Fugitiva

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José Libardo Porras Vallejo

“Estaba dispuesto a pagar por el lujo y la libertad de actuar a la luz de su conciencia”. Unos le achacaban el crimen a las FARC, que controlaba a Sintrabanano y quería exterminar a Sintagro, al que acusaban de ser un sindicato de bolsillo del EPL; otros culpaban al EPL; otros a los paramilitares que en su embriaguez patriotera habían jurado con la mano en la Biblia exterminar cualquier brote de comunismo y remendar los huecos que la Constitución de 1991 había abierto para franquear el paso a las fuerzas del demonio. ¿Guerrilla o paramilitares? Daba igual. Lo mejor era escuchar, no creer a nadie y callar. No diría ni mu. Ya una vez había arengado a los compañeros para que anularan la aprobación de un pliego de peticiones por el cual reconocían los cobros de ley por el trabajo en domingos y festivos pero disminuía el valor de las horas extras, y le había sabido a cacho. En esas cosas meditaba Jairo. En el cruce de la carretera con una trocha que conducía a un caserío ermitaño, junto a dos camionetas, unos uniformados les indicaron parar a la orilla del canalón. Por el optimismo y el apego a la vida los pasajeros concluyeron que eran soldados en su rutina de buscar armas y pasquines. ―Tranquilos ―Jairo dudó de haber hablado, quizá sólo fue un pensamiento; aclaró la voz―. Tranquilos, es rutina. Vio a Omara, ya debía haber salido del baño y se estaría untando cremas para suavizar la piel que él conocía como al paisaje de Urabá. Vio a los niños. 18

Algunos vestían de civil y los de camuflado, para desvirtuar a los optimistas, no llevaban ni siquiera un emblema del Ejército de Colombia. Seis de ellos escrutaron a los pasajeros. No saludaron. Miraban con ojos de alacrán por la mira de un fusil. ¿Por qué mirarían así?, ¿dónde lo aprenderían? Un encapuchado señaló a Jairo y a tres más, y los obligaron a bajar. Nadie protestó. Cada uno, en su corazón, con retazos de rezos agradeció a Dios no haber sido elegido. Los cuatro enseñaron los documentos de identidad. Los emboscados cotejaron los nombres con los de una lista, discutieron, consultaron al señalador. Los del Toyota ni respiraban. Los rostros de los cuatro cambiaron la piel por papel bond. ―¿A quién buscan? ―preguntó Jairo. ―Que a quién buscamos ―comentó el que parecía comandante, lo que provocó la risa de los otros. ―¿Qué necesitan de nosotros? ―Que qué necesitamos de ellos ―las risas subieron el volumen. ―¿Qué hemos hecho? ―Que qué han hecho ―las risas derivaron en carcajadas. El comandante los hizo retirar unos metros y, con temblor en los labios, el mismo temblor del tigre al hallar a su presa, le habló al conductor: ―¡Piérdase de aquí con esa mierda! ―sin aclarar si con “esa mierda” aludía al carro o a sus ocupantes, sonrió, tal vez disfrutaba su ambigüedad, y al ver que el otro no obedecía, silabeó―: Piér-da-se, ¡ma-ri-ca! En otras circunstancias, Wilfrido, con cuatro pie19


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