Barajar y dar de nuevo

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Creo oportuno declarar que omitiré toda explicación acerca del origen del presente relato. La seriedad de la investigación, como las certezas a las que me ha llevado, son demasiado para que me importe algo el que lo crean verídico o no. Por si sirve, baste con afirmar que traté siempre con fuentes de la más absoluta confiabilidad. Y que quien aparece aquí con el nombre de Ángela, aún vive. Por otro lado, y por cuanto lo que voy a contar se refiere a un lapso importante en la historia del Club Atlético Boca Juniors, y al desempeño de su plantel de primera división, he omitido los nombres de los jugadores involucrados, conformándome con mencionar en cada ocasión el puesto que ocupaban o el número de camiseta. A excepción, claro está, del protagonista, a quien llamaremos por el pseudónimo de Luis Javier Baldasini (o Luis Javier, o simplemente Javier), y que vestía la codiciada número nueve. Busco así evitarme enojosas complicaciones legales, como también evitar darle a los hechos una liviandad tal que justifique las chanzas de los simpatizantes de otras divisas. Luis Javier Baldasini, aunque heredero de un apellido ilustre dentro del club, vestía la azul y amarilla con méritos propios. En efecto, Evaristo Baldasini había contribuido notablemente a agregar varios trofeos a las vitrinas años atrás, y es cierto que el apellido le valió a Luis Javier una primera admisión. Pero jamás hubiera conservado el puesto de no haber demostrado igual contundencia en el ataque y una efectividad aún mayor que la de su padre a la hora de mandar la pelota a la red. En fin, Luis Javier Baldasini había dejado claro que no ocupaba la delantera de Boca Juniors desde hacía dos campeonatos por una simple cuestión de apellido. Además, la canonización por vía de aclamación en el templo de la Bombonera, cada vez que “la voz del estadio” lo anunciaba en la formación, así lo demostraba. Y su buen juego era una marca registrada personal, por más que él mismo lo atribuyera a los distintos factores que le mencionaba una bruja de Claypole, de nombre Ángela y a la que consultaba compulsivamente. No fumaba; a diferencia de su padre era medido con el alcohol, las mujeres y el juego, y cuando, empujado por sus amigos de la infancia a quienes no quería defraudar por haber ascendido en la escala del poder adquisitivo, accedía a una partida de póquer o unas manos de truco, lo hacía por el placer del juego, sin haber arriesgado en ello nunca un solo centavo. Con respecto a las mujeres, sólo se le conocía a Anita, la cual, al parecer, se las arreglaba bastante bien con ciertas prácticas como para sacarle las ganas de buscar algún complemento; aunque esas prácticas, a veces, eran objeto de escrúpulos, digamos, religiosos, para Javier. Aquel viernes por la tarde la había ido a visitar a Ángela, mujer no muy mayor pero sí muy marcada por la vida, quien estuvo bastante seria, de modo que, aunque le juró a Javier que no era nada, éste quedó pensando que la mujer algo había visto de malo para ese fin de semana, de modo que no fue extraño que por la noche, cuando salía de su casa rumbo a la concentración, recordara preocupado el rostro de la bruja. (A la mujer, por su parte, no le gustaba tomarse muy en serio su no del todo voluntario rol de bruja, pero le gustaba ayudar a la gente. En cierta ocasión, había convencido a Javier de que en vidas pasadas había sido un faraón egipcio, y que en esta vida había nacido tirando a pobre para purgar todas las faltas que la opulencia había dejado en su alma por aquel entonces; 2


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