Irina

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Irina Aquellas fiestas que daban los mandos del ejército para celebrar a los santos patronos del ejército, y donde los oficiales bebían como esponjas no me gustaban nada en absoluto. Mis jefes superiores, sabían que yo no bebía alcohol y me confiaban a sus esposas e hijas para que las sacase a bailar. Recuerdo cuando el teniente coronel Torcuato Merchante, me pidió que bailase con la oronda de su esposa. Era alguien con cara de perro buldog y parecía, al menos a priori que tenía mucha mala leche. De hecho nada más comenzar a bailar me regañó estridentemente cuando sin querer pisé uno de sus pies. Nada más terminar el baile, le pedí disculpas y salí sigilosamente a la enorme terraza que tenía el pabellón de oficiales de aque lla base aérea. Tenía en mi mano una botella de agua bien fresca. Me asomé por la barandilla y me quedé mirando al infinito, esperando poder hallar paz y sosiego, y sobre todo que no hubiera ningún mando más que me pidiese que sacase a su mujer a bailar. Intentaría estar un rato más y después regresaría a mi cuartel de Paracuellos del Jarama. -

Santisteban, ¡coño que suerte encontrarte por aquí! –el General Ortega Manzanares se dirigió a mí con una familiaridad que me hizo temerme lo peor.

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A la orden de vuecencia…

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Relájate Santisteban ¡coño! que estamos de fiesta…siempre tan estricto —sonrió con cierta malevolencia —. Verás— se acercó a mí confidencialmente, bajando el tono de voz —, he

quedado con una

amiga y necesito que lleves a mi mujer a casa, mi chófer se ha retirado.


Parece que tiene algún familiar enfermo y no tengo a nadie para que acerque a mi esposa a mi casa. -

Mi general, será un placer acompañar a su esposa a casa, de hecho ya me estaba aburriendo aquí y tenía pensado retirarme en breve.

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¡Estupendo! —no pudo disimular su alegría — espera un segundo por favor. ¡Irina! ¡Irina! Parece que no me oye, aguarda, voy a por ella.

Giré de nuevo mi cabeza, perdiendo una vez más la mirada hacia el exterior, maldiciendo mi mala suerte. Tendría cara de Nanny o no sé de qué. Estaba totalmente indignado y a punto de mandarle a tomar por culo, pero hubiera tenido que enfrentarme a un consejo de guerra. -

Verás cariño, este buen capitán se ha ofrecido a llevarte a casa. Sabes que hoy no regreso y quiero que estés bien. ¿Entiendes, verdad?, cosas del ejército —intentó banalizar—, pretendo estar mañana en casa, sino como muy tarde será pasado mañana.

Irina tenía una belleza única, jamás había visto en persona, una mujer tan hermosa y con un aspecto sublimemente delicado, haciéndole poseer un irresistible atractivo; rezumaba sensualidad por todos los poros de su piel. Era de estatura media, delgada, rubia y tenía unos preciosos ojos verdes. No entendía como ese puto crápula podía tener una mujer tan sumamente bella y que pusiera en manos de cualquiera la responsabilidad de acercarle a casa, para irse con una amiguita. Irina sumisa, me siguió sin mediar palabra. Se notaba que estaba enfadada y dolorida. Al principio, caminábamos despacio sin mediar palabra. Cuando abrí la puerta trasera de mi vehículo para invitar a la esposa del general a que entrase, observé con cierta vacilación, como ella se había posicionado en la


puerta delantera del acompañante. Tuve que rectificar rápidamente para intentar abrirle la puerta. Irina se adelantó, y rápidamente se introdujo en el coche sin mediar palabra. Para mí fue un momento sumamente áspero. Arranqué el coche y comenzamos el recorrido hacia su hogar. -

Dígame capitán, ¿usted hace lo mismo con su esposa cuando va de fiesta?

Yo no quise decirle que mi mujer se había sumido en una dinámica depresiva y de autodestrucción desde hacía demasiados años. Eso seguro que no le consolaría y tal vez, al no creerme podría pensar que todos los hombres somos iguales. -

Supongo que tengo que pensar que quién calla otorga —espetó en tono hiriente.

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Siento contrariarla, pero se está confundiendo del todo —lo dije de tal manera, que hasta yo me quedé un tanto sorprendido, cuando observé que le había levantado un poco el tono de voz.

En unos minutos, mi vehículo encaraba la autovía, que nos haría entrar en breve espacio de tiempo, a una zona residencial de la zona norte de Madrid. Yo continué sin mediar palabra, se había producido un incómodo silencio que deseaba por todos los medios, concluyese. -

Siento que el capullo de su marido sea tan irresponsable y no sepa apreciar a quién tiene en casa —Le espeté, siendo consciente de tamaña osadía.

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Sí, ese gilipollas no sabe tratar a las mujeres —lo dijo en un preocupante tono ofensivo, haciéndome llegar un apreciable y sugerente acento ruso


que se diluía, dando la apariencia de que aquella mujer llevaba muchos años en España. Me indicó como llegar a su estancia, una vez entramos en el complejo residencial. Irina hurgó en su bolso hasta encontrar un pequeño mando a distancia y una vez encaré el portón que ella misma me había señalizado, abrió la puerta mecánica. Para mí fue un momento sumamente incómodo, no sabía si salir del coche o permanecer ahí. Salí pronto de dudas. -

Espero acepte tomar una copa conmigo capitán —en ese instante lo dijo mostrando una tibia sonrisa.

