Nº1 Weird Planet

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Obertura. Qué día tan horrible. Heinrich se encogía sobre sí mismo, hecho un ovillo, en un rincón de la carroza que ascendía por aquel camino endiabladamente empinado, hacia la cumbre del pico. El joven muchacho de unos diecisiete años permanecía hundido en la oscuridad, con los ojos cerrados y muy apretados, haciendo pasar con sus nerviosos dedos cada una de las cuentas del rosario, totalmente absorto en sus plegarias. No era para menos, en absoluto. El camino había sido duro y empinado casi desde su inicio, pero a medida que se acervan al Fegefeuer Schule, el camino no sólo se volvía más inclinado, si no también más estrecho y más crudo. Las ruedas de madera botaban continuamente al hundirse en los baches o chocar contra pequeñas piedras del camino, desprendidas de la cruda ladera rocosa que se erguía a un lado, como una pared de cuchillas incrustadas; al otro flanco del vehículo sólo se extendía un inmenso vacío, hermoso al principio, desde el que se podían contemplar los preciosos parajes de los montes suizos. Pero ahora, los cielos dejaban caer toda su furia sobre aquel lugar. Apenas habían abandonado el último pueblo, las nubes se habían arremolinado sobre la montaña y tornado de un color negro como el carbón. Los truenos empezaron a retumbar sobre sus cabezas como si se estuvieran disparando salvas de cañones, y la luz de los mismos era la única fugaz iluminación, pues la tempestad había convertido en noche el día. El aguacero no tardó en caer, aumentando su intensidad en cuestión de minutos hasta convertir la ladera en una fiera catarata de torrentes que el conductor sorteaba casi milagrosamente. Era como si los cielos se hubieran propuesto arrojar de un manotazo al carro, descargando sobre él todo su arsenal natural. El muchacho tenía el corazón en la garganta, y que el cochero hubiera acelerado el trote de los caballos no mejoraba la situación. Cada vez, el carro avanzaba más rápido y más inclinado, a cada curva del camino daba un bandazo y con cada nuevo bache un nuevo salto, dando una sensación de vértigo inmensa que hacía pensar a Heinrich, por un segundo en cada ocasión, que finalmente se había precipitado barranco abajo. Incluso creyó escuchar un derrumbamiento tras ellos, entre el eco de un temible trueno que iluminó los cielos durante, al menos, un minuto. Rezó, rezó con más voz y más fe que nunca, porque si alguien podía salvarle de tan inefable destino, sin duda, era Dios. Y el coche frenó. Escuchó el chirriar de una verja abriéndose y los cascos del caballo, agotado, al trote. La caja negra como un féretro avanzó y lo balanceó con suavidad, recuperando la completa horizontalidad, y el fervor del aguacero golpeando con crudeza el techo mermó hasta convertirse en un suave rumor. Un par de golpes resonaron contra la caja, golpes de nudillos, y al poco un mayordomo vestido de negro y armado con un enorme paraguas cóncavo abrió la portezuela. -Señorito, es un placer recibirle en nuestra escuela-dijo con un tono frío y aséptico, tan común en los mayordomos ingleses, que nunca pierden la paciencia. Heinrich alzó la mirada. Los truenos seguían iluminando los cielos de tanto en cuanto, pero los negros nubarrones habían quedado lejos, y ahora su lugar lo ocupaban nubes grises, entre las cuales se habría hueco un tímido sol de atardecer, que con su tono rojizo teñía las aguas de un amplio lago y arrancaba luces de colores a la lluvia que lentamente amainaba. Saltó del carro y estuvo a punto de desfallecer, cayendo de rodillas sobre el sólido suelo embarrado del camino. Pero logró conservar la compostura. -Del equipaje se encargará el servicio, señorito-añadió con aquella misma voz carente de emoción ni opiniones, al ver cómo Heinrich echaba mano a sus maletas-. Acompáñeme. Heinrich tentado estuvo de abrazarse al mayordomo, pero conservando la calma apropiada de su alcurnia y domando a su desbocado corazón, logró seguirlo con la cabeza alta, aun respirando nerviosamente, camino a la enorme puerta de madera que daba acceso al viejo castillo suizo. Un nuevo chirrido captó su atención, a sus espaldas. Se giró y miró por encima del hombro cómo se cerraban las verjas de la escuela. Dejó de tronar allá arriba, mientras se dispersaban las nubes del cielo. Primer Acto.


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