EL CUADERNO DE RENATA

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El cuaderno de Renata

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Remata que es un mal síntoma y que debo alejarme pronto. “Sí”, le respondo. Y más pronto de lo que él se imagina, lo golpeo y lo tiro al suelo para que aprenda a no meterse en asuntos que no le incumben. Ella, como si pudiera introducirse en mis películas, grita que soy su héroe. Al instante, empezamos a volar por encima de la ciudad que nos ignora. Apenas nos advierten unos transeúntes que pasan, y curiosos, atisban por los vidrios cerrados y oscuros del pequeñín. Sólo nos ve un celador con lentes infrarrojos, un ex combatiente de Corea, fanfarronea él, que se divierte y excita con lo que viene después de nuestra contienda de labios: ella abre las piernas y por debajo de su falda y adentro de su pubis, al igual que los transeúntes, atisbo cierta intimidad que se desborda en dulces gritos y se contiene con insípidos raciocinios. Hasta que cansados de aquel juego, nuestras piernas se turnan para sobresalir por las ventanas de Katty, Kittie, Kotex…que se estremece y se desvencija. Despierto tirado en mi auto, con la bragueta perpleja y una pastosidad que me fastidia. Serán las tres de la mañana, me digo, pues a esta hora la gente sale de los bares. Y pasan alegres, pasan tristes, pero sobre todo pasan bulliciosos y con ganas de pelear. Yo compro las peleas cuando las fiestas acaban. O a veces cuando empiezan. Y he vencido a más de mil fantoches. Pero ahora me siento cansado, luzco viejo, con unas ojeras marcadas y el rostro inflado, como si se me fuera a explotar. Me percato de ello cuando miro, por el espejo retrovisor, a dos que pasan: se ofenden con fintas de micos pendencieros, se amenazan y sus patadas, por infortuna, rompen el aire, a nadie más. Mi mano, cansina, sostiene una botella de brandy. Reviso cuánto queda: con tristeza descubro que faltan uno o dos tragos. Y decido tomarme el contenido de un sólo envión.Y decido que es mejor estrellar la maldita botella vacía contra el pavimento.Y decido que mi vida, ante la falta de licor, vale menos que esos pedazos de cristal… Al cabo de hacerlo, golpean una de las ventanas. Es el hombre mezcla ángel-arlequín. Pregunta, igual que yo, y una multitud, por ella. Su cara luce distorsionada, como si un fuerte viento le hubiera quitado de su lugar la nariz, los ojos y la boca. Él trata de ponerlos donde deben estar, pero como lo domina la ebriedad y es un torpe, los deja ligeramente corridos. A él no le importa. A mí sí. Le increpo. Estalla en carcajadas. De tal modo y con tanto cinismo, que un fuerte deseo de estrangularlo me subyuga. Antes pensaba que mis manos sólo existían para trabajar y mimar, antes me enorgullecía de ellas y de mis obras, de mi paz y mi alegría, ahora pienso en cuánto he vivido equivocado: ¡un océano! ¡Una montaña! ¡El universo! ¡No sé! Mis


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