrá posibilidades de vivir nada diferente. ***
Gracias, renuncio. ***
Tunja 20 de febrero de 2019 Señores Altos empresarios Rectores, coordinadores y demás chismosos Asunto: baja laboral voluntaria Por medio de esta cartica, yo, Alba Lucia del Perpetuo Socorro, pongo en conocimiento de ustedes que hoy es mi último día de trabajo. Pienso en todo lo que dejaré atrás, como mi jefe, que nunca se aprendió mi nombre, o las tareas a última hora que siempre eran para el día siguiente, los pequeños informes de 100 hojas que sólo hacían 26
ocho:treinta quedar bien a mis superiores, y las largas tardes recuperando el tiempo que yo nunca perdí, también recuerdo con nostalgia las miradas de envidia de mis compañeros cuando hacía algo bien, las quejas constantes de los clientes, el olor a sudor en el bus todas las tardes, o los almuerzos recalentados en el microondas, todo esto, y algunas cosas que se me escapan, hacen que por mi rostro se deslice una lágrima. Una lágrima de alegría al saber que no los volveré a ver y que ya no son mis jefes. Por favor, les pido que no traten de comunicarse conmigo para fines de papeleo, pues mi celular estará fuera de servicio todas mis vacaciones. Para que así conste, firmo en la fecha indicada al comienzo de este escrito. Atentamente, Alba Lucía del Perpetuo Socorro ***
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