-

Será un placer y a la vez un honor tomar una copa a su lado —noté cierto rubor al oír mis palabras.

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Aparque ahí por favor —solicitó suavemente —, y

no se preocupe,

relájese, hoy descansa el servicio —en esa ocasión lo expresó en un sugerente y atractivo tono que me dejó claramente nocaut. Era obvio que en aquel hogar vivía un alto mando militar. Era la típica casa decorada de una forma conservadora con mobiliario clásico. Pasamos directamente al salón. Ella me dijo que mientras se ponía cómoda le sirviese un whisky reserva con hielo y que yo me sirviese lo que quisiera; señalo con su mano dónde tenía las bebidas. No fue difícil encontrar el whisky reserva escocés, el vaso ancho y muy cerca había una neverita con hielo. Yo me serví un bíter sin alcohol y me permití rellenar un pequeño bol con galletas saladas. Levanté la vista al percibir su presencia. Ahí estaba, mostrando una singular belleza, ataviada con un sugerente kimono de seda. Sonriente, se acercó a mí y me invitó, una vez atrapó su bebida, a sentarme a su lado en un cómodo sofá, donde comenzamos a hablar, más de lo humano, que de lo divino. Al


principio, me sentí un poco incómodo, pero tengo que admitir que estaba atrapado como el macho de una mantis religiosa, totalmente seducido y entregado a su fascinante belleza. No me entraba en la cabeza como su marido podía abandonarla de esa forma. Tres wiskis después, noté como sus pupilas se habían dilatado, pero supuse que no era por el alcohol. Advertí como habíamos adquirido un tono de confidencialidad tal, que nos reíamos por cualquier cosa. Fue al intentar alcanzar una de las galletas saladas, cuando Irina se acercó a mí, y el escote cruzado del kimono, dejó una espectacular vista de sus turgentes pechos que me dejó helado, sin habla. Eso en cualquier sitio, y hasta en la casa de un general y con su mujer a mi lado era una evidente insinuación. Aun así permanecí comedidamente inactivo. Fue cuando se giró y dejando al aire una de sus piernas, mostrando toda la pantorrilla. Hice un estudio de la realidad, no eran una fantasiosa intuición, sino más bien una flagrante realidad; había comenzado el apasionante juego de la atracción y del cortejo. La mantis religiosa había elegido y atrapado a su presa. Lentamente se levantó, posando mansamente su vaso

vacío en la mesita de cristal, aproximándose

lánguidamente hacia mí. El álgido momento, tenía que conllevar como conditio sine qua non, mi intervención directa. Mi situación de hombre y de soldado requería, que tomase la iniciativa, una vez ella hubo mostrado sus intenciones. Ambos nos encontramos cara a cara, sin mediar palabra, el deseo generó el clímax propicio, y observamos al unísono como comenzaban a latir precipitadamente nuestros corazones. Nuestras almas se habían sincronizado y opté por desabrochar el nudo que mantenía el kimono cruzado. Lo desasí con cierta ansia, e Irina, una vez sintió que el kimono quedaba libre, con un


insinuante movimiento de hombros, se deshizo de la prenda, deslizándose mansamente por su espalda hasta caer al suelo. Mostraba una provocativa lencería de encaje transparente de color negro. Ambos nos miramos intensamente, como esperando que la otra persona diera el primer paso. Con mis brazos rodee su menudo pero exuberante cuerpo; en ese instante dejó de ser la mujer del general para convertirse en un objeto de deseo. Nos besamos en la boca sin tapujos. Nuestras lenguas se entremezclaban, ávidas de deseo. Noté como se separó justo, para desabrocharme la camisa y el cinturón. Había percibido mi erección y con la palma de su mano presionaba entre mis slips. Tuve tiempo suficiente, mientras se tomó un breve respiro, para deshacerme de mis pantalones y de mi ropa interior. Como supe, y en esa ocasión fue de manera eficaz, desabroche el sujetador de Irina, quien dejó al aire unos pechos tan apetecibles y dulces como la miel. Reconozco que perdí el norte y me deshice con presteza de su minúsculo tanga. Caímos al suelo; ambos estábamos sumamente excitados y decidí de manera instintiva recorrer con mi lengua cada centímetro de su cuerpo. Pasé por s us pezones, camino de su húmedo sexo. Me encantaba el sabor de su piel y recibí con gozo su humedad en mi boca. Noté como se retorcía de placer, mientras emitía unos gemidos guturales que me volvían loco. Cerró sus piernas presionando con la parte interna de sus rodillas mi cabeza, y oí como decía que continuase así…estaba desembocando todo su placer en mi boca. Cuando noté que la presión sobre mi cara con sus piernas había disminuido. Separé mi rostro y pude ver como aún permanecía con su cuerpo arqueado, sumida en un placer infinito. Me subí encima de ella y la penetré.


Nos fusionamos durante horas. Dimos rienda suelta a nuestra lujuria. Pasé la noche a su lado. Me pidió que le abrazase, quería sentirse querida mientras se sumía en un profundo sueño.


